Entrevista a Elena Martín, directora de “Julia ist”. El encuentro tuvo lugar el miércoles 14 de junio de 2017 en el Soho House en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Elena Martín, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Eva Herrero y Marina Cisa de Madavenue, por su amabilidad, paciencia, atención, generosidad y cariño.
“Sácame de aquí, que me estoy muriendo.
Toca una canción con la que pueda liberarme.
Nadie las compone ya como se hacían antes.
Puede que sea entonces cosa mía.
Aquí sólo, tras unas cuantas horas.
Aquí sólo, en el autobús.
Piensa en ello.
Podrías tener éxito, o ser como nosotros.
Con nuestras sonrisas ganadoras.
Con nuestras melodías y letras pegadizas.
Somos fotogénicos, ¿sabes?
No tenemos otra opción”
Había una vez en una ciudad de provincias un treintañero llamado Vincent Machot. Su vida era rutinaria y programada, en la que siempre, siempre ocurría lo mismo, como siguiendo un guión establecido. Se levantaba y se iba a trabajar de peluquero en el negocio familiar heredado hasta las 5 de la tarde, cerraba el negocio, compraba un poco y volvía a su piso a mirar la tele junto a su gato, aparte de sentirse atrapado por una madre dominanta que vivía en el piso de abajo, y salir, alguna vez, más tarde que pronto, con el ligón de su primo. Pero, un día todo cambiará, de casualidad, mientras compra en un mercado, observa a alguien, cree reconocerla, pero no sabe de qué, y comienza a seguirla. La sigue a todas partes, en su trabajo, por la calle, en un pub donde escuchan música en directo.
El arranque de la primer película de Julien Rappeneau, prolífico guionista para películas importantes de Régis Wargnier, Christophe Barratier o de su padre, Jean-Paul Rappeneau, para el que escribió Bon Voyage y Grandes familias, parece una descripción de la vida mundana y tranquila de la vida de la provincia francesa, eso sí, sólo en un primer instante, para en un momento dado, adentrarse en el terreno del misterio o suspense, más propio del género detectivesco, en el que Vincent sigue a Rosalie Blum, una mujer entrados los 50 que se debate entre regentar su frutería, algunas copas por la noche mientras escucha música en un pub, y llevar una vida completamente aislada, muy alejada de la familia. Aunque la película, de guión muy elaborado, con abundantes giros que van cambiando la perspectiva de la trama y encauzando a los personajes a derivas emocionales, introduce un tercer personaje, a Aude, la sobrina de Rosalie, una nini en toda regla, una joven perdida y desilusionada a la que la acompañan dos amigas, una pizpireta y la otra rarita. Rosalie encarga a Aude que siga a Vincent, ese chico que la sigue sin saber por qué.
Rappeneau que ha encontrado su inspiración en la aclamada novela gráfica homónima de Camile Jourdy, nos conduce por esta comedia romántica, muy alejada de los convencionalismos del cine de Hollywood, aquí, todo es una sorpresa, desconocemos por completo el destino de unos personajes solitarios, con pocas o ninguna perspectiva de futuro, en el que en cierta manera, viven atrapados por sus familias, Vincent tiene una madre posesiva que lo maneja y se muestra incapaz de romper con ella, Rosalie vive alejada de su familia y pronto descubriremos el motivo, y Aude, a la que no vemos a su familia, encuentra en su tía una forma de encontrar un espacio en el que se sienta que pertenece a algo o a alguien. Rappeneau se erige como un gran observador de la vida provinciana, y sobre todo, de un magnífico retrato de personajes, unos seres bien definidos que aunque lo desconocen, encuentran en esta suerte de misterio, comedia romántica y social, su anclaje emocional con una vida que parece haberles pasado por encima, y ellos, han aceptado indolentes un destino frustrante y vacío.
La película recuerda al cine de Truffaut, a las fábulas sensibles y maravillosas protagonizadas por su personaje fetiche Antoine Doinel, en sus años mozos, como Besos robados, Domicilio conyugal o El amor en fuga, donde el joven torpe en el amor y en los diferentes azares de la vida, se pierde en su intento de buscar su lugar en el mundo y se mueve sin saber muy bien hacia dónde va ni que es lo que realmente busca. Vincent, Rosalie y Aude, estupendamente bien interpretados por los Kyan Khojandi, Noémie Lvovsky y alice Isaaz, respectivamente, se buscan sin conocerse, como si sus vidas les diese una oportunidad de despertar y hacerse con sus riendas antes de que sea demasiado tarde, porque ellos mismos no son muy conscientes de lo que acaban de encontrar o mejor dicho, con quién se acaban de tropezar, como bien define la canción de Belle & Sebastian, Get me away from here I am dying, que en cierto momento escuchamos en la película, algo así como una llamarada de aliento antes de que me extinga.
