Here, de Robert Zemeckis

UN LUGAR, UNA LARGA HISTORIA. 

“El presente no existe, es un punto entre la ilusión y la añoranza”. 

Llorenç Vilallonga

La carrera de Robert Zemeckis (Chicago, EE.UU., 1952), desde que debutó con I Wanna Hold Your Hand (1978), que recogía la aventura de unos jóvenes que querían ver un concierto de The Beatles, ha pasado por muchos trabajos tan diferentes como las comedias auspiciadas por Spielberg, entre las que se encuentra la novedosa ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988), la exitosa trilogía de Regreso al futuro (1985, 89, 90), su confirmación en Forrest Gump (1994), que le valió el preciado Óscar, películas de corte comercial como Contact (1997), Lo que la verdad esconde y Náufrago (1998), films de animación como Polar Express (2004), Beowulf (2007) y Cuento de Navidad (2009), y más films convencionales como El vuelo (2021), Aliados (2016), y Bienvenidos a Marwen (2018), entre otras, hasta llegar a la cifra de 22 largometrajes y un buen puñado de capítulos para series. Un cineasta que ha sabido generar una filmografía muy variada en la difícil y competitiva industria hollywoodense mezclando títulos más o menos interesantes siempre con vocación taquillera.  

Con Here, que resume adecuadamente su línea como cineasta, hacer una película con hechuras y bien contada que convoque al público. a partir de la novela gráfica homónima de Richard Mcguire, que ya tenía el dispositivo del único lugar mirado desde un único punto de vista fija e inalterable que repasa la historia de un lugar y de paso todos sus habitantes haciendo hincapié en el siglo XX y en particular a una familia: la que forman Al y Rose y la posterior de uno de sus hijos, Richard y su historia de amor con Margaret. Un tableau vivant que nos remite a los orígenes del cinematógrafo y a las películas de Roy Andersson y La crónica francesa, de Wes Anderson donde a modo de teatralización la secuencia ocurre ante nosotros y el movimiento en el interior del espacio resulta fundamental para contarnos todo lo que vemos y lo que no. Zemeckis plantea una película que es, ante todo, una revisión de la historia estadounidense, su antes, cuando no existía y su después, pasando por los momentos históricos, siempre de forma cotidiana y anónima de tantos personajes protagonistas de ella. Aunque pueda parecer un dispositivo poco atrayente, en mi caso, no me lo ha parecido en absoluto, porque el interesante manejo del montaje que firma Jesse Goldsmith (3 películas con Zemeckis, las tres últimas), es decir, la correlación de las diferentes escenas consiguen una cinta donde acabamos viendo un caleidoscopio de tantos que nos precedieron y el implacable paso del tiempo y de las personas y los momentos que van desapareciendo con él. 

El magnífico trabajo de cinematografía de Don Burgess (10 películas con Zemeckis desde la citada Forrest Gump), de arte y de efectos digitales, consiguen atraparnos desde el primer minuto, viendo las diferentes escenas que se van sucediendo sin descanso delante de nuestra mirada en sus 104 minutos de una película coescrita por el gran Eric Roth (con más de medio siglo de carrera al lado de grandes cineastas como Mulligan, Mann, Spielberg, Fincher, Scorsese y Villeneuve, entre otros) y el propio Zemeckis, en la que la historia de amor entre los mencionados Richard y Margaret se convierte en el epicentro del relato. Una historia de verdad, con sus altibajos, sus alegrías y tristezas, sus ilusiones y desesperanzas, con todo lo que tienen y lo que perdieron, donde la vida va y nosotros parece que estamos presentes y ausentes a la vez. La tranquila y conmovedora música de Alan Silvestri (20 películas junto a Zemeckis y más de 135 en su extensísima filmografía), ayuda a participar como uno más en la historia de este lugar, que no resulta un sitio protagonista de la historia en mayúsculas, sino un lugar como otro cualquiera, donde habitaron y habitan personas como nosotros, con sus cosas y sus miserias. 

Una película de este calibre necesitaba un reparto de altura o al menos, un reparto bien conocido y amigo para el cineasta de Illinois como son Tom Hanks y Robin Wright, la inolvidable pareja que formaron Forrest y Jenny en la exitosa película, donde también curiosamente repasan la más de cuatro décadas de la historia estadounidense desde los años posteriores de la Segunda Guerra Mundial, pasando por los convulsos sesenta con el Vietnam y los problemas raciales y demás, hasta llegar a los ochenta con el SIDA. Vemos a los dos intérpretes rejuvenecidos y envejecidos gracias a los extraordinarios efectos digitales, y componiendo unos personajes atrapados por la vida acomodada y monótona donde sus sueños siempre se van a dormir antes de tiempo, siendo testigos de su historia, de su amor, de sus años de convivencia y de ese lugar, que como se decía en Campanadas de medianoche, de Welles, “¡Cuantas cosas hemos visto!”, y tantas cosas que no veremos… Les acompañan unos estupendos Paul Bettany y Kelly Reilly como los padres del mencionado Richard, entre otros, que consiguen transmitir la felicidad de los años de juventud, la insatisfacción de la edad adulta y la decadencia de la vejez.

Me ha gustado Here, de Robert Zemeckis, porque tiene muchos aciertos como el citado dispositivo, porque consigue reunir la vida, la muerte y todo lo demás, en un sólo escenario, construyendo un espacio que emula la vida como acto de ficción, como mentira a la que nos agarramos para encontrar alguna verdad, si es que esta existe, y lo hace sin esa sensiblería ni embellecimiento de nada ni nada, mirando la vida en su profundidad, con sus cosas buenas y no tan buenas, y la grandísima ayuda de una cámara fija e inamovible que actúa como privilegiada testigo, sin juzgar ni endulzar ningún hecho ni nada que se le parezca, y es, en ese sentido, donde la película se eleva enormemente, porque vemos a unos personajes, sobre todo, el personaje de Richard, un hombre que define esa maldita idea del “American Dream”, que tanto daño ha hecho a tanta gente, porque la sociedad mercantilista y todo lo que experimentamos en ella, siempre estará sujeta a lo que se espera de nosotros ante los ojos de los demás, y no por el contrario, a lo que queremos hacer de verdad, a aquello que nos bulle el alma. El conflicto eterno de la condición humana. Entre quiénes somos y el valor de ejercer esa identidad que es sólo nuestra y de nadie más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Isla perdida, de Fernando Trueba

UN AMOR OSCURO.  

“Todos tenemos nuestro pasado y hemos llegado hasta aquí huyendo de él”.

El universo cinematográfico de Fernando Trueba (Madrid, 1955), está compuesto de dos caminos bien diferenciados. Por un lado, tenemos la comedia costumbrista y muy de aquí, en la que ha querido acercarse a sus queridos maestros como Berlanga, Ferreri y Azcona, y Wilder, Hawks, Cukor, etc… que le ha dado su mayor reconocimiento con títulos como Ópera prima (1980), Sé infiel y no mires con quién (1985), El año de las luces (1986), Belle Époque (1992), y La niña de tus ojos (1998). Por el otro, tenemos sus fantásticos musicales y su exploración al jazz latino, flamenco, bossa nova y demás estilos como Calle 54 (2000) y El milagro de Candeal (2004), entre otros. Hay una tercera vía, está menos frecuente, donde ha querido aunar comedia y el idioma inglés, rodando en los EE.UU. como hizo con la comedia Two Much (1995), y sus otras incursiones, en el género negro y romántico, el «amour fou» que decía Buñuel, también en inglés, como El sueño del mono loco (1989), basándose en la novela de Christopher Frank, Dispararon al pianista (2023), de animación y con Javier Mariscal como hicieron en Chico y Rita (2010), donde el género del suspense se convierte en el tono y la atmósfera del que se cuenta la historia.

Con Isla perdida (“Haunted Heart”, en el original, que podríamos traducir como Corazón embrujado), vuelve al suspense y al inglés, para contarnos el amor de Alex y Max. Ella, una catalana que llega a una pequeña isla perdida de Grecia para trabajar como metre en el restaurante de Max, un estadounidense exiliado y casi oculto del que nadie sabe nada. Un guion escrito por Rylend Grant y el propio director, situado en las tres fases que son las que van del verano, pasando por el otoño y para terminar en invierno, siguiendo el amor entre estas dos almas tan diferentes, porque ella es alegre, natural y transparente, mientras él, es todo lo contrario, un tipo de pasado muy oscuro y oculto, alguien en continua huida, receloso con su vida y la de las demás, incluida Alex. Estamos ante una película que tiene dos partes bien conseguidas en las que mantiene el pulso narrativo y la atmósfera que se va enturbiando a medida que los personajes se acercan más entre ellos, en que emocionalmente se van distanciando por tantos grisáceos e inquietud, con una parte final menos interesante, donde todo se enreda demasiado, aunque su despedida está a la altura de los grandes títulos. El aparentemente paraíso se va encerrando en sí mismo y una vez acabado el verano cuando todos se van marchando y la pareja se queda sola, parece que todo se va volviendo cada más difícil y oscuro.  

El gran equipo técnico con el que se ha acompañado Trueba ayuda a construir una película de gran factura con una cinematografía del colombiano Sergio Iván Castaño, con el que ya hizo El olvido que seremos (2020), otro de sus grandes trabajos en los que profundizó en el melodrama, con una luz que empieza muy mediterránea para ir volviéndose poco a poco más gótica, propia de Inglaterra, más cerrada y más tenebrosa, así como la excelente música de un grande como el polaco Zbigniew Preisner, que tiene en su filmografía a nombres tan importantes como Krzysztof Kieslowski, Agnieszka Holland y Louis Malle, entre otros, con el que ha trabajado en La reina de España (2016) y la citada El olvido que seremos, que vuelve a crear una música muy atmosférica y llena de luz y más oscura conforme avanza el relato y sus consecuencias, con algún que otro tema de jazz como no podía faltar en un erudito del tema como el director.  El sonido de una grande como Eva Valiño, con más de 90 títulos, debuta con Trueba después de haber sido asistente en El embrujo de Shanghai (2002), donde la banda sonora es crucial para enmarañar todo ese enjambre de emociones y contradicciones que sobrevuelan el amor turbulento de la pareja protagonista. Finalmente, tenemos el montaje de Marta Velasco, una habitual de los Trueba, que ha trabajado con Fernando en tres cintas., con una misión nada fácil en una película de corte clásico, sí, pero que se va a los 128 minutos de metraje. 

Rodar en otro idioma conlleva muchas dificultades como acoplar un reparto que conecte y sea creíble, y en la película está más que logrado con una extraordinaria Aida Folch en el rol de Alex, que nos lleva con una facilidad y naturalidad por toda la película haciendo creíble su personaje con una mirada cómplice y un leve gesto. Un pedazo de actriz que debutó precisamente con Trueba en la citada El embrujo de Shanghai hace 22 años, la volvió a recuperar en la extraordinaria El artista y la modelo (2012), y ahora le da la cámara y el plano para deleite de los espectadores. Ella es la película y la aguanta con inteligencia. A su lado, tenemos a Matt Dillon como el enigmático Max, un personaje muy Ripley, muy del Renoir noir y Highsmith, que nos atrae, nos embruja y nos inquieta a partes iguales, con el rostro de un actor curtido en mil batallas que no está muy lejos del tono y del laberinto oscuro en el que se metía Dan Gillis, el personaje que hacía Jeff Goldblum de la mencionada El sueño del mono loco. Por último, tenemos a un personaje vital para la historia, un tipo buscavidas, amante de las mujeres y viva la vida como Chico, un brasileiro que habla mil idiomas y sabe hacer otras tantas cosas, en la piel del colombiano Juan Pablo Urrego, otro gran acierto que ya trabajó con el director en la citada El olvido que seremos

Agradecemos a Fernando Trueba que haya hecho una película como Isla Perdida que, aunque su parte final no nos haya convencido, sí que nos alegramos por su aventura de explorar otros géneros alejados a los que nos tiene acostumbrados, porque nos convence que el cine ante todo sea un camino de exploración, de atreverse, de escarbar en las historias que uno se proponga contar, como esta, en la que una joven de la que apenas conocemos su vida, pero no tiene nada que ocultar, y un tipo, mayor que ella, un leitmotiv que se repite en muchas de las películas de Trueba, del que que no conocemos nada y sabemos que lo oculta todo, o quizás, oculta algo demasiado oscuro e inquietante, no sabemos, la película con la mirada inquieta y curiosa de Aida Folch nos ayudará a resolverlo o a marearnos mucho más, habrá que descubrirlo mientras la vemos. ¿Ustedes que creen?. La película nos invita a descubrirlo si hay algo que se oculta en Max o no, resulta atrayente la propuesta, eso sí, no se dejen llevar por las apariencias, y sabrán que Alex no lo hace, porque está dispuesta a todo por su amor, uno de esos amores complicados y muy oscuros, sí, pero quizás no lo sean la mayoría, los que valen la pena. ¿Ya me dirán ustedes?. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dogman, de Luc Besson

EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS. 

“Dónde quiera que haya un desafortunado. Dios envía un perro”. 

Alphonse De Lamartine 

El prestigio de Luc Besson (París, Francia, 1959), se cimentó en títulos como Kamikaze 1999 (1983), Subway (1985), El gran azul (1988), Nikita (1990), Leon (1994), y Angel-A (2005). Un cine de género bien construido, de estupenda atmósfera, con personajes complejos y que conectó con el público. Con El quinto elemento (1997), su cine se volvió mucho más comercial, con vocación internacional y rodado en inglés, donde las historias se volvieron menos interesantes para un público menos exigente. Una deriva que alejó a espectadores como el que suscribe, ávidos de un cine más profundo y personal, en el que no todo fuese hacer caja, y donde primase el cine que intenta explicar una historia y unos personajes. Con Dogman, el cine de Besson, quizás cansado de tanta parafernalia vacía, ha vuelto a la casilla de salida, a sus orígenes, en que la historia y el personaje estaban por encima de todo, donde el fx era una herramienta más y no el fin. Douglas, el personaje desafortunado y solitario de la película no está muy lejos de Fred de Subway, ni de Jacques de El gran azul, ni de Nikita en la película homónima, ni mucho menos de León en la citada película, ni de André de Angel-A. Todos ellos personas solas, arrastrando algún trauma que otro, y llenos de miedo y coraje ante una sociedad que los sacude sin piedad. 

Besson construye en Dogman un relato que bebe mucho de la estructura de películas como Sospechos habituales, de Singer, entre otras, donde a modo de declaración escuchamos a Douglas explicar su vida a una psiquiatra, mediante flashbacks que van recorriendo una vida de maltrato y abuso en la que fue encerrado en una jaula con perros a los que liberó y se hizo amigo de ellos. Una vida en la oscuridad, de discapacidad, de miedos e inseguridad, pero también de valor y arrojo donde ha vivido de todo, incluso de artista transformista. La película desenvuelve al Besson más oscuro, más cineasta y sobre todo, más autor, donde prima la historia, con un excelente y complejo personaje y una historia digna de contar, donde lo importante no está en su resolución sino en su construcción, en la que mezcla todo tipo de géneros, de tonos y estructuras, cargado de una intensa y agobiante atmósfera, recorriendo los submundos de la ciudad, que podría ser cualquier ciudad grande, donde en los lugares más desdichados y abandonados podemos encontrar almas como la de Douglas que, a pesar de los pesares, sigue manteniendo una dignidad asombrosa junto a sus amados canes. 

Una cinematografía arrolladora, llena de claroscuros y sombras, casi como un cuento de terror gótico a lo Hammer, donde el Frankenstein, de Shelley sería el mejor referente, o incluso El fantasma de la ópera y sus derivaciones, que firma Colin Wandersman, donde se describe con inteligencia los altibajos emocionales de un protagonista tan complicado como Douglas, igual que el imprescindible diseño de producción de Hugues Tissandier, 11 películas junto a Besson, que alimenta todo aquello que debemos ver para comprender una vida tan tortuosa que ha tenido el protagonista, llena de abusos, dolor y mierda. El conciso y pausado montaje de Julien Rey, 9 películas con Besson, que no sólo impone una cadencia que se va llenando de sensibilidad y terror, sino que consigue una fábula de las que se agarran inmediatamente en sus casi dos horas de metraje. He dejado para el final la labor del músico Eric Serra, que ha estado en 16 películas de las 18 que ha hecho el cineasta francés, no sólo su mejor cómplice sino el que mejor ha entendido el universo complejo de cine de autor y comercial del citado cineasta, con unas composiciones que son tan importantes como las imágenes de sus películas, no se puede entender una sin la otra, lleno de belleza, de profundidad, de dureza y dulzura. 

Con Dogman, el cineasta francés vuelve a demostrar, como ya hacía en sus primeros trabajos, que es un gran director de actores, que sabe sacar lo mejor de cada uno de sus intérpretes y hacerlos indispensables para encarnar a sus personajes torturados y solitarios. Douglas lo encarna Caleb Landry Jones, un actor con un rostro y un cuerpo muy característicos, al que hemos visto con directores tan importantes como David Lynch, los hermanos Coen, David Fincher, Neil Jordan, Joon Boorman, Martin McDonagh, Sean Baker y Jarmusch, entre muchos otros. Su “Dogman” es un personaje de esos que no se olvidan fácilmente, un Bigger than Life,  grande y pequeño, valiente y cobarde, capacitado y discapacitado, artista y vagabundo, un tipo oscuro y lleno de luz, alguien que resiste a pesar del mal que ha sufrido y sufre, que tiene en los perros sus mejor amigos, aliados y familia. Le acompañan Jonica T. Gibbs como Evelyn, que hemos visto en las recientes Vidas pasadas y Civil War, la psiquiatra asignada, la mejor escuchadora para la vida de Douglas, tan llena de maldad y amor, y otros intérpretes como Christopher Denham, Clemens Schick, entre otros, y la maravillosa y breve presencia de un mito como Marisa Berenson.

Olvídense del cine comercial que ha hecho Besson en los últimos años y sobre todo, no lo confundan con Dogman, porque se estarán equivocando y mucho, porque su última película nos devuelve al mejor Besson, y no lo digo por decir, compruebenlo acercándose a los cines y dejense llevar por su historia, porque les llevará a un viaje que no olvidarán, en el que hay terror, como ya les he comentado, thriller, no del efectista, sino del que explica mucho la sociedad en la que vivimos y sus complejas consecuencias, también descubrirán realismo, pero el de verdad, el de muchos seres torturados que se ocultan y sobreviven como outsiders que habitaban en el cine de serie B y en el de Ray, Fuller y los mencionados Lynch y Jarmusch, y como las buenas de terror gótico también hay amor, el amor que sirve para seguir adelante y no matarse a pesar del sufrimiento y el dolor que nos infringen, y el otro amor, en este caso, el de los animales y más concretamente, el de los perros, tan fieles y confiantes, quizás eso es lo que les hace tan vulnerables a ojos del que sólo busca la maldad, como vemos en la película, los diferentes rostros de amos y lo que les imponen a los canes, tan ciegos e inocentes. No les entretengo más, y no se olviden de conocer la historia que cuenta Dogman, se lo agradecerán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Regreso a Córcega, de Catherine Corsini

RECONCILIARSE CON LA IDENTIDAD.  

“Estamos más cerca unos de otros cuando callamos que cuando hablamos”. 

Guy de Maupassant 

En el universo cinematográfico de Catherine Corsini (Dreus, Francia, 1956), compuesto por 11 películas, tan interesantes como Partir (2009), La belle saison (2015), Un amor imposible (2018), y La fractura (2021), entre otras, existen dos ejes principales: el amor y lo combativo, donde la mirada se posa en personajes nada convencionales que luchan por lo que consideran justo a cuchillo, nada complacientes y siempre inquietos e intensos. Individuos que viven alejados de prejuicios y en total libertad, enfrentándose a todas las personas que intentan oponerse. Con Regreso a Córcega (Le retour, en el original), se centra en la vida de Khédidja, una mujer senegalesa que, después de 15 años, regresa con sus dos hijas Jessica (18) y Farah (15), como cuidadora de niños de una familia adinerada a la Córcega veraniega del título, un lugar que conoce muy bien, ya que vivió junto a su marido fallecido y dónde tuvo sus dos hijas, y donde tuvo que huir por necesidad y falta de libertad. Durante este tiempo, el silencio ha sido su mejor aliada, pero ahora, con sus hijas ya mayores y haciendo muchas preguntas, deberá enfrentarse a su pasado, y sobre todo, reconstruir la verdad y enfrentarla con sus hijas.

La directora francesa posa su mirada a través de la mencionada Khédidja y sus dos hijas, sobre todo, en ellas, en el que Jessica, a punto de entrar en la universidad a hacer políticas entabla una relación íntima con Gaïa, la hija díscola de los jefes de su madre, tan diferente y a la vez tan interesante para la primera experiencia de Jessica. Farah, por su parte, es la adolescente eternamente malhumorada que no se deja amedrentar por nada y nadie, tan rebelde como inquieta de experiencias de todo tipo que conocerá a un joven camello. Jóvenes ante un verano lleno de pasión, aventuras y nuevas amistades donde descubrir y descubrirse, y ante ese silencio de su madre que lentamente, irá abriéndose y las dos hermanas irán descubriendo el pasado real del que nunca se ha hablado. Corsini consigue hilar a través de un estupendo guión coescrito junto a Naïla guiguet, que coescribió el de El inocente (2022), de Louis Garrel, un cuento de verano de descubrimientos del amor, del sexo y demás para las dos hermanas, entrelazando con sabiduría toda la amalgama de emociones a medida que se van destapando el difícil pasado en el que se despiertan recelos, tensiones y problemas entre las tres mujeres, donde no hay sentimentalismo, sino una verdad real, muy intima y profunda, en que la película coge altos vuelos y se muestra muy honesta y cercanísima. 

Corsini, fiel a sus cómplices, sigue contando con la cinematografía de Jeanne Lapoire, con casi sesenta títulos en su filmografía con nombres tan importantes como Ozon, Techiné, Pedro Costa, Robin Campillo y Valeria Bruni Tedeschi, etc., con la que ha trabajado en cinco títulos, con una imagen y color que recuerda a las cintas veraniegas rohmerianas, con esa luz mediterránea que contrasta con la oscuridad y el silencio que se cierne en la familia, en el que nunca se cae en imagen de postal, sino en aquella con su posición social y política, como tienen las películas de Corsini, así como el inteligente montaje de Frédéric Baillehaiche, cuatro películas con la directora francesa, en el que en sus intensos y libres 107 minutos de metraje cabe de todo, con las continuas idas y venidas emocionales de los personajes y sus soledades, miedos, pasiones y sentimientos enfrentados y contradictorios ante la avalancha de acontecimientos y descubrimientos por los que pasan. Sin olvidarnos de la variada música que va de la clásica a la más moderna, creando esa dualidad que navega por toda la historia, donde convergen jóvenes y adultos, con esa fiesta salvaje donde se evidencian los momentos emocionales por los que atraviesan las dos hermanas, tan perdidas y tan deseosas de encontrarse, tanto con ellas como con la otra. 

Si el cine de Corsini resulta interesante por los temas que trata y la forma de presentarlos dotándolos de complejidad y profundidad, su reparto resulta primordial para creernos todo lo que se cuenta, y en Regreso a Córcega, la cosa sigue apuntando muy alto con una gran Aïssatou Diallo Sagna, que ya tenía un papel en la mencionada La fractura, y las dos formidables “hermanas” Suzy Bemba como Jessica, a la que vimos en la reciente Pobres criaturas, de Lanthimos, y Esther Gohourou como Farah, como una de las protagonistas de Mignonnes, y Lomane de Dietrich como Gaïa, la hija pija que conoce a Jessica, el interesante rol de un estupendo actor como Cédric Appietto, y las estimulantes presencias de Virginie Ledoyen y Denis Podalydès, como los señores de la película y padres de Gaïa. La película indaga en la identidad, en cómo se construye y reconstruye, y el autodescubrimiento en la Córcega destino de vacaciones para muchos, pero para estas tres mujeres un lugar donde todo empezó, con el significativo arranque del relato, un lugar para reconciliarse en todos los sentidos con su familia, la que dejaron atrás y sobre todo, con la familia que tienen delante, la madre y sus dos hijas venciendo el silencio y los medios y enfrentarse a las acciones y perdonarse para construirse y construir todo lo dejado atrás, porque no podemos continuar cada día mejor y hacia adelante, si no aceptamos y nos reconciliamos con el pasado, por mucho que cueste. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un paseo por el Borne, de Nick Igea

EL CINE COMO REFUGIO DE LA VIDA.    

“Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine a la edad de once o doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros y del cine”.

François Truffaut 

Cuenta la historia la existencia de Martín que dejó su Palma natal para ser director de cine en Madrid. Después de trabajos como ayudante de dirección, algún que otro cortometraje premiado y un largo que nunca llegó a materializarse, volvió a Palma y se refugió en su autocompasión, en su derrota y nada más. Quisó el destino que el cine volviese a su vida mediante unas clases para jóvenes. De forma apática Martín volvió al cine o a una manera de volver a su sueño, eso sí, de otra manera, y desde otro ámbito. Un paseo por el borne, la ópera prima de Nick Igea (Palma de Mallorca, 1974), después de cuatro cortos, nace a partir de un guion coescrito por Zebina Guerra (coguionista junto a la directora Marta Días de Lope Díaz de sus dos largos, y cocreadora de la serie L’última nit del karaoke), Elio Quiroga, director de la cult movie Fotos, La hora fría y La estrategia del pequinés, entre otras, y del propio director, nos cuenta la existencia de muchos directores frustrados acompañados de muchos sueños olvidados, y sobre todo, de fantasmas que deambulan sin más, que están y no están como le ocurre a Martín, alguien que soñó con hacer cine y ahora, ya no tiene sueños y mucho menos, ilusión por la vida.

La película toca de pleno el cine, en todo lo bueno que tiene y también, lo malo, en todo aquello que nos hace soñar y actúa como refugio para muchos espectadores que encuentran en el cine una forma de escape y sobre todo, de vivir. También tiene el lado oscuro, el de una industria muy elitista y mercantilizada, como la sociedad misma, en la que hacer cine se convierte en una quimera y en una resistencia y muy precaria. La cinta de Igea no esconde su modestia y hace de ella su principal virtud, porque cuenta un relato sencillo, sin estridencias ni artificios, lo más transparente y claro posible, a partir de un tipo como Martín, alguien retirado del cine, alguien que tiró la toalla hace años. Y no construye su pericia desde la falsedad y el consabido positivismo de pandereta, la película rezuma verdad, situándose en lo íntimo y profundo, sin edulcoramientos, sin pretensiones, y mostrando una realidad del cine, hay muchas más, pero el director ha elegido esta y dentro de sus torpezas propias de la primera vez, el conjunto tiene sensibilidad, se esfuerza en contarnos una historia cercana, y además, dice muchas de las verdades elitistas de mucho cine de nuestro país, que parece ensimismarse en una burbuja que nada tiene que ver con la realidad social, económica y cultural del país.

Una cinematografía natural e íntima que firma Adolfo Morales “Fofi”, que ha trabajado en los equipos de cámara con Vicente Aranda y Agustín Díaz Yanes, nos acerca una localización como Palma, mostrando una realidad social alejadísima del turisteo estúpido que invade la isla, donde hay mujeres de la limpieza de hoteles, mozos de equipaje, vendedores de hamburguesas y una muestra de los habitantes de la ciudad. El pausado y nada artificioso montaje de Azucena Baños, que ha trabajado en series como El barco, Vis a vis y Estoy vivo, entre muchas otras, y en films como Alimañas, ayuda a contar sin prisas y tranquilidad una historia sobre el encuentro entre alguien que no quiere oír hablar de hacer cine frente a unos jóvenes que su sueño es hacer cine, como sea y dónde sea. La música intimista y tranquila de Miguel Ángel Aguilló, que estuvo en el premiado cortometraje Woody & Woody, y en documentales como Milicianas y Vivir sin país: El exilio rohingya, actúa como acicate para un personaje principal solitario y hundido en sus recuerdos y su tristeza, un tipo que volvió al hogar o lo que queda de él, como aquellos vaqueros cansados de todo y todos. 

Un estupendo reparto encabezado por un gran Rodolfo Sancho como Martín, muy alejado de sus últimos roles, metiéndose en la piel de un tipo sin vida, un especie de zombie sin ilusión ni nada, que las clases de cine significarán su último tren, o por lo menos, una oportunidad de volver al cine después de tantos años. Le acompañan la juventud de Tábata Cerezo que hace de una entusiasta de la fotografía y fan de las frases célebres, Roque Ruíz es el joven que sueña con ser director de cine, Lluís Oliver es el escritor a pesar de la imposición paterna de convertirse en abogado, y las más veteranas como Ruth Gabriel, ejerciendo de alma mater de los jóvenes ante una oportunidad de oro en su vida, y la presencia de la siempre interesante Natalia Verbeke haciendo de sí misma. Un reparto bien escogido y mejor llevado, un guion que se mueve dentro de lugares y atmósferas y tonos que se conocen al dedillo, y unas pequeñas historias que se encargan de enfadarnos, emocionarnos y sobre todo, de reflexionar sobre el hecho de vivir, del cine como reflejo de la vida, el cine como refugio para vivir y sobre todo, el cine y la vida como unidos ante los conflictos emocionales que nos acechan constantemente. Con todo lo mencionado, la película Un paseo por el Borne, que hace referencia a un pequeño paseo que ayuda al protagonista a aclarar sus dudas, no debería pasar desapercibida porque lo único que pretende, si es que pretende alguna cosa, sólo sea esa, la de mirar la vida y el cine, y viceversa, y reflexionar un poco, ya sea de paso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Fuera de temporada, de Stéphane Brizé

EL AMOR QUE CREÍAMOS OLVIDADO. 

“Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.”

De la novela “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera 

Hay un amor, sólo uno, que no olvidamos, fingimos que sí, que forma parte del pasado, que ya no está en nuestro presente, pero sabemos que no es así. Un amor que sigue ahí, en silencio, sin molestar, sin estar. Un amor que ha quedado olvidado, o al menos, si en el pasado, que la cotidianidad del momento, el llamado día a día, le ha pasado por encima y lo ha hecho desaparecer. Pero sabemos que no es así, que alguna vez, sin conocer los motivos, aparece, se hace presente en nuestros pensamientos, en nuestra intimidad, y lo recordamos un instante, y luego vuelve a ese lugar que desconocemos de nosotros mismos. No sabemos porque vuelve sin llamarlo, sin pensarlo. Tantas cosas de nosotros que nunca sabremos porqué se producen, aunque lo único que sabemos es que sigue ahí entre nosotros, que nos sigue acompañando y no sabemos porqué. 

De las 10 películas que ha rodado Stéphane Brizé (Rennes, Francia, 1966), tenemos su trilogía sobre el universo laboral protagonizadas por su actor fetiche Vincent Lindon: La ley del mercado (2015), En guerra (2018) y Un nuevo mundo (2021), y sus obras románticas: No estoy hecho para ser amado (2005), Mademoiselle Chambon (2009), El jardín de Jeannette (2016), y algún drama, comedia y demás. Su último trabajo Fuera de temporada (Hors saison, en el original), coescrito junto a Marie Drucker, con la que hizo la mencionada Un nuevo mundo, pertenece a las historias románticas, quizás la más clásica de todas, donde recoge el tono, la atmósfera y personajes a la deriva para situarnos en una pequeña localidad costera en invierno como El fantasma y la Señora Muir (1947), de Joseph Leo Mankiewicz, donde ha ido a parar Mathieu, un actor de éxito casado y con una hija, que ha huido de los ensayos de una obra de teatro y se ha refugiado para ser anónimo y estar consigo mismo. Pero la vida en su afán de desbaratar los sentimientos siempre nos acaba llevando adonde debemos estar, y a este hombre perdido lo reencuentra con Alice, un amor del pasado. Una mujer que se refugió en el lugar y se ha casado y ha tenido una hija. Una pareja que nos recuerda a la de Tú y yo (1957), de Leo McCarey, porque las cosas nunca salen como las imaginas. 

La película de Brizé está llena de silencios y momentos de espera, de no hacer nada o quizás, no saber qué hacer. Desde su exquisita mise en scène, que firma Antoine Héberlé, en 4 películas con Brizé, amén de Ozon, Tsai Ming.Liang y Thomas Liti, entre otros, a partir de un cuadro que nos acerca a la intimidad de los personajes, casi siempre desde la mirada de Mathieu, aunque hay instantes donde el relato se posa en Alice. Una profundidad de campo que nos advierte una historia de la que somos testigos privilegiados, mirada desde fuera, en silencio y sin molestar, donde el gélido y solitario lugar se llena de estos dos invitados inesperados o dos náufragos de un pasado que se diluye y se hace presente, donde ese amor qué fingimos olvidado, intenta hacerse presente a su manera, torpe y sigiloso, casi sin querer o quizás, queriendo a pesar de nuestra voluntad que se empeña en empequeñecer lo que sentimos y dejar todo cómo estaba, aunque no nos haga felices. La oscura comodidad de una vida sin sobresaltos pero sin amor de verdad. Un fantástico montaje de Helena Klotz, en 9 títulos con el director francés, lleno de ritmo pausado y cotidiano, donde el corte es sutilísimo, imperceptible, donde todo va ocurriendo en sus interiores, donde el exterior refleja la existencia tan fugaz, tan rara y tan indescifrable. 

Mucho de lo que les pasa a estas dos almas reencontradas y confundidas es lo que les sucedía a la pareja enamorada de viajeros en el tren de Breve encuentro (1945), de David Lean, porque sienten ambos y también tienen sus vidas, o lo que es lo mismo, la vida continúa y nosotros en mitad de la nada, con el amor que no olvidamos. La magnífica pareja que forman Guillaume Canet y Alba Rohrwacher que se dicen todo sin expresarlo verbalmente, a través de sus miradas, cómo se miran, no se puede fingir una mirada, unos ojos llenos de amor, los lugares que comparten, todo lo que se dicen a través del gesto, el cuerpo y al caminar juntos. Los magníficos encuadres que los enmarcan como dos figuras furtivas que viven no aquel amor que se paró, sino el amor que todavía sienten, o quizás, sienten el amor, un amor que nadie olvida. La excelente música de Vincent Delerm, que ya nos entusiasmó en Seize Printemps (2021), de Suzanne Lindon, tan llena de belleza, de armonía, de sutileza, y de bellísimas melodías que ayudan a acercarnos a la maraña de sentimientos que experimentan la pareja protagonista, donde los miramos como si se tratase de un espejo, en el que la película se convierte en una mera excusa para psicoanalizarse y pensar en un amor que fingimos haber olvidado. 

Si han llegado hasta aquí, ya saben que deben hacer con una película como Fuera de temporada, y si pueden, no duden en verla en su versión original (si no están acostumbrados, no se preocupen, no van a sufrir mucho porque hablan poco sus personajes), y déjense llevar por su lugar, por su atmósfera, casi perdido en el tiempo, con un paisaje para pensar, para caminar sin rumbo, para estar consigo mismo, que tanto necesitamos para aclararnos o confundirnos aún más, quién sabe. Brizé nos invita a conocer a Mathieu y a Alice que, después de 15 años, vuelven a reencontrarse, o podríamos decir, vuelven a aquel lugar, al marco donde estaban enamorados, vuelven al amor que fingían olvidado, y resulta que parece que el tiempo no lo ha borrado, nunca lo borra, y no me digan por qué, como tampoco lo saben nuestros protagonistas, simplemente saben lo que sienten, y eso tropieza y mucho con sus vidas acomodadas de ahora, las que creían firmes y duraderas. ¿Acaso ahí algo así?. No lo creo, también lo fingimos. Quizás fingir es la razón para soportar la vida y olvidar los sueños que lo eran todo. Está claro que deberíamos dejar de fingir y empezar a pasar más tiempo con nosotros y no dejar pasar el amor que creíamos olvidado, porque tendremos otros, pero no como aquel. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Aaron Poon y Richard Vetere

Entrevista a Aaron Poon y Richard Vetere, intérpretes de la película «Third Week», de Jordi Torrent, en el marco de la Americana Film Festival, en el hall de los Cinemes Girona en Barcelona, el viernes 8 de marzo de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Aaron Poon y Richard Vetere, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a mi amigo Juan Ignacio, que hizo una gran labor de traducción, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Third Week, de Jordi Torrent

ALVIN HA SALIDO DE LA CÁRCEL. 

“La vida no es sino una continúa sucesión de oportunidades para sobrevivir”.

Gabriel García Márquez 

La película se abre con un plano en Staten Island, en New York, al otro lado del río Hudson, donde se ven a lo lejos los rascacielos de Manhattan. Uno de esos lugares que los turistas no conocen, uno de esos lugares que, tiempo atrás, fue próspero, y ahora, se ha convertido en un espacio fantasmal, donde todavía resisten pequeños talleres como el que acoge a Alvin después de dos años de cárcel. Alvin quiere dejar atrás todo aquello, y volver a su vida, regresar al tipo que deseaba ir al Instituto de Arte para dibujar y frecuentar los lugares donde alguna vez estuvo bien. Alvin es un buen chico aunque tropezó y se dejó llevar con las personas que no debía haberse cruzado. Ahora, huye de ellos, quiere paz y tranquilidad en su nueva vida. Trabajar haciendo piezas, vivir junto a su abuela, aunque el pasado siempre se empeña en aparecer, en rendir cuentas, en estar presente y Alvin debe convivir con él, debe aceptarlo y sobre todo, seguir su camino cueste lo que cueste y vencer la estigmatización de algunos, aunque para ello deba enfrentarse a sus miedos e inseguridades. 

