Great Freedom, de Sebastian Meise

EL ESTIGMA DEL 175.

“Lo que duele no es ser homosexual, sino que lo echen en cara como si fueran una peste”

Chavela Vargas

El artículo 175 del código penal alemán estuve vigente desde 1872 hasta 1969, en la que se penaba las relaciones homosexuales entre personas del sexo masculino. El contenido del artículo es la base de la segunda película de ficción de Sebastian Meise (Kitzbükel, Austria, 1976), después de la interesante Still Leben (2011), donde un padre contrataba a prostitutas para que hicieran de su hija, y el documental Outin (2012), en la que la cámara recogía el testimonio de un pedófilo a cara descubierta. El director austriaco que escribe el guion con su escritor habitual Thomas Reider, nos sitúa a finales de la Segunda Guerra Mundial, en la piel de Hans, que es liberado del campo de concentración nazi donde fue encerrado por homosexual y es llevado a una cárcel por la misma razón. Luego, la película tendrá todo su peso en los años sesenta, más concretamente en 1965, cuando Hans otra vez en la cárcel, entablará una relación con Viktor, un asesino convicto heterosexual.

Meise nos encierra entre los barrotes de la cárcel, en la Alemania Federal que heredó el artículo 175 de los nazis. La película pivota entre dos universos: la frialdad y la cotidianidad de la cárcel, y ese amor prohibido, un amor gay que se oculta y vive entre las sombras. La austeridad y concisión en la que se posa la historia, así como la forma, nos interpelan directamente a grandes títulos del género como Un condenado a muerte se ha escapado (1956), de Bresson, y La evasión (1960), de Becker, donde la idea del cineasta afincado en Alemania, es retratar de la forma más documental posible, el día a día de la prisión, y lo fusiona de forma sencilla y soberbia con la historia de amor entre Hans y Viktor, dos personas muy diferentes, porque Hans es joven y homosexual, y Viktor, es mucho más maduro, asesino y heroinómano. El gran trabajo de cinematografía de Crystel Fournier, que ha trabajado con cineastas tan ilustres como Céline Sciamma y Susanna Nicchiarelli, consigue la mezcla perfecta entre lo gélido y la robotización de la cárcel, con ese amor, entre claroscuros y sombras, como la secuencia a oscuras de amor entre Hans y su primera relación, que recuerda tanto a la luz expresionista de Sólo se vive una vez (1937), de Fritz Lang.

El estupendo ejercicio de montaje de Joana Scrinzi, que ya trabajó con Meise en Outing, que estructura con orden una película que pasa por varios tiempos, sin nunca caer en lo reiterativo ni en el desinterés, ayuda al ritmo de una película que llega casi a las dos horas de metraje. Meise huye de la sensiblería y de la típica película de denuncia, para centrarse en sus personajes, en sus historias y conflictos personales, siempre en el interior de la cárcel, del exterior y sus vidas en ese espacio no nos cuentan nada, ni falta que hace, porque ese mundo, o mejor dicho, ese no mundo, ese no lugar, de absoluta privación de libertad, con un amor totalmente prohibido, que debe ocultarse, que vive entre las sombras, acechado por un estado represor, un estado que hereda las malas praxis del totalitarismo, un estado involutivo, que condena a sus ciudadanos por ser diferentes, por no dejarles a amar en libertar a quienes deseen. Great Freedom lo hace todo de forma sutil, todo se cuenta con tiempo, sin prisas, de manera concienzuda, sin caer en atajos argumentales ni en la condescendencia de otras películas, en la cinta de Meise todo huele a autenticidad, a verdad, a naturalidad y a sensibilidad y profundidad.

Una trama clásica y lineal en la que su parte más importante descansa en las magníficas interpretaciones de su grandiosa pareja. Tenemos a Franz Rogowski, quizás el actor alemán más sólido de los últimos años (con una filmografía que tiene a directores de gran talla como Haneke, Malick y Petzold), por citar algunos, dando vida al desdichado y callado Hans, un hