Las chicas están bien, de Itsaso Arana

5 CHICAS, 7 DÍAS Y UNA CASA. 

“La única alegría en el mundo es comenzar. Vivir es hermoso porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante”.

Cesare Pavese

Siempre empezar es difícil. Empezar es abrirse a los demás, desnudarse, darse a conocer, exponerse. Empezar una película requiere mucha reflexión. Ese primer encuadre, la distancia precisa, los intérpretes y elementos que lo conformarán. El primer plano que vemos de Las chicas están bien, de Itsaso Arana (Tafalla, Navarra, 1985), es sumamente revelador. vemos a las cinco protagonistas esperando tras una cancela. Una cancela que no pueden abrir. Al rato, aparece una niña, una niña que les da la llave que abre la cancela. Un plano sencillo, sí (que nos recuerda  a aquella otra cancela que se abría para los protagonistas de Pauline en la playa (1983), de Rohmer), pero un plano esperanzador y libre, y digo esto porque esa cancela no está dando la oportunidad a otro mundo, abriéndose al universo de la infancia, de los sueños, de la libertad, de la vida, con ellas, y los muertos, que ellas recuerdan. Como sucede en los cuentos de hadas, la vida se detiene en ese mismo instante cuando cruzan esa puerta, que quizás es mágica, o quizás no, lo que sí que es, y muchas más cosas, la entrada a ser tú, a expresarse, a dejar los miedos tras la puerta, a mirar y mirarse, a ver y qué te vean, a ser una, u otra, y todas las vidas que están y las que estuvieron, a dejarse llevar, y sobre todo, compartir junta a unas amigas-cómplices, una casa, el verano, el teatro, el pueblo, su río y todo lo que el destino nos depare. 

Arana lleva desde el año 2004 peleándose con el mundo de la representación y abriendo nuevas miradas, caminos y destinos en la compañía teatral La Tristura, que comparte junto a Violeta Gil y Celso Giménez, de la que nació la película Los primeros días (2013), de Juan Rayos, sobre el proceso creativo de Materia prima, una de sus obras. También ha dirigido la película John y Gea (2012), un cine hablado y comentado de 52 minutos con la inspiración de Cassavetes y Rowlands, nos enamoró en la maravillosa Las altas presiones (2014), de Ángel Santos, ha sido coguionista de La virgen de agosto (2019), que también protagonizó, así como en La reconquista (2016), y Tenéis que venir a verla (2022), todas ellas de Jonás Trueba. Una mujer de teatro, de cine, un animal de la representación, de la verdad y mentira que reside en el mundo de la creación y demás. Su ópera prima Las chicas están bien se nutre de todos sus universos, miradas y concepciones de la creación y mucho más, porque la película está llena de muchos caminos, cruces, (des) encuentros, destinos e infinidad de situaciones. 

Una película que a su vez no es una película, es y volviendo a ese primer plano que la abre, una entrada a ese híbrido, por decirlo de alguna manera, a ese universo donde todo es posible, un cine caleidoscópico, un cine que profundiza en la ficción, el documento, la realidad, la no verdad, el teatro, en la propia materia cinematográfica, en inventar, en ensayar la ficción y la vida, en exponer y exponerse, tanto en la vida como en la ficción, y viceversa. Una película totalmente libre y ligera, pero llena de reflexiones de las que no agotan, las que están pegadas a la vida, a su cotidianidad, a lo que más nos emociona, a lo que nos alegra o entristece, y a lo que no sabemos definir. Un cuento de verano, que encaja a la perfección con el espíritu de “Los ilusos”,  con sus productores Jonás Trueba y Javier Lafuente, la cinematografía llena de luz, veraniega y nocturna de Sara Gallego, de la que hemos visto hace nada Contando ovejas y Matar cangrejos, y la «ilusa», Marta Velasco, en labores de montaje, siempre medido, lleno de detalles, rítmico, con sus 85 minutos de metraje que tienen dulzura, pausa y moviminto. Un cine descarnado, que se define por sí mismo, no sujeto a ningún dogmatismo ni corriente, sólo acompañando a la vida, al cine que se hace con pocos medios, pero lleno de inteligencia y frescura, transparente, muy reflexivo, que capta con inteligencia las dudas, los miedos e inseguridades del proceso creativo que tiene la vida y la muerte en el centro de la cuestión. 

Su aparente sencillez y ligereza ayuda a reflexionar de verdad sin que tengas la sensación de estar haciéndolo, sólo dejándote llevar por las imágenes libres y vivas de la película, que consigue atraparnos de forma natural y haciéndonos participes en ese mundo íntimo en el que transitan estas cinco mujeres, con sus amores no correspondidos, sus amores que surgen, sus recuerdos de los que no están, la vida que está llegando, y los mal de cap de la escritura, de las dudas y reflexiones y miedos para construir una ficción que tiene mucho de verdad o realidad, como ustedes quieran llamarla. Un cine que se parece a muchas películas en su artefacto desprejuiciado y atento a los sinsabores y alegrías vitales como el que hacen Los Pampero, Matías Piñeiro, la últimas de Miguel Gomes, Joâo Pedro Rodrigues y Rita Azevedo Gomes, y algunos más, donde el cine, en su estado más primitivo, más ingenuo, como si hubiera vuelto a sus orígenes, a ese espacio de experimentación, de sueños, de libertad, de hacer lo que me la gana, de un mundo por descubrir, una aventura de la que sabes cómo entras pero no como saldrás. Una travesía llena de peligros, de incertidumbre, de esperanza, de alegrías, de tristezas. 

Una película como esta necesita la complicidad del grupo de actrices amigas y compañeras que aparecen en la pantalla, siendo ellas mismas, interpretándose a sí mismas, y a otras, o a otras más, donde todas son ellas mismas y todas juntas al unísono. Con dos “tristuras” como Itziar Manero (que hemos visto hace poco en Las tierras del cielo, de Pablo García Canga, en la que está como productor el citado Ángel Santos), y Helena Ezquerro, dos actrices que estuvieron en Future Lovers. Una, la rubia, a vueltas con el recuerdo de su madre, con ese momentazo a “solas con ella”, y la otra, más extrovertida, que se vivirá su enamoramiento, junto a las tres “ilusas”, Barbará Lennie, que protagonizó Todas las canciones hablan de mí, la primera de Jonás Trueba, que sin ser ilusa, ya recogía parte de su espíritu, con su relato de esa vida que está a punto de llegar, Irene Escolar, que estuvo en la mencionada Tenéis que venir a verla, la princesa del cuento, la vitalidad y la sensualidad en estado puro, que tiene uno de los grandes momentos que tiene la película con ese audio-declaración, que recuerda a aquel otro momentazo de Paz Vega en Lucía y el sexo (2001), de Medem.

Finalmente, tenemos a Itsaso Arana, guionista y directora de la película-cuento-ensayo o lo que quieran que sea, o como la miren y sientan, que ahí está la clave de todo su entramado, en funciones de escritora y directora de la obra de teatro que están ensayando, esas mujeres junto a una cama que esperan al lado de una moribunda o muerta, una cama que será el leitmotiv de la película, que cargan a cuestas y que escenifica esas charlas y reflexiones, como si fuese la cama el fuego de antes. Una mujer a vueltas con el azar, la inquietud y la creación como acto de rebeldía, libertad y prisión. No se pierdan una película como Las chicas están bien porque es una delicia, bien acompañada por la música de Bach y otros temas, y no lo digo por decir, ya verán cómo sienten lo mismo que yo, y no lo digo como una amenaza, ni mucho menos, sino como una invitación a disfrutarla, porque es pura energía y puro deseo, amor, y vital, tanto para las cosas buenas y las menos buenas, y magnífica, porque no parece una película y sin embargo, lo es, una película que habla de la vida, de la muerte, de quiénes somos, de cómo sentimos, cómo amamos y cómo nos reímos, como pensamos, como lloramos, como estamos en este mundo que nos ha tocado, y sobre todo, cómo nos relacionamos con los demás y sobre todo, con nosotros mismos. Gracias, Itsaso, por hacerla y compartirla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Diego Lerman

Entrevista a Diego Lerman, director de la película «El suplente», en els Jardins Miquel Martí i Pol en Barcelona, el martes 10 de enero de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Diego Lerman, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sandra Ejarque de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El suplente, de Diego Lerman

EL DOCENTE HUMANISTA.

“Yo iba a enseñar y al mismo tiempo a aprender”

Historia de una maestra, de Josefina Aldecoa

Tanto Bruno Cirino en Diario di un maestro (1973), de Vittorio De Seta, como Daniel Lefebvre en Hoy comienza todo (Ça commence aujourd’hui, 1999), de Bertrand Tavernier, pertenecen a esa clase particular de docentes que van más allá de lo que sucede en el interior de las aulas, porque conocen que la realidad social y económica de sus alumnos interfiere completamente en el desarrollo de sus vidas, y por ende de su educación. Son maestros dentro y fuera, ese tipo de docentes que se implica, que ayuda y sobre todo, ayuda al cambio tan necesario. Lucio, el docente del sexto largometraje de ficción de Diego Lerman (Buenos Aires, Argentina, 1976), amén de dirigir documental, producir cine y hacer teatro, es uno de esos tipos que sabe que la realidad de sus alumnos es dura y nada fácil, porque vienen de uno de esos barrios periféricos de la capital argentina, donde la realidad es triste, llena de peligros y donde campa el narco a sus anchas.

Lerman compone un drama social muy cercano y lleno de matices, sin caer en la moralina ni en el sentimentalismo, sino construyendo “una pequeña parte de la vida”, donde el hilo conductor es el mencionado Lucio, un tipo en crisis, alguien que aspiraba a más, a hacer una segunda novela que no acaba de llegar, a dar clases en una universidad prestigiosa, a ser mejor hijo, mejor ex y mejor padre, y sobre todo, a entenderse y no huir a la nada. El director bonaerense crea una trama sin estridencias y nada complaciente, que va desarrollándose sin alardes ni piruetas narrativas, centrándose en el hecho en cuestión, o mejor dicho, en varios sucesos, aunque el principal pivota en la relación entre Lucio y uno de sus alumnos, Dilan, que ha traicionado al narco del barrio y ahora su vida corre en peligro. Lerman vuelve a confiar en algunos de sus cómplices habituales como la guionista María Meiro, en muchas de sus películas, la aportación de la escritora Luciana de Mello y el propio director en la elaboración de un guion que se maneja muy bien entre la realidad social y la trama policiaca centrada en la investigación, donde Lucio, además de maestro, se convierte en una especie de detective para ayudar a su alumno.

El grandísimo trabajo del cinematógrafo Vojciech Staron con una luz tremendamente cotidiana y realista, gruesa y sucia, huyendo de la condescendencia y en el mensajito, donde destacan los elegantes movimientos de cámara, así como el entramado de espejos y reflejos que evidencian con detalle el estado de ánimo del atribulado protagonista, así como José Villalobos en la música, una composición que puntúa algunos aspectos de la primera mitad para luego escarbar más en los sentimientos de los protagonistas, pero siempre con respeto, y otro habitual como el editor Alejandro Brodersohn, que condensa con ritmo y pausa las casi dos horas de metraje. Qué decir del acertadísimo reparto de la película encabezado por un magnífico Juan Minujín, al que conocíamos por sus trabajos con Daniel Burman, Mariano Llinás y Lucrecia Martel, entre otros, metiéndose en la piel de un tipo que la vida le ha llevado a ser suplente, a enseñar literatura a unos chavales que pasan de todo, en el que deberá adaptar su clase a la realidad dura de sus alumnos, y conocer sus vidas y sus contextos, tarea que no le resultará nada fácil.

A Minujín le acompañan de forma estupenda una gran Bárbara Lennie, que ya había protagonizado la anterior película de Lerman, Una especie de familia ((2017), en el rol de la ex de Lucio, con una hija en común, que hace Renata Lerman, la hija del director, y fue premiada en el Festival de San Sebastián, y unas realidades bien distintas, porque ella ya ha pasado página y está en otros menesteres, y acepta la decisión y la rebeldía de la hija de ambos desde una perspectiva muy alejada que Lucio, que parece empecinado en seguir el camino y no plantearse ciertas contradicciones. La interesante presencia de un grande como Alfredo Castro, en el papel de padre del protagonista, al que curiosamente llaman “El chileno”, una especie de buen samaritano que trabaja en el barrio dando comidas e implicándose en las dificultades de sus habitantes, que mostrará una realidad bien diferente al protagonista. Y finalmente, Lucas Arrua haciendo de Dilan, al igual que los otros chicos, todos debutantes en el cine, generando esa solidez que requiere una película de estas características donde se fusionan los adultos profesionales con los jóvenes naturales.

El suplente es una película que nos habla de muchas cuestiones humanas, y sobre la vida, sobre aquellas cuestiones de la vida nada fáciles, que resultan incómodas, donde se abordan muchas cuestiones morales, con el mejor aroma de aquel cine policiaco de Hollywood de los treinta y cuarenta, donde los Lang, Hawks y Welman, y tantos otros, nos situaban en esas tesituras tremendamente difíciles de asumir y sobre todo, de decidir, en el que los y las protagonistas se veían inmersos en posiciones muy difíciles, en las que no sabían qué decir y mucho menos que hacer, un cine que desgraciadamente se está perdiendo, dejando paso a producciones blanditas que no molesten y tampoco sirvan para nada. La película de Lerman recupera esa complejidad, esa humanidad, con personajes de carne y hueso, con personas que les ocurren cosas como a nosotros, y sobre todo, dudan, tienen miedo y se enfrentan a los que les acojona, y a otras situaciones que ni se imaginaban, como a todos nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El agua, de Elena López Riera

DE TODOS LOS FANTASMAS QUE SURCAN ESTA TIERRA.

“El mito sólo es reflejo de una realidad”

“Los pasos perdidos” (1953), Alejo Carpentier

Es una verdadera lástima que los cortometrajes se destinen, principalmente, al circuito de festivales, amén de algunas plataformas, porque tener la posibilidad de poder verlos allana el camino en el momento de poder analizarlos y sobre todo, reflexionar en relación a sus posteriores trabajaos. Por eso resulta realmente revelador  haber visto todos los trabajos de una cineasta como Elena López Riera (Orihuela, Alicante, 1982), desde que tuvo el privilegio de ver Pas à Genève (2014), en el D’A Film Festival en Barcelona, largometraje codirigido por el colectivo lacasinegra, formado por la propia Elena, junto a Gabriel Azorín, Carlos Pardo y María Antón Cabot. Ya en solitario, una especie de trilogía no declarada sobre su pueblo y los mitos y tradiciones que allí perduran, como Pueblo (2014), Las vísceras (2016), y Los que desean (2018), tres trabajos donde encontramos los gérmenes de El agua, su debut en solitario en el largometraje.

La opera prima de López Riera se sitúa en su espacio, Orihuela, al sur de Alicante, fronterizo con Murcia, en la comarca de la Vega Baja del Segura, en uno de los pasos del río Segura, fuente esencial para su agricultura, y también, fuente que, en ocasiones, ha arrasado inundando la zona. La película construye ese lugar límbico, entre dos mundos, entre dos lugares, entre el no lugar, con elementos que ya estaban en sus cortometrajes. El fuerte arraigo de mitos y leyendas que se va heredando a través de la tradición oral de las mujeres, que ya estaba en Las vísceras, las relaciones materno-paterno-filiales y así como la tradición del palomo deportivo tan arraigado de Los que desean, la vuelta a los orígenes en una especie de empezar de nuevo, la noche como aliada para la extrañeza y la soledad, y la fuerte tradición católica que vimos en Pueblo, y esa constante de la falta de oportunidades laborales que obliga a los más jóvenes en huir de su lugar, y ese continuo deambular de la juventud de no saber qué hacer ni adonde ir, tan presente en sus trabajos.

Todos esos elementos están presentes en El agua, y siguen siendo motivo de exploración y reflexión por parte de la oriolana, desde la fábula cotidiana que se mimetiza con el paisaje, a través de la fisicidad de la tierra con esa otra parte más espiritual, donde el más allá forma parte de la vida diaria de sus habitantes, son dos componentes vitales en la película, donde conocemos a Ana, un hilo conductor que nos va mostrando esa realidad-irrealidad tan mezclada y confusa por donde se mueve y se alimenta la película. Una adolescente que, como muchas antiheroínas, ha entrado en esa etapa de transición de la adolescencia, donde va a descubrir el primer amor, un amor que la hace vibrar y también, le da miedo, por ese continuo vaivén por el que transita la trama, entre lo terrenal y lo emocional, entre la realidad y la fantasía, entre la infancia y la edad adulta, entre continuar en el pueblo y huir lejos, entre lo que uno siente y lo que no es empujado a hacer, entre las madres y padres y los amigos de siempre, entre la tierra y el río, entre esa inmovilidad en continuo movimiento, pero sin rumbo ni ilusión, entre la alegría y el miedo, entre la dura realidad del día y la familia, y la compañía de la noche, símbolo de amistad y libertad.

López Riera se acompaña para la aventura de su primer largometraje en solitario, de muchos de sus cómplices de viaje en los cortometrajes, como Milagros Mumenthaler y David Epiney en la producción, que ya estaban en Los que desean, y tienen en su haber autores tan importantes como Milagros Mumenthaler, Jean-Gabriel Péirot, Lluís Galter, Luis López Carrasco, ahí es nada. Philippe Azoury, en el guión, que ya fue cámara en Las vísceras, Giuseppe Truppi en la cinematografía y Raphaël Lefèvre en el montaje, que ya estuvieron tanto en Pueblo como en Los que desean, Mathieu Farnarier en sonido que trabajó en Los que desean, y los nuevos compañeros de itinerario como en sonido con Carlos Ibáñez y Denis Séchaud, que han trabajado con nombres tan ilustres como los de Miguel Gomes e Isaki Lacuesta, entre otros, la música de Nadine Knoepfel, que afianza esos dos universos y estados de ánimo tan fusionados de la historia, el arte de un grande como Miguel Ángel Rebollo, con una filmografía excelente junto a Javier Rebollo, Jonás Trueba y Rodrigo Sorogoyen, entre otros, y finalmente, la asistencia en dirección de Adrián Orr, uno de los cineastas más interesantes del actual panorama.

Como no podía ser de otra manera, la directora alicantina vuelve a contar con actores no profesionales para su película, un elemento capital en todos sus cortometrajes, donde se consigue esa idea de verdad, naturalidad e intimidad, como las amigas adolescentes de la protagonista como Irene Pellicer, Nayara García, Lidia Mária Canóvas, y Pascual Valero, y la fabulosa pareja protagonista, tan del lugar y tan de cualquier lugar, formada por los debutantes Alberto Olmo como José, el chico que ha vuelto o quizás, no se ha ido, o simplemente se ha ocultado de todos y todo, que se debate entre seguir con la tierra y no saber qué hacer, que se enamora de Ana, a la que da vida la impresionante Luna Pamies, con esa mezcla de inocencia, fragilidad y fuerza, que se debate entre su triste realidad, siendo la tercera de su familia, donde tanto su abuela como su madre alimentan esa leyenda de las mujeres y el río, junto a unas sólidas y cercanísimas Nieve de Medina como la abuela, medio bruja, llena de sabiduría y humana, y una Bárbara Lennie, despojada de todo armazón, siendo una madre liberal, juvenil y demasiado independiente.

El agua es una película muy atávica y muy actual, porque nos habla de pasado y presente, de lo que fuimos y todos lo que arrastramos, de vidas en suspenso, y mujeres perdidas y valientes. Tiene ese aroma de cuento que nos contaban nuestras abuelas y madres mientras se hacía la comida, en la que consigue una fusión perfecta entre el documento, con esas voces orales de las mujeres de la región explicando sus relaciones con las leyendas y mitos que rodean el lugar, y esa crónica de una juventud encarcelada, desesperada y sometida a la falta de todo, donde lo rural trasciende y se vuelve otra cosa, mucho más universal y penetrante, donde nos sumergimos en otro lugar, otro estado de ánimo, y la ficción, donde entra la fantasía y el terror, vivos y muertos, presentes y ausentes, habitantes y fantasmas, en un cuento sobre mujeres que sueñan, que alimentan el mito y la leyenda sobre el río que se desborda y destruye todos sus sueños e ilusiones, sobre tradiciones que viven y perviven entre las mujeres y se pasan entre generaciones, para que cuando el río se quiera llevar a alguna de ellas, estén alerta, y hagan lo imposible para que el río no se desborde y el agua inunde a todas y se les meta dentro. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Oriol Paulo

Entrevista a Oriol Paulo, director de la película «Los renglones torcidos de Dios», en el Radisson Blu 1882 Hotel en Barcelona, el jueves 29 de septiembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Oriol Paulo, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño,  y a Ainhoa Pernaute de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los renglones torcidos de Dios, de Oriol Paulo

EL MISTERIO DE ALICE GOULD.

“¡Ah! Qué terrible es el signo de los pobres locos, esos “renglones torcidos”, esos yerros, esas faltas de ortografía del Creador, como los llamaba “el Autor de la Teoría de los Nueve Mundos”. Ignorante de que él era uno de los más torcidos de todos los renglones de la caligrafía divina!”.

Frase de la novela “Los renglones torcidos de Dios”, de Torcuato Luca de Tena

Desde que se publicó la novela “Los renglones torcidos de Dios”, de Torcuato Luca de Tena en 1979, se ha generado a partir de ella una aura de misterio, convirtiendo el libro en un objeto fascinante por el que no pasan los años. Lectores de diferentes edades lo descubren cada día y quedan hipnotizados por la historia de Alice Gould, esa mujer enigmática, elegante y esquiva, que oculta un misterio que nunca se nos revelará, por su historia es la de una investigadora inteligente o una sagaz impostora, nunca lo sabremos, la novela nunca lo revela, aún más, el desconcierto continúa para todos aquellos que hemos leído sus páginas. Resulta extraño que hasta la fecha, una novela tan fascinante que ha cautivado a miles de lectores, solo haya tenido una adaptación en 1983 rodada en México por el director Tulio Demicheli, en cambio, otras de sus novelas habían sido llevadas al cine por Rafael Gil, José María Forqué y Antonio Giménez-Rico.

El encargo de trasladar la novela a la gran pantalla no era tarea nada fácil, teniendo en cuenta sus 512 páginas. El trabajo ha recaído en Oriol Paulo (Barcelona, 1975), al que conocemos por thrillers de inteligente atmosfera, personajes escurridizos y un abuso de las piruetas narrativas y efectivas, tales como El cuerpo (2012), Contratiempo (2017), Durante la tormenta (2018) y la serie El inocente (2021), se enfrenta a una historia con la que vuelve a contar con el dramaturgo Guille Clua, que ya estuvo en El inocente, y la colaboración de Lara Sendim, que ha estado siempre presente en sus guiones, construyendo un guion que se centra en Alice Gould, en su historia y su relato, porque la película acoge la trama central del libro para profundizar en esos dos aspectos vitales, que pueden parecer lo mismo, pero no lo son. La historia de la protagonista, que es aquella que iremos descubriendo a través de los otros personajes, tales como Samuel Alvar, el escurridizo director del psiquiátrico, y algún que otro que es preciso no detallar, y su relato, el que cuenta ella.

La película nos sumerge en el citado Hospital Psiquiátrico, en algún momento de 1979, en pleno tardofranquismo,en sus cuatro paredes o detrás de los barrotes, rodeados de Alice, los médicos y sus perturbados pacientes. Un relato que se mueve siempre, entre estas dos, digamos realidades o no, como ocurría en la segunda parte de la famosa novela de Carroll, “A través del espejo y lo que Alicia encontró allí”, donde las dos realidades/irrealidades de Alicia convivían en un mismo universo, al igual que nos sucederá constantemente en la película. Cada personaje nos cambiará el rumbo que creíamos cierto, porque cada personaje formulará su versión de los hechos, una versión que la película mostrará, sin decantarse por ninguna, tal y como ocurría en la novela. La estructura se plantea a partir de tres bloques bien diferenciados, en el primero, nos adentramos en un thriller puro, con esa noche aciaga, el crimen, un incendio y los internos de aquí para allá. En el segundo bloque, asistimos a un drama, donde vemos la vida cotidiana del lugar, y las relaciones que tiene la citada Alicia con los “otros”, y finalmente, la locura, el misterio en sí, el trasunto central tanto de la novela como de la película.

Paulo construye con maestría la absorbente e inquietante atmósfera, como si se tratase de un cuento de terror victoriano, al mejor estilo hitchcockiano, donde hay huellas de películas emblemáticas sobre la locura como A través del espejo (1946), de Robert Siodmak, Corredor sin retorno (1963), de Samuel Fuller y Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), de Milos Forman, con esas imágenes tan frías y mortecinas de la llegada de Alice al sanatorio, el exquisito trabajo de diseño de producción, y su implacable factura técnica con algunos técnicos cómplices del director como el músico Fernando Velázquez, que sin estridencias y con suavidad logra generar esa confusión que tanto busca la película, el extraordinario trabajo de montaje de Jaume Martí, que ya había estado en Contratiempo y Durante la tormenta, de inmejorable tempo y pulso narrativo en los ciento cincuenta y cuatro minutos de intensos y agobiantes tramas y personajes,  y el detallista ejercicio de luz apagada y contrastada de Bernat Bosch, que repite después de El inocente. Qué decir del elegido y adecuado reparto de la función, con ese Eduard Fernández como Samuel Alvar, el lado opuesto de Alice, un doctor que innova en terapias modernas alejándose de esos procedimientos antiguos tan siniestros, pero también mantiene ciertos contactos con la ley que le ayudaban a esconder ciertas miserias del lugar, los jóvenes doctores que se oponen a los métodos de Alvar, como los fantásticos Loreto Mauleón, una mujer con carácter y decidida en un mundo tan machista de la época, y Javier Beltrán, un médico que cree en Alice, al igual que su colega. Las presencias de Adelfa Calvo, que siempre que la vemos nos encanta, en un interesante rol, al igual que Antonio Buíl, ese poli de la vieja escuela, y Samuel Soler, dando vida a un personaje muy inquietante.

Mención aparte tienen la curiosa dupla que se forma entre Pablo Derqui, dando vida a ese “tarado”, muy peculiar y misterioso, con un peso muy relevante en la trama, y finalmente, Bárbara Lennie, que vuelve al universo de Paulo, después de Contratiempo, como Alice Gould, ahí es nada, un actriz que sabe transmitir con audacia tanto la inteligencia como la locura de su personaje. Una mujer adinerada, elegante y muy femme fatale, al mejor estilo de los clásicos de Hollywood, en uno de los personajes de su carrera, con su “verdad” y su “mentira”, en su particular descenso a los infiernos. La película tiene algunos peros: siguen habiendo alguna que otra pirueta narrativa y demasiados viajes al pasado que, a veces descentran lo interesante. No obstante, esos tics son mucho menos chirriantes que en sus anteriores trabajos, y esto se agradece mucho. Aunque todo hay que decirlo, el inmenso trabajo interpretativo y la cargada y asfixiante atmósfera que tiene la película, minimizan enormemente esas piedras, y logran lo que pretendía, hacer una digna adaptación de una inmensa novela, entretener muchísimo al público, y sobre todo, alimentar esa poderosa incógnita que ya nos zumbaba la cabeza cuando leímos la novela y no es otra que, todo lo que tiene que ver con el personaje de Alice Gould, ¿Qué de verdad o mentira existe en su historia y su relato? ¿Qué otros secretos se ocultan tras las paredes del sanatorio? ¿Qué verdad encierra el personaje que hace Derqui?. Y así podríamos estar hasta el infinito y más allá, porque el misterio que encierran los personajes de “Los renglones torcidos de Dios”, siguen y seguirán siendo misterios sin resolver y ahí radica su fascinación y su poder enigmático y fabulador. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Encuentro con Jaime Rosales

Encuentro con el cineasta Jaime Rosales, con motivo de la presentación de su película «Petra» y del ciclo que le dedica la Filmoteca, junto a Esteve Riambau. El encuentro tuvo lugar el martes 16 octubre de 2018 en la Filmoteca de Cataluña en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jaime Rosales, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño,  y a Jordi Martínez de Comunicación de la Filmoteca, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Petra, de Jaime Rosales

LOS LÍMITES QUE NOS IMPONEMOS.

En el cine de Jaime Rosales (Barcelona, 1970) no han nada producto al azar, todo forma parte de una estructura dramática medida y construida para cada película, consiguiendo de esta manera una película diferente cada vez, pero con rasgos definibles y conocidos que vendrían a conformar una mirada contemporánea y profunda sobre la condición humana en procesos dramáticos donde la violencia se convierte en un eje transformador de las existencias de los personajes en cuestión. En su debut, Las horas del día (2003) indagaba en la personalidad de un hombre común de una gran ciudad que asesinaba de forma fría y salvaje, en una mise en scène que aprovechaba el espacio de manera perturbadora, en que alargaba el tempo cinematográfico consiguiendo aterrorizar aún más si cabe al espectador. En su siguiente película, La soledad (2007) construía un juego visual en el que dividía la pantalla en dos, al que llamó Polivisión, en el que volvía a jugar con el espacio y los movimientos de sus personajes, para hablarnos del destino de dos mujeres en una ciudad cualquiera que deben lidiar con un hecho trágico. En Tiro en la cabeza (2008) nos introducía en la piel de unos terroristas de ETA y uno de sus asesinatos, pero vistos desde la distancia con teleobjetivos y prescindiendo del diálogo. Sueño y silencio (2012) en la que se centraba en una familia en el Delta del Ebro que sufrían un accidente que trastocaría toda su vida, supone un paréntesis en su filmografía, una película que devendría en el fin de un recorrido como cineasta, donde su comunión con el público estaba rota y Rosales tuvo que redefinirse como autor y emprender una búsqueda interior. De todo ese proceso nacería dos años después Hermosa juventud, en el que es una reinvención de su estilo, en el que la naturalidad presente se convierte n el centro de la trama, con intérpretes debutantes y equipo joven para hablarnos de las penurias económicas de una pareja que tiene que hacer porno amateur para ganarse la vida.

En Petra, sexto título de su carrera, Rosales parece haberse reencontrando consigo mismo como cineasta, construyendo un relato aristotélico en el que ha ido mucho más allá, empezando por la construcción del guión, en el que ha contado con la veteranía de Michel Gaztambide (habitual del cine de Urbizu) y la juventud de Clara Roquet (coguionista de 10.000 km e incipiente directora de estupendos cortometrajes) una mezcla interesante que ha generado un relato dividido en capítulos desordenados en el tiempo que empiezan con un Dónde conoceremos o sabremos…, como hacía Cervantes en su inmortal El Quijote…, en una trama instalada en la familia, con el pasado y la mentira como ejes centrales, un retrato naturalista, inquietante y fascinante que nos lleva a una trama repleta de mentiras, espacios ocultos y perversos, en que el tiempo hacía delante o hacía atrás consigue sumergirnos en una trama inacabable, llena de falsedades, (des) encuentros entre sus personajes y un relato que se clava en nuestro interior vapuleándonos de manera eficiente y brutal. Porque Rosales nos cuenta historias interesantes, aunque su imprenta autoral podríamos encontrarla en el Cómo lo cuenta, y aquí, consigue esa mezcla estupenda en que nos interesa tanto el qué como el cómo, abriéndonos múltiples puntos de vista en nuestra manera de mirar la película, y recolocando mentalmente las piezas desordenados del guión.

Otro de los elementos de la película que más llaman la atención son sus espacios y su manera de filmarlos, con esos planos secuencia y panorámicas donde no siempre lo que está sucediendo es lo mostrado, sino que Rosales juega con el espacio convirtiéndolo en una herramienta narrativa de gran calado, en la que no sólo nos muestra a sus personajes y sus reacciones, sino el espacio en que los enmarca, que suele decirnos muchas más cosas de las que a simple vista nos muestra, con el acompañamiento musical que incide en todo lo que se muestra o no, y esos espejos que reflejan los estados anímicos de unos personajes entrecruzados en un ambiente perverso de amos y criados. La elección de la película analógica de 35 mm y su cinematógrafo Hélène Louvert (habitual del cine de Marc Recha, y también, de la reciente Lázaro feliz, de Alice Rohrwacher, filmada en 16 mm) pintan la película aprovechando la luz natural y la singularidad de sus espacios rurales, en los que la piedra y la madera están presentes en ellos, una luz fría y natural que contrastan con la oscuridad de las relaciones que allí se cuecen, y también, con esos espacios sombríos de la ciudad. Rosales es un estudioso del espacio y su forma de filmarlos, en el que prevalece la precisión y austeridad, nada que distraiga a los espectadores, construyendo narrativas de extraordinaria limpieza visual,  que constantemente interpelan al espectador en el que todo el interior de los personajes y la soledad que transmiten, acaba teniendo su materialización tanto en el espacio como en la luz que lo baña.

El cineasta barcelonés nos introduce en su película con la Petra de su título, que será ella, desde su mirada, que nos muestra la atmósfera y los personajes que la habitan, Petra es una joven pintora que llega a vivir una residencia con Jaume, un artista mayor consagrado (una llegada que recuerda a la entrada en el piso de la protagonista de La soledad). En esa casa ampurdanesa conocerá a Marisa, la madura esposa de Jaume, y Lucas, el hijo de ambos que también es un artista. En la casa, trabajan Juanjo, el guarda y Teresa, su mujer, y Pau, el hijo de ambos, que tendrán su importancia en los hechos que allí sucederán. Petra ha llegado con la excusa de pintar, pero sobre todo, conocer a Jaume y confesarle que cree que es su padre, entre medias, se tejerán una serie de relaciones difíciles y complejas entre los personajes, en el que Jaume actúa como un maléfico despiadado en el que desprecia a todos y cada uno de los que le rodean, convirtiéndose en una especie de ogro moderno en que su posición y poder lo llevan a aprovecharse de todos. Para más desazón, la violencia emocional y física, harán acto de presencia en la trama, como es habitual en el cine de Rosales, en el que veremos las diferentes reacciones hostiles de los personajes y sus posteriores acciones.

Unos personajes interpretados por un grupo de intérpretes concisos y sobrios, que sienten y mienten más que hablan, donde las miradas y sus gestos lo son todo, encabezados por una magnífica Bárbara Lennie haciendo de Petra, bien acompañada por la sobriedad de Alex Brendemühl (que ya fue el asesino abyecto de Las horas del día) Marisa Paredes como la madre que con sólo una mirada nos introduce en esa relación perversa que mantiene con Jaume, que da vida Joan Botey, debutante reclutado durante el proceso de búsqueda de localizaciones, que hace de ese artista malvado y perverso, capaz de todo, en un estudio interesante sobre el arte y los monstruos que crea, y unos actores de reparto sublimes como Oriol Pla, ese hijo que nunca tuvo Jaume, en un personaje sociable que aguarda su momento, Carme Pla en un breve pero brutal caracterización de esa mujer condenada a la perversidad de Jaume, Petra Martínez (que estaba en La soledad) como la madre de Lennie, con su secreto bien guardado, y por último, Chema del Barco como el guarda callado y ejemplar que advierte a Petra del carácter de Jaume.

El cineasta catalán comparte cuestiones formales y argumentales con el universo de  Almodóvar en su faceta más negra y laberínticos pasados familiares, cercanos al folletín, pero tratados de forma y fondo antagónicos a ese género popular, con una mirada sobria y alejada de sentimentalismos, con la serenidad del cineasta interesado en las relaciones humanas y la tragedia que a veces esconden,  pero filmados de manera diferente, y con un humor tratado de maneras distintas, con el aroma de la violencia rural al estilo de Furtivos, de Borau o Pascual Duarte, tanto la novela de Cela como la película de Ricardo Franco, con rasgos del cine de Haneke o Von Trier, en esos personajes malvados y abyectos, en que la violencia forma parte de su realidad más cotidiana e inmediata, la sobriedad de clásicos como Ozu o Bresson, que ya conocíamos en otras películas de Rosales, en un relato oscuro y terrorífico en el que nos habla de identidades, de búsquedas, de familia, y mentiras, en el que todos y cada uno de los personajes, se mueve siguiendo en ocasiones sus más bajos instintos, luchando encarnizadamente con sus emociones y sus conflictos internos, en una trama perversa y maléfica, que nos inquietará y agradará por partes iguales, y no nos dejará en absoluto indiferentes.

Todos lo saben, de Asghar Farhadi

LA DESAPARICIÓN DE IRENE.

Siempre resulta estimulante volver a ver una película de Asghar Farhadi (Khomeini Shahr, Irán, 1972) por la fuerza de sus imágenes, enmarcadas en la más pura cotidianidad, describiendo con firmeza esos ambientes secos y fríos por los que se mueven sus personajes, donde en una aparente tranquilidad, o eso parece, irrumpe algo violento en forma de suceso que trastocará las vidas de sus protagonistas, abriendo la caja de Pandora, y llevándolos hacia el abismo, en unos relatos que arrancan como melodramas intensos, cerca de la mirada neorrealista para derivar en thrillers ásperos, duros y muy oscuros. Todos lo saben es una película que nace a través de dos elementos que ya habíamos visto en sus anteriores películas, la desaparición de un personaje que destapará viejas rencillas ya formaba parte de la estructura de A propósito de Elly (2009) la película que sacó a Farhadi de Irán y lo llevó al escaparate internacional con su premio en la Berlinale al mejor director, un relato con ecos de la novela El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, donde unos días de asueto de un grupo de amigos se convertían en unos días de pesadilla y revelaciones muy inesperadas, y por otra parte, El pasado (2013) la película de Farhadi que filmó en Francia, donde encontramos el elemento del pasado, espacio que desembocará a inesperados descubrimientos que tensará aún más si cabe la relación turbia que viven los personajes.

Dos elementos, la desaparición y el pasado, estructuran la octava película del cineasta iraní, aunque si bien es cierto, que el pasado forma parte de una manera más visible o menos en los relatos de Farhadi. En los primeros minutos de la película, Farhadi nos habla de un reencuentro, Laura, la hermana mediana, que vive en Argentina, llega al pueblo  para la boda de Ana (un espacio de la España profunda, donde se vive de las viñas, de las habladurías, y de la falta de trabajo) con sus dos hijos, Irene, la adolescente rebelde y un niño de seis años. Allí, se reencontrará con su familia, Mariana, la hermana mayor, y su marido, Fernando, y Rocío, la hija de ambos, que regentan una pequeña pensión, y por otro lado, Ana, la pequeña que se casará con Joan, y el patriarca de la familia, Antonio, que ahora se ha convertido casi en un inválido. También, encontraremos a Paco y su mujer Bea, Paco es el dueño de las viñas, e hijo de los antiguos guardas cuando las viñas eran de Antonio.

Presentados los personajes y sus relaciones, todos asisten a la boda, durante la celebración, y sin que nadie se percate, Irene desaparece y todos se ponen a buscarla. También, aparecerá otro elemento de tensión en el relato, Alejandro, el padre de Irene y marido de Laura, al que iremos descubriendo su pasado y cómo afecta al devenir de los acontecimientos. A partir de ese instante, con todos los actores de la contienda, Farhadi nos envuelve en un durísimo y oscuro melodrama familiar en el que las viejas rencillas del pasado aflorarán de manera brusca y rasgada que ira quebrando las relaciones entre unos personajes enmadejados que hablan poco y esconden muchísimo más, donde unos y otros, se moverán casi en tinieblas a pesar de la luz cegadora que desprende la película. El cineasta iraní construye un enérgico e intenso thriller donde nadie parece conocer las intenciones del otro, en un retrato sobre la culpa y sobre todo, la mentira, en el que unos personajes muy de aquí, donde cada uno de ellos se mueve bajo presión y movido por unos intereses personales y muy oscuros.

La película recoge el aroma de los dramas castellanos, donde las tierras, la familia y el pasado se entrecruzan creando atmósferas irrespirables y siniestras, donde la violencia campa a sus anchas y todo se puede quebrar en cualquier momento. En algunos momentos, el retrato deriva en los secos dramas rurales carpetovetónicos y trágicos que tanto afloran en la literatura y cine españoles, donde los hechos violentos derivan siempre de tensiones ancestrales entre los vecinos y los más allegados, donde la problemática del territorio y las viejas rencillas dirigen los ánimos oscuros y vengadores de sus lugareños. Farhadi ha recogido con mano maestra toda esa atmósfera y violencia latente, con esa luz brillante y maligna que atraviesa sin  respiro toda la película, con esa mirada contundente y acogedora de José Luis Alcaine, uno de los más grandes cinematógrafos de nuestro país (habitual de Almodóvar, con la que la película mantiene algún rasgo) o el sobrio y preciso montaje de Hayedeh Safiyari (habitual del director desde Fireworks Wednesday (2006) a excepeción de El pasado) y la música de otro grande como Alberto Iglesias, que en ciertos instantes, sirve para crear ese ambiente malsano que desata la desaparición de la chica.

Farhadi mueve a sus personajes, tanto a nivel físico como emocional, sin caer en la caricatura o la superficialidad, creando la tensión justa, sin necesidad de aspavientos sentimentales, sólo los pertinentes y adecuados, dejando a cada personaje su espacio y su rol dentro del relato, como la aparición del policía retirado, que aún echa más leña al fuego, ya que advierte con esa solemnidad y locuacidad de José Angel Egido, maravilloso en su rol, que las enemigos no andan muy lejos de la casa. El director iraní cuenta con un reparto de altura, con una Penélope Cruz haciendo de esa mujer y madre que sufre y padece la ausencia de su hija (con ecos del que hizo en Volver) con esos intensos y durísimos momentos con Paco, el personaje que hace Javier Bardem, con esa mezcla de crudeza y pasión que lo han convertido en uno de los actores más importantes del panorama cinematográfico, y ese Ricardo Darín, católico a ultranza que desafía el clan familiar e inseguro y desbordado ante los acontecimientos.

Unos principales bien acompañados por esa retahíla de secundarios que juegan un papel fundamental, como ese Fernando que hace Eduard Fernández, pasado de kilos y auspiciado por las deudas, con su mujer Mariana que también hace una estupenda Elvira Mínguez, o esa Bárbara Lennie como la mujer de Paco, que hace esa voz de la conciencia que Paco se niega a escuchar, o Inma Cuesta y Roger Casamajor transmitiendo esa paz que tanto se necesita ante tanto ruido emocional, sin olvidarnos de Ramón Barea, con su fuerza y torpeza, del que ya le quedan pocos tiros que pegar, y los interesantes Sara Sálamo con un personaje oscuro, y la agradable presencia de Carla Campra como Irene llevándose el protagonismo en los primeros minutos. Farhadi ha salido airoso en su nueva aventura internacional después de filmar en Francia y en francés, ahora le ha tocado el turno al idioma del Quijote, situándonos en uno de esos pueblos interiores toledanos, donde las cosas parecen una cosa y en realidad son otra, dejándonos ver hasta qué punto las mentiras forman parte de nuestra cultura y nuestra manera de pensar y hacer, en un oscurísimo melodrama familiar donde todos sus personajes obedecen a sus instintos y pasiones más ancestrales mamadas desde que eran niños, donde las cosas se resolvían en familia, pese a quién pese y caiga quien caiga.

Oro, de Agustín Díaz Yanes

GRUPO SALVAJE.

“Somos lo que perseguimos”.

El arranque de la película resulta espectacular, nos encontramos en La Indias, hacia 1538, un soldado del rey, Martín Dávila, tumbado boca abajo alza la cabeza y se incorpora espada en mano, caminando entre un montón de cadáveres sanguinolentos y apestados de moscas en mitad de la selva. En un instante, uno de los indios supervivientes se levanta y el soldado le arremete con la empuñadura en la cabeza dejándolo tieso, sigue caminando y ayuda a levantarse a Doña Ana, mujer bien parecida que tendrá que sacar su fuerza para no dejarse amilanar, ni por nadie ni por su marido Gonzalo, un viejo soldado, cansado y venido a menos que encabeza esta expedición de unos 40 hombres y dos mujeres, enfrentados a las duras condiciones del entorno, el tremendo calor y humedad, los animales salvajes y tribus hostiles y caníbales, y minados por las fiebres. Todo ello con la única ilusión de hallar la ciudad de oro, esa ciudad de la que todos hablan pero nadie ha visto. Hombres duros, arrogantes y crueles, divididos por absurdas rencillas territoriales, y azotados por el hambre y la pobreza,  se embarcaban al nuevo mundo en busca de riqueza y prosperidad, toda aquella que se les negaba en España.

El quinto trabajo de Agustín Díaz Yanes “Tano” (Madrid, 1950) es una película de aventuras, de hechuras históricas, que recoge aquellas expediciones lunáticas que tantos hombres emprendieron allá por el siglo XVI por tierras salvajes, desconocidas y paradisíacas. Tano envuelve su relato en un ambiente malsano y muy oscuro, lleno de tipos que traicionan, mienten y matan sin ningún escrúpulo llegados al caso, un grupo salvaje de muy señor mío, muy en la línea del cine de Tano, como aquellos viles y canallas asesinos de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, o los ambientes miserables de aquellos ángeles que salvaban vidas machacadas de almas en pena en Sin noticias de Dios, o todos los soldados de baja estofa que pululaban por Alatriste, y no menos que aquellas mujeres huidas y el vil asesino de Sólo quiero caminar, ambientes desolados, míseros, donde se mueven gentuza de mal vivir, aunque Tano, consigue abrir algo de luz ante tanta oscuridad, y alguno que otro de sus personajes vislumbra algo de humanidad, aunque claro está, sea mínima, pero en ese paisaje inmundo, ya es mucho.

En Oro (basada en una historia del prolífico y exitoso Arturo Pérez-Reverte, llevado al cine en numerosas ocasiones, que Tano ya adaptó la mencionada Alatriste, y aquí comparten tareas de guionista) encontramos esa mala gente que hablábamos, como el Alférez Gorriamendi, malcarado y robusto vasco que ejerce la ayudantía de un modo represivo, o el sargento Bastuarrés, librado en mil y una batallas, desconfiado y despierto en esta travesía que le ha tocado en suerte o desgracia, o Gonzalo, el jefe venido a menos, que aunque se le pierde el respeto, no duda en agarrotar a todo aquel que hace ademán de rebelión, o el pater dominico que los acompaña, que los ajusticia de un modo partidista y represor. Una historia que escuchamos a través de las reflexiones y comentarios del Licenciado Ulzama, el escribiente del Rey que escribe en su diario todo lo que acontece y la distribución de ese ansiado “Oro” en el momento que den con él. Una película robusta, detallista y espectacular, pero no con ese aire de este tipo de producciones envueltas en caballeros atractivos que espada en mano salvan a la susodicha de turno y encabezan esas expediciones donde prevalece el bien sobre el mal. Aquí, no hay nada de eso, estamos en la parte de atrás de la aventura soñada, el sol abrasa, y las ropas se manchan y son pestilentes, las armaduras gastadas y pesadas, nos encontramos con mugre, barro y sangre, y todo se desata de forma miserable y triste, no hay heroísmo ni recompensan, los soldados actúan según su instintos y circunstancias, lo que ayer era de una manera, ahora ha cambiado.

Tano construye su película a través de un ritmo cadente, quizás alguna parte cae en el ensimismamiento y el ritmo decae, en el que todo puede pasar o no, donde la desconfianza se apodera del grupo, y no sólo por los peligros del entorno donde se encuentran, sino también, por otros que los siguen, como el grupo enviado por el Rey, que los acusa de rebelión,  o entre ellos, donde todos esperan su oportunidad de arrebatar la vida al que tienen al lado, porque así habrá más oro y menos a repartir. El director madrileño se toma su tiempo y se adentra en las entrañas de cada uno de ellos, movidos por instintos salvajes, corrompidos de ambición desmedida, en una gente de existencia durísima que no tienen inconveniente en echar mano a la muerte para sobrevivir y seguir ansiando esa riqueza que pronto encontrarán. La película sigue esas 60 jornadas, uno arriba otro abajo, donde somos testigos de todo aquello que les va ocurriendo, y con todo ello, sea humano o animal, o las dos cosas a la vez, que se van encontrando y enfrentando a muerte, en una suerte de eliminación sistemática de haber quién es más fuerte y sobre todo, quién resiste mejor en esas durísimas condiciones de vida.

Una película que nos devuelve la parte o partes más oscuras de nuestra historia pasada, lo que fuimos y lo que somos, nuestra idiosincrasia más característica, nuestras viejas rencillas que siguen manteniéndose en la actualidad, tanto de territorios, de aspectos y formas de vida. Una trama en la que se mezcla aventuras, thriller, terror, tragedia y también, porque no decirlo, alguna que otra historia de amor, pero debido a las circunstancias son de otra pasta como ocultas, mentidas, acosadas, algunas consentidas y otras, no, burdas, peligrosas y salvajes. Un grandísimo despliegue magnífico de producción con Enrique López Lavigne en la producción, donde podemos encontrar a grandes técnicos de nuestro cine como Paco Femenía en labores de cinematografía, Javier Fernández en arte, o Marta Velasco en montaje, por citar sólo algunos, y el larguísimo y excelente equipo artístico encabezado por Raúl Arévalo, Barbara Lennie, José coronado, Óscar Jaenada, Luis callejo, Antonio Dechent, Anna castillo, Andrés Gertrudix y el veterano José Manuel Cervino, entre muchos otros. Un relato negro y muy oscuro, con el asombra y la miseria de las pinturas de Zurbarán y Goya, o los ambientes de Valle-Inclán y Baroja, o las almas sucias de los desheredados y machacados pistoleros de Peckinpah o el Wayne y sus ayudantes en los ríos de Hawks, y aquellos profesionales perdidos de Brooks, con esa música flamenca, de alma rota, grito pelao, y zapateado mudo, que evoca más como un grito de desesperación que de rabia.

Una aventura sobre la soledad, la locura, y la perdición de los hombres y la maldad que nos enfrenta que, recuerda a otras epopeyas sobre conquistadores o no españoles como Aguirre, la cólera de Dios, de Herzog, filmada en 1972, quizás la película más conseguida y arrebatadora sobre la andadura de Lope de Aguirre, que también era uno de los personajes en El Dorado, dirigida por Carlos Saura en 1988, que durante mucho tiempo se convirtió en la película más cara del cine español, aunque los resultados no fueron los esperados, o incluso, Cabeza de Vaca, de Nicolás Echevarría, protagonizada por Juan Diego (que en Oro se reserva un papel, como un viejo soldado cansado de todo que se ha refugiado en un poblado indio como la parte noble del Coronel Kurtz, sí es que la tiene éste último), todos ellos conquistadores, brutales, fuertes, ambiciosos, hipnotizados por las riquezas que ansían encontrar, y agitados por esa locura enfermiza, y movidos por una vanidad desmedida que los acaba enfrentado a todos, y sobre todo, a ellos mismos. Tano ha hecho una película muy arraigada a nuestra naturaleza, llena de miserias y lodo, donde también hay tiempo para la esperanza, aunque sea mínima y casi no se vea, pero dentro de ese caos de vileza y muerte, siempre hay espacio para la ilusión y la humanidad.