La cuarta película de Jordi Torrent (Sant Hilari Sacalm, Girona, 1955), después de L’est de la brúixola (2001), La redempció dels peixos (2013), e Invisible Heroes: African-Americans in the Spanish Civil War (2015), amén de trabajar en películas de Raúl Ruiz y en Mi vida sin mí (2003), de Isabel Coixet, se enmarca en el contenido social, el lado humano, y el interés por mostrar a los invisibles, a aquellos que el cine comercial no hace caso, a aquellos como nosotros, a las personas que sufren las mercantilizaciones de una no sociedad empeñada en enriquecerse y ocultar la miseria que provoca. Un tipo como Alvin podría estar en las películas citadas y viceversa, porque como los anteriores personajes de Torrent es alguien que quiere una vida mejor, que trabaja para tener aquella oportunidad de volver a empezar, no es sino la vida eso, como menciona García Márquez en la cita que encabeza este texto. Un marco en el que la historia, escrita por él propio director, se sitúa entre la clase trabajadora, la gran olvidada de mucho cine actual, entre lo que ocurre en esos día en que no aparentemente no pasa nada y en realidad, está ocurriendo la vida con sus cosas, una mirada que se concentra entre los pliegues de la intimidad, de la cercanía, de mostrar lo invisible de la condición humana, todos esos pequeños y cotidianos ratos que van conformando nuestras existencias, todos esos momentos que están ahí y que lo son todo. 

La estupenda y sobria cinematografía en blanco y negro tan bien elegida de James Callanan, que ha estado en los equipos de películas tan importantes como Mystic river, de Eastwood, o series como The Americans, con esa cercanía y limpieza visual, donde lo sucio y espectral del lugar deja paso a una especie de poética donde lo mundano se hace único, donde la miseria tanto física como moral funciona como espejo para descifrar el alma de los diferentes personajes, en especial, la de Alvin. La formidable música de Marc Durandeau se desmarca de la típica composición de acompañamiento para posicionarse en otra música, es decir, en una que vaya describiendo los continuos miedos del protagonista que no quiere volver al lado oscuro como antaño. Un conciso y pausado montaje de Ray Hubley, todo un veterano en la materia que ha estado en los equipos de películas como Kramer vs. Kramer, de Benton y directores como Brian de Palma, entre otros, donde la edición da ese ritmo sencillo y muy cercano que tanto necesita una película de estas características, alejándose de las estridencias y piruetas formales de ese cine muy vistoso pero muy vacío. 

Un personaje como Alvin, muy del western y del New Wave American, que habla poco y va de aquí para allá con paso firme y tranquilo, debía tener un rostro y un cuerpo de alguien que está dejando atrás mucha oscuridad y desea una vida tan diferente en el mismo lugar, un tipo como Aaron Poon, con una gran interpretación donde transmite toda esa desazón que arrastra, todos sus miedos en una mirada, en un gesto, en un silencio. Todo un gran acierto porque el bueno de Poon es el Alvin perfecto y mucho más, es la película y todo lo que no vemos. Le acompañan toda una retahíla de intérpretes que están en el mismo tono, el de transmitir un microcosmos donde aparecen reflejados toda la multiculturalidad y racialidad existente en un país como Estados Unidos. Encontramos a Lucinda Carr como la Grandma, un faro para Alvin, Richard Vetere es el jefe que le da la oportunidad del trabajo, y al otro lado, Ron Barba, el encargado con malas pulgas, Edu Díaz y Chang Liu son compañeros de trabajo, tan diferentes y tan ellos, Lashonda Corder y Taquan Percy Brown son otros aliados en la causa de Alvin, y Aiysha Flowers es una mujer del pasado que está presente e inquieta al protagonista. 

Una película como Third Week, de Jordi Torrent tiene el aroma del no western, el que hablaba de cosas de verdad y con verdad, o de ese cine independiente estadounidense que siempre se ha detenido en visibilizar a los invisibles, fijándose en todo ese cine neorrealista que marcó la mirada de lo social en el cine. No dejen pasar una película así, porque eso hará que podamos ver más relatos sobre el trabajo y los trabajadores, y que sean con esta mirada tan profunda, nada manierista y fingida, sino como lo hace la historia de Torrent, con intimidad, abriendo las puertas y mirando la cotidianidad, eso que vivimos cada día, lo que forma parte de nuestra vida y que refleje nuestros miedos e inseguridades. No podemos olvidar a Toni Espinosa de Toned Media que, a parte del gran trabajo que hace con la exhibición con los Cinemes Girona, también trabaja en el otro lado, el de la distribución y producción, que ya estuvo en la mencionada La redempció dels peixos, y The Golden Boat, y en Mia y Moi, y La última noche de Sandra M., entre otras. Háganme caso, o mejor, háganse caso y acudan a conocer Thrid Week porque descubrirán a Alvin y las vidas que empiezan de nuevo una y otra vez, y también, Staten Island que ni les sonará y eso que anda por New York, la ciudad tan famosa y visitada, aunque siempre se queda atrás esa parte al otro lado del río. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Michel Franco

Entrevista a Michel Franco, director de la película «Memory», en el hall del Hotel Seventy en Barcelona, el viernes 14 de junio de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Michel Franco, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Miguel de Ribot de A Contracorriente Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Amanda Goldsmith

Entrevista a Amanda Goldsmith, actriz de la película «La mujer dormida», de Laura Alvea, en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 29 de mayo de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Amanda Goldsmith, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Katia Casariego de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA