Entrevista a María Vázquez y Helena Taberna, actriz y directora de la película «Nosotros», en el hall del Hotel Catalonia Paseo Gracia en Barcelona, el Miércoles 26 de febrero de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a María Vázquez y Helena Taberna, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan maravillosa, y a María Berisa de Nueve Cartas comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“En casa todo parecía tan perfecto, pero ahora que estamos lejos, solos, me he dado cuenta por primera vez que somos como extraños”.
Katherine Joyce en “Viaggio in Italia” (1954), de Roberto Rossellini
Los primero que vemos de Nosotros, de Helena Taberna, son los últimos planos de la emblemática película Viaggio in Italia (1954), de Roberto Rossellini, que está viendo en un cine Ángela, la mujer de la película. El espejo-reflejo que se produce capta el instante emocional que experimenta el personaje en cuestión, como aquel otro de la Karina cuando veía la de Dreyer en Vivre sa vie (1962), de Godard. El cine dentro del cine o dicho de otra forma, la vida y el cine relacionados y mirándose el uno al otro sin saber quién estudia a quién. El octavo trabajo de la navarresa gira en torno al final del amor, pero desde un lado psicológico, sin empatizar con el espectador, la película huye del juicio a sus protagonistas, y se adentra en otros menesteres, en todo ese tiempo muerto ya no sólo en la vida de alguien, sino en el amor, todo ese universo cuando aquello que tuviste ya no es, simplemente se ha ido, y ninguno de los dos se ha dado cuenta o lo que suele pasar, que ambos lo ignoran por comodidad, por egoísmo o por miedo.
Basada en la novela “Feliz final”, de Isaac Rosa, cuarta adaptación al cine del escritor sevillano, en el que han cambiado varias cosas como no podía ser de otra manera. El título es otro, y la estructura también, aunque mantiene la forma desordenada del libro, en la que hay continuos saltos en el tiempo, un rico de vaivenes que atrapa desde el primer momento, en un juego mental de ir ordenando todo lo que ocurre. Las dos voces del libro pasan a los silencios y miradas que se profesan esta pareja. Una pareja o lo que queda de ella que son la citada Ángela y Antonio, dos almas que se quisieron pero ya no, que se amaron y adelantaba su vida con planes y posibles futuros que a la postre no llegarán. La película se nutre de un guion de Virginia Yagüe (de la que vimos hace poco la serie Las abogadas, y conocíamos sus trabajos para la desaparecida Patricia Ferreira), y la propia directora, en la que van construyendo una historia de desamor en la que hubo amor o quizás, una historia de amor en la que no faltó el desamor. Sea como fuere, la historia se mueve entre dos personas en su piso, en su cotidianidad, en sus mentiras, en sus alegrías y tristezas, en sus te quiero y sus traiciones, en una aplastante cotidianidad donde asistimos a los conflictos sobre el trabajo, la precariedad económica y los devaneos emocionales.
Taberna cose su película con una luz norteña tan mortecina y grisácea, como la de Querer, la serie de Alauda Ruiz de Azúa, en la que se evidencia los pliegues de cualquier relación, los abismos que nos separan y los pocos momentos de amor, de lucidez y cariño, y los continuos momentos de rabia, desamor y soledad. Una luz que hace hincapié en todos los espejos y reflejos físicos que contrastan con las emociones de los protagonistas, en un buen trabajo de Txarli Arguiñano que debuta en el largometraje de ficción después de años en el corto y el documental. El montaje que firman la propia directora con la compañía de Clara Martínez Malagelada, habitual de Gerardo Herrero, consigue sumergirnos en esa transparencia y cercanía que transmiten cada secuencia y cada encuadre, donde reina el desconcierto y la inquietud de querer y no saber cómo y de estar sin estar en sus reposados y profundos 94 minutos de metraje. Mención aparte tiene la extraordinaria música de uno de los grandes maestros del cine español como Pascal Gaigne, con más de 100 títulos en su filmografía, entre los que destacan El sol del membrillo, de Erice y las películas con los Moriarti, en una composición llena de los claroscuros por los que transita la película, sino recuerden la secuencia de la playa y de esos paseos cerca de casa, toda una delicia de cómo contar el interior de los personajes con música y la forma.
Esta Kammerspiele a lo Brecht que se ha trabajado con tesón y talento la directora de Alsasua, se nutre y de qué manera de dos grandes intérpretes que lo dan todo en un drama íntimo y muy personal donde tenían por delante un reto mayúsculo, porque sus Ángela y Antonio no son personajes locuaces, porque llevan su condena en silencio, porque no saben amar, porque tampoco saben comunicarse, porque no saben, y todo lo expresan mal y a destiempo y el miedo los tiene atrapados y en vía muerta. Dos personajes que no están muy lejos de Jean y Catheirne, la no pareja de Nosotros no envejeceremos juntos (1972), de Pialat, otro monumento a rastrear los detalles del desamor. Tenemos a María Vázquez que nos encandiló en dos grandes interpretaciones como hizo en Trote (2018), de Xacio Baño y Matria (2023), de Álvaro Gago, se mete en la piel de ella, una mujer que estuvo enamorada pero como todas y todos amó como supo y no lo hizo bien, y él, Pablo Molinero, que en la serie de La Peste demostró sus buenas dotes para engancharse a cualquier situación, es como su mujer, un hombre que ama a su manera o sea mal, incapaz de enfrentarse a sus sentimientos y saber comunicarse. Un espejo-reflejo del que hablamos más arriba, que es también lo que sentimos los espectadores, presos de una relación que hemos vivido y nos vemos como ellos, almas más deseosas de ser queridas que de querernos, arrastrando todas nuestras inseguridades, miedos y vías muertas.
