Yo niña, de Natural Arpajou

LA NIÑA SOLA.

“¿Dónde están? Vengan a buscarme. Por favor”.

El desamparo, la necesidad y la falta de amor son algunas de las emociones que echa en falta Armonía, una niña que vive en el sur de Argentina, en la zona conocida como El bolsón, junto al río negro, con sus padres, unos progenitores alejados de la civilización, que echan pestes del sistema capitalista, y viven en una barca sin luz, gas y otras comunidades. Desde el primer instante de la película, nos dejan bien claros los sentimientos de la niña, con esa primera imagen, una imagen que se repetirá a lo largo de la película, en que la niña, echada junto a un árbol, reclama al cielo, mediante un walkie talkie, que vengan a buscarla, o lo que es lo mismo, que la escuchen y al rescaten de esa vida que no le gusta, que aunque tenga una vida tranquila y en plena naturaleza junto a sus padres, se siente sola, incomprendida, vacía, en un mundo donde los adultos hacen y deshacen sin contar con ella. La directora argentina, que despuntó en cortometrajes de carácter personal, se basa en su infancia, ya que vivió junto a sus padres hippies progresistas en más de diez países, entre los que se encuentra la zona donde se filmó Yo niña, su opera prima.

El relato se cobija en la mirada de Armonía, todo lo que sucede lo vamos a ver desde esa mirada infantil e inocente, de alguien que vive junto a unos padres que van hacia otro lugar, unos padres que llevan una existencia que nada tiene que ver con el cuidado y la educación de una niña, en un entorno que no resulta el más apropiado para el crecimiento de la niña. Arpajou impone un tono naturalista, en consonancia con el entorno, muy transparente e íntimo, en una cinta que tiene a solo tres personajes buena parte de su metraje, y nos enclava, en su mayoría, en ese entorno natural y salvaje, en hogares como una barco junto al mencionado río, una cabaña en mitad del bosque y sobre todo, desde la altura y la mirada de la niña, alguien criado en ese lugar y luego, cuando va a la ciudad, el choque tremendo al conocer la urbe, tan distinta a ella, con esas ideas de adultos demasiado para ella, una niña que le encanta relacionarse con otros niños de su edad y jugar a las muñecas, situaciones que no tiene en el sur junto a sus padres. Una niña que no entiende y se margina en las cuestiones que van sucediéndose en la película.

La directora nacida en Mar del Plata, no quiere hacer una tesis sobre la educación adecuada ni nada que se le parezca, sino que va planteando circunstancias y cómo se van desarrollando, para de esa manera el espectador tenga la distancia adecuada para emitir sus propios juicios, huye completamente del manido “buenos y malos”, adoptando una mirada abierta y global para no caer en la superficialidad o tratamiento demasiado “positivista” de otras producciones. La cámara registra la historia, que nunca resulta monótona y esperada, sino todo lo contrario, el relato avanza con paso firme, sin estridencias ni subrayados, todo se cuenta desde lo más profundo y las diferentes posiciones de los personajes que nos vamos encontrando en el camino, deteniéndose en esa complejidad y múltiples puntos de vista enfrentados, tanto entre los padres, entre amigos, familiares u otros padres. Yo niña habla de la infancia, de una forma diferente de crecer en un entorno demasiado difícil para una niña como Armonía, también explora los métodos educativos, y la complicada relación entre padres e hijos, profundiza en la dificultad de vivir alejado del capitalismo feroz, y en las herramientas ante una existencia en la que hay que estar dispuesto a pasar penurias, tristezas y alegrías, quizás demasiados altibajos para una pequeña niña.

Natural Arpajou no se sale del camino trazado, y no quiere sorprendernos con artíficos de ningún tipo, sabe dónde quiere llegar y cómo transmitirlo, amasando con paciencia su relato, y entrando con sigilo a las emociones de los espectadores, y por ese motivo se rodea de dos intérpretes maravillosos y naturales como Andrea Carballo, que ya había trabajado con la directora en uno de sus cortometrajes, da vida a la madre de la niña, Esteban Lamothe como el padre, y para Armonía se encontró en un arduo casting a la debutante Huenu Paz Paredes, que se convierte en el alma mater de la función, generando ese abandono y soledad de la niña con pocos detalles y asentándose en la fuerza de su mirada, con ese pelo rojizo y enredado, asumiendo ese rol de la niña a lo Gretel, atrapada en esa casita de ensueño, pero que si escarbas te encuentras con la mugre, lo triste y lo oscuro, que tiene muchos puntos en común con Baja marea, de Roberto Minervini, donde también nos encontrábamos a un chaval poco atendido y querido. Yo niña es una magnífica fábula moderna y de siempre, en la que nos encontramos a una niña perdida, demasiado sola y triste que solo desea conocer el mundo y sentirse cerca de los suyos, aunque solo sea por un instante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El invierno, de Emiliano Torres

EL DESIERTO BLANCO.

“El futuro es una promesa tan lejana como el horizonte”.

En algún lugar de la Patagonia Argentina se levanta una hacienda dedicada a pastorear ovejas con la ayuda de caballos, regentada por el viejo Evans. Como cada otoño, un grupo de jornaleros llegan para cuidar y esquilar al rebaño. Entre ellos, se encuentra Jara, un joven del noroeste que viene a sustituir al anciano que el patrón ha decidió jubilar. A partir de esta premisa argumental, sencilla y humilde, Emilano Torres (Buenos Aires, 1971) – asistente de dirección durante años con directores como Daniel Burman, con el que coescribió algunas películas, Marco Bechis o Miguel Courtois, entre otros -, nos embarca en una travesía por este lugar inhóspito, árido y difícil, en el que el hombre tendrá que sobrevivir no sólo a esos elementos naturales hostiles de lo más profundo y crudo invierno, sino a la condición humana, aún más si cabe más compleja e indescifrable. Torres compone una película silenciosa, apenas sus personajes esbozan algún diálogo, o hablan de manera escueta, sus criaturas hacen, se mueven, viven y trabajan con las ovejas y los caballos, apenas se relacionan con los demás y se muestran extremadamente reservados y callados, sabemos poco de sus vidas anteriores o actuales, sólo lo que hacen cotidianamente en la hacienda.

El cineasta bonaerense construye un western casi metafísico, en el que en su primera mitad hay más movimiento de personas y acciones físicas, donde se teje la relación de miradas y gestos que se construye entre los dos protagonistas, el viejo capataz y el joven que viene a sustituirle, entre esa vida que se va contra esa vida que viene. Torres cimenta su película a partir de dos elementos, tanto el natural, la fisicidad y el ambiente hostil de la Patagonia invernal, con sus tremendas heladas y aislamiento, conduce a sus personajes a situaciones límite y difíciles de llevar, y por otro lado, el elemento humano, la conducta de estos seres que se muestran solitarios, bastantes perdidos y muertos de miedo, ante un mundo que parece pasar por encima de todo aquello que se rebela contra el paso del tiempo y las necesidades deshumanizadas de un capitalismo que arrasa con todo. Una cinta de factura bellísima, en la que su fotografía capta a la perfección el abrumador y amenazados paisaje que acaba envolviendo y anulando a los personajes, vencidos a los elementos, tanto físicos como psíquicos, en un guión construido a fuego lento, donde el conflicto va creciendo lentamente, sin prisas pero sin pausa, en el que todo parece de una inmovilidad terrible, casi de película de terror, pero que en el fondo, nos está llevando hacía esos lugares profundos y oscuros del alma humana en el que a veces caemos sin ningún atisbo de retorno.

El magnífico trabajo de los dos intérpretes, el veterano Alejandro Sieveking (toda una vida dedicada a la dramaturgia y dirección teatral, y que tuvo a Víctor Jara entre sus colaboradores) y el joven Cristian Salguero (visto en Paulina, de Santiago Mitre, siendo uno de los violadores) componen unos personajes creíbles, cotidianos y llenos de brumas y soledades, como aquellos vaqueros silenciosos que hablan más de lo que esconden, y se muestran cautos ante cualquier relación, y ocultan, ya no sólo su pasado, sino también sus planes futuros. Unos hombres de los que sabemos muy poco, por no decir nada, aunque a medida que avanza el metraje iremos descubriendo su pasado, algo de ellos, para entender su forma de hacer en el tiempo en el que se sitúa la trama. Torres ha construido una película honesta y sincera, en el que su ritmo no decae y va in crescendo, augurando ese duelo que estallará inevitablemente, como ocurre en los mejores westerns, aquellos que durante toda la película vamos asistiendo a ese final, a esa pelea que llevará a los dos almas antagónicas a dirimir sus diferencias, tanto emocionales como territoriales, porque como suelen ocurrir en estas historias, sólo puede quedar uno, aquel, no más fuerte, sino aquel que mejor se adapta al entorno hostil por el que tiene que moverse y sobrevivir diariamente.


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