La cámara sigue a una niña, a la que no vemos el rostro, mientras camina entre el patio de su colegio, entra en uno de los edificios y después de bajar unas escaleras, se dirige hacia unas voces que escucha, se encuentra a unos compañeros de clase besándose, una niña la llama, pero ella sale corriendo. El primer plano de la película, que parece extraído de una película de los Dardenne, describe minuciosamente el entorno que nos será mostrado a lo largo del metraje, la sutileza y la elegancia narrativa con la que se nos cuenta una historia aparentemente sencilla y cotidiana, pero que explica con detalle y sensibilidad el despertar de una niña a la edad adulta, y todos los cambios de identidad que comporta, cómo se enfrenta a sus deseos, sus pérdidas, sus conflictos internos y demás comportamientos en un ambiente que comienza a resultar extraño, forzado y lleno de incertidumbre, y todo ello, en un entorno familiar diferente, conviviendo con su madre, que ahora tiene una novia, y su hermana pequeña, situación que su padre, de vida acomodada y monótona, no ve con buenos ojos.
La cineasta Pepa San Martín (Curicó, Chile, 1974) empezó de meritoria en varias películas, para luego despuntar con su cortometraje La ducha (2011) que tan buenas críticas obtuvo en la Berlinale. Ahora, en su primer largo, se adentra en la existencia de Sara, una niña de 13 años, en pleno proceso de cambios en su vida, en un período de tránsito, donde dejará de ser esa niña con coletas para convertirse en una mujer. San Martín no ser regodea en el drama, ni estira innecesariamente el conflicto, su mirada es diferente, libre y auténtica, convierte su fábula en un encuentro que constantemente interpela al espectadora, haciéndole partícipe de los conflictos de su protagonista. La película se posa, y con gran acierto, en la mirada de Sara, esa mirada inquieta, curiosa, y que acabará siendo desubicada provocada por ese entorno de prejuicios, de sociedad cerrada, esa Viña del Mar donde se desarrolla la película, aquí muy alejada de esa imagen turística. San Martín construye una oda sobra la diferencia, desde el más absoluto de los respetos, mirando con naturalidad y ternura hacia lo que incomoda a una mayoría conservadora, que se rige por unos principios obtusos y moralistas, que se rebela contra lo que considera antinatural, como representa la figura del padre, en cambio, la madre, que en ocasiones parece demasiado involucrada en su trabajo, parece llevar con respeto y naturalidad su relación y la convivencia con sus hijas.
Sara, excelentemente interpretada por la debutante Julia Lübbert, se siente desplazada y rara, como explica el título, todo su mundo, el que conocía, desaparece, y ahora, está en continuo cambio en su existencia, pero San Martín, en un alarde de síntesis argumental, nos lo cuenta como en un susurro, como si a Sara le diese vergüenza, como si tratase de ocultarlo, como guardarse secretos que antes compartía con su mejor amiga, revelarse ante su madre y querer celebrar el cumpleaños en casa de su padre o sentirse tonta cuando tiene cerca al chico que le gusta, cambios que forman parte del proceso de vivir, de hacerse mayor, dentro de un entorno que pretende y aparenta ser moderno, pero se resiste a seguir modelos familiares de otro tiempo, que hoy día se han quedado caducos y forman parte de un tiempo de represión, desconfianza y retrogrado. San Martín que ha tenido en la escritura del guión la colaboración del director compatriota Roberto Doveris (que hace poco también nos sorprendía con Las plantas, en la que también exploraba el despertar sexual de una niña pero en un entorno social de aislamiento y soledad). Rara se suma a las nuevas miradas del cine latinoamericano, que triunfa en festivales internacionales, que se preocupan del ocaso de la infancia, a través de sutiles e inteligentes propuestas que escarban de manera profunda y bellísima los avatares de ese proceso tan convulso que nos provoca el despertar a la adolescencia, como Juana a los 12, de Martin Shanly o Paula de Eugenio Canevari, entre otras. Propuestas sencillas, que a través de una admirable contundencia formal y sutileza narrativa, se sumergen en terrenos fangosos saliendo airosos de manera brillante.
El universo cinematográfico del cineasta Ulrich Seidl (Viena, 1952) se compone de dos elementos muy característicos, por un lado, tenemos su materia prima, el objeto retratado, sus conciudadanos austriacos que son filmados mientras llevan a cabo sus actividades domésticas e íntimas. Y por otro lado, la naturaleza de esas actividades que vemos en pantalla filmadas desde la más absoluta impunidad y proximidad. Seidl ha construido una filmografía punzante y crítica con el sistema de vida, no sólo de sus paisanos, sino de una Europa deshumanizada, un continente ensimismado en su imagen e identidad, que utiliza y explota a su antojo, cualquier lugar o espacio del mundo que le venga en gana, además de practicar todo tipo de actividades, a cuál más miserable, para soportar una sociedad abocada al materialismo, la individualidad y el éxito.
Su cine arrancó a principios de los noventa con títulos tan significativos como Love animal (1996) donde retrataba a una serie de personas que llevaban hasta la locura su amor por los animales, o Models (1999) que exploraba el mundo artificial y vacío del mundo de la moda y la imagen, con Import/Export (2007) se adentraba en la absurdidad de la Europa comunitaria que dejaba sin oportunidades laborables tanto a los de aquí como les de los países colindantes, con su trilogía Paraíso: Amor, Fe y Esperanza (2012) estudiaba, a través de tres películas, las distintas formas de afrontar la vida y sus consecuencias con una turista cincuentona que encontraba cariños en los brazos de los jóvenes nigerianos a la caza del blanco (trasunto reverso de Safari, donde, tantos unos como otros, andaban a la caza para paliar sus miserias), en la segunda, las consecuencias de una fe llevada hasta el extremo, y por último, una niña obesa intentaba adelgazar en un campamento para tal asunto. En su última película, En el sótano (2014) filmaba las distintas actividades que practicaban los austriacos en sus sótanos, donde daban rienda suelta a sus instintos más primarios.
En Safari, al contrario que sucedía en Love animal, aquí los austriacos viajan a África para matar animales, también los aman, según explican, pero de otra forma, un amor que los lleva a querer matarlos, por todo lo que ello les provoca como una forma de poseerlos. Seidl filma a sus criaturas caminando sigilosamente por la sábana en busca y caza los animales que quieren abatir, mientras escuchamos sus diálogos, entre susurros. También, captura a sus cazadores (en sus característicos “Tableaux Vivants”) rodeados de los animales disecados, mientras hablan sobre las características de sus armas, la excitación que les produce matar a un animal u otro y los motivos de su cacería, justificándola y aceptándola como algo natural en sus vidas y en la sociedad en la que viven, secuencias que Seidl mezcla con planos fijos de los empelados negros que trabajan para el disfrute de los turistas blancos, aunque a estos no los escuchamos, y finalmente, el cineasta austríaco nos muestra el traslado del animal muerto (que suele tratarse de caza mayor como impalas, cebras, ñus… ) y posterior descuartizamientos de los animales por parte de los negros, sin música, sin diálogos, sólo el ruido de los diferentes utensilios que son empleados para realizar la actividad, recuperando, en cierta medida, el espíritu de Le sang des bêtes, de Georges Franju.
Seidl se mantiene en esa distancia de observador, no toma partido, filma a sus personas/personaje de manera sencilla, retratando sus vacaciones y escuchándolos, sin caer en ninguna posición moral, función que deja a gusto del espectador, que sea él quién los juzgue. Seidl construye relatos incisivos, críticos y provocadores, sobre una sociedad que todo lo vale si tienes dinero, que el colonialismo sigue tan vivo como lo fue, pero transformando en otra cosa, explotando al que no tiene porque el que puede no lo permite. El cineasta austriaco investiga las miserias humanas y su tremenda complejidad, y lo hace de forma incisiva, mostrando aquello que nadie quiere ver, aquello que duele, que te provoca un posicionamiento moral, lo que se esconde bajo la alfombra, lo que todos saben que está mal que exista, pero nadie hace nada y mira hacia otro lado, un lado más amable, aunque sea falso.
Nos encontramos a mediados de los años cincuenta, en Pittsburg, en uno de esos barrios obreros donde subsistían gentes humildes con empleos poco atractivos, que vivían con sus familias en ristras de casas con pocos lujos, y que pasaban los fines de semana, después de una dura semana de trabajo, entre cervezas en el bar de siempre, haciendo chapuzas en casa o compartiendo recuerdos de otro tiempo entre amigos en los patios traseros. La tercera incursión en la dirección del prolífico y laureado actor Denzel Washington (Mount Vernon, Nueva York, 1954) después de una larga carrera como intérprete que le ha llevado a trabajar con directores de la talla de Attenborough, Spike Lee, Pakula, Demme, Fuqua o Ridley Scott… consiguiendo dos preciadas estatuillas de la Academia, ha tenido tiempo para dirigir dos películas, en el 2002 Antwone Fisher, la vida de un joven marino que tiene que superar un pasado traumático, y cinco años después, dirigió The great debaters, en la que seguía los pasos del profesor Melvin B. Tolson, docente que alimentó los debates humanísticos entre sus alumnos.
En Fences, que Washington ya había interpretado en las tablas de Broadway, escrita por August Wilson, premio Pulitzer, también se hace cargo de dirigirla, coproducirla y además, interpretar el rol del protagonista, Troy Maxson, el eje del cual gira toda la trama. Troy es un hombre de mediana edad de raza negra, trabaja recogiendo basura junto a su fiel amigo Bono, que le escucha y aconseja cuando debe, vive en una casa que ha pagado letra a letra con el sudor de su frente, que apenas tiene cuatro comodidades, pero es su casa, junto a él su mujer, la compañera Rose, mujer paciente que ama con locura a Troy, también, está su hijo, un vástago que sueña con ser jugador de fútbol profesional, su padre probó suerte con el beisbol, pero en su época se prohibía a los negros jugar con los blancos, y cuando se levantó la prohibición, Troy ya era demasiado mayor, trauma que no lo abandonado desde entonces. Por la casa, también se dejan caer un hijo treintañero de Troy que sueña con ser músico, y el hermano pequeño de Troy que, la maldita guerra lo ha dejado retrasado mental.
Como le ocurría a Willy Loman de Muerte de un viajante (con la que guarda cierto parentesco, dicho sea de paso) o a Eddie Carbone de Panorama desde el puente, ambas piezas teatrales de Arthur Miller, Troy es un “looser”, un perdedor en toda regla, alguien que nunca a llegó a coger las oportunidades que se le presentaron en la vida, ese tipo de personas que crecen en ambientes conflictivos, que a corta edad tienen que buscarse el pan y sufrir penurias de todo tipo, que en muchas ocasiones acaban con sus maltrechos huesos en alguna penitenciaría perdida de algún pueblucho al que llegaron escapando y no encontraron ningún provenir. Esos tipos que llamados a ser alguien en la vida, quedaron por el camino, sucumbidos a la dureza de una sociedad implacable que convierte en sueños rotos las esperanzas de los de abajo, como también describió la mirada de Miller. Troy es un pobre hombre que en su afán de querer proteger a su familia, acaba por pagar con ellos las desilusiones que ha tenido que acarrear en su existencia, todas aquellas esperanzas caídas en saco roto como tantos otros jóvenes que fueron soldados en la segunda guerra mundial, y nunca levantaron cabeza, quedando convertidos en sombras desdibujadas de las vidas que aparentemente les esperaban como el Terry Malloy (Marlon Brando) en La ley del silencio o el Charlie Davis (John Garfield) en Cuerpo y alma, por citar sólo a un par.
Washington no oculta el origen teatral de la película, le saca todo el provecho que el texto le permite, conjugando inteligentemente todas las piezas del entramado, unos jugosos personajes que aportan carisma, realismo y veracidad, entre los que destacan el propio Washington dando vida a Troy, dotando a su personaje de energía, oscuridad y complejidad, Stephen Henderson dando vida a Bono, el amigo fiel, confesor y paternal, que es un fiel compañero, aunque también le aconseja por donde nunca debe tirar a Troy, y finalmente, Viola Davis, magnífica intérprete que nos regala una actuación de órdago, en una composición llena de matices, detalles, y miradas, construye un personaje maternal, firme y lleno de dignidad. Quizás el excesivo metraje (las película se va a los 139 min) alarga algunas situaciones dramáticas, pero que no enturbian demasiado el resultado final. Una película que combina con agilidad la alegría y la amargura, los momentos tensos entre el matrimonio, y el padre y el hijo, y la desazón amarga que deja toda la película, en su fiel y realista descripción de los barrios que nada tenían que ver con el American way of life, tan vendido después de la guerra, y los ambientes humeantes y polvorientos, de claroscuros, y miseria moral, que se manejaban muchos de los desplazados de la sociedad.
Entrevista a Carles Torras, director de “Callback”. El encuentro tuvo lugar el miércoles 18 de enero de 2017 en la sala Nunes de la Acadèmia de Cinema Català en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Carles Torras, por su tiempo, generosidad, y cariño, y a Sonia Uria y Alex Tovar de Suria Comunicación, por su amabilidad, paciencia, amistad y cariño, que también tuvieron el detalle de tomar la fotografía que ilustra esta publicación.
La solución a tus problemas no es huir de la ciudad.
Esta aquí, en esta lata.
Bebe Mega Boost y te sentirás bien”.
El artista pop Andy Warhol acuñó la frase: “En el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos”, término que se ha convertido en el estandarte de muchísima gente, que dedica su vida para conseguir ese momento, de fama, de celebridad, de conseguir agradar a todos y convertirse en una especie de imagen a la que imitar y seguir, y si hay un país que continuamente vende ese mito es EE.UU., sus líderes propagan su discurso nacionalista de que su nación es la tierra prometida, la tierra de las oportunidades en la que cualquier persona, sin importar su condición, raza, sexo o religión puede conseguir lo que se proponga. Ese éxito de popularidad, fama y dinero que sacará de su vida al looser para convertirse en un triunfador.
El cineasta Carles Torras (Barcelona, 1974) en su cuarto largo, explora ese mundo a través de la figura de Larry de Cecco, un inmigrante latino que se gana la vida como mozo de mudanzas, introduciéndose en casas y vidas ajenas, espacios a los que aspira, a esa vida soñada que le proporcionará su sueño de convertirse en actor profesional de anuncios publicitarios, a los que acude con asiduidad. Torras sigue centrado en ese mundo de lobos solitarios y seres de difícil adaptación en una sociedad vertiginosa y deshumanizada, como los jóvenes de buena familia que acababan cruzando el lado tenebroso y cometiendo abusos a los demás en un mundo dominado por drogas, sexo y dinero, en Joves (2004, filmada junto a Ramón Térmens), en su segundo largo Trash (2009) indagaba en las relaciones personales superficiales de usar y tirar y la banalidad del amor de nuestro tiempo, en su tercer trabajo, da un giro a su carrera y filma Open24h (2011), un minucioso ejercicio minimalista en blanco y negro sobre la dura existencia de un vigilante nocturno y su vida miserable.
Todos ellos, seres inadaptados, tipos con serios problemas de aceptar un mundo al que no consiguen pertenecer, un mundo demasiado alejado de su percepción, tipos abocados a la miseria moral y al borde de la locura en todo momento. Larry de Cecco (magníficamente interpretado por el chileno Martín Bacigalupo, coguionista del filme, un personaje que fascina y aterra a partes iguales) es uno de esos tipos, como podrían serlo aquellos cowboys que se negaban a aceptar la velocidad y los cambios de una sociedad que no los admitía y los convertía en proscritos, o los Travis Bickle que volvían del infierno de Vietnam y tampoco lograban ser uno más en esta vorágine social que miraba hacia otro lado ante las injusticias y la pobreza. De Cecco lleva una vida aparentemente normal, pero sólo en apariencia, su vida, sencilla y humilde, se mueve de un lugar a otro, haciendo todos los posibles por seguir su sueño y convertirse en ese actor que tanto ansía, pero la cruda realidad de mozo de mudanzas, un trabajo para ir tirando, con un jefe antipático y rudo, que no le tenderá la mano cuando lo necesite, o la chica que se hospeda en su casa, y a la que De Cecco parece ver en ella algo más, y también, se tropezará con ese muro que brilla pero que encierra una realidad dura, triste y fría.
Torras, junto a su equipo ha levantado un proyecto cooperativista que rezuma al cine independiente americano que ha sacado la mugre de debajo de la alfombra, criticando las miserias de una sociedad demasiado tradicionalista y ultraconservadora, como esas proclamas salvajes y falsas que escucha nuestro protagonista en las sesiones sicóticas de la iglesia evangélica a las que asiste para ser uno como ellos. Un retrato social y político, disfrazado de thriller psicológico, sobre el verdadero rostro de muchos que llegados de otras partes del mundo más desfavorecidas acaban en la ilegalidad de un país que vende humo y ficciones de luces de neón, que entran bien por los ojos, pero salen por las cloacas de la inmoralidad. La fotografía de tonos grises y apagados en un Nueva York alejado de la postal, obra de Juan Sebastián Vásquez (habitual de Torras) refuerza ese mundo de apariencia, de irrealidad, de pesadilla en el que se encuentra De Cecco, alguien que rechaza sus orígenes, porque su vida se ha convertido en un triunfo sólo por estar allí y querer ser uno de los americanos blancos, bien pensantes, ignorantes, nacionalistas y conservadores, que no solamente ama y cree en su país, sino que lo pone como ejemplo ante el resto del mundo.
Winfred Conradi es un sesentón singular, bromista y solitario, que se gana la vida como maestro y lleva una vida cotidiana, entre las visitas a su madre octogenaria que no lo soporta y poco más. Aprovechando que Ines, su única hija, ahora convertida en ejecutiva agresiva, vive en Bucarest, decide ir a visitarla. La repentina aparición del padre, no gusta nada a la hija, que lo despacha como puede sin hacerle mucho caso, pero el padre, le pregunta: ¿Si es feliz? a lo que la hija se muestra incapaz de responder. De esta manera, reflexionando sobre esta cuestión sencilla, pero compleja a la vez, se abre la tercera película de Maren Ade (Karlsruhe, Alemania, 1976) que sigue explorando el universo femenino actual, como en sus anteriores trabajos. En su debut, que llevó por título Los árboles no dejan ver el bosque (2003) retrataba a Melanie, un joven profesora rural que llegaba a un instituto al que no lograba adaptarse y menos aún, relacionarse con los demás. En la siguiente, en Entre nosotros (2009) describía a una joven pareja en un viaje aparentemente idílico, que a raíz de un encuentro con otra pareja, su relación se convertía en una serie de desencuentros y hastío difíciles de resolver.
Ade pone el foco en lo femenino, en mujeres que gozan de un gran reconocimiento profesional, pero completamente solitarias, amargadas e infelices en lo emocional. Mujeres competitivas, fuertes e implacables en los negocios, pero que no logran entenderse y menos relacionarse con naturalidad con los demás fuera de ese ámbito. Su nueva heroína, la seria y atractiva Ines Conradi, apenas habla con su padre. Su vida gira en torno a su trabajo, a convertirse en la mejor en lo suyo, en un mundo dominado por hombres, dejando apartada a su familia y todo lo que representa. El padre, viendo la poca afectividad de su hija, no vuelve a Alemania, y se presenta en los ambientes laborales de su hija, pero convertido en otra persona, en el enigmático y envolvente Toni Erdman – personaje deudor del Toni Clifton creado por el gran humorista del no humor Andrew Kaufman, fallecido en 1984- un tipo disfrazado con una peluca de melena y unos dientes postizos que dejan entrever su generosa dentadura, y utiliza saquitos de pedos, y demás articulos de broma. El padre, siendo otro, se introduce en la vida de Ines, en la Ines de los negocios, en la mujer seria y etérea con el objetivo de triunfar en su carrera profesional, con el objetivo de conocerla mejor y aliviar esa carga que la impide ser feliz.
Ade nos cuenta su película de forma cómica, disfrazando la compleja y distante relación entre padre e hija, en una comedia de aroma clásico, como las “screwall comedy” del Hollywood de antaño, en las que vagabundos se hacían pasar por mayordomos, enamoradas alocadas hacían lo imposible por seducir al galán o actores inseguros se paseaban por las calles disfrazados de Hitler, comedias que tuvieron su continuidad en el universo de Billy Wilder, como aquella en la que un gendarme parisino se disfrazaba de gentleman para soportar los dispendios de su amada prostituta. Aunque también, como sucede en las buenas comedias, hay amargura en unos personajes que han dejado de ser ellos para convertirse en lo que odiaban. Ade ha hecho una película de 162 minutos que parece más corta, introduciendo todo tipo de situaciones que van desde la comedia más delirante, con situaciones rocambolescas, absurdas y surrealistas, hasta el drama más cotidiano, aquel en el que nos miramos al espejo y no somos capaces de encontrarnos a nosotros mismos, como si la imagen que teníamos de nosotros hubiera desparecido, y ahora viésemos a un extraño, a alguien que no nos define y tampoco sabemos quién es realmente. Ade nos construye una tragicomedia dura y tierna, sencilla y compleja, divertida y triste, y todo para contarnos la relación de un padre y una hija, solitarios los dos, seres que han perdido el amor que se tuvieron en la infancia, y que ahora el distanciamiento y sus vidas los han convertido en otras personas, sobre todo a Ines.
Winfred convertido en Toni Erdmann convierte el juego “del otro” en un intento de acercamiento a su hija, en recuperar a la niña que fue, a la hija que dejó Alemania, a esa persona, que ni ella misma recuerda, en el que la propia Ines, queriendo resistir y aprobar su vida, ante la aparición de su padre, entra en este juego, en este baile de máscaras, en el que se mezclan momentos delirantes con otros más amargos, para ahuyentarlo y sacarlo de su vida, creyéndose que su vida es la que siempre quiso. La cineasta alemana construye una película viva, inteligente, y apasionada, de sublime capacidad para la comedia más hilarante con momentos sensibles, sin caer en ningún momento en la autocomplacencia, filmando su película a través de una imagen realista, pero sin inmiscuirse, sin juzgar a sus criaturas, dejando libertad al espectador, conmoviéndonos desde la intimidad y la sutileza de la cotidianidad, creando una película que le sirve para hablar de un padre y una hija, que representan las diferentes generaciones, entre ese mundo capitalista deshumanizado, en el que el país rico, Alemania, compra al pobre, Rumanía, en el que todo vale para conseguir los objetivos económicos, que representa la hija, frente al padre, un hombre tranquilo y sencillo, que desaprueba la vida siniestra de su primogénita, representa a lo humano, la lucha por la libertad y las desigualdades sociales.
Un pareja en estado de gracia, en el que la magnífica composición de Peter Simonischek como padre, siendo Toni Erdmann, ese ser fantástico, que parece de la nada, que convierte cada instante en una broma, y que no parará hasta que su hija deje de mirarse el ombligo para ser quién fue, con valores y sencillez, y frente a él, Sandra Hüller dando vida a Ines, la hija, metida en su burbuja, que hasta sus ratos de ocio y sexo los toma como reuniones de trabajo, en los que siempre hay que estar correcta y sumisa a sus jefes, en que las relaciones, el deseo y la pasión se han vuelto frías y vacías. La mirada de Ade de la Europa actual es despiadada, demoledora y triste, en el que el continente se divide entre terribles insjusticias sociales, entre unos ricos, que se mueven en ambientes exclusivos, sin relacionarse con los autóctonos, sólo lo hacen para decidir sobre sus empleos y otras maneras de producción que conllevarán a despidos y precariedad (como la secuencia de la extracción dibujada entre el terror y lo siniestro). Ade consigue arrastrarnos a su comedia amarga, a una obra que nos hará reír a carcajadas, con secuencias memorables (como la del disfraz de Kukeri, una tradición búlgara para ahuyentar a los malos espíritus, en la peculiar fiesta de cumpleaños de Ines) con otros momentos de amargura y tristeza, en el que los personajes, idiotizados en sus trabajos competitivos, han olvidado su humanidad, y sobre todo, su incapacidad para el amor en aquellas personas cercanas que las quieren.
Había una vez un hombre, del que desconocíamos su procedencia, que naufragó en una isla tropical. Allí, en ese lugar inhóspito, con la única compañía de animales, vegetación y rodeado de agua, sobrevivivió a duras penas alimentándose de pescado y frutos, aunque su verdadero propósito era abandonar el lugar a bordo de una embarcación construida por él mismo, pero sus esfuerzos resultaron vanos, porque ya en alta mar, se encontraba con una tortuga roja que le destrozaba la balsa impidiéndole avanzar. La puesta de largo del cineasta Michael Dudok de Wit (Acoude, Países Bajos, 1963) mantiene los conceptos ya explorados en sus anteriores trabajos: la nostalgia y la eternidad (un guion firmado con Pascale Ferran , responsable de Pequeños arreglos con los muertos, Lady Chatterley o Bird People, obras de prestigio en los ambientes autorales) además de una animación sencilla y poética, compuesta de trazo limpio y formas reposadas, que estructuraban sus obras predecesoras y premiadas: Le moin et le poisson (1996) galardonado con el César, nos hablaba de las desventuras de un monje intentando capturar un pescado, y en la siguiente Father and Daughter (2001), que se llevó el Oscar al mejor cortometraje de animación, el relato giraba en torno a una niña que se convierte en mujer y hace su vida, aunque nunca podrá olvidar el recuerdo hacía su padre que se marchó en un barco siendo ella pequeña.
En su primer largo animado Dudok de Wit tiene el mejor de los compañeros de viaje, la coproducción del prestigioso Studio Ghibli, en su primera coproducción europea (Fundado en 1985 por Hayao Miyazaki e Isao Takahata con una filmografia de órdago en el campo de la animación con títulos ya clásicos como La princesa Mononoke, Mi vecino Totoro, El viaje de Chihiro o La tumba de las luciérnagas…, películas construidas a través de una animación artesanal de magnífica composición, tanto de formas como colores, dotadas de una infinita imaginación, en el que conviven de forma natural el mundo más cotidiano y sus fantasmas con la fantasía más bella y poética, en la que transmiten valores humanos como la amistad, la tolerancia hacia los demás, y el respeto hacia la naturaleza y todo aquello que nos rodea. La tortuga roja se alimenta de todos estos valores, además de recoger la tradición de la animación francesa de los 70 y 80, de René Leloux (El planeta salvaje o Los amos del tiempo), y las recientes El secreto del libro de Kells (Tom Moore, 2009) o Ernest & Célestine (2012), para conseguir una fábula atemporal, una alegoría humanista y bellísima sobre la vida, el tiempo y los ciclos vitales.
Construida a través de un dibujo artesanal, que apenas ha recurrido a lo digital, que se mueve entre la luminosidad de colores por el día, y una luz velada para las noches dibujadas en blanco y negro, consigue una conjugación absorbente y veraz de los sonidos de la naturaleza, como el viento, el mar y los animales, centrándose en los detalles más ínfimos, componiendo una sinfonía muda, en la que se han evitado los diálogos con el fin de centrarse completamente en la naturaleza y sus sonidos, envolventes y realistas que ayudan a componer la poética del film, en la que destaca una score de grandísimo nivel obra del compositor Laurent Pérez del Mar, una música de melodías finas y rítmicas que envuelven la historia en una majestuosa poesía de formas, colores y sonidos que nos transportan a otro mundo, aquel en el que todo puede suceder, a un mundo mágico, un universo de sueños, en el que cohabitan de manera natural hombres, naturaleza, animales y espíritus, ya sean reales o mitológicos, en el que todos y cada uno de los seres vivos funcionan a la par en un organismo vivo y en continuo movimiento y cambio. La estructura lineal y circular nos invita no sólo a ser testigos de la deriva emocional del náufrago que, a pesar de sus intentos arduos de abandonar la isla, no consigue su objetivo y deberá enfrentarse a un ser, la tortuga roja, al que no puede vencer y no tendrá otro remedio que resignarse a esa fuerza de la naturaleza que parece condenarlo a su soledad.
El cineasta holandés compone un poema de connotaciones universales, del que no conocemos casi nada, ni el origen del hombre ni en que lugar del mundo en que se encuentra la isla, sólo sabremos su periplo vital, y las situaciones en las que se vera inmerso, y sobre todo, el mundo interior del naufrago, con sus alegrías y tristezas, sus miedos, y cómo afectan a sus emociones sus vivencias a partir de su encuentro mágico con la tortuga. Dudok de Wit nos propone un viaje sobre el alma, una obra de maravilloso prodigio visual, sobre el destino de cada uno de nosotros, de todo aquello que somos y todo lo que nos rodea, de todos los seres, tanto animales como vegetales, que forman nuestro universo, incluso aquellos microcosmos que se muestran invisibles ante nosotros, pero si nos acercamos a ellos y los miramos con detenimiento, podremos no sólo descubrir más cosas, sino descubrirnos a nosotros mismos, admirando nuestras virtudes y siendo benévolos con nuestros defectos.
El clásico zombie La legión de los hombres sin alma, de argumento similar a El gabinete del Doctor Caligari, ya profundizaba en los efectos desastrosos producidos por la mente humana sobre los individuos, convertidos en indefensas ratas de laboratorio y expuestos a experimentar los resultados de experimentos terroríficos. Una década más tarde, en Yo anduve con un zombie, magistral aproximación al género a través de la magia negra y el vudú, ya dejaba constancia los efectos irreversibles en la conciencia de las almas. A finales de los 60, el género experimenta una revitalización formidable con La noche de los muertos vivientes, filmada con un irrisorio presupuesto planteaba los resultados desastrosos de unas radiaciones de un satélite convirtiendo a los seres en hordas asesinas a la caza de carne fresca, además de convertirse en una metáfora de la segregación racial en EE.UU. y la guerra de Vietnam, diez años más tarde, nuevamente George A. Romero, volvía al género pero esta vez criticando el capitalismo feroz trasladando a sus muertos vivientes a un centro comercial. A principios del siglo XXI, vuelve el género a primera línea con 28 días después y su secuela filmada un lustro más tarde, 28 semanas después, introduciendo una variedad interesante, los zombies ya no se mueven torpemente y lentamente, ahora son rápidos y ágiles, y más destructivos si cabe. Cabe mencionar Rec y Planet Terror, de la misma década, como aproximaciones interesantes de la vertiente zombie.
Ahora nos llega Train to Busan, dotando al género de un nuevo aire, porque no hay historias demasiado vistas, sino falta de ingenio, de la mano de Yeaon Sang-ho (Seúl, Corea del Sur, 1978) que viene de realizar tres films de animación adulta, The King of pigs (2011), The fake (2013) y Seoul Nation (2016), esta última especie de precuela de la película que nos atañe. El cineasta surcoreano, en su primera película de imagen real, sigue con sus mismas directrices, en las que plantea películas que mediante el thriller social, rastrea la sociedad de su país, la jerarquización en la que se ha convertido, en la que ricos y pobres viven alejados y sin mezclarse, provocando así unos niveles de desigualdad exasperantes y conflictivos. La premisa argumental es bien sencilla, una serie de pasajeros suben al tren de alta velocidad en Seúl con destino a Busan, un viaje de 453 quilómetros en la que en último momento se subirá un pasajero con síntomas muy sospechosos. La película se cuenta a través de Seok-woo, un treintañero gestor de fondos divorciado, más preocupado por sus negocios que el cariño de su hija Su-an, que acompaña porque la niña quiere visitar a su madre para celebrar su cumpleaños. Cuando estalla el conflicto, iremos conociendo las actitudes de cada uno de los pasajeros, el propio Seok-woo, reacio a cooperar inicialmente, se convencerá que la única manera de salir con vida del tren será a través de la ayuda de los demás. Sang-ho se sirve de los zombies como metáfora (una de las características del buen cine de género) para criticar el modelo de sociedad de su país, las hordas de zombies provocan que las clases desaparezcan en el tren, y tantos unos como otros, los de buena cuenta corriente como los de no, tengan que mezclarse y sobrevivir mediante la ayuda que se prestan unos a otros, pero el cineasta surcoreano no lanza un discurso maniqueo en absoluto, unos entienden el problema de cooperación al instante, otros tardan más, e incluso alguno no lo entiende, y hasta el último instante, sigue anteponiendo su voluntad sin importarle el destino de los demás.
La película tiene un ritmo endiablado y es pura adrenalina, cada nueva parada del tren en las distintas estaciones, se convierte en una nueva muestra del ingenio del cineasta, en la que nos somete a un ejercicio de suspense admirable en el que somos presos de una admirable puesta en escena, en la que juega con la tensión del espectador, con unos personajes expuestos a los ataques de los sanguinarios zombies, utilizando todos los recursos cinematográficos a su alcance, convirtiendo cada secuencia en una fantástica mezcla de tensión, nervios, persecuciones… en el que los personajes viven el drama y el horror por su vida y las que le rodean. Sang-ho nos lleva por este viaje alucinado que no parece tener fin, en que a cada momento el drama, lo social y lo fantástico se mueven al unísono, en el que asistimos a una descripción no sólo de la fisicidad de la película y cada personajes, sino del carácter y la actitud de cada uno de ellos, que Sang-hoo utiliza para describir los aspectos más oscuros de la sociedad de su país.
Otro punto a destacar es la sutil utilización de los fx de la película, en la que se mezcla imagen digital (sin abusar, no como en otras películas, que su uso es endemoniado, creando un aspecto demasiado falso a lo que se cuenta) con trucajes y maquetas de la vieja escuela, creando una atmósfera asfixiante y terrorífica que le va ni que pintada a la película. Sang-ho vuelve a demostrar su talento para el cine profundo y de factura y ritmo endiablado, siguiéndola estela de otros realizadores coetáneos como Park Chan-wook, Kim Ki-duk, Bong Joon-ho o Na Hong-jin, cineastas que han encontrado en el thriller el vehículo perfecto para explorar las miserias de su país. Sang-ho ha realizado una película de terror, pero sin olvidar su vertiente humana, sobre la capacidad de los individuos de no sólo mirarse hacia dentro, sino también, mirar hacia el otro, al que tienen al lado, construyendo un mensaje de solidaridad en esos tiempos de sociedades mercantilizadas, en las que se prima el individualismo en perjuicio del cooperativismo y lo humano.