Nosotros, de Helena Taberna, uno de sus mejores títulos, sin duda, no es una película cómoda de ver, aunque su apariencia pueda hacer presagiar lo contrario. En su luz natural y cercana, oculta un entramado narrativo bien elaborado y conciso, así como una forma sencilla que impone un juego de tiempos muy enriquecedor y nada convencional, que exige concentración a los espectadores, porque se centra en los matices y sutilezas que hay en cada relación, esos elementos muy importantes que, con las prisas y la ligereza de los tiempos que vivimos, nadie les hace caso y resultan cruciales en el devenir de las relaciones, porque al fin y al cabo, son los detonantes que las hace estallar o por lo menos a pararse y ver a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos y darnos cuenta de todo el daño que hacemos y nos estamos haciendo. Si enamorarse resulta francamente complicado y difícil, su reverso, el de desenamorarse es igual de oscuro, porque tanto una cosa como la otra suceden sin darnos cuenta, cuando la vida va y nosotros vamos hacia otro lado o vete tú a saber qué conflicto como el trabajo, la falta de dinero o del estilo. El amor tiene esas cosas, que sucede cuando quiere y a su manera, a pesar de nosotros, a pesar de la vida, a pesar de uno mismo, y a pesar del amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Cuando alguien dice que todo está bien, es que nada está bien”.
Hay comedias románticas y comedias románticas. Y digo esto, porque en las últimas décadas el género se ha prostituido demasiado, es decir, se ha convertido en una amalgama de clichés, historias demasiado superficiales y nada atrayentes, donde nos entretienen con chucherías con grandes cantidades de azúcar para finalmente, celebrar exageradamente la idea del amor idealizado o algo que se le parece. ¿Dónde quedaron aquellas maravillosas comedias románticas? Me refiero a aquellas como Sucedió una noche, Al servicio de las damas, La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia, Vacaciones en Roma, Con faldas y a lo loco, Charada, Annie Hall y Atrapado en el tiempo, entre muchas otras. Historias divertidas, llenas de amor (o eso que sentimos que nos pasa cuando nos gusta alguien), con personajes excéntricos y muy cotidianos, y sobre todo, con grandes dosis de aventura, de riesgo y de no te menees. Salvando las distancias, la película Buscando a Coque, pertenece a este segundo grupo, y no porque pretenda emularlas, ni mucho menos, sino porque nos sitúa en el seno de una pareja con 17 años de amor en común. Una relación que parece que va bien, aunque, a simple vista, esto mismo se podría decir de la mayoría. Una unión que se torpedea cuando ella se va a la cama con Coque Malla, el ídolo de él, y el lío ya está montado, porque él quiere preguntar a Coque los motivos, y hará lo indecible para conseguirlo.
La pareja de cine y de amor formada por Teresa Bellón y César F. Calvillo que ya nos deleitaron con películas cortas como Cariño, me he follado a Bunbury (2016), del que nace esta película en cuestión, cambiando el músico zaragozano por el madrileño, amén de otros cortometrajes como No es fácil ser… Gorka Otxoa (2016), y Una noche con Juan Diego Botto (2018), todos con el denominador en común del famoso y el/la fan. Para su primer largometraje, nacido de las Residencias de la Academia de Cine, han contado con la compañía de la productora Beatriz Bodegas con películas tan interesantes como Tarde para la ira y Animales sin collar, entre otras, en la que la mencionada pareja, que se llaman igual que la pareja de cineastas, interpretan a una pareja en crisis, o quizás, son una pareja que han perdido el amor y lo que ha pasado es un detonante que los saca del letargo de la relación, y él decide que van a emprender un viaje desde Madrid a Miami tras la pista del músico. Allí, se encontrarán una ciudad de contrastes, grande y apabullante, donde se sienten más perdidos que antes, con el choque de la fantasía del turista con la realidad superficial, deambulando su ex amor o lo que queda de él, en una especie de terapia inconsciente en que se miran, comparten y son cómplices, después de bastante tiempo, de lo que son, tanto como persona como pareja, y siendo realistas de todo aquello que han ido perdiendo sin darse cuenta.
La trama tiene interés porque no sólo se queda en ellos, sino también en “Miami”, lleno de almas perdidas como ellos, con la velocidad absurda de una gran ciudad que carece de identidad, y las estupideces consumistas en las que estamos todos atrapados sin hacer nada para cambiarlas. Estamos ante una comedia romántica al uso, con sus tópicos, pero tópicos con gracia, ingeniosos diálogos, y esos choques entre los recién llegados y los de allí, que son también de aquí, en una gran urbe materialista llena de almas sin consuelo, como esa maravillosa recepcionista de la discográfica, o el insatisfecho tatuador, dos grandes intérpretes de reparto que no sólo dan profundidad a la pequeña odisea de los protagonistas, sino que dan un toque real y surrealista a la trama. Qué decir de Coque Malla, haciendo y riéndose de sí mismo, o mejor dicho, siendo el personaje que está en todas partes y nunca vemos, omnipresente en las conversaciones-reproches de los protas y la otra cara de la moneda, siempre invisible y esquivo. La cuidada y natural cinematografía de un grande como Javier Salmones, con más de noventa títulos a sus espaldas, da ese aroma de cotidianidad, pero también de peli de aventuras urbanas, donde lo importante no es si encuentran o no a Coque, sino todo lo que les ocurre en los United States mientras tanto. El montaje de Irene Blecua combina lo grande con lo más pequeño, es decir, que estamos ante una comedia romántica entretenida y nada pretenciosa, con esa otra comedia más profunda, donde se habla de amor o aquello que creemos que es, de las propias existencias, de nuestras decisiones y todo lo que nos ha llevado al punto donde estamos, a preguntarnos y cuestionarnos quiénes somos y porqué.
La música de Coque Malla ayuda a profundizar en aquello que sienten los personajes, deambulando por varios estados emocionales, con el famosísimo tema “No puedo vivir sin ti”, con el que hay bastante humor socarrón, la canción “Todo ocurrió de pie”, que es clave en la película, con una secuencia de esas que hacen grande cualquier trama, y otros temas del músico que consiguen ser el mejor cómplice para la historia que se está contando. Una película así, en la que la pareja protagonista debe ser creíble y sobre todo, atrayente, y con vis cómica, está muy bien conseguida con el dúo Alexandra Jiménez y Hugo Silva, formando esa pareja con su crisis y sus crisis, dando rienda suelta a sus miedos, inseguridades, y tras Coque Malla, o quizás, sólo andan detrás de aquello que un día tuvieron y ahora no encuentran. Unos seres perdidos, como todos, en esta maraña de existencias, de lugares, de sentimientos, que van de nosotros, aunque la mayoría de veces, no les hacemos ni puto caso, porque estamos en otras cosas que creemos muy importantes, pero en realidad no lo son, son inmediatas, más entretenidas y fáciles, tal vez, porque las importantes son aquellas que nos duelen de verdad, aquellas que si perdemos, tardaremos en recuperarnos y dejarán en nosotros una huella imborrable, ya saben de qué les hablo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Amaya Villar Navascués, directora de la película «Contigo, contigo, y sin mi», en el Cafè de l’Òpera en Barcelona, el viernes 10 de noviembre de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Amaya Villar Navascués, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“¿Conocen este chiste? Dos señoras de edad están en un hotel de alta montaña y dice una: Vaya, aquí la comida es realmente terrible. Y contesta la otra: Sí, y además las raciones son tan pequeñas. Pues, básicamente, así es como me parece la vida. Llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza… Y sin embargo se acaba demasiado deprisa”.
Alvy Singer en Annie Hall, de Woody Allen
En los tiempos actuales, abundan gran cantidad de películas llamadas “comedias románticas”. Que en realidad no son esas deliciosas, divertidísimas e inteligentes comedias que hicieron gentes como Cukor, Hawks, La Cava, Capra, Sturges, Wilder, y tantos otros. Las de ahora son otra cosa. Películas planteadas para entretener y nada más, estereotipadas y en bucle, porque todas son idénticas, con los mismos gags y chistes malos, si que hay amores, pero son tan increíbles que cuesta creerlos. En fin, de vez en cuando, en la cartelera se abre hueco alguna que otra comedia romántica que está contada de otra manera, más cercana a aquellas maravillas que venían de Hollywood, cuando existía.
Con el aroma de las grandes, nos encontramos con El brindis, un película que tiene algo que la hace especial, y lo consigue a través de lo cotidiano y un personaje memorable y torpe, como lo son los personajes inolvidables. El título que, a simple vista pueda parecer muy alejado del original que es Le discours, no es el caso, porque nuestros vecinos franceses llaman de esa manera al momento del brindis, cuando alguien de la familia nos ilumina con unas palabras, si se da el caso, claro está. Basada en una novela de Fabrice Caro, el octavo trabajo del francés Laurent Tirard, sigue la línea de sus anteriores películas, en la que encontramos de todo, un par de cintas dedicadas al famoso personaje de El pequeño Nicolás, una de la saga de Astérix y Obélix¸ otra con Romain Duris sobre Las aventuras del joven Molière, una serie sobre metacine, y una par de comedias que no desentonaban con Jean Dujardin. En El brindis, todo el peso recae en Adrien, un tipo muy peculiar, neurótico e hipocondriaco, con notables síntomas de inmadurez, una mezcla del Cary Grant de La fiera de mi niña, y del mencionado Alvy Singer, un tipo simpático, pero con muchos conflictos internos.
Con Adrien somos testigos de sus historias y miedos, y no sitúa en dos momentos. En uno, estamos en una cena familiar que Adrien comparte con sus padres, su hermana Sophie y su cuñao. El joven está completamente ausente, ya que está desconsolado, porque su novia Sonia, con la que vivía y de la que está profundamente enamorado le ha pedido un descanso y él lo lleva fatal. Además, su cuñado, un idiota insoportable, le ha pedido el famoso discurso, y Adrien intenta quitarse como sea del engorroso encargo. En el otro momento, nos encontramos en la boda de la hermana y vemos todos los posibles discursos que va imaginando Adrien. La película va de un lado a otro tiempo, presenta, pasado y futuro, como la infancia y adolescencia de Adrien y a otros momentos con Sonia y su familia. No hay descanso, todo se cuenta a un ritmo febril y muy divertido. Tirard consigue una comedia que tiene de todo: amor y desamor, ironía, inteligencia, muchos gags, y sobre todo, una radiografía intensa y muy profunda de quiénes somos, lo que realmente nos preocupa, y lo poco sinceros que somos con los demás y con nosotros mismos.
Aunque todo el entramado argumental y formal de la película, y mucho más en una cinta de estas características, sin un buen plantel de intérpretes como los François Morel y Guilaine Londez como los simpáticos padres, que siempre cuentan la misma anécdota y son un amor, Julia Piaton es la hermana, enamoradísima del imbécil de su novio, Kyan Khojandi, que encima quiere ser guay, una ricura, Sara Giraudeau es Sonia, el amor en descanso de Adrien, frágil y delicada, que acaba hasta el mismísimo de las estupideces e historias de Adrien, y finalmente, un actor como Benjamin Laverhne, que en los últimos años le hemos visto en personajes muy distintos como el tipo que tiene Asperger de Pastel de pera con lavanda, el enamorado de Quisiera que alguien me esperara en algún lugar, el arrogante marqués del siglo XVIII en Delicioso, todos roles donde Lavernhe demuestra sus grandes dotes para la comedia y el drama, y para todo lo que se le ponga de frente, un grandioso intérprete que se hace con la película, lleva a su Adrien a donde haga falta, dándole ese toque de idiota simpático, de un pobre tipo que puede enderezar su gilipollez. Tirard ha construido una comedia romántica con el aroma de las de antes, cuando contaban cosas y trataban al espectador con respeto y admiración, donde se utilizaba el género para hablar de los males e injusticias sociales y emocionales, y aunque en muchos casos ya supiéramos el desenlace, el inevitable beso de los protagonistas contrariados, eso no deslucía en absoluto toda la película, aún más, no nos importaba el final, porque era lo de menos, disfrutábamos de cada desplante, cada equivoco, cada carrera, cada metedura de pata, y sobre todo, nos hacían pensar, reír y sobre todo, disfrutar del cine. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“No es el amor quien muere, somos nosotros mismos. Inocencia primera Abolida en deseo, Olvido de sí mismo en otro olvido, Ramas entrelazadas, ¿Por qué vivir si desaparecéis un día?”.
Luis Cernuda
Muchos conocimos el inmenso talento de la directora Ildikó Enyedi (Budapest, Hungría, 1955), a través de la fascinante y magnífica En cuerpo y alma (2017), una sublime e inquietante historia de amor que jugaba con todo tipo de géneros para envolvernos en un amor difícil y tierno. Con su nuevo trabajo, La historia de mi mujer, en la que adapta una novela por primera vez después de seis película, la del autor húngaro Milán Füst, y la vertebra en siete capítulos, para contarnos el amor de Jakob Störr, una capitán de barco, un tipo de mar, un hombre seguro y valiente en el mar, y en tierra firme, un mar de dudas e inseguro. Frente a él, Lizzy, una francesa joven y atractiva, que se casará con Jakob. Un amor que aparentemente parece ejemplar, pero todo esa apariencia irá resquebrajándose por los celos y las inseguridades de Jakob.
Una película bajo el prisma del capitán, a través de su mirada, a través de su vida y sus sentimientos, magníficamente envuelta en el período de entreguerras, en la década de los veinte, salidos de la Gran Guerra, y disfrutando de un tiempo que será una especie de oasis ante el terror que vendrá en la década siguiente. La cineasta húngara apenas usa un par de personajes, a los que se añadirán algunos otros, pero de forma breve, toda la historia está compuesta por dos almas, dos almas que solo conoceremos a través de una, el capitán de barco que es una especie de Dr. Jekill y Mr. Hide, porque navega siempre en aguas turbulentas cuando se encuentra en tierra firme, comido por los celos, por la amistad sólida e íntima de Lizzy y Dedin (un aspirante a escritor de tío millonario), ahogado por la vida liberal de su mujer, una vida que no entiende, una vida muy alejada a su existencia tranquila, rutinaria y triste en el mar. Enyedí envuelve su relato con la elegancia y la melancolía de muchas novelas que tratan el amor romántico con sus sombras como lo hacían Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Henry James, Edith Wharthon, con esas miradas críticas a una burguesía infeliz y amargada que tampoco conseguía en el amor sus dichas.
La película habla de dos mundos, de dos formas de ver la vida, de dos almas que se aman pero son como el sol y la luna, y todo lo que conocemos lo vemos desde Störr, todo lo que podemos imaginar o soñar, porque el amor tiene esa estructura de ensoñación, de irrealidad, de imaginar e imaginarse, de sentirse otro, de ser aquello que anhelamos, de una fantasía real y falsa a la vez, de sentimientos contradictorios, de ilusiones perdidas, y sobre todo, de idas y venidas, de caminar juntos y por separado, de un tiempo y un mundo imperfectos, de belleza y maldad, de héroes y traidores, de besos y lágrimas, de esperanzas y muerte. La directora húngara consigue una película bellísima, con esa luz que brilla y duele, creando esa inquietante y hermosa atmósfera en un grandísimo trabajo que firma el cinematógrafo Marcell Rév (del que conocemos por sus trabajos para Kornél Mundruczó), el formidable ejercicio de concisión y ritmo del exquisito montaje de Károly Szalai (que ya trabajó en En cuerpo y alma, y en la reciente Preparativos para estar juntos un período de tiempo desconocido, de Lili Horvát), que condensa sus 169 minutos en un relato lleno de capas, de sombras y contornos difíciles de descifrar, y el extraordinario trabajo de arte de Imola Láng, que también estaba en En cuerpo y alma.
Tanta sabiduría técnica y formal, tenía que acompañarse de un buen reparto, un reparto a la altura de unos personajes llenos de complejidad y tan humanos, como el capitán de barco Jakob Störr que hace el actor holandés Gijs Naber, auténtica alma mater de la película, que habíamos visto a las órdenes de Verhoeven en El libro negro, un hombre de mar perdido en tierra, lleno de dudas, de tristezas, un enamorado arrastrado por un amor que lo mata que, probablemente no existe, porque la película nunca desvelará sus sospechas de celos y demás conflictos que él cree de su mujer. Frente a él, la siempre maravillosa Léa Seydoux que, a cada trabajo que hace nos deslumbra con su enrome naturalidad, toda esa luz que irradia y sobre todo, toda su elegancia y ambigüedad, toda la que demuestra en su Lizzy, esa femme fatale que deslumbra y ensombrece a Jakob, incapaz de navegar en el mundo bohemio, díscolo y nocturno de su esposa, una mujer enigmática, sensual y llena de vida, quizás demasiada para el bueno y torpe de Jakob. Y finalmente, el amante o no de Lizzy, el actor Louis Garrell, siempre apuesto y cercano en ese traje del escritor que quizás no escribe o si lo hace, no quiere mostrar, un tipo de la vida, de la noche, de las mujeres, aunque apenas sepamos si todo eso es real, porque nos lo cuenta el atribulado y a la deriva capitán de barco.
Recorremos esa Europa despreocupada e íntima después del horror de la guerra, dejándonos seducir por los ambientes parisinos en plena década de la alegría, la libertad y el amor, donde nos toparemos con la presencia de una fascinante Romane Bohringer, entre otros muchas y muchos, tan alejados de la existencia de Jakob, y también, pasearemos por la neblina y la melancolía de Hamburgo, donde el amor de Störr y Lizzy se vuelve diferente, donde el capitán querrá ser quién no es, y donde su esposa seguirá amándole a su manera, o a la manera que él cree que lo ama. Enyedi ha construido una película fascinante y sensual, llena de erotismo y belleza, de amor y desamor, de deseo y muerte, y sobre todo, un relato donde el amor que siente Jakob siempre pende de un hilo, no porque ocurran cosas que lo lleven a esas conclusiones, sino porque su vida y sus ausencias por su trabajo, le imponen un amor lleno de dudas y sombras, porque si queremos amar, o creer que amamos, hay una cosa que nunca debemos olvidar, la otra persona siempre será otra persona, con sus decisiones y sus vidas, y por mucho que creamos que la relación depende de algo racional, olvidamos que la mayoría de nuestras acciones carecen de racionalidad, y mucho de impulsos, circunstancias y hechos totalmente ajenos a nuestra voluntad, y por mucho que queremos ir contra eso, no es posible, y solo nos queda una cosa, algo que realmente podemos hacer, y esa no es otra que, dejarnos llevar por lo que sentimos, así sin más, y disfrutar de cada instante, porque puede ser el último que abracemos a nuestro amor, y no pensar en lo que vaya a ocurrir, porque pasará hagamos lo que hagamos, porque el destino siempre nos espera a la vuelta de la esquina, y finalmente, nos alcanzará y nada podremos hacer ante él. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Cuando uno ama todavía, es muy doloroso no ser amado; pero esto no es nada comparado con el tormento de ser amado cuando ya uno ha dejado de amar»
Georges Courteline
¿Qué ocurre después del amor? La devastadora sensación que uno experimenta cuando la persona que ama le comunica que ya no le ama, es una sensación que no se puede explicar con palabras. Una sensación que tampoco se puede olvidar, un antes y después de todo, es el momento crucial en que todo va a cambiar, todo se tornará de otro color, olerá de otra forma, los rostros y los cuerpos devendrán otro cariz, otra cosa, y el amor, o lo que se creía por amor, empezará su largo proceso de desamor, de empezar a reconstruirse emocionalmente, un largo recorrido que todavía se desconoce su destino por completo, un largo viaje para volver a uno y olvidarse del otro, de aquel que nos dejó de amar, o simplemente, creyó amarnos.
La opera prima de David Färdmar (Frölunda, Göteborg, Suecia, 1972), después de años dedicado a componer repartos, y dirigir dos películas cortas de gran éxito internacional, es una película que llama la atención desde su particular título, Are We Lost Forever (“Nos hemos perdido para siempre?”, en el original), lanzando “la pregunta”, una cuestión que no solo consigue acercarse a esa sensación del desamor cuando el amor se acaba, o mejor dicho, cuando la relación se acaba, porque el amor no es cosa racional, y seguramente, si existió, no depende de lo que pensemos o analicemos, sino de otros factores que se escapan de cualquier tipo de entendimiento. La primera imagen de la película resulta clarificadora de lo que nos contará, una pareja homosexual incorporados en una cama, con las miradas perdidas, después de que uno de ellos, Hampus, le haya comunicado a Adrian que la relación se terminó. Esos instantes de después, cuando el tiempo se detiene, cuando todo cambia de forma, de color, incluso de olor, cuando la persona que lo era todo, se convierte en alguien que ha comenzado a alejarse, ¿Será para siempre?, como explicará la película.
Färdmar compone un sensible e intimista pieza de cámara, describiéndonos la dificultad de decir adiós, tanto para el que deja como para el que sigue amando, en este proceso de idas y venidas, de llamadas a deshoras, de ataques de ansiedad, de no saber qué hacer ni adónde ir, de convertirse en otro, de una batalla entre lo que sientes y lo que racionalizas, entre lo que debes hacer y lo que no, entre la dignidad y el amor que sientes, en un torbellino infinito de emociones, gestos y demás acciones corporales y emocionales, en no saber qué ni nada. El director sueco construye con acierto y sinceridad todo esas batallas emocionales que experimentamos en una situación así, porque su película habla del amor cuando se acabó, y también, del desamor, ese desamor que todavía nos ata a la otra persona, o mejor dicho, a lo que teníamos con esa persona, y la película describe con minuciosidad y tacto toda esa reconstrucción emocional que debemos hacer para seguir en nuestro camino, y sobre todo, darnos cuenta que nada ni nadie nos salvará de nada, excepto nosotros mismos, y que el amor, o lo que creemos por amor, va y viene, o lo que es lo mismo, es demasiado inestable y vulnerable, y el verdadero amor, el amor de nuestra vida, somos nosotros mismos, elemento importantísimo que tardamos demasiado en descubrirlo.
El buen reparto que convoca Färdman con las presencias de Björn Elgerd como el desdichado y a tribulado Adrian, demasiado hermética y ensimismado en sí mismo, el dominador y de difícil convivencia, que debe aceptar su derrota y reencontrarse consigo mismo. Frente a él, Jonathan Andersson, que da vida a Hampus, el que deja, no porque haya dejado de amar, sino porque la relación con Adrian no puede ser, demasiado incompatibles, y sobre todo, faltos de comunicación. El cineasta sueco brilla en los diálogos y en las composiciones-cuadro de los encuentros y desencuentros, en ese limbo en el que se encuentran los dos protagonistas, en ese apego emocional que deben aprender a dejar, tanto el que deja como el dejado, en este duelo del amor, envueltos en el desamor, en esa otra forma de amar, de recordar lo que fue y ya no será, en todos esos momentos felices y amargos, que también los hay, en esa imperfección y locura que sentimos cuando creemos que nos enamoramos, y sobre todo, en esa catarata de emociones, sensaciones y no saber qué, porque en el amor como ocurre en todo lo que experimentamos en la vida, no solo hay que estar preparado para lo que nos resulta agradable, sino también, y más fundamentalmente, hay que estar preparado, y sobre todo, aprender, a estar triste, a dejar ir, y desamar, aunque está cuestión no sé si es posible, aunque conseguir algo que es sumamente importante para nuestras existencias, que consigamos con tiempo y paciencia, que deje de doler cuando recordemos aquello que vivimos con nuestro amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
«¿Quién ha dicho que el tiempo cura todas las heridas? Sería mejor decir que el tiempo cura todo menos las heridas. Con el tiempo, el dolor de la separación pierde sus límites reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado pronto desaparecerá, y si el cuerpo que desea ha dejado ya de existir para el otro, entonces, lo que queda es una herida… sin cuerpo».
Chris Marker en Sans Soleil
Frank Beuavais (Phalsbourg, Francia, 1970) y su pareja se fueron a Alsacia (una región al noreste de Francia, en la frontera con Alemania y Suiza, a 500 km de París), huyendo de la gran urbe al pueblo, debido a razones materiales. Su convivencia se alargó cinco años hasta que el desamor los separó. Cuando la película-documento-diario de Beauvais arranca ya han pasado seis meses de la separación. Estamos en el 2016, en el mes de abril, y se inicia un período en soledad, una aventura cotidiana con uno mismo, una especie de diario del duelo que abarca hasta el mes de octubre del mismo año. Un espacio en el que la vida de Beauvais se remite únicamente a la ingesta de películas, al visionado compulsivo de cine, cine de todas las épocas, géneros, estilos, formatos, nacionalidades y sobre todo, cine para olvidar, o quizás deberíamos decir, cine para olvidarse de uno mismo y pasar el tiempo soñando o desesperándose con otros, envueltos en otros mundos y en otras circunstancias.
El cine acaba siendo reflejo de nuestro estado de ánimo, convirtiéndose en juez implacable, y acaba impregnándose en aquellas imágenes que estamos viendo, convirtiéndolas en espejos deformantes de nuestra realidad y sobre todo, de nosotros mismos. Ya sea como recuerdo de aquel período vivido en soledad y reflexión en aquel lugar, o como terapia en que el cine nos ayuda o al menos, eso creemos, para solventar las dudas existenciales y llenar ese ánimo tan vacío que a veces se nos queda. Beauvais, que ya experimentó en el formato corto, ha hecho una película de aquello que experimentó, sintió y materializó, ya fuese en forma de idea, pensamiento, reflexión, duda o inquietud, en forma de diario íntimo y personal sobre el duelo, la soledad, la existencia, la incertidumbre, la política, la sociedad, la familia, el cine, su oficio, sus amigos, sus viajes, el desempleo, sobre la acumulación de los objetos, de lo material como modo de existencia, sobre el despojamiento, ya sea personal o material, y demás pensamientos, a través de una voz en off, la suya propia, que nos va guiando y conduciendo por esta maraña de ideas y reflexiones, algunas alegres, otras tristes, unas esperanzadoras, otras amargas, unas ilusionantes, otras desoladoras.
Durante los 75 minutos del metraje, apoyadas por las imágenes de las más de 400 películas que visionó durante el período mencionado, consistentes en planos breves, de apenas cinco o diez segundos, que van del blanco y negro al color, y viceversa, donde vemos cortes que nos muestran partes del cuerpo, lugares, objetos, acciones, imágenes surrealistas, pictóricas, fantásticas, cotidianas, y de todo tipo, que interpelan con la voz de Beauvais, en un constante y febril diálogo, nunca la ilustran, sino actúan de forma contradictoria, seductora, extravagante y funcionan de forma independiente dentro del todo que es la película, consiguiendo el excelso y rítmico montaje, obra de Thomas Marchand, un aluvión de imágenes poderosas, enérgicas y rompedoras, que nos van sumergiendo en un discurso hipnótico y fascinante, donde se habla de todo y todos, siguiendo la cronología que van marcando los acontecimientos cotidianos, sociales y políticos del país, enarbolando un sinfín de ideas donde conoceremos más a Beauvais y sobre todo, nos introduciremos en ese universo que contempla ese período de seis meses en mitad de la nada, casi en aislamiento, imbuido en el cine y en sus películas.
La película no solo se argumenta con la palabra de Beauvais, sino que recurre, en apenas tres ocasiones, a la palabra de otros, autores que refuerzan y median como Hesse o Perec, ente otros, el diálogo consigo mismo que ejecuta Beauvais, sin vacilaciones ni barreras, hablando de su vida y de todo aquello que le rodea, ya sea pasado, como la relación conflictiva con su padre, o presente, con la mala praxis política de su país, Francia, o la mudanza que realizará a París, etc…La narración prescinde de la música, dando todo el valor a la palabra y a la imagen, una imagen descontextualizada de tal manera que nos resulta imposible relacionarla con el listado interminable de películas que se citan en los títulos finales, con el mismo modelo que tanto caracterizaba la mirada de Chris Marker, el maestro del cine ensayo, y su magnífico empleo del found footage o material de archivo encontrado, extrayendo esas imágenes de su origen y convirtiéndolas en entes individuales y personales que funcionan en otros contextos y películas, mismo trabajo que empleó Godard en su monumental Histoire(s) du cinéma, su personalísima evocación y reinterpretación de las imágenes del cine.
Beauvais ha construido su opera prima en base a dos conceptos bien definidos, uno, su estado anímico de soledad y aislamiento, y dos, el cine y sus películas, porque ya desde su descriptivo título No creas que voy a gritar, habla de todo aquello que necesita decir, explicar y sobre todo, compartir, materializar con su voz y las imágenes troceadas de las películas, ese sentimiento de rabia, una especie de puñetazo de realidad y verdad, con el cuadro de El grito, de Much como referencia, o lo que es lo mismo, un encuentro consigo mismo en el que decir todo aquello que vamos encontrando y reencontrándonos de nosotros mismos. El cineasta francés habla a tumba abierta, al borde del abismo y sin miedo, y consigue entusiasmarnos con su palabra e imagen, desnudándose en todos los sentidos y comprometiéndonos en ese viaje sobre la existencia y la vulnerabilidad. La película consigue su propósito con creces, y lo hace de manera brillante y conmovedora, porque si hay un hecho primordial en el oficio de hacer películas, no es solo hacerlas, sino compartirlas, porque ese hecho marca el destino final de cualquier obra, que puedan verse, en el caso del cine, verse y disfrutarlas, aunque tengan demasiados conceptos en los que nos interpelan directamente, en los que nos miramos y nos descubrimos, en ocasiones, para bien y en otras, no tanto. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
«La gente quiere ir más allá de las apariencias e intentar alcanzar el interior. Pero no siempre es fácil, ya que las apariencias externas nos atraen y nos arrastran. A veces cometemos errores, pero eso es lo que somos. Es importante intentar superar la ilusión de la apariencia y llegar al interior, pero nunca podemos escapar de su atracción.»
Hong Sangsoo
El cine de Hong Sangsoo (Seúl, Corea del Sur, 1960) nace y se retroalimenta de la propia vida del cineasta, quizás en su caso, es una afirmación muy próxima a la naturaleza de su cine, ya que sus películas están pobladas por gente del cine, que casi siempre están preparando o filmando películas, donde se enamoran o están a punto de hacerlo, y en las que hay muchas secuencias donde dialogan y discuten alrededor de una mesa mientras comen, y sobre todo, beben. Aunque su última película asevera aún más si cabe esta afirmación, porque aquí tendríamos serias dificultades para discernir aquello que forma parte de la propia vida del cineasta y su entorno, o lo que es puramente inventado, aunque tenga muchísima conexión con los hechos reales, como el cine de Ingmar Bergman o Woody Allen, donde la vida y el cine se mezclan sin discernir con exactitud dónde empieza uno y acaba el otro.
Su última película es quizás la más personal de su carrera, ya que Hong Sangsoo cuenta un hecho vivido por él mismo, que tiene que ver con la actriz Kim Minhee, con la que tuvo un romance durante el rodaje de la película Ahora sí, antes no (2015), situación compleja ya que el director estaba casado y los medios sensacionalistas aprovecharon para derramar ríos de difamación y escándalo. Si bien en la anterior película de Sangsoo, Lo tuyo y tú (2016) nos convocaba en un relato sobre el desamor visto desde los diferentes puntos de los (des)enamorados. Ahora, se centra exclusivamente en ella, en una especie de exorcismo personal en el que la propia persona que vivió su affaire protagoniza la película, la propia Kim Minhee, una mujer herida que pone tierra de por medio, y se toma un tiempo alejándose de él y de todos, visitando a una conocida de Hamburgo. Sangsoo captura el desamor a través de un poderosísimo retrato femenino sobre una mujer que se acuerda demasiado de su amor, de ese amor que no pudo ser, aquel que se perdió, aunque duela lo recuerda, y camina o más bien deambula, sola o acompañada, intentando aparentar lo que no siente, aunque ella sabe que no es así.
De la playa fría, casi helada de Alemania, pasa a la playa hibernal, pero más cercana de Corea del Sur, y lo que son las cosas, huyendo de su reciente pasado parece que consigue el efecto contrario o al menos a ella se lo parece. Una hermosísima película, delicada y sensible, que nos atrapa desde la propia melancolía que siente el personaje, dejándonos llevar por casi el silencio que viene arrastrando esta mujer triste y herida, una mujer en pleno desamor, o quizás podríamos decir atravesada por el amor, por ese amor cruel y doloroso, ese que por mucho que nos alejemos físicamente, sigue rondándonos, como si fuera una sombra que inútilmente queremos alejar. La sutil interpretación de Kim Minhee, llena de miradas y matices, consigue con mucha dulzura atraparnos en sus altibajos emocionales, donde parece odiar a los hombres, y beber para olvidar, aunque parece que cuanto más bebe, más se acuerda de aquel que quiere olvidar.
Sangsoo es una especie de demiurgo de las emociones humanas, investigando en los recovecos del (des)amor, unas emociones que describe con cercanía y sumergiéndose en todos los puntos de vista, mostrándolos en su forma más primaria y natural, dejando al espectador sacar las pertinentes conclusiones, si así lo desease. Yonghee es una de esas heroínas cotidianas que amaron y ahora no saben cómo se sienten, pretenden que la distancia se convierta en olvido, pero fracasan en su intento, sólo consiguen recordar con más nitidez, porque en el eterno combate que lidian los pensamientos con las emociones, nunca hay un ganador, sólo alguien que recuerda y siente más de lo que le gustaría, aunque sea recostada en la arena de una playa en invierno, que su tranquilidad y solitud no sean suficientes para alejar sus sentimientos, porque aunque estemos solos, sin nadie a nuestro alrededor, al que siempre escucharemos, aunque no queramos, será a nuestro corazón, a ese aliado o no motor en continua marcha, que nos ayuda a levantarnos cuando las circunstancias nos hayan vencido.
Entrevista a Laura Jou, directora de «No me quites». El encuentro tuvo lugar el miércoles 5 de osctubre de 2016 en la Plaza del Raspall en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laura Jou, por su tiempo, generosidad, y cariño, a The House of Films (distribuidora del film), por su paciencia y amabilidad, y al amable transeúnte que tuvo el detalle de tomar la fotografía que ilustra esta publicación.