The Last Showgirl, de Gia Coppola

LA ESTRELLA APAGADA. 

“La vida es mucho más pequeña que los sueños”. 

Rosa Montero 

Han transcurrido 30 años desde Showgirls, de Paul Herhoven, en la que conocíamos a una joven Nomi Malone, interpretada por Elizabeth Berkley, que llegaba a Las Vegas con la intención de convertirse en una star como bailarina en uno de los casinos más importantes de la ciudad. En su experiencia encontrará más sombras que luces. En The Last Showgirl, de Gia Coppola (Los Ángeles, Estados Unidos, 1987) conocemos a Shelly Gardner, una cincuentona que bien podría ser el futuro de la citada joven Malone. Los años de esplendor y de las chicas favoritas de la ciudad han pasado a mejor vida, y el espectáculo, en horas bajas, anuncia que en unas pocas semanas cerrará sus puertas para convertirse en otro show muy diferente. No es una película nostálgica ni nada que se le parezca, porque el pasado es un recuerdo muy borroso, como algo de un tiempo que, a día de hoy, parece que nunca existió, o los pocos que quedan de aquella época, ya son demasiado mayores y apenas recuerdan algo, y los que sí, añoran más la juventud que fue y ya no es. 

El tercer largometraje de Gia, nieta del gran Francis Ford Coppola, después de Palo alto (2013) y Popular (2020), deja los conflictos de la juventud que poblaban sus dos primeras películas, para introducir un elemento diferente como el de una bailarina stripper que pasa de los cincuenta. A partir de un guion de Kate Gersten, que la conocemos por sus series Mozart in th Jungle, The Good Place y Up Here, entre otras en el que una mujer debe dejar una vida dedicada al mundo del espectáculo y reiniciarse en otra vida, en otra ocupación, además, de retornar a la relación con una hija que, debido a su empleo nocturno, tuvo que dar a otra familia. Muchas batallas son las que enfrenta Shelly Gardner, la más veterana del lugar, al igual que su inseparable amiga de miles de batallas como Annette, que ahora reparte sus encantos de camarera en un casino de juego. Las dos más que contarse batallitas, ahogan sus penas, pequeñas alegrías y algunas tristezas bebiendo, queriéndose y sobre todo, acompañándose que, en sus circunstancias, ya es mucho. Son dos vaqueros que tanto le gusta retratar al bueno de Peckinpah, barridos por los tiempos, o simplemente, que no se han podido adaptar a unos cambios y una modernidad que va demasiado deprisa, tan veloz que arrasa a aquellos que pertenecen a otro mundo, a otros mundos. 

La cinematografía que firma Autumn Durald Arkapaw, que empezó con el cortometraje Casino Moon (2012), de Gia Coppola, y ha seguido trabajando con ella en sus tres largos, hace un trabajo excepcional al que le ayuda el 35mm que da ese aspecto que consigue sumergirnos en una ciudad vacía, desierta y abandonada, donde las risas, la luz y el color se han trasladado a otras zonas, y los interiores, donde vemos cada detalle, cada matiz y cada arruga, sin caer nunca en la condescendencia ni en el efectismo, sino en contar una verdad, desde lo natural y la transparencia. La música de Richard Wyatt, del que hemos visto Barbie (2023), de Greta Gerwig, aporta una melodía que se adapta a la despedida y el reset que debe de hacer la protagonista, y todo de manera abrupta, sin tiempo ni concesiones. El gran trabajo de montaje firmado por la pareja Blair McClendon, que es el editor de Charlotte Wells, la directora de la magnética Aftersun (2022), y Cam McLaughlin, que ha trabajado con Lone Scherfig, Guillermo del Toro y el citado Coppola, construyen una película de 84 minutos de metraje, en el que todo se cuenta a partir de una sencillez en todos los sentidos, siguiendo la pericia de la protagonista que, no se deja llevar por la desesperación y empieza a levantarse con fuerza. 

Un reparto brillante en el que destaca la poderosa e íntima interpretación de Pamela Anderson, en su mejor papel hasta la fecha, en una gran recuperación como los vividos por Pam Grier en Jackie Brown (1997), de Tarantino, o el más reciente de Demi Moore en La substancia, en una película con la guarda algunas coincidencias. Anderson con sus 57 tacos, sale maquillada y al natural, luciendo arrugas y mucha naturalidad, muy alejada de aquel sex-symbol explotado hasta la saciedad a partir de su presencia en la serie noventera Baywatch. En un camino donde realidad y ficción se cruzan en que la maquinaria de Hollywood explota los cuerpos normativos donde la sexualidad está en venta, como sucede en la película de Gia Coppola. Le acompañan una soberbia Jamie Lee Curtis que hace de Annette, una mujer que se ríe de sí misma y de una ciudad convertida en una caricatura y puro esperpento. Dave Bautista es el encargado del show que desaparece, muy alejado de sus películas palomiteras y haciendo un personaje de carne y huesos. Y luego, actrices jóvenes como Kerman Shipka y Brenda Song, la antítesis de la Anderson, Billie Lourd como la hija reaparecida, y la breve pero interesante presencia del siempre peculiar Jason Schwartzman. 

Muchos espectadores pueden comentar que The Last Showgirl tiene caminos ya recorridos, sí, pero eso no debería suponer ningún agravio hacía la película, sino al contrario, podemos acercarnos a ella sin prejuicios ni convencionalismos que la hagan desmerecer antes de ser vista. Vayan sin ataduras ni ideas preconcebidas, porque la película que protagoniza una espectacular Pamela Anderson que, a pesar de todas las hostias, ha sabido reconducir su carrera y apostar por un cine tranquilo, independiente, y sobre todo, un cine que habla de la verdad de la condición humana, de todas las estrellas fugaces y apagadas que hay entre nosotros, de las que se quedan después que se van todos, las que siguen confiando en su talento, las que se esfuerzan cada día para seguir soñando, aunque todo y todos le digan lo contrario o peor, lo equivocada que está. Gia Coppola ha hecho un retrato de tantos fantasmas y espectros que siguen deambulando por los espacios ya vacíos y sucios de las grandes ciudades, anteriormente escaparates donde todo estaba en venta: los cuerpos de las mujeres y su sexualización, y ahora, lo que queda de todo eso, quizás es la mirada de verdad de alguien como Shelly Gardner, sin maquillaje, sin brillantes, sin plumas, sin focos, con sólo un rostro reflejado en un espejo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Entrevista a Laia Manresa Casals

Entrevista a Laia Manresa Casals, directora de la película «Casa Reynal», dentro de la iniciativa de El Documental del Mes, en La Bonne. Centre de Cultura de Dones Francesca Bonnemaison en Barcelona, el martes 14 de enero de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laia Manresa Casals, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Carla Font de comunicación de El Documental del Mes, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sidonie en Japón, de Élise Girard

LOS PARAÍSOS PERDIDOS.  

“Los verdaderos paraísos son los perdidos”. 

Jorge Luis Borges

La grandeza del cine japonés se ha alimentado de unas características que lo han hecho muy reconocible internacionalmente. Pensamos en ese tempo sostenido y cadente, unos encuadres fijos y muy pensados, ausente de diálogos y explicaciones, y personajes silenciosos que todo lo expresan a través de la mirada y el gesto tranquilo y tímido. Un cine donde lo importante se mueve en ese especie de limbo donde relato y forma se funden para seguir emocionalmente a unos individuos que se mueven de aquí para allá sin más. La directora Élise Girard (Thouars, Francia, 1976), empezó con un par de documentales y luego pasó a la ficción con Belleville Tokyo (2010) y Drôles d’oiseaux (2017), sendos retratos femeninos en los que podríamos rastrear el argumento de Sidonie en Japón, porque en la primera tenemos a una joven embarazada y abandonada por su pareja en pleno duelo, y en la otra, a otra joven que llega a París y descubre una librería antigua y a su solitario dueño. 

A partir de un guion que firman Girard junto a Maud Amelie (que coescribió Scarlet, de Pietro Marcello), la desaparecida Sophie Fillères (cineasta y coescritora con Philippe Grandieux), que ambas escribieron la película Garçon chiffon (2020), de Nicolas Maury, en la que a modo de cuento o de haiku japonés, nos cruzamos con la citada Sidonie, una madura escritora que ha perdido a su marido en un accidente y viaja a Japón porque su primer libro se edita en el país asiático. Allí, conocerá a Kenzo Mizoguchi, su editor que la llevará a diferentes actos de promoción como encuentros con la prensa, presentaciones y demás. Una trama construida a partir de la pausa y los silencios, con muy pocos diálogos, en los que conviven la idiosincrasia propia de Japón, entre lo ancestral y lo mega moderno, entre los vivos y los muertos, dos antagonismos que se mezclan constantemente en la historia, además de la parte emocional de los dos personajes, en pleno duelo. La escritora que sigue añorando a su marido, y el editor que no acaba de seguir después que su mujer lo dejase. A través del drama íntimo iremos pasando por lo fantástico, pero no desde el arquetipo, sino como conflicto emocional, donde el fantasma del marido de ella se le aparece, como sucedía en Sin fin (1985), de Kiéslowski.

La parte técnica de la película ejemplar en su definición y detalles camino al son de lo que cuenta la película, con una gran cinematografía de Céline Bozon, que ha trabajado con cineastas tan interesantes como Tony Gatlif, Valérie Donzelli y Serge Bozon, entre otros, donde cada encuadre está cimentado desde la pulcritud y la concisión, así como la sensible música de Gérard Massini, que va sumergiéndonos en esta relación tan especial y peculiar, así como el estupendo montaje de Thomas Glaser, que ya trabajó con la directora en la mencionada Drôles d’oiseaux, en una película nada fácil con sólo dos personajes, que hablan muy poco, y ese ritmo tan pausado que tiene la película, en una cinta de 95 minutos de metraje. Si lo técnico está en sintonía con lo que se cuenta, la interpretación es punto y aparte, porque la pareja protagonista es de una elegancia y naturalidad aplastantes. Qué decir de Isabelle Huppert, con más de medio siglo de carrera y más de 150 títulos como actriz. No sólo es una grande de la historia del cine, sino que lo que toca lo hace de una sencillez y calidez absoluta. Su Sidonie es una mujer rota, en soledad, sin alicientes, sin amor, que ni lee ni escribe. Su viaje a Japón será un no quiero pero que acepta como necesidad, como pequeña luz. 

Junto a Huppert, dos hombres. Por un lado, está el actor japonés Tsuyoshi Ihara, que hemos visto en Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood y 13 asesinos, de Takashi Miike, entre muchas otras, como el editor, un hombre también desolado, roto y autómata. Dos almas que se encuentran, con la misma ruptura emocional y en el mismo lugar, con esas miradas, palabras y silencios mientras van en coche o en tren o visitan lugares. Como marido-fantasma asume el rol el actor alemán August Diehl, con una carrera espectacular al lado de Hans-Christian Schmid, Schlöndorff, Glagower, von Trotta, Tarantino, August, Vinterberg y Malick, con una imagen poderosa y nada convencional. Si con todos los argumentos que he escrito sobre Sidonie en Japón, todavía no se han decidido a acercarse al cine a descubrirla, sólo les puede decir una última cosa. No es una película triste, habla de tristeza eso sí, también de dolor y de vacío interno, y de muchas cosas más relacionadas con el alma que, aunque no sean nada agradables, alguna vez en la vida o muchas veces vamos a tener que tratar con ellas, y ver cómo otras personas lo hacen, puede ser un buen aprendizaje o quizás es mucho más, porque pasar un duelo o extrañar a alguien que ya no quiera estar a nuestro lado son carencias que, seguramente no vamos a estar del todo recuperados de ellas, pero sí que podemos vivir con ellas, acostumbrarnos a esa pérdida, algunos días más que otros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Riverbed (El estanque de la doncella), de Bassem Breche

MADRE E HIJA VISITAN SUS FANTASMAS. 

“No se puede llegar al alba sino por el sendero de la noche”

Khalil Gibran 

Siempre es de agradecer que las distribuidoras apuesten por un cine poco visto por estos lares como puede ser la cinematografía libanesa. Así que, estamos de enhorabuena por ver una película como Riverbed. El estanque de la doncella, que relata la cotidianidad de Salma, una mujer madura que vive en un pequeño pueblo y sola en una casa que refleja tantos años de guerras, muertes, ausencias y fantasmas. Su rutina se basa en un empleo que consiste en atender llamadas telefónicas, y pasar tiempo con su amante clandestino, una relación que recorren los caminos en automóvil y escuchando música, intentando recuperar tanto tiempo perdido, como su propia existencia alejada de todos, llevada desde el secreto y la invisibilidad. No conocemos su pasado al detalle, pero podemos intuir que está lleno de dolor, silencio y pérdidas, al igual que su país, sumido en una continua depresión que reflejan las casas del pueblo, medio derruidas y llenas de sombras y habitadas por almas en pena. 

El guion escrito por Ghassan Salhab y el propio director Bassem Breche (Líbano, 1978), con años de experiencia como guionista, hace su salto al largometraje con Riverbed, donde nos habla de Salma y su reencuentro con su hija Thuraya, después de años sin relación. Una hija que vuelve separada, embarazada y derrotada, que buscará refugio y amparo junto a una madre ya acostumbrada a vivir en soledad. La película está construida en base a este encuentro no deseado, o quizás, podríamos decir, un encuentro complejo, lleno de oscuridad y sobre todo, repleto de demasiados fantasmas, los propios, los familiares y los del propio país. Un relato lleno de miradas y silencios, en el que estas dos mujeres reflejan un estado de ánimo, la sensación de sobrevivir en un entorno que no lo puso nada fácil, también es la historia de dos almas enfrentadas, dos mujeres que no encajan, que vienen de un pasado muy doloroso, donde hubo que seguir viviendo a pesar de tanta derrota, tanta violencia y tantas muertes. Ahora, deben convivir, o al menos ayudarse a empezar otra vez, como siempre han hecho, en las cuatro paredes de una casa en presente pero llena de pasado, de demasiado pasado, como si este pasado se negará a desaparecer y continúa muy presente. Una onírica paradoja que, en el fondo, define a los libaneses y a un futuro que no llega y que siempre huele a pasado. 

Breche no quiere detenerse en detalles superfluos ni en piruetas argumentales que desvíen lo más mínimo la atención de sus dos personajes, porque todo se cuenta desde la intimidad y la cercanía, traspasando esas almas sin descanso, atrapadas en un estado bucle de dolor y tristeza, aunque ahora, la vida, les está dando otra oportunidad, un intento de volver a ser ellas, a mirarse a los ojos, y decirse todo aquello que deben de decirse, o si todavía no pueden, darse ese tiempo para volver a hablar, aunque sea con la mirada y los gestos, por ejemplo, un abrazo. La cinematografía de Nadim Saema va en consonancia a los sentimientos encontrados y contradictorios de las dos mujeres, rodeadas de penumbras y silencios de toda índole, así como eso leves resquicios de luz donde parece que la esperanza quiere abrirse camino con ellas. El montaje de Rana Sabbagha también actúa en los mismos términos, dando ese tiempo necesario para ver, saborear y sentir cada gesto, cada mirada, cada silencio y cada acercamiento entre las dos protagonistas, además ayuda su breve metraje, que apenas llega a los 78 minutos, en esa idea por el minimalismo, tanto en el tono como en la forma. 

La magnífica pareja protagonista que forman Carole Abboud, actriz de larga trayectoria en el cine libanés desde mediados de los años noventa, que le ha llevado a labrarse una excelente filmografía tanto en el medio televisivo como en el cinematográfico, y Omaya Malaeb, teclista de la banda indie libanesa Mashrou’s Leila, debuta en el cine. Ellas son Salma, la madre y Thuraya, la hija, dos mujeres que han vivido a pesar de los demás, a pesar de la guerra, a pesar de tantos fantasmas con los que deben convivir, y sin embargo, ahí siguen, firmes y valientes, aunque doloridas y tristes, y ahora, la vida, en sus vueltas y revueltas irónicas las vuelve a juntar, obligándose a mirarse, a sentir todo eso que pensaban olvidado, aunque las cosas nunca son como uno desea, sino como son, y nos devuelve todo aquello que nos empeñamos en fingir que ya no recordábamos, que ya no estaba en nosotros, qué ilusos somos los sapiens, y qué perdidos estamos siempre. En fin, la existencia y el pasado no sólo van de la mano, que forman parte de uno y de un todo, que no podemos ni siquiera comprender y mucho menos controlar, como les sucede a Salma y Thuraya, una madre y una hija que deben volver a ser madre e hija, y sobre todo, sentir en lo que eran, en lo que son y en tender puentes entre una y otra, y mirar a la otra, e intentar acercarse más, porque la vida les hecha un cable, y no pueden desperdiciar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Giacomo Abbruzzese

Entrevista a Giacomo Abbruzzese, director de la película «Disco Boy», en el Instituto Francés en Barcelona, el lunes 11 de diciembre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Giacomo Abbruzzese, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento, a Luca Di Leonardo y a Violeta Cussac de Madavenue, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Splendid Hotel: Rimbaud en África, de Pedro Aguilera

ARTHUR CONTRA RIMBAUD. 

“La historia de mi vida no existe. No existe. Nunca hay centro. No hay camino ni trazo. Solo vastos espacios dónde debía haber alguien, pero no es así, no había nadie”.

Arthur Rimbaud

La primera imagen que vemos de Hotel Splendid: Rimbaud en África, de Pedro Aguilera (San Sebastián, 1978), es la de un caballo solitario en un paisaje desértico, mientras escuchamos la voz de Rimbaud, la que pone el actor Damien Bonnard, citando el texto que abre esta reseña. Una imagen reveladora e impactante, aún más, cuando entra en el encuadre el actor mencionado, vagando por ese árido espacio, como un alma en pena, o quizás, como alguien en continúa búsqueda de sí mismo, y si lo encuentra, vuelve a empezar otra vez la misma búsqueda infinta. El cuarto largometraje del cineasta donostiarra vuelve a ser un desafío como lo fueron sus anteriores trabajos: La influencia (2007), Naufragio (2010), y Demonios en tus ojos (2017), en la que indagaba en la psique humana, en todo aquello que ocurre en nuestro interior, en todo aquello que no vemos pero que está muy presente en nosotros. Un cine nada complaciente, que nos cuestiona, que nos sitúa en lugares incómodos, inquietantes y sobre todo, en esos espacios que siempre queremos evitar. 

Aguilera nos sumerge en la existencia de Arthur Rimbaud (1854-1891), cuando después de publicar su famoso poema “Una temporada en el infierno”, en 1875, deja la poesía y parte al cuerno de África para convertirse en comerciante de armas y de todo tipo porque anhela riqueza para vivir. Vemos al poeta ahora sólo convertido en Arthur, en una tierra extraña, en un espacio físico que se materializa en su psique, en todos sus infiernos particulares, moviéndose de un lado a otro, intentando encontrar su mercancía que se retrasa, compartiendo sus días pesados y oscuros con las gentes del lugar, caminando de aquí para allá, en caballo observando su entorno. La obra de Joseph Conrad que ha inspirado a tantos otros, también se manifiesta en la película, porque este Rimbaud huyendo de sí mismo, alejándose de su París, dejando atrás al poeta, no está muy lejos de las criaturas que viajan por África de las novelas del polaco que escribía en inglés, ya sea aquel de El corazón de las tinieblas o aquel otro de Lord Jim. Hombres en busca de algo, que no saben qué es, en continua lucha contra sí mismos, encerrados en sus paranoias y emociones, construyéndose en ese bucle constante, sumergidos en un limbo laberinto del que no son capaces de encontrar la salida. 

A partir de un guion nada convencional y tremendamente personal que firman Nathan Fischer, que además es coproductor, el propio director y la colaboración del intérprete Damien Bonnard, construido a partir de lo físico, en consonancia con esa voz del poeta, o de lo que queda del poeta, que reflexiona sobre sí mismo, sobre su situación, sobre lo que espera encontrar y la nada, o el vacío, esa vida errante que parece detenida o simplemente, sin rumbo o convertida en una performance donde el poeta quiere dejar de ser y ser lo que imagina, lo que siente, en un estado espiritual, emocional y siendo otro. El tema del doble que tanto ha tocado Herzog, e Isaki Lacuesta en sus filmes como Arthur Cravan y Los pasos dobles, que relataban las odiseas de dos artistas, películas que dialogan mucho con esta, ya que las dos nos hablan de viajes físicos y emocionales, en las que ambas consiguen introducirnos en esos elementos donde lo físico se integra en lo psicológico y en lo emocional, y en lo invisible. La factura visual de la película es otro gran aliciente porque tenemos a uno de los grandes, Jimmy Gimferrer, que me impresionó en Aita, de José María Orbe, Història de la meva mort, de Albert Serra y Born, de Claudio Zulian, entre otras, creando ese mundo que, en realidad, son todos esos mundos de Rimbaud, los físicos y los psicológicos, los que vemos y los que no, en un magnífico trabajo del gironí cinematógrafo, que también hace la música, una banda sonora orgánica, muy atmosférica y llena de otros tantos mundos, con la música adicional de Fernando Vacas, que hizo la de Tu hijo, de Miguel Ángel Vivas, y ya trabajó con Aguilera en Rediseñando el mundo

Un exquisito montaje, lleno de digresiones, donde prima lo caleidoscopio, creando todo ese mundo, submundo y más, en el que vive o está el propio Rimbaud, que firma Sergio Vega Borrego, en el que nos van metiéndonos en todo esos universos límbicos en los que está y no está el poeta, en esos estupendos 79 minutos de metraje. Una cinta que juega a la construcción de la representación, como hace el cine de Serra al que hemos citado más arriba, que dialoga con su última película Pacifiction, como con el cine de Lisandro Alonso, necesitaba y más aún, un actor como Damien Bonnard, un tipo al que hemos visto en diferentes roles con directores tan alejados como Polanski, Ladj Ly, Lafosse, Lanthimos, Wes Anderson y Dominik Moll, que recuerda al Depardieu setentero que nos flipó en las películas poéticas de Duras, en Los rompepelotas, de Blier, el Novecento, de Bertolucci, con Ferreri, y en aquella maravilla de Loulou, de Pialat, entre otras. Su Rimbaud es alucinante, tanto en lo físico como en lo psíquico, que está muy cerca de Robinson, el protagonista de la citada Naufragio,  un ser que camina junto a sus otros yo y sus fantasmas, creando ese hombre y su deterioro a todos los niveles, su pérdida de fe en su poesía, esa huida a ser otro, a olvidarse del poeta y ser poema, o incluso, a esa idea de buscarse en su interior e ir desapareciendo sin dejar rastro, metido en ese traje blanco, siendo y no siendo quién no quiere ser, metido en su confusión, en su limbo etéreo donde lo físico desaparece para ser otra cosa, algo invisible y presente a la vez. 

Hotel Splendid: Rimbaud en África, de Pedro Aguilera nos sumerge en un viaje que se mueve por aquellos pliegues del cine y su artificio, en un relato que cuestiona cada paso y cada imagen, creando esos universos donde no hay huellas que podamos situarnos, sino todo lo contrario, nos van conduciendo a esos otros lugares y esos otros nosotros. Un cine que demuestra la grandísima diversidad del cine hecho por estos lares, aunque algunos no sepan verlo, allá ellos, porque estamos ante un cine que indaga, profundiza y cuestiona el propio cine y su materia, en el hecho de acercarse a una figura tan gegantina como Rimbaud, y hacerlo de esta manera, tan diferente, tan elevadísima del biopic convencional, tan igual a todos, aquí no hay nada de eso, porque la película nos propone un viaje en el que no hay vuelta posible, en que hay que estar dispuesta a vivir una experiencia donde se confabulan los géneros, porque hay drama, aventuras, terror, ciencia-ficción, entre otros, para redifinirlos y situarlos de forma natural y transparentes, donde todo convive de manera sencilla y honesta, porque el relato se cuenta y se cuenta desde lo más profundo, desde lo que no se ve, desde la fantasmagoría de los inicios del cine, devolviendo todo aquello que el cine parece haber perdido o no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Al otro lado del río y entre los árboles, de Paula Ortiz

NO ES EL AMOR QUIEN MUERE…

“Ya me las arreglaré para encontrar también la felicidad. Como usted sabe, la felicidad es una fiesta movible». Pero si no amas, no puedes divertirte realmente».

De la novela Al otro lado del río y entre los árboles (1959), de Ernest Hemingway

Después del verano, llega la marabunta de estrenos. Un montón de películas que se estrenan cada semana a borbotones. Por un lado, es una gran noticia que lleguen a salas muchas películas. Pero, por otro, la gran cantidad dificulta tener el tiempo y la calma suficientes para ir descubriendo cine. La película Al otro lado del río y entre los árboles es una de esas cintas que no debería pasar desapercibida para espectadores ávidos de cine, y digo cine, porque aunque pudiera parecerlo, no es tan casual encontrarse con cine en las películas que se agolpan en los cines. La película tiene muchos elementos que la hacen diferente y muy interesante. Primero de todo, está basada en una novela de Ernest Hemingway (1899-1961), uno de los mayores escritores del siglo XX, publicada en 1950, que todavía estaba inédita en el cine, con un estupendo y detallista guion de Peter Flannery, que se ha fogueado en series como La cortesana y New Worlds, entre otras, y dirigida por Paula Ortiz (Zaragoza, 1979), una cineasta que ha demostrado en películas como De tu ventana a la mía (2011), y La novia (2015), basada en las Bodas de sangre, de Lorca, su gran capacidad para la narrativa y la forma, donde se aprecia una mirada sensible y profunda para explorar el deseo y la sensualidad femenina. 

En esta película, una obra de encargo para Ortiz, el protagonista es el coronel Richard Cantwell, un cincuentón cansado, enfermo, envejecido y triste de tanta guerra inútil, hijo desaparecido y amores frustrados, que llega a la Venecia inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial a pasar un fin de semana con la idea de cazar patos. Allí, se encontrará con la condesa Renata Contarini, una bellísima joven de 19 años, prometida para salvar el nombre arruinado de su familia, que lo único que desea es vivir y amar en libertad. La inusual pareja caminará y hablará por las calles casi vacías de una Venecia depresiva, llena de brumas y algo desolada. Macarrones entre velas, bailes en la madrugada, paseos entre la niebla, visitas a conventos entre pinturas, y traslados en lancha por las aguas oscuras de una ciudad que está como aletargada, a la espera de algo o alguien. La película se mueve entre magníficos diálogos sobre la vida, o el final de ella, la muerte, la vejez, la estupidez de la guerra, y la nada, donde el amor parece el único consuelo, o quizás, la única cosa que, sin tener sentido, tiene todo el sentido en esas circunstancias tan especiales. La película está vertebrada por historias de amor imposibles como Casablanca (1942), de Curtiz, Breve encuentro (1945), de Lean, Carta de una desconocida (1948), de Ophüls, y Noches blancas (1957), de Visconti, las dos últimas adaptaciones de Zweig y Dostoievski. Relatos sobre el amor, sobre su imposibilidad, atados a las circunstancias, y sometidos al contexto en el que han nacido. 

A través de una implacable y arrolladora cinematografía en blanco y negro, con el mejor aroma de los títulos anteriormente citados, de un grande como Javier Aguirresarobe, en el que prima el preciosista marco por el que se mueven estas dos almas, estos dos fantasmas sin rumbo ni destino, atrapados en esas noches sin fin, en ese encuentro que no pueden evitar por mucho que deseen, a pesar de todo y todos, y de Venecia, que los acoge, los desarbola y los desnuda tanto emocionalmente como fisícamente. Una Venecia diferente y enigmática, fantasmal y a la deriva, y nunca mejor dicho, que hacía tiempo que no la veíamos tan gótica, quizás desde aquella joya de El placer de los extraños (1990), de Schrader, de una novela de Ian McEwan y guion de Pinter, ahí es nada. Un montaje del dúo Stuart Baird, con más de medio centenar de títulos para directores como Ken Russell, Richard Donner, Fred Zinnemann, Tony Scott y Martin Campbell, entre otros, y Kate Baird, que la encontramos en series como Cristal oscuro y The Witcher, una pareja que ha colaborado en varios de los títulos mencionados. Una exquisita y pausada edición con un gran ritmo y equilibrio en sus 106 minutos de metraje, que ayuda a encuadrar a estas dos almas solitarias y enamoradas, deambulando como sonámbulos en una ciudad desierta y todavía compungida por el miedo de la guerra que todavía sigue muy abierto y cercano. 

La deliciosa y suave música de Mark Tschanz, que ha trabajado Jane Campion y Edward James Olmos, entre otras, consigue ese estado de letargo por el que viaja toda la película, en una especie de sonata a hurtadillas, casi en silencio, a poco volumen, donde estos dos seres y los demás e inquietantes personajes pertenecen a una amalgama de sombras y existencias en suspenso y en un limbo en el que todo parece haber sucedido o quizás, sucederá, quién sabe. Un reparto bien escogido y que consigue credibilidad y mucha naturalidad empezando por un soberbio Liev Schreider como el coronel, un personaje que casa maravillosamente bien con el actor estadounidense, una fascinante y cautivadora Matilde De Angelis como la condesa rebelde, y luego, los satélites como Josh Hutcherson como Jackson, la sombra del coronel, Danny Huston como un capitán-padre del coronel, y finalmente, una bellísima y enérgica Laura Morante. Las más de la veintena de novelas adaptadas al cine, con títulos que han pasado la historia como Adiós a las armas (1932), de Borzage, Por quién doblan las campanas (1943), de Wood, Tener y no tener (1944), de Hawks, Forajidos (1946), de Siodmak, El viejo y el mar (1958), de Sturges, Código del hampa (1964), de Siegel, entre otras, a las que hay que añadir con todo merecimiento por sus valores a Al otro lado del río y entre los árboles porque recupera el aliento de aquel cine romántico y suspense de los años treinta y cuarenta, con amores imposibles, soldados o pistoleros cansados, porque el coronel podría ser uno de los cowboys que también retrató King en El pistolero en 1950, igual que hizo Peckinpah en Grupo Salvaje en 1969. 

Estamos ante una película que recupera el cine romántico más clásico e imperecedero, pero no de forma ñoña y aburrida, sino todo lo contrario, con solidez, belleza y complejidad, a través de unos personajes inolvidables, pero muy rotos por dentro, muy perdidos y muy enamorados, que se mueven de aquí para allá, por una ciudad que huye sin contemplaciones de la imagen de postal, convirtiéndola en otro personaje, una especie de laberinto en que la noche se muestra atrayente e inquietante, en ese cruce de espejos de lo que somos y jamás volveremos a ser, ni nosotros ni el mundo que nos rodea. Una película para degustar sin prisas, recorriendo las calles y los callejones de esa Venecia fantasmal y oscura, acompañando a un viejo y enfermo coronel que habla de temas como la guerra, el amor y la muerte, que jalonan las novelas de Hemingway, junto a una joven condesa que quiere huir lejos de allí y no le importaría hacerlo con este soldado o lo que queda de él. Esos otros intérpretes que dan la réplica y ayudan a la pareja protagonista a ir y venir, y no saber qué. Que no les tire para atrás su largo y precioso título Al otro lado del río y entre los árboles, porque se estarán perdiendo una gran película, de esas que se saborean con entusiasmo y sin expectativas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cerrar los ojos, de Víctor Erice

LA MEMORIA DEL CINE. 

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”

Isabel a Ana en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice 

Fue el pasado martes 12 de septiembre en Barcelona. Los Cinemes Girona acogían el pase de prensa de Cerrar los ojos, de Víctor Erice (Valle de Carranza, Vizcaya, 1940). La expectación entre los allí reunidos era enorme, como ustedes pueden imaginar. Entramos en la sala como los feligreses que entran a una iglesia los domingos, excitados e inquietos y en silencio, ante una película de la que yo, personalmente, no he querido conocer ni ver nada de antemano, que sea de Erice ya es razón y emoción más que suficiente para descubrirla con la mayor virginidad posible. Porque no casó con esa idea tan integrada en estos tiempos de informarse y hablar tanto de las películas que todavía no se han visto, porque a mi modo de parecer, se pierde la esencia del cine, se pierde toda esa imaginación previa, la de soñar con esas imágenes que todavía no has experimentado, como les ocurre a Ana e Isabel en ese momento mágico en la mencionada película, donde ven por primera vez una película y la van descubriendo y asombrándose, una experiencia que en este mundo sobreinformado y opinador estamos perdiendo y olvidándonos de toda esa primera vez que debemos conservar y rememorar cada vez que nos adentramos en el misterio que encierra una película. 

La película a partir de un guion de Michel Gaztambide (guiones para Medem, Urbizu y Rosales, entre otros), y del propio Erice, se abre de un modo inquietante y muy revelador. Una apertura rodada en 16mm, que ya reivindica ese amor por el celuloide en el tiempo de la dictadura digital. Aparece el título que nos indica que estamos en un lugar de Francia en 1947, en una especie de jardín de otro tiempo alrededor de una casa señorial. La imagen fija capta una pequeña estatua subida en un pilar. Una cabeza con dos rostros. Dos rostros que pueden ser de la misma persona o quizás, son dos rostros de dos personas totalmente diferentes. Una primera imagen, sencilla e hipnótica, que nos acompañará a lo largo del filme. Inmediatamente después, en el interior de la casa, un personaje de más de 50 años se reúne con el señor de la casa cuidado por un oriental. Se trata de un hombre enfermo, postrado en una silla, que habla con dificultad. Le explica que debe ir a Shanghai a buscar a su hija a la que quiere ver antes de morir. Una escena sacada de la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (1933-2020), publicada en 1993, de la que Erice trabajó en un proyecto entre 1996 y 1998 con el título de La promesa de Shanghai, que finalmente no pudo realizar. Después de esta información, debemos detenernos y hacer un leve inciso, ya que este detalle es sumamente importante. Cerrar los ojos es una película caleidoscópica, es decir, en su proceso creativo tiene todas esas películas imaginadas que Erice, por los motivos que sean, no ha podido filmar. Todas esas imágenes pensadas con el fin de capturar, de embalsamar, tienen en la película una oportunidad para ser recogidas y sobre todo, mostradas. 

Volvemos a la película. Después de esa secuencia de apertura, y ya en el exterior, cuando el actor cruza el jardín, dejando la casa a sus espaldas, la imagen se detiene y el narrador, que no es otro que Erice, nos explica que ese fue el último plano que rodó el actor Julio Arenas, antes de desaparecer sin dejar rastro, en la película inacabada La mirada del adiós, de la que se conservan un par de secuencias nada más. Eso ocurrió en el año 1990. La trama se desarrolla en el año 2012, cuando Miguel Garay, el director de aquella película, es invitado a un programa de televisión que habla de casos sin resolver como el de Julio Arenas. A partir de ahí, la historia se centra en Garay, un director que ya no hace películas, sólo escribe a ratos, y vive, o al menos lo intenta. Como una película de antes, porque Cerrar los ojos, tiene el misterio que tenían los títulos clásicos, donde había un desaparecido o desaparecida, un misterio o no que resolver, y donde nada parecía lo que nuestros ojos veían. Seguimos a Garay, no como un detective a la caza de su amigo actor desvanecido, sino encontrándose con viejas amistades como la de Ana Arenas, hija del actor, alguien que conoció poco a su padre, al que ve como alguien misterioso y demasiado alejado de ella. Tiene un encuentro con Lola, un antiguo amor de ambos amigos, como el que tenían Ditirambo y Rocabruno en Epílogo, de Suárez. También, se encuentra con Max Roca, su montador, un encuentro espectral de dos fantasmas que vagan por un presente desconocido, es un archivero del cine, como aquella secuencia del director de cine y el señor de la filmoteca en la inolvidable La mirada de Ulises (1995), de Angelopoulos, y digo cine, de aquellas películas clásicas enlatadas en su cinemateca particular, con el olor de celuloide, con ese amor de quién conoció la felicidad y ahora la almacena como oro en paño, con esos carteles colgados como reliquias santificadas como el de They Live by Night, de Ray. 

La película se mueve entre dos rostros, entre dos mundos, el que proponía el cine clásico, y el otro, el que propone el cine de ahora, un cine bien contado, interesante, pero que ha perdido la fantasmagoría, es decir, que las imágenes no son filmadas sino descubiertas y posteriormente capturadas después de un proceso incansable de misterio y búsqueda. El cine de los Bergman, Tarkovski, Dreyer, Rossellini… Un cine límbico que se mueve entre el mundo de los sueños, la imaginación y los fantasmas, ese cine que no sabe qué descubrirá, movido por la inquietud, por una incertidumbre en que cada imagen resultante se movía entre las tinieblas, entre lo oscuro y lo oscilante, entre todo aquello que no se podría atrapar, sólo capturar, y en sí misma, no tenía un significado concreto, sino una infinidad de interpretaciones, donde no había nada cerrado y comprendido, sino una suerte de imágenes y personajes que nos llevaban por unas existencias emocionantes, sí, pero sumamente complejas, llenas de silencios, grietas y soledades. Volviendo al inciso. Erice ha construido su película a partir de todos esos retazos y esbozos, e imágenes no capturadas, porque en Cerrar los ojos encontramos muchas de esas imágenes como las que formarían parte de la segunda parte de El sur, una película que el cineasta considera inevitablemente, ya que faltaba la parte andaluza, la de Carmona. No en la localidad sevillana, pero si en otros municipios andaluces se desarrolla parte de la película, como en la casa vieja y humilde junto al mar, a punto de desaparecer, que vive Garay, como uno de esos pistoleros o vaqueros de las películas del oeste crepusculares, donde asistimos a una secuencia muy de ese cine, y hasta aquí puedo contar. 

Un cine envuelto en el misterio de cada plano y encuadre, un cine que revela pero también, oculta, porque navega entre aguas turbulentas, entre la vigilia y el sueño, entre la razón y la emoción, entre la desesperanza y la ilusión, entre la vida y la ficción, como aquella primera imagen que voló la cabeza de Erice, la de la  niña y el monstruo de Frankenstein junto al río en la película homónima de James Whale de 1931, que tuvo su espejo en la mencionada El espíritu de la colmena, cuando Ana, la protagonista, se encontraba con el monstruo en un encuadre semejante. Una imagen que describe el cine que siempre ha perseguido el cineasta vizcaíno, un cine que se mueva entre lo irreal, entre lo fantasmagórico, un cine que ensalza la vida y la ficción en un solo encuadre, transportándonos a esos otros universos parecidos a este, pero muy diferentes a este. Podríamos pensar que tanto Garay como Max son trasuntos del propio Erice, como lo eran los personajes de El sabor del sake (1962), para Ozu en su última película, no ya en su imagen física, con la vejez a cuestas, con esa frase: “Envejecer sin temor ni esperanza”, sino también en la otra idea, la de dos amantes del cine de antes, en una vida ya no de presente, sino de pasado, de tiempo vivido, de recuerdos y sobre todo, de memoria, de nostalgia por un tiempo que ya no les pertenece y está lleno de recuerdos, sueños irrealizables y melancolía. 

A nivel técnico la película está muy pensada como ya nos tiene acostumbrados Erice, desde la luz, que se mueve entre esos márgenes del cine y la vida, que firma Valentín Álvarez, que ya había hecho con él las películas cortas de La morte rouge (2006) y Vidrios rotos (2012), el montaje de Ascen Marchena, que mantiene ese tempo pausado y detallista, donde cada plano se toma su tiempo, donde la información que almacena va resignificando no sólo lo que vemos, sino el tiempo que hay en él, en una película que se elabora con intimidad, cuidado y sensibilidad en sus 169 minutos de metraje. La música del argentino Federico Jusid, mantiene ese tono entre esos dos mundos y esos dos rostros, o incluso esas dos miradas, por las que se mueve la historia, no acompañando, sino explicando, moviéndose entre las múltiples capas que oculta la película. En relación a los intérpretes, podemos encontrar a José Coronado como el desaparecido Julio Arenas, tan enigmático como desconocido, que no está muy lejos del hermano de Agustín, el protagonista de El sur. Un personaje del que apenas sabemos, y como ocurría en la citada, es a partir de los recuerdos de los demás personajes, que vamos reconstruyendo su vida y milagros, siempre desde miradas ajenas, no propias, que no hace otra cosa que elevar el misterio que se cierne sobre su persona. 

Después tenemos a los “otros”, los que conocieron a Julio. Su amigo el director Miguel Garay, que hace de manera sobria y sencilla un actor tan potente como Manolo Solo, el director que ya no rueda, que sólo escribe, perdido en el tiempo, en aquel tiempo, cuando el cine era lo que era, con sus recuerdos y su memoria, rodeado de viejos amigos como Max, y de nuevos, como sus vecinos, todos viviendo una vida que se termina, en suspenso, a punto de la desaparición. Ana Arenas, la hija del actor, la interpreta Ana Torrent, volviendo a esa primera imagen del cine de Erice, acompañada de la primera mirada, o mejor dicho, construyendo a partir de esa primera imagen, de su primera vez, transitando a través de ella, y volviendo a soñar con esa inocencia, donde todo está por hacer, por descubrir, por soñar. La primera de la que han surgido todas las demás. Mario Pardo, uno de esos actores de la vieja escuela, tan naturales y bufones, hace de Max, el carcelero del cine, de las películas de antes, el soñador más soñador, el inquebrantable hombre del cine y por el cine, que sigue en pie de guerra. Petra Martínez es una monja curiosa que deja poso. María León es una mujer que cuida de la vejez, con su naturalidad y desparpajo. Helena Miquel y Antonio Dechent también hacen acto de presencia. José María Pou es el viejo enfermo de la primera secuencia que abre la película, y la argentina Soledad Villamil es uno de esos personajes que se cruzarán en las vidas de Julio y Miguel. 

Nos gustaría soñar como nos demanda Erice, que Cerrar los ojos no sea su última película, aunque viéndola todo nos hace pensar que pueda ser que sí, porque no se ha dejado nada en el baúl de la memoria, en ese espacio que ha ido guardando, muy a su pesar, todas esas imágenes soñadas que no pudieron materializarse, pero que siempre han estado ahí, esperando su instante, su revelación. Aunque siempre podemos volver a ver sus anteriores trabajos, porque es un cine que siempre está vivo, y sus películas tienen esa cosa tan extraña qué pasa con el cine, que es como si se transformará con el tiempo, como aquellas palabras tan certeras que decía mi querido Ángel Fernández-Santos, coguionista de El espíritu de la colmena, como no: “Las películas siguen manteniendo su misterio mientras haya un espectador que quiera descubrirlo”. Por favor, no dejen pasar una película como Cerrar los ojos, de Víctor Erice, que quizás, tiene la una de las reflexiones más conmovedoras que ha dado el cine en años, la de ese espacio de memoria y sentimientos, que vuelve a renacer cada vez que sea proyectado, como aquellos niños de pueblo de hace medio siglo, porque está filmada por uno de esos cineastas que miran el cine como lo mira Ana, con la misma inocencia que su primera vez, cuando descubrió la magia con La garra escarlata, esa primera imagen que construyeron todas las que han venido después, en las que el espectador descubre, participa, se emociona y siente… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Carlos Pardo Ros

Entrevista a  Carlos Pardo Ros, director de la película «H», en el marco de La Inesperada. Festival de Cine, en el Hotel City74 en Barcelona, el sábado 4 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Carlos Pardo Ros, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Miquel Martí Freixas  y Núria Giménez Lorang de La Inesperada, y  a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La hija eterna, de Joanna Hogg

MI MADRE Y YO. 

“Parte de la historia habla de cómo nuestras madres – más que nuestros padres – tienen el poder de transportarnos de nuevo, da igual nuestra edad, a la infancia, como si usaran un hechizo. Incluso cuando se ha alcanzado los cuarenta o más, cuando se está cuidando a padres ancianos, la sensación de ser una persona adulta desaparece y vuelven las lágrimas y el sentimiento de vulnerabilidad”.

Tilda Swinton 

No nos dejemos llevar por el tono y la textura de cuento de terror gótico que almacena una película como La hija eterna, el sexto largometraje de Johanna Hogg (London, United Kingdom, 1960), porque alberga la misma mirada e inquietudes que ya estaban en las anteriores películas de la excepcional cineasta británica. La historia vuelve a hablarnos de familia, en este caso madre e hija, de entornos muy cotidianos y tremendamente domésticos y palpables, ese hotel que antes fue la mansión de la familia, y nuevamente, en estados vacacionales y de asueto, una directora que quiere armar su nueva película mientras se aísla unos días en ese lugar solitario y alejado de todos y todo, pensando, descansando y sobre todo, recordando. 

La británica una experta consumada en la observación de las grietas emocionales femeninas en el entorno familiar, ya lo descubrimos con Unrelated (2007), su ópera prima en la que seguía a una casada infeliz que se refugiaba en un joven, en Archipelago (2010), las tensiones de una familia también eran el foco de atención, así como en Exhibition (2013), con una pareja que debe abandonar el edificio que han construido y compartido, o en el magnífico díptico The Souvenir (2019), y su secuela, dos años después, en la que profundiza en el primer amor de una joven, su toxicidad y su recuperación. Julie es una mujer madura, sin hijos, cineasta de oficio, que pasa unos días con Rosalind, su anciana madre. En esos días de descanso y trabajo, envuelta en muchas sombras y nieblas, situada en una zona inhóspita como Moel Famau, en Gales, vivirá o quizás deberíamos decir, tendrá su Ebenezer Scrooge dickensiano particular, porque Julie recreará y volverá al pasado, aquel que compartió con su madre, en el que se destaparán recuerdos ocultos, invisibles y sobre todo dolorosos, en una especie de viaje espejo-reflejo en que la protagonista se sumergirá en una especie de ensoñación catártica, en la que la seguiremos, la sentiremos y la descubriremos, y nos adentramos en su interior, en todo aquello que oculta y nos oculta, y que irá emergiendo a la superficie más tangible, dejando sobre la superficie toda su relación y no relación con su madre. 

Como hemos mencionado el tono y la textura nos remiten de forma directa a los cuentos de terror clásicos de la época victoriana, a sus personajes solitarios, melancólicos y perdidos, que tan bien relataron nombres tan ilustres como los de Henry James y su inmortal Otra vuelta de tuerca, y su excelente adaptación cinematográfica The innocents (1961), de Jack Clayton, autores como William Wilkie Collins y Margaret Oliphant, entre otras, a películas de la Hammer basándose en relatos de Poe y Lovecraft, y a todo ese universo donde lo inquietante se apodera de la historia, y vemos al personaje metido en una sucesión de experiencias extrañas que no tienen una explicación racional ninguna, en que el grandísimo trabajo de cinematografía de Ed Rutherford, que ya estuvo tanto en Archipelago como Exhibition, el exquisito y conciso montaje de Helle Le Fevre, que ha trabajado en los seis títulos de la directora, que construye una armonía perfecta para condensar los noventa y seis minutos de metraje, así como la inquietante y cercana música de Béla Bartók (1881-1945), un gran compositor que su música se acopla con detallada perfección a las imágenes de la cineasta. 

Hogg acoge el cuento de terror gótico de forma natural y absorbente, pero sólo lo usa para sumergirnos y sobre todo, vapulear a su personaje, expulsándolo de su zona tranquila y llevándolo a ese otro espacio donde abundan las sombras, las tinieblas (qué maravillosa niebla, que recuerda a la de Amarcord, de Fellini), y los fantasmas, tanto los suyos como los ajenos, todos esos espectros que revivimos de tanto en tanto, todos los que nos rodean y damos cuenta de ellos en algunos instantes de nuestra existencia, cuando debemos investigarnos y encontrarnos, como el caso de Julie, que pretende hacer una película sobre su relación con su madre. La directora londinense es una maestra consumada en introducirnos, sin estridencias ni piruetas narrativas, casi de forma transparente, de un entorno íntimo y cotidiano en otro, muy oscuro y violento, pasando de un lado al otro del espejo de manera tan natural como sencilla, a través del diálogo, como esa recepcionista, tan inquietante como amable, que dice que el hotel está lleno y nunca vemos a nadie más, o la aparición del vigilante y jardinero, que recuerda a aquel otro de El resplandor (1980), de Kubrick, con el que Julie mantiene una relación, algo estrecha y que la transformará en muchos sentidos. La compañía del perro también se convierte en un elemento distorsionador que inquietará a la protagonista. 

La elección de Tilda Swinton, que ya estuvo en el díptico The Souvenir, para el doble papel tanto de hija como madre, no sólo consigue seducirnos desde el primer encuadre, sino que consigue capturar toda la retahíla de matices y detalles de los dos personajes y de todo lo que se ha cocido a su alrededor, en ese espejo-reflejo en bucle, y la estupenda compañía y no de los otros personajes, la rara recepcionista que interpreta la debutante Carly Sophia-Davies, coproductora de la cinta, y el enigmático y cercanísimo vigilante que hace Joseph Mydell, al que vimos en Manderlay (2005), de Lars Von Trier, y algunas series británicas, completan un breve reparto que no sólo hace aumentar la inquietud y la extrañeza que tenemos durante toda la película. No se pierdan La hija eterna, de Joanna Hogg, porque a parte de todas las cosas que les he comentado, es una película que recordarán por mucho tiempo, porque no es sólo una película más de terror con la Swinton, sino que es una película que nos habla de nosotros y sobre todo, nuestra relación con nuestra madre, y eso es fundamental, no sólo en nuestras vidas sino en nuestras relaciones y en todo aquello que sentimos, porque todo nace y se cuece cuando éramos pequeños y mirábamos a nuestra madre y ella nos miraba, o quizás no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA