La isla de las mujeres, de Marisa Vallone

ÉRASE UNAS MADRES DE CERDEÑA… 

“No podemos dejar que las percepciones limitadas de los demás terminen definiéndonos”.

Virginia Satir

El extraordinario prólogo de La isla de las mujeres (La Terra delle Donne, en su original), que detalla de forma concisa y sobria el orden y desorden existente en esa parte de Cerdeña junto al mar después de la Segunda Guerra Mundial. Una pequeña sociedad llena de superstición religiosa que declara a la séptima hija como una bruja. A Fidela le ha tocado ese deshonroso honor que la estigmatiza de por vida, convirtiéndola en un ser solitaria y despojada de la familia como deja tan evidente la estupenda secuencia de la fotografía. Fidela vive alejada cuando es mayor, pero es una joven especial, una joven espiritual, que conoce las hierbas del lugar y sabe curar a los demás. Una mujer aislada pero llena de vida, emociones y de amor, aunque no sea comprendida por su madre y los demás lugareños, que la siguen tratando como un ser oscuro del que hay que alejarse para protegerse de su brujería y malas conductas. 

La ópera prima de Marisa Vallone (Bari, Italia, 1986), que después de dedicarse a la videoinstalación y al arte multimedia, y formarse en el prestigioso Centro Sperimentale di Cinematografía de Roma, por el que han pasado diferentes generaciones de cineastas italianos que ha  hecho muy grande su cinematografía, como Vallone con una primera película que nace con el propósito de contarnos la cotidianidad de un pequeño lugar de la Cerdeña, un espacio diminuto donde las mujeres tienen el mando, donde la tremenda religiosidad convive con lo pagano y lo espiritual, en un mundo de contrastes en el que la historia se sitúa en tres mujeres de la misma familia. Tenemos a la madre, una mujer viuda que vive entre lo emocional de su hija Fidelia y las apariencias y oscuridad de la tradición, a la hermana mayor Marianna que recorrerá un parte de Europa con el objetivo de quedarse embarazada, y finalmente, la mencionada Fidelia, la pequeña,  la llamada “bruja”, un ser especial que trata con plantas medicinales las dolencias de sus vecinos, que por orden del párroco del lugar, deberá criar a Bastiana, una niña ilegítima que al ser la séptima es expulsada de su casa, y se topará con Fidela y su mundo. 

La cineasta se mueve entre el realismo de un tiempo difícil y triste después de una guerra, y la fábula, porque encontramos personajes que bien podrían ser de un cuento de hadas: el soldado inglés que se enamoró de una italiana y que se quedó sólo cuando aquélla volvió con el marido que creía muerto, la llegada del pintor y fotógrafo y su padre al pequeño pueblo, y la propia Bastiana, una especie de princesa diferente a todos y todas que deberá crecer en un mundo diferente y lleno de sabiduría y oscuridad. Sin olvidar la propia idiosincrasia del lugar, una isla en que el mar delimita la vida, la esperanza y el mundo, un más allá demasiado lejano para el microcosmos en el que viven estas mujeres singulares. Un gran trabajo de cinematografía de Luca Coassin, que envuelve con detalle y precisión a las mujeres de este pueblo, enlutadas y supersticiosas, frente al violeta de Fidela y su hija, y aún más, entre los colores más suaves y elegantes de los visitantes. Un montaje del dúo Francesco Garrone (que tiene en su haber películas de Daniele Luchetti), e Irene Vecchio (muy presente en la filmografía de Elisa Amoruso), en un estupendo trabajo donde imponen un ritmo pausado y emocional en el que se va desenvolviendo un relato contenido y sin estridencias, que captura con orden y reposo los avatares de sus protagonistas en una película que se va a los 104 minutos de metraje. 

Si la parte técnica es destacable, no lo es menos el magnífico trabajo de sus intérpretes entre los que destaca una maravillosa Paola Sini, que produce y coescribe el guion con la directora, que compone una inolvidable Fidela que, a pesar del desprecio de su familia y los demás, ella se hace su mundo, entre los espiritual y terrenal, huyendo de las tradiciones religiosas, y centrándose en la naturaleza y lo interior, creando un universo en sí mismo, y a pesar de las traiciones, ella sigue en pie, firme y con una voluntad de hierro, porque Fidela es un personaje de luz, alguien que quiere vivir su vida y hacer su mundo, siendo ella misma a pesar de la oposición de los demás, porque ella sabe que sólo hay una vida y cada uno ha de vivirla como desea desde su más profundo ser. Valentina Lodovini es Marianna, que está obsesionada con ser madre y recurrirá a todo por conseguirlo, y no se detendrá en su propósito. Syama Ryanair es Bastiana, la hija de Fidelia, que tomará su camino después de las enseñanzas y consejos de una madre diferente, y luego están los hombres de la película, el párroco cercano y algo díscolo que hace un grande como Alessandro Haber, que ha trabajado con los grandes del cine italiano como Bellocchio, Bertolucci, Rosi, Moretti, Monicelli, Pupi Avati, Risi, entre muchos otros, el belga Jan Bijvoet, al que vimos en películas que me gustaron mucho como Alabama Monroe, Borgman y El abrazo de la serpiente, entre otras, hace del soldado inglés encallado y ermitaño, o quizás, el hombre que encontró su lugar o alguno que se le parecía, se convierte en una especie de padre para Bastiana, o un amigo con el que hablar y reírse, y los visitantes, el padre, una especie de doctor que ayuda a Marianne a quedarse embarazada que hace el actor japonés Hal Yamanouchi, que ha trabajado con directores tan interesantes como Mangold, Kapanoglu, Bava, Salvatores y Wes Anderson, y su hijo Freddie Fox, con una carrera al lado de nombres como los de W. S. Anderson y Lone Scherfig. 

Nos ha convencido La isla de las mujeres y nos encantaría seguir la filmografía de su directora Marisa Vallone, por contarnos que hay muchas formas de ser madre, de estar en el mundo, y sobre todo, de ser una misma en una sociedad anclada en meras idioteces y miedos infundados, o lo que es lo mismo, una sociedad dominada por el miedo a vivir y a ser ellos mismos, porque lo más fácil en la vida es seguir el rebaño y no detenerse y pensar si eso es lo que queremos para nosotras. Fidela lo tiene claro a pesar de las dificultades, más vale vivir como quieras y aceptar los conflictos, que estar siempre a la greña y despreciada por el resto. Fidela es una mujer muy especial, quizás lo que muchos deseamos, ser especiales pero no para nada ni nadie, sino para nosotros mismos, que somos las personas que más nos necesitamos, amarnos a pesar de todo, a pesar de nosotros, y comprendernos a pesar de nosotros, porque el amor de verdad, el que se siente desde lo más profundo de nuestro ser, solamente será verdad cuando empieza por uno mismo, aceptándonos y siguiendo hacia adelante, pese a quién pese, porque nadie vendrá a rescatarnos si no lo hacemos nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Fuego fatuo, de Joâo Pedro Rodrigues

EL ROMANCE DEL PRÍNCIPE Y EL BOMBERO. 

¿Por qué volvéis a la memoria mía,

tristes recuerdos del placer perdido…?

José de Espronceda 

El universo cinematográfico de Joâo Pedro Rodrigues (Lisboa, Portugal, 1966), es un cine libre, diferente y muy revolucionario, porque se atreve con todo, a mostrar un mundo mutante y lleno de imaginación y tremendamente inventivo, donde predomina una libertad absoluta para retratar e indagar en la sexualidad que muestra sin tapujos y de forma explícita, en que los géneros desaparecen para fluir y mezclarse de formas y texturas asombrosas. Un cine que viaja por lo más sofísticado a lo más burdo, por la elegancia a lo basto, de lo sucio a lo más pulcro, contradicciones y complejidades que hacen del cine del director portugues una experiencia muy intensa y de descubrimiento constante. Tenemos ejemplos en sus más de veinte años de experiencia en corto y largometrajes como como El fantasma (2000), Odette (2005), Morir como un hombre (2009), La última vez que vi Macau (2012), y El ornitólogo (2016), entre otros títulos. Un cine en continúa búsqueda, que no cesa de preguntarse sobre sí mismo, un cine que experimenta, que muestra sin cortapisas y sobre todo, un cine sensitivo, muy corpóreo y un inmenso agitador en todos los sentidos. 

Con Fuego fatuo el cineasta lisboeta construye un híbrido impresionante y repleto de una gran inventiva para contarnos una fantasía musical, como la misma película advierte a su inicio, en la que fusiona de forma admirable y fabulosa la comedia, género que explora por primera vez de forma contundente, el musical, el romanticismo, el sexo, la biografía, la memoria, el ecologismo, la coreografía y sobre todo, una película-sensación que nos transporta a una fábula que tiene el aroma de aquellas de Perceval el galés (1978), y El romance de Astrea y Celadon (2007), ambas de Rohmer, en que la realidad transmuta en uncuento fantástico con resonancias directas a los problemas de la actualidad. Rodrigues construye un guion con su más ferviente cómplice que no es otro que Joâo Rui Guerra de Mata, con el que ha codirigido alguna que otra película, y Paulo Lopes Graça, en el que nos cuenta los recuerdos de Alfredo, un rey sin reino en su lecho de muerte, y sobre todo, cuando siendo príncipe tuvo una relación muy profunda con un bombero llamado Alfonso. 

La película tiene una duración breve, apenas llega a los setenta y siete minutos de metraje, pero nunca tenemos esa sensación, ya que su limpieza visual y la intimidad y la pulcritud que desprende es asombrosa, con esa luz tan cercana y natural que firma Rui Poças, que firma muchas películas del director, amén de haber trabajado con nombres tan significativos como los de Margarita Ledo, Miguel Gomes y Lucrecia Martel, entre otros. El exquisito y conciso montaje de otra cómplice del cineasta luso como Mariana Galvâo, contribuye a manejar con estilo y gracia esa fusión brutal entre realidad y ficción, entre lo real y el sueño, entre lo físico y lo espiritual, entre lo vivido y lo soñado, entre las emociones y la carne, entre aquello que vemos y lo que intuimos. Una película diferente, extraña y cercana, un cine que se descubre a cada encuadre, a cada secuencia, en una aventura que nunca acaba, en el que nunca sabemos qué ocurrirá y sobre todo, como ocurrirá, donde la música también juega esa mezcla de lo sublime con lo más cercano, en la que escuchamos a Mozart, y cantamos y bailamos al son de Joel Branco en una canción naif ecologista, o de Paulo Bragança en un fado intenso y conmovedor. 

Tenemos una pareja extraordinaria que componen unos personajes libres y totalmente abiertos a experimentar por los placeres sexuales, donde hay deseo y carne, y pollas erectas, como Mauro Costa como el príncipe que quiere experimentar, que quiere vivir de verdad, alejado de la rectitud y la superficialidad de su casa real sin reino, que decide ser bombero para salvar a los bosques, elemento esencial en el cine de Rodrigues, y que encuentra a Alfonso, que interpreta el bailarín André Cabral, un bombero que tendrá un tórrido romance con el príncipe, experimentando los placeres de la carne y demás. Fuego fatuo, de Joâo Pedro Rodrigues es una película que invita a dejarse llevar en todos los sentidos, a mirar la vida sin prisas ni prejuicios, solo dejarse llevar, que aunque parezca fácil y extraordinariamente muy placentero, muy poca gente lo practica, porque la película invita a mirarla, a descubrirla, a verla como si fuéramos niños otra vez, a recuperar unas imágenes que nos traspasan, que son una fiesta del cuerpo y el sexo, a detenerse, a mirar cada detalle, cada situación y cada follada, y sobre todo, descubrir para él que no lo haya hecho todavía, el cine del cineasta lisboeta, porque es un cine que se descubre y descubre a cada instante, que nos remueve y nos hace disfrutar a lo grande, porque es tremendamente imaginativo, lleno de incréibles hallazgos tanto de forma como de fondo, y huye de las estúpidas etiquetas y de la servidumbre comercial de tanta película sin vida y vacías, aquí es todo lo contrario porque es un cine que abre muchísimas puertas para el disfrute y para sorprenderse con cada personaje, cada situación, cone se humor irónico, perverso y disparatado, porque la vida y lo que ocurre con ella, es más llevadera si le ponemos humor, si nos reímos a carcajadas de ella y sobre todo, de nosotros mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Eo, de Jerzy Skolimowski

EL BURRO Y EL MUNDO.

“Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Esta tan igual a mí, tan diferente a los demás que he llegado a creer que sueña mis propios sueños”

Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez (1917)

El cineasta Jerzy Skolimowski (Lodz, Polonia, 1938), pertenece a esa maravillosa terna surgida de la magnífica Escuela de Cine y Teatro de Lodz:  Andrew Vajda, Jerzy Kawalerowicz, Wojciech Jerzy Has, Krzystof Kieslowski, Andrzej Munk, Roman Polanski, Krzystof Zanussi y Andrzej Zulaski, entre otros que, a lo largo del siglo XX, crecieron haciendo cine en el bloque soviético con películas de fuerte carga crítica y poética, llenas de humor, que les abrieron las puertas al mercado y los certámenes internacionales. En el caso de Skolimowski, recordamos sus películas como Walkover (1965), La barrera (1966), y La partida (1967), filmado en Polonia, y las otras, rodadas en Gran Bretaña como Zona profunda (1970), El grito (1978), Trabajo clandestino (1982), The lightship (1986), entre otras. Su largo período dedicado a la pintura figurativa y expresionista. Su vuelta a Polonia con películas como Cuatro noches con Anna (2008), Essential Killing (2010), y 11 minutos (2015).

Después de siete años sin rodar, el cineasta polaco vuelve con Eo una hermosísima, poética y sensorial fábula contemporánea protagonizada por un pequeño burro grisáceo de raza sarda que es, ante todo, un sentido y honesto homenaje a Au Hasard Balthazar (1966), de Robert Bresson, quizás la película que mejor ha retratado el mundo de los animales, erigiendo al burro en un ser que, en su peculiar aventura recibe maldad y bondad, en un mundo cínico e implacable. Skolimowki vuelve a contar con la guionista Ewa Piaskowska, que le ha producido sus últimas cuatro películas, y con la que ha coescrito sus tres últimas, en un relato que nos devuelve el cine en su máxima esencia, ya que casi no hay diálogos, en un grandioso espectáculo visual y sensorial, donde nos sumergimos en una aventura que nos lleva por el rural polaco e italiano siguiendo los pasos de Eo, el pequeño burro protagonista, que, al igual que le sucedía al soldado afgano que interpretaba Vincent Gallo en Essential Killing, debe luchar contra los obstáculos y sobrevivir a un mundo demasiado hostil.

Eo será el alma de este cuento viviendo a través de un periplo difícil que lo llevarán a estar siempre de aquí para allá, como Eo que después de ser desahuciado del circo donde lo tienen trabajando, lo recluirán en una granja en la que no se adapta, para más tarde huir campo a través, y acabar siendo mascota a su pesar de unos salvajes seguidores de un equipo de fútbol, del que será apaleado por los hinchas del rival, y luego, curado para ser mal vendido como carne junto a unas vacas, y después, siendo rescatado por un joven italiano que tiene una relación extraña con una condesa, y mucho más. Desventuras en las que Skolimwski nos muestra una mundo-sociedad llena de peligros, pero también, de bondad y soledad, de pequeñas alegrías y tristezas, de unos humanos salvajes y egoístas que usan y tiran al pequeño animal según su conveniencia, mostrando así la relación de los sapiens con los animales y nuestro entorno natural, en que la película lanza una profunda y directa crítica hacia el trato y respeto que tenemos con los animales y la naturaleza.

La película reivindica los valores humanos a través del animal, deteniéndose en la inocencia, aspecto en desuso completamente en una sociedad en el que todo parece una lucha encarnizada de poderes en el que todo vale, donde estamos todos contra todos, y un sálvese quien pueda, y poco más, en una sociedad totalmente individualiza, solitaria y apática, donde rige la ley del talión y la desesperanza. Una película de contenido abrumador y ejemplar, tiene una parte técnica a su altura, con la exquisita y excelente cinematografía de Mychal Dymek, que tiene en su haber grandes trabajos como el que hizo en  la reciente Sweat, de Magnus von Horn, y su trabajo en el equipo de Cold War (2018), de Pawel Pawlikowski, el conciso, detallado y brutal montaje de Agnieszka Glinska, que ya estuvo en 11 minutos, en sus extraordinarios ochenta y ocho minutos de metraje, la impresionante música de Pawel Mykietyn, un habitual en la filmografía de Krzystof Warlikowski, y de otros como Wajda, Bartas y Małgorzata Szumowska, en una composición que se fusiona con armonía y belleza con la banda sonora que nos va transportando al mundo interior del asno protagonista.

Uno de los productores es el mítico Jeremy Thomas, el mítico productor de casi medio siglo de carrera, con más de setenta títulos producidos a nombres tan ilustres como Bertolucci, Cronenberg, Kitano, Miike, Wenders, Jarmusch y Guilliam, entre otros, que le produjo Skolimowski El Grito, y le ha coproducido las tres últimas, en una de esas colaboraciones que se extienden a lo largo de sus carreras extensísimas, donde la autoría deviene uno solo, en una idea de hacer cine desde la emoción y desde la necesidad de hacer lo que uno quiere, alejándose de modas y tendencias del momento, haciendo cine desde el alma, con el alma y sobre el alma. Aunque el equipo es el absoluto protagonista de la película, el animal va encontrándose personajes de toda índole y condición social encarnados por Sandra Drzymalska, una de las actrices jóvenes polacas más talentosas de su generación, el italiano Lorenzo Zurzolo, Mateusz Kosciukewicz, uno de los actores polacos más destacados del momento, y la maravillosa presencia de una grande como Isabelle Huppert. Celebramos el regreso al cine de Skolimowski que no solo mira a Bresson, sino a ese cine del que ya queda poco, donde lo primordial era contar una historia desde el corazón, construyendo emociones y sumergiendo al público a todo aquello que no se ve del cine pero está, donde se le mostraba una historia, se construía una mirada y había espacio para la reflexión a través de una mirada crítica sobre la sociedad y al fin y al cabo, sobre nosotros y todos los seres de nuestro entorno, ya sean animales como vegetales. No se la pierdan, porque es maravillosa y encima, sensible y humanista, porque todos deberíamos ser como ese asno, con la misma humanidad que tenían Platero, Balhazar y Eo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ama, de Júlia de Paz Solvas

TRES DÍAS, TRES NOCHES.

“Los hijos no son un sustituto del amor; no reemplazan un objetivo de vida rota; no son un material destinado a llenar el vacío de nuestra existencia; son una responsabilidad y son un pesado deber”.

Simone de Beauvoir

La película se abe de forma muy contundente y sin respiro, porque nos sumergimos en mitad de la noche, a oscuras, y nos tropezamos con Pepa, una mujer de unos treinta años, sometida a su propia agitación y nerviosismo, parece en busca de alguien. Un flashback nos lleva a un lugar donde Pepa está fatal y se cae sin que su madre la pueda ayudar. Volvemos a la noche, Pepa se mete en una discoteca, se hace unas rayas y baila como si el mundo acabara esa noche. Al día siguiente, con el sol en la cara, vuelve a su casa, su compañera de piso, que ha cuidado a su hija Leire de 6 años, harta de tantas huidas a ninguna parte, le pide que se vaya. Pepa debe buscar un lugar donde dormir junto a su hija. Un arranque de una grandísima fuerza y tensión, como pocos recordamos para una primera película que firma Júlia de Paz Solvas (Sant Cugat del Vallés, Barcelona, 1995), que ya conocíamos por dos anteriores trabajos, La filla d’algú (2019), el largometraje colectivo que dirigió junto a diez compañeros de la Escac, y un año antes, Ama, el cortometraje que ya se detenía en Pepa y Leire, en una sola jornada.

Ama  tiene ahora su traspase al largometraje, que amplía sus jornadas en dos días más con sus noches, en una película muy física, en continuo movimiento, en un guion que vuelve a escribir junto a Núria Dunjó, y en la cinematografía cuenta otra vez con Sandra Roca, con esa cámara pegada al cogote de Pepa, otra piel, otro cuerpo, que la sigue incesantemente, sin descanso, traspasándola, radiografiándola, y convertida en otro más, en testigo de esta crónica de hoy y de ahora, pero completamente atemporal, que no solo nos habla del hecho de ser madre, de su significado y consecuencias, de esas “malas madres” que tanto se reivindica en la actualidad, quitando toda esa idea romántica y falsa de la maternidad y explicando sus oscuridades y miedos, enfrentándola a una realidad sincera que siempre se le había negado. Pero Ama, también nos habla de lo que se cuece en nuestro interior, de todo eso que nos conduce por la vida, nos hace enfrentarnos a los demás y sobre todo, a nosotros, de todos nuestros fantasmas, inseguridades y demás emociones que anidan en nuestra alma.

La jovencísima directora catalana construye su película como una fábula actual, en una ciudad turística, con su playa, sus visitantes, sus hoteles, que siempre se nos mostrará en off, con sus ruidos y sonidos fuera de campo, en cambio, sí que nos enseñará la otra ciudad, encaminándonos hacia su periferia, a todos esos lugares donde el turismo no va ni conoce, a la ciudad de verdad, a la que vive cada día como si fuera el último, a la que la necesidad y el desamparo obliga a deambular y buscarse cada día la vida o lo que quede de ella. Esos lugares reales que transitaban los chavales de Pullman (2019), de Toni Bestard, o los de The Florida Project (2017), de Sean Baker. Pepa es una mujer que debe aprender a ser fuerte, a perdonarse y perdonar, a no rendirse y seguir aunque cuesta la vida entera, porque debe mirar por su hija, que no puede continuar en esa existencia de aquí para allá, como dos vagabundas, esperando algún golpe de suerte o algo a donde agarrarse, como la condescendencia de una amiga cansada, o un ex novio engañado tantas veces, o un jefe que ya no le permite un descalabro más, o un dueño de hostal que prefiere los euros extranjeros a la necesidad de los de aquí.

Pepa con todo lo que arrastra se encuentra un mundo atroz, sin compasión, que no encuentra ayuda o simplemente, algo de cobijo, como mencionaban los Rossellini y Pasolini, en una mirada deshumanizada que se asemeja mucho la que encontraba Sandra, la mujer desesperada que intentaba convencer a sus compañeros para no perder su trabajo en la demoledora y magnífica Dos días, una noche (2014), de los hermanos Dardenne. Un reparto lleno de intérpretes estupendos bien dirigidos entre los que destacan Estefanía de los Santos, como la madre de Pepa, Ana Turpin como Ade, la compañera de piso, Diego, el ex cansado de Pepa, Chema del Barco como dueño del hostal, el veterano Manuel de Blas como su jefe, la niña Leire Marín como su hija, y Tamara Casellas, que vuelve a repetir su personaje de Pepa, ahora en el largometraje, que brilla con intensidad y luz propia, componiendo una de las grandes interpretaciones del año, premiada en Málaga, que transmite naturalidad, intimidad y sobriedad en un personaje humano y lleno de miedo y culpabilidad, una mujer rota y a la deriva, que va hacia la autodestrucción, y encima una hija a la que cuidar, en un extraordinario trabajo de la sevillana que es una batalladora de la interpretación, aquí se convierte en la auténtica alma mater de la función, en un trabajo inolvidable.

Júlia de Paz Solvas entra de lleno a esa talentosa, trabajadora y envidiable terna de cineastas surgidas de la Escac, las Mar Coll, Elena Trapé, Nely Reguera, Liliana Torres, Diana Toucedo, Andrea Jaurrieta, Marta Díaz, Belén Funes, Celia Rico, entre otras, que tienen en la mujer, su entorno y emociones, el abanico donde surgen las historias que cuentan, con grandísima sensibilidad e intimidad, siguiendo la estela de la Coixet, Bollaín y demás. De Paz Solvas ha tejido con aplomo y sabiduría una película de verdad, que maneja con muchísima soltura, y saliendo muy airosa de terrenos pantanosos, sabiendo sujetar al espectador y llevándolo hacia lugares que hay que mostrar y transitar, en un relato que va más allá del drama íntimo y social, situándose en ese difícil campo donde la vida se mezcla con las emociones, lo social, lo más íntimo, y sobre todo, la maternidad, y ser hija, de mirar al frente, de perdonar y sobre todo, vivir sin miedos, prejuicios y demás, mirando a las cosas por su nombre y en toda su plenitud, sin mentiras ni nada que se le parezca. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Yo niña, de Natural Arpajou

LA NIÑA SOLA.

“¿Dónde están? Vengan a buscarme. Por favor”.

El desamparo, la necesidad y la falta de amor son algunas de las emociones que echa en falta Armonía, una niña que vive en el sur de Argentina, en la zona conocida como El bolsón, junto al río negro, con sus padres, unos progenitores alejados de la civilización, que echan pestes del sistema capitalista, y viven en una barca sin luz, gas y otras comunidades. Desde el primer instante de la película, nos dejan bien claros los sentimientos de la niña, con esa primera imagen, una imagen que se repetirá a lo largo de la película, en que la niña, echada junto a un árbol, reclama al cielo, mediante un walkie talkie, que vengan a buscarla, o lo que es lo mismo, que la escuchen y al rescaten de esa vida que no le gusta, que aunque tenga una vida tranquila y en plena naturaleza junto a sus padres, se siente sola, incomprendida, vacía, en un mundo donde los adultos hacen y deshacen sin contar con ella. La directora argentina, que despuntó en cortometrajes de carácter personal, se basa en su infancia, ya que vivió junto a sus padres hippies progresistas en más de diez países, entre los que se encuentra la zona donde se filmó Yo niña, su opera prima.

El relato se cobija en la mirada de Armonía, todo lo que sucede lo vamos a ver desde esa mirada infantil e inocente, de alguien que vive junto a unos padres que van hacia otro lugar, unos padres que llevan una existencia que nada tiene que ver con el cuidado y la educación de una niña, en un entorno que no resulta el más apropiado para el crecimiento de la niña. Arpajou impone un tono naturalista, en consonancia con el entorno, muy transparente e íntimo, en una cinta que tiene a solo tres personajes buena parte de su metraje, y nos enclava, en su mayoría, en ese entorno natural y salvaje, en hogares como una barco junto al mencionado río, una cabaña en mitad del bosque y sobre todo, desde la altura y la mirada de la niña, alguien criado en ese lugar y luego, cuando va a la ciudad, el choque tremendo al conocer la urbe, tan distinta a ella, con esas ideas de adultos demasiado para ella, una niña que le encanta relacionarse con otros niños de su edad y jugar a las muñecas, situaciones que no tiene en el sur junto a sus padres. Una niña que no entiende y se margina en las cuestiones que van sucediéndose en la película.

La directora nacida en Mar del Plata, no quiere hacer una tesis sobre la educación adecuada ni nada que se le parezca, sino que va planteando circunstancias y cómo se van desarrollando, para de esa manera el espectador tenga la distancia adecuada para emitir sus propios juicios, huye completamente del manido “buenos y malos”, adoptando una mirada abierta y global para no caer en la superficialidad o tratamiento demasiado “positivista” de otras producciones. La cámara registra la historia, que nunca resulta monótona y esperada, sino todo lo contrario, el relato avanza con paso firme, sin estridencias ni subrayados, todo se cuenta desde lo más profundo y las diferentes posiciones de los personajes que nos vamos encontrando en el camino, deteniéndose en esa complejidad y múltiples puntos de vista enfrentados, tanto entre los padres, entre amigos, familiares u otros padres. Yo niña habla de la infancia, de una forma diferente de crecer en un entorno demasiado difícil para una niña como Armonía, también explora los métodos educativos, y la complicada relación entre padres e hijos, profundiza en la dificultad de vivir alejado del capitalismo feroz, y en las herramientas ante una existencia en la que hay que estar dispuesto a pasar penurias, tristezas y alegrías, quizás demasiados altibajos para una pequeña niña.

Natural Arpajou no se sale del camino trazado, y no quiere sorprendernos con artíficos de ningún tipo, sabe dónde quiere llegar y cómo transmitirlo, amasando con paciencia su relato, y entrando con sigilo a las emociones de los espectadores, y por ese motivo se rodea de dos intérpretes maravillosos y naturales como Andrea Carballo, que ya había trabajado con la directora en uno de sus cortometrajes, da vida a la madre de la niña, Esteban Lamothe como el padre, y para Armonía se encontró en un arduo casting a la debutante Huenu Paz Paredes, que se convierte en el alma mater de la función, generando ese abandono y soledad de la niña con pocos detalles y asentándose en la fuerza de su mirada, con ese pelo rojizo y enredado, asumiendo ese rol de la niña a lo Gretel, atrapada en esa casita de ensueño, pero que si escarbas te encuentras con la mugre, lo triste y lo oscuro, que tiene muchos puntos en común con Baja marea, de Roberto Minervini, donde también nos encontrábamos a un chaval poco atendido y querido. Yo niña es una magnífica fábula moderna y de siempre, en la que nos encontramos a una niña perdida, demasiado sola y triste que solo desea conocer el mundo y sentirse cerca de los suyos, aunque solo sea por un instante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Baby, de Juanma Bajo Ulloa

FÁBULA SOBRE LA MATERNIDAD.

“El amor de madre es la paz. No necesita ser adquirido, ni merecido”

Eric Fromm

En el universo de Juanma Bajo Ulloa (Vitoria-Gasteiz, 1967), encontramos muchas jóvenes, de aspecto aniñado, con profundos traumas psicológicos, encerradas en existencias dolorosas, tanto físicas como emocionales, envueltas en reinos de maldad y oscuridad, pero eso sí, fuertes y valientes que harán lo imposible para vencer sus miedos, a sus enemigos y salir de su pozo. Los relatos del director vasco están envueltos de cuentos de hadas, rasgados por el misterio y la incertidumbre, una especie de laberintos físicos y psíquicos en los que sus criaturas en apariencia indefensas deberán pasar unas pruebas, para de ese modo encontrar su camino, y sobre todo, su amor. Bajo Ulloa ha fabricado una carrera muy heterogénea, en la que tocado varios palos, como los de la música rock, con abundantes videoclips o documentales, el teatro con Pop Corn (1998-9), pero sobre todo, el cine, con seis títulos, en los que ha emprendido dos formas de plantearlos. Por un lado, tenemos la comedia gamberra, crítica y disparatada con Airbaig (1997), y Rey Gitano (2014), con la complicidad de intérpretes-colegas. Y por el otro, fábulas sobre la condición humana, envueltas en un cine simbolista, lleno de metáforas y muy sensible, con títulos memorables como El reino de Víctor, mediometraje de 36 minutos, su deslumbrante opera prima Alas de mariposa (1991), galardonada con la prestigiosa “Concha de Oro” en Donosti, La madre muerta (1993), Frágil  (2014).

En Baby, Bajo Ulloa vuelve a sus heroínas frágiles e indefensas, con una chica toxicómana y perdida, del que no se nos desvelará su nombre, como ocurre con los demás personajes, una joven que acaba de ser madre, pero incapaz de hacerse cargo de la criatura, decide venderlo a una madame que trafica con niños. Pero, la joven se arrepiente y decide recuperarlo. El relato que arranca de forma oscura y siniestra, más cerca del género de terror, donde el primer Polanski o el Giallo italiano no estarían muy lejos, mostrándonos una sociedad corrupta, vacía, llena de vicio y autodestructiva, nos encontramos a la chica, que vive en la más pura desolación, sin futuro ni nada, y después de parir, se verá aún más desorientada y cerca del abismo. Aunque, después de deshacerse del bebé, se verá más perdida, y llena de dudas y remordimientos, y emprende un viaje a lo más profundo de su alma, enfrentándose a una mujer sin escrúpulos, que vive con su hija y una albina especialista en el tiro con honda, sumergiéndonos en la casa de los horrores, una especie de casa a medio camino, entre el “Paradiso Perduto” de Grandes esperanzas, de Dickens, las casas góticas inglesas del silgo XIX, muy del universo de Poe y Lovecraft, y la casa siniestra de La matanza de Texas, llena de polvo, hierbas y moho, donde hará lo imposible por recuperar a su bebé.

La película prescinde de diálogos, dando todo el valor a la imagen y el sonido, con ese aspecto sombrío y lúgubre que recorren todos los cuadros, con la magnífica luz de Josep María Civit, que después del inmenso trabajo en La vampira de Barcelona, acaba el año con otra espectacular fotografía, vital para una película de estas características, o el sonido que firman Iñigo Olmo y Martín Guridi, consiguiendo ese empaque necesario para encerrarnos en esa casa y ese bosque, con el fuera de campo imprescindible en una película que anuda de forma brillante el género de terror con lo social, y el drama más intimo. Qué decir del grandísimo trabajo de la música, con Bingen Mendizábal, que ha estado en casi todas las películas del director vasco, con la complicidad de Koldo Uriarte, para crear esa atmósfera de fantasía y realidad que también casa con el relato. Y finalmente, el preciso trabajo de edición que firma Demetrio Elorz, contribuyendo a crear ese tempo cinematográfico pausado y profundo que tanto demanda la película.

La naturaleza y sus animales, filmados de manera espectacular, mezclando toda su belleza y horror, funcionan como el reflejo para indagar en las motivaciones de todos los personajes, generando todos esos instintos que los hacen moverse hacia un lado u otro, donde cada personaje va mostrando su complejidad, contradicción y misterio. Un relato sobre la vida, la lucha y la muerte, debía tener un reparto muy sobrio y que transmitiera todo lo que las palabras no van a hacer, y lo consigue con grandísimas composiciones, empezando por Rosie Day, la actriz británica que hemos visto en películas como Blackwood, de Rodrigo Cortés, o la serie Outlander, da vida a la heroína de ese cuento sobre el miedo y el amor, bien acompañada por la estadounidense Harriet Sansom Harris como la bruja de Hansel y Gretel, en este caso, de Gretel, y sus cómplices, la niña Mafalda Carbonell y Natalia Tena, como una albina y su honda, tan siniestra y rara como la relación que mantiene con esta familia tan oscura, y la siempre interesante presencia de Charo López. Bajo Ulloa ha construido una inquietante y maravillosa fábula sobre que significa ser madre, con toda su belleza y horror, en una película asombrosa y fascinante, a ratos hipnótica y terrorífica, llena de misterios, monstruos interiores, y espectros como el miedo, la maldad y la envidia, un viaje a todo aquello que nos mueve, que nos ayuda a seguir viviendo, un poema fantástico de aquí y ahora, que nos emociona, devolviéndonos todo aquello del cine de los pioneros, devolver a la imagen todo su esplendor, su belleza y todo el misterio que la envuelve. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pinocho, de Matteo Garrone

EL MUÑECO DE MADERA QUE QUERÍA SER UN NIÑO.

(…) Y aunque Pinocho era un muchacho de natural muy alegre, se puso también triste; porque cuando la miseria es grande y verdadera, hasta los mismos niños la comprenden y la sienten.

(Fragmento extraído de Pinocchio, de Carlo Collodi)

Millones de niños en todo el mundo, y aquellos que fuimos niños alguna vez, conocemos la historia de Pinocho (1881-2), de Carlo Collodi, a través de la película de Disney de 1940. Un relato que iluminaba y embellecía las partes más oscuras del cuento. Ninguno de nosotros, conocía la historia real, y como suele ocurrir, tiene poco que ver con la adaptación estadounidense animada. El cineasta Matteo Garrone (Roma, Italia, 1968), que saltó a la fama con la magnífica Gomorra (2008), basada en el libro de Roberto Saviano, donde explicaba con crudo realismo y cotidianidad, la existencia de los verdugos y víctimas de la mafia napolitana. Antes, el director italiano había realizado películas interesantes sobre los habitantes de la periferia romana como inmigrantes, en Terra di mezzo (1996) y Ospiti (1998), y la tragicómica Verano romano (2000), luego se instaló en el cuento de hadas oscuro y claustrofóbico en El taxidermista (2002) y Primer amor (2003), con El cuento de los cuentos (2015), adaptaba los cuentos de cortos de Giambattista Basile, autor del siglo XVII. Con Dogman (2018), volvía al realismo social, en una fábula moderna sobre la valentía.

En Pinocho, Garrone, mostrándose fiel al original, y en una historia de acción real, con un guión que coescribe con Misino Cecherini, nos sumerge en un universo onírico, barroco, sensible, muy oscuro y terrorífico, donde vuelve a un realismo cruel y durísimo, la Toscana rural de finales del XIX, como atestigua la secuencia que abre la película, con un Geppetto hambriento y sin trabajo, que intenta por todos los medios convencer al tabernero de la rehabilitación de su inmobiliario. La narración muestra dos mundos. En uno, Pinocho, el muñeco de madera, a pesar de su aspecto, es tratado como uno más. En el otro, fabulesco, donde los animales adoptan aspectos y actitudes humanas, el muñeco descubre el mundo real, en el que su ímpetu, liberación, egoísmo y mentiras, se convertirán en su mayor enemigo, y las consecuencias de sus actos serán terriblemente castigados, como el crecimiento de su nariz cuando miente, que acaba siendo una secuencia muy divertida y jocosa. Pinocho conocerá en su periplo, personajes de toda índole, algunos querrán engañarlo, otros lo engañarán, unos querrán juzgarlo, y otros, lo ayudarán y le reprenderán como la Hada, incluso algunos querrán enterrarlo.

Las aventuras y peripecias de toda clase que vivirá el muñeco de madera son realmente fascinantes e hipnóticas, llevándonos de un lugar a otro, caminando por esos campos y caminos, revelándonos aspectos de la personalidad del muñeco que debe cambiar, y mostrándonos muchos mundos dentro de este. Pinocho se muestra individualista, alguien que desea jugar y reírse y no ir a la escuela, alguien que no obedece, que se escaquea de sus deberes y obligaciones y opta por la mentira, como forma para hacer las cosas a su antojo y huir de la escuela, como los consejos que desoye del grillo,  y luego, se verá inmerso en las terribles consecuencias que le llevan sus acciones individualistas y egoístas. El espectacular y brillantísimo diseño de producción de la película, obra de Mark Coulier, en el diseño de los personajes y la caracterización, y los efectos visuales, obra del estudio One of Us, encabezado por Rachael Penfold, la excelente partitura de un músico reconocido como Dario Marianelli, el montaje de Marco Spoletini (habitual de Garrone) y la luz del cinematógrafo Nicolai Brüel, responsable también de Dogman.

La película hace gala de una gran sabiduría cinematográfica, aunando espectacularidad con artesanía, donde hay espacio para el realismo social y el cuento de hadas, mezclándonos aspectos de unos y otros, como el zorro y el gato de la obra, ahora convertidos en malhechores sin escrúpulos, el circo de marionetas, una especie de carromato propio de las películas de Fellini, donde los títeres son una hermandad que nos recuerda a los Freaks, de Browning, el castillo decadente de la Hada, como ese lugar oscuro y mágico a la vez, donde todas las cosas cambian según el comportamiento de Pinocho, la idea de la responsabilidad y el trabajo del muñeco para ayudar a su padre, o el carromato del señor que recoge niños con la ilusión de jugar, que oculta a un señor con fines terroríficos, que recuerda al aroma que se respiraba en Hansel y Gretel, de los Grimm, o el famoso interior de la ballena, convertido en una especie de mito de “La caverna”, de Platón, y la idea que ronda a toda la película, donde Pinocho, nos recuerda al monstruo de Frankenstein, de Mary Shelley, un ser de otro mundo, que debe relacionarse en una sociedad donde existe la maldad, la violencia y la mentira, en pos a una humanidad e inocencia, que irremediablemente, chocan contra esos infaustos valores.

El relato se cuenta con pausa y elegancia, no hay argucias argumentales ni elementos que no casen con el contenido, todo se mueve en pos a lo que se cuenta y se intenta que se cuente de la mejor forma, extrayendo un relato de aventuras cotidianas, donde siempre encontramos el reflejo en la sociedad, donde cada acto tiene nefastas consecuencias para Pinocho, un muñeco de madera que desencaja en un mundo demasiado mercantilizado, miserable y lleno de gentuza que se aprovecha constantemente de la buena fe del prójimo, donde hay muchos instantes de puro terror, donde la fantasía se vuelve siniestra y los personajes se envuelven en la falsa moral para agredir a Pinocho. Garrone ha construido una película fascinante y llena de verdades, que funciona como un espejo donde emergen las realidades sociales más miserables, tanto física como anímicamente, en la que Pinocho se convierto en el centro de las enseñanzas que debe y necesita aprender cuanto antes, escuchando a aquellos que quieren ayudarlo, y sobre todo, compartiendo con los demás, convirtiéndose en aquello con lo que sueña, dejar de ser un muñeco de madera para convertirse en un niño de carne y hueso, no como los demás, sino mejor que los demás, conociendo el amor, siendo capaz de ser él mismo, sin olvidarse de los demás, sobre todo, de Geppetto (un sobrio y comedido Roberto Benigni), convertido en su “padre”, y lo más importante, que no hay necesidad de mentir, y si de ser valiente con la verdad y lo que somos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cuando fuimos brujas, de Nietzchka Keene

LO HUMANO Y LO DIVINO.

“Bajo un árbol de enebro, cantaban esparcidos los huesos relucientes. Estamos satisfechos de estar desperdigados, no hicimos nada bueno los unos por los otros. A la fresca del día, bajo un árbol, con la anuencia de la arena, En olvido de sí mismos y de los otros, juntos en el silencio del desierto”.

T. S. Elliot (Fragmentos de Miércoles de ceniza)

Sayat Nova. El color de la granada (1969) de Serguei Paradjanov, Mysterious object at noon (2000) de Apichatpong Weerasethakul,  Ikarie XB 1(1963) de Jindřich Polák, Grandeza y decadencia de un pequeño comercio de cine (1986), de Jean-Luc Godard, son algunos de los títulos inéditos en nuestras pantallas que, gracias a la hermosísima iniciativa de Capricci Cine han tenido una segunda vida. En este tan heterogéneo y singular grupo de películas se añade Cuando fuimos brujas, de Nietzchka Keene (Boston, Massachusetts, EE.UU., 1952 – Madison, Wisconsin, EE.UU., 2004) filmada en 1986 la película se pudo terminar en 1990, tuvo un recorrido exiguo y cayó en el olvidó. Tres décadas después llega a la gran pantalla un relato filmado en blanco y negro, y en inglés, con localizaciones en los paisajes volcánicos de Islandia, que significó el debut como actriz de Björk (Reikiavik, Islandia, 1965) entonces llamada Björk Guðmundsdóttir.

La directora estadounidense se sirve de guía del cuento Del enebro, de los hermanos Grimm, para contarnos un relato iniciático anclado a finales de la Edad Media, protagonizado por Margit, una niña de 13 años que huye de su pueblo junto a Katla, su hermana mayor, cuando queman a la madre por brujería. Las dos mujeres encuentran acomodo y un hogar con Jóhann y su hijo pequeño Jónas, que todavía vive muy presente el recuerdo de su madre fallecida, y al que la presencia de Katla, le desestabiliza y la acusa de bruja. Entre Margit y Jónas nace una amistad y la niña le muestra las visiones que tiene de su madre muerta. Keene toma prestada las atmósferas y las narrativas del cine escandinavo clásico con Sjöström, Dreyer o Bergman, para sumergirnos en una fábula intimista y sombría que camina con impecable naturalidad entre el realismo más exacerbado con el fantástico humanista, contándonos de forma precisa y pausada la experiencia vital de Margit en su cambio físico y emocional de aceptar su condición natural y seguir su camino.

La composición formal obra de la cinematógrafa Randy Sellars basada en las mitologías y leyendas nórdicas, capta de forma abrupta y sencilla todo ese paisaje entre lo real y lo imaginario, o dicho de otra manera, entre aquello que tocamos y aquello que sentimos, desprendiendo una belleza visual extraordinaria, que en algunos casos remite a la forma de Dovzhenko y su exquisitez plástica a la hora de plasmar sus dramas rurales y reivindicativos. Sus escasos 78 minutos de metraje nos trasladan a la cotidianidad de una vida dura y silenciosa de unas gentes que se dedican al campo como medio de vida, con relaciones conflictivas de personajes que intentan encontrar su lugar en el mundo, descubriéndose a medida que se van encontrando con sus obstáculos, tanto familiares, físicos y emocionales. La indudable belleza formal viene acompaña por esos paisajes que nos introducen en una tierra entre lo real e imaginario, que se sitúa en una especie de limbo donde todo sucede de forma natural y sorprendente, en que sus personajes, y en cuestión el centro de la acción que es sin duda la niña Margit, acepta su identidad e interactúa con el más allá de manera tranquila y pausada, encaminándose a su destino del que no puede escapar.

Keene agrupa un cuarteto de intérpretes que compone unos personajes complejos, solitarios, vivos y tremendamente esquivos, arrancando por Margit, interpretada por Björk, dotando a esa niña que sufre por sus visiones y no logra encontrar su sitio, bien acompañada por Bryndis Petra Bragadóttir dando vida a Katla, esa mujer que noe s querida por su hijastro y hará lo imposible por ser aceptada, Valdimarörn Flygenring es Jóhann, un viudo solitario que tiene en su hijo Jónas su razón vital, Guôrúns Gísladóttir es esa madre fantasma, en la mejor tradición del espectro de la abuela de La línea del cielo, creando una imagen que se mueve entre lo real y lo fantástico, pero de un modo íntimo y muy cercano, y Geirlaug Sunna Pormar es el pequeño Jónas, un niño que siente que esa “nueva madre” viene a borrar la memoria de la madre muerta. Un brillante e implacable cuento realista y fantástico que se mueve entre la vida y la muerte, entre lo tangible y lo espiritual, a través de unos paisajes imponentes donde la belleza plática choca con la complejidad de los personajes, creando un universo iniciático donde todo lo real se convierte en una pesadilla y lo fantástico se torna en lo más humano. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La caída del imperio americano, de Denys Arcand

EL FILÓSOFO, LA PROSTITUTA Y EL CEREBRO.

“Los signos del declive del imperio abundan, la población que desprecia sus propias instituciones, el descenso de la tasa de natalidad, el rechazo de los hombres a servir en el ejército, la deuda nacional incontrolable, la disminución constante de las horas laborales, la proliferación de funcionarios, la decadencia de las élites. Una vez esfumado el sueño marxista leninista, no queda ningún modelo de sociedad del que se puede decir, así nos gusta vivir. Y a nivel individual de no ser, un místico o un santo, es prácticamente imposible encontrar un ejemplo que nos sirva de modelo. Lo que estamos viviendo es un proceso de erosión general de toda la existencia” (Dominique en El declive del imperio americano)

La filmografía de Denys Arcand (Deschambault, Quebec, 1941) se divide en dos partes bien diferenciadas. La primera arrancaría en 1962 con Seul ou avec d’autres y abarcaría hasta el año 1980, con títulos de carácter social en el que profundizaba en los problemas de los trabajadores, sus derechos, obligaciones  y contradicciones. A partir de la fecha citada y con la decepción originada por el resultado del referéndum sobre el Quebec, el cineasta canadiense abre una nueva vía en su cine en la que emprenderá la “etapa americana”, según sus palabras, ya que explorará los diferentes problemas emocionales, sociales, económicos y culturales de la clase burguesa.

En 1986 con El declive del imperio americano, cosecharía un enorme éxito de crítica y público, centrándose en las peripecias de un grupo de profesores universitarios y sus amigos envueltos en una jornada, que a través de exquisitos diálogos se evidencian las enormes diferencias entre hombres y mujeres en todos los ámbitos, y sobre todo, en el amor y en el sexo, convirtiéndose la película en todo un fenómeno social por su contundencia en criticar a tumba abierta la reinante hipocresía, superficialidad, banalidad y cinismo de una sociedad enferma, falsa, deshumanizada y carente de cualquier valor humano, y sobre todo, en caída libre, sin nada que hacer ante tanta mercantilización de todo. En el año 2003 con Las invasiones bárbaras, retomaría los mismos personajes y la casa en cuestión para acercarnos a los restos del naufragio de una generación a la deriva, perdida, vacía y torpe en todos los sentidos, a nivel laboral, social y humano, en una sociedad que escarbaba sin tapujos en su propia descomposición y compasión, como aquel que ya ni ríe de su propio egoísmo y banalidad, solo esperando su desaparición sin más, rodeado de un entorno lleno de espectros y casas podridas.

Siguió con La edad de la ignorancia (2007) y El reino de la belleza (2014) dos exploraciones más aún de esa sociedad capitalista vacía y muerta, en estado vegetativo donde todo vale y nada tiene el más mínimo sentido, en el que todo está en venta con el único fin de amasar dinero y comprarlo todo, un tiempo sin referentes ni modelos donde la supremacía del dinero se ha convertido en el sentido vital. En La caída del imperio americano, Arcand vuelve a ser el cineasta espejo de su tiempo y continúa disparando a diestro y siniestro atacando a todo el sistema capitalista, en el que los EE.UU. sería ese imperio americano invasor y malvado que destruye todo atisbo de humanidad del mundo, como hizo aquel otro imperio romano en su tiempo. El veterano cineasta sacude con vehemencia, pero también con humor, quizás nos invita a reírnos no para solucionar el acabose general, sino para llevar mejor esta tragedia en la que vivimos, o algo parecido. Viendo el arranque de la película, más propio del thriller setentero o alguna de Tarantino, donde en mitad de un atraco perpetrado por dos jóvenes delincuentes que están robando a quién se lo pide, ya que a su vez, quiere robar el dinero de las élites para los que trabaja, aparece un tercer atracador con la intención de robar a los primeros atracadores, y se origina un intenso tiroteo que acaba con la vida de dos atracadores y escapando un tercero. Y en esas, y aquí entraría la comedia de Tati o Lewis, aparece un repartidor y al ver dos mochilas repletas de millones de dinero, las introduce en su furgón y hace ver que no sabe nada.

A partir de ahí, todo se retuerce aún más si cabe, porque el repartidor se trata de Pierre-Paul Daoust, un tipo joven amante de literatura y doctor en filosofía que reparte para ganarse la vida dignamente, y ante tal cantidad de pasta, decide contratar la compañía de Aspasia, una prostituta de lujo que en realidad se llama Camille, de la que se encariñará y mucho, y también, contactará con Sylvain Bigras, un reputado estafador que acaba de salir de la cárcel para sacar el dinero del país sin que la policía que le pisa los talones los detenga, mientras los gánsteres agudizan el ingenio para ajustarse las cuentas. Contado así parece una comedia rocambolesca como aquellas que hacían en Italia en los cincuenta y sesenta, pero Arcand con su ingenio demostrable, nos atrapa con su aparente sencillez y ligereza, aunque toda su apariencia oculta una crítica feroz y amarga a la estructura económica que mueve el mundo capitalista, una fábula socio política en que todos se mueven por dinero, por el poder y la belleza del dinero, por el “vil metal” que le llamaba Don Lope, el protagonista de Tristana, primero con la pluma de Pérez Galdós y luego con la cámara de Buñuel, ese material tan preciado convertido en nuestros tiempos en principio y fin de todo, donde el ser deshumanizado da su vida y todo lo que tiene por conseguir algunos fajos de ese bien actual, para unos pocos, la vida, y para la gran mayoría, la fuente incesante de tragedias y desgracias infinitas.

Arcand nos presenta tres individuos entre el vacío, la frustración y el no sentir personal, enfrascados en este berenjenal, tres almas que en apariencia no se meterían en un embolao de tamañas características, pero las circunstancias les han puesto delante una indecente cantidad de dinero que los podría retirar de por vida, pero eso sí, con cabeza, con mucha cabeza. El realizador canadiense enmarca su cuento moral en la actualidad, en la estrategia que siguen estos tres “robin hoods” de nuestro tiempo para salirse con la suya, moviéndose con pies de plomo, y centrando su plan en minuciosos movimientos para no alertar ni a los polis ni a los dueños del parné. Los seguiremos por todo tipo de ambientes, desde almacenes donde dejar mercancía comprometida, parques turísticos que pasan desapercibidos, comedores sociales donde echar una mano, apartamentos de lujo que antaño fueron ideas de hogar no consumadas, almacenes sin uso desde la calle peor en funcionamiento desde dentro, y oficinas lujosas donde los magnates del “Money” mueven la pasta con un par de ordenadores y un teléfono, y nos cruzaremos con tipos de toda clase social como los tres susodichos protagonistas, socios por necesidad, polis frustrados con aires de grandeza y con sentido moral y legal, matones duros, caras visibles de los poderes que mueven los hilos, muy podridos y salvajes, sin techo que no tienen nada y sueñan con una sonrisa amable, y banqueros y movedores de dinero, jefes e intermediarios que conocen la ley y toda su incongruencia, estupidez e inutilidad, leyes que hacen ilegal lo banal, aquello que se mueve en lo más cotidiano, y por el contrario partida, protegen las grandes cifras y los dueños de estas.

La película se maneja entre extremos, desde sus espacios como sus personajes, todos parecen interpretar su rol, representar un mundo ajeno al real, o quizás, ya no hay mundos reales o al menos no como los había hace miles de años, y ahora, todos, exclusivamente todos, interpretamos un personaje, alguien muy ajeno a nosotros, porque nuestra identidad se ha esfumado o ya no la recordamos, porque el dinero y la su consecución se ha convertido en la realidad de nuestras vidas, en lo único real de nuestras existencias vacías y sin sentido. Arcand nos habla de drama real, de comedia al estilo Estudios Ealing, donde unos cualquiera, un frustrado filósofo más perdido y agobiado que todo, ahogado en su propia existencia acaba fornicando y luego relacionándose con una joven prostituta igual de perdida que rechaza constantes propuestas de matrimonio de viejos decrépitos que engañan a sus esposas siliconadas, y ex convictos cerebritos del dinero (magnífico en su personaje el intérprete Rémy Girard, actor fetiche de Arcand que ya era el salido sin escrúpulos de El declive del imperio americano, y el enfermo de cáncer amargado de Las invasiones bárbaras) que saben manejarse entre aquellos poderosos en la sombra sedientos de pasta, y aquellos otros mindundis que se dejan llevar por inesperados golpes de suerte. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una mujer fantástica, de Sebatián Lelio

MI NOMBRE ES MARINA VIDAL.

En un instante de la película, vemos a la protagonista caminar con extrema dificultad debido al vendaval que se ha levantado en mitad de una calle desierta. Esta secuencia alegórica encierra el tema principal de la cinta, en la que observamos a una mujer enfrentada a los elementos sociales y culturales muy hostiles que la impiden ser ella misma y expresar sus sentimientos. La cuarta película de Sebastián Lelio (Mendoza, Argentina, 1974) nacido en Argentina pero chileno de adopción, vuleve a contar con la ayuda de Gonzalo Maza, su guionista de referencia, en la que mezcla varios géneros como lo romántico, lo social, y el drama, en una propuesta que nos habla de seres humanos, en este caso una mujer trans que, aparte de lidiar con lo que siente, tiene que enfrentarse a aquellos que la rechazan y la menosprecian por su condición sexual. Una mujer que no anda muy alejada de Gloria (2013), la anterior heroína que retrataba Lelio en la película homónima, en la que ahondaba en los sentimientos de una madura que había dejado su vida establecida para enfrentarse sola a sus sentimientos y encontrar el amor.

Marina Vidal sale con Orlando, a pesar de los veinte años de diferencia, los dos han vencido sus prejuicios y viven una relación de amor libre, sana y completa, además de imaginar un futuro juntos. Pero, una noche todo se trunca y Orlando fallece. A partir de ese momento, Marina se verá acosada por la familia de él, una ex mujer, enferma de celos y rabia, se muestra intolerante y prejuiciosa frente a la mujer que ha amado su ex marido, el hijo de Orlando, más de lo mismo, actuando violentamente contra Marina y exigiéndole que abandone el apartamento que la pareja compartía, sólo encuentra un poco de aliento en el hermano de él, que se muestra algo conciliador. Además, Marina tiene que soportar las dudas policiales sobre la muerte de Orlando, en una actitud muy hostil, que no cesan de acosarla y desnudarla, tanto física como emocionalmente. Lelio encuadra a su personaje mostrando su vulnerabilidad y fuerza, una mujer enfrentado a ese mundo hostil e hipócrita que rechaza y violenta todo aquello que no pertenece a lo establecido y moralmente aceptado, una sociedad pobre de humanidad y carente de un sentido de solidaridad y comprensión.

Pero Lelio no se queda en la caricatura, va mucho más allá, componiendo un retrato crítico y complejo, empezando por su personaje, Marina, una camarera sencilla y transparente que intenta, como hacemos todos, encontrar su lugar en el mundo, y vivir plenamente con sus sentimientos, derribando todos los muros que se va encontrando y resistiendo ante las adversidades que se cruzan en su camino. Tampoco se queda corto con los otros, la familia de Orlando, ese núcleo que menosprecia a Marina no sólo como la mujer que amó a Orlando, sino por su identidad, un género que no entienden y tampoco se toman la molestia de hacerlo, solo lo rechazan y lo que es peor, lo violentan para expulsar de su paraíso superficial e inhumano. El cineasta argentino-chileno se sumerge en el alma de Marina, y compone un retrato íntimo y desgarrado del deambular de su criatura por ese peculiar descenso a los infiernos que la vida le ha colocado en su existencia, y lo construye desde su rostro, a través de la mirada de Marina, en el que los espejos y su reflejo nos cuentan aquello que sentimos instalado en lo más profundo del alma, ese espacio en el que Marina en su intimidad nos muestra todos sus lados, despojándose de su fisicidad para dejarnos penetrar en sus miedos, inseguridades, fuerza y coraje.

Un retrato de gran energía y fuerza, de poderosa intimidad, y de gran extrema vitalidad, que recuerda en cierta manera a otras dos transexuales como la Elvira de Un año con trece lunas, de Fassbinder o la Tina de La ley del deseo, de Almodóvar, dos certeras y vivísimas exploraciones de dos personas que reclaman su derecho a vivir como ellas quieren y ser reconocidos por los otros. Lelio ha hecho una película magnífica, vida y fascinante, de una complejidad y sinceridad apabullantes, con una asombrosa y extraordinaria Daniela Vega, un personaje lleno de matices y detalles (bien secundada por los otros intérpretes) construyendo un personaje maravilloso que deja un calado humano difícil de olvidar, dando vida a una mujer imbatible y firme en su vida, en una película que se alza como un grito de rabia y de guerra de una mujer diferente, compleja, extraña y de gran fuerza, que quiere ser reconocida como ella siente, sin necesidad de sentirse hostigada, vapuleada y golpeada, tener su espacio en el mundo y vivir su propia vida, a pesar de todos aquellos que no la reconocen, la invisibilizan y lo que es más malvado, la golpean creyendo que de esa manera cruel y repugnante desaparecerá de sus vidas, pero Marina no está dispuesta a dejarse pisotear y luchará por ser ella misma, independientemente de que les guste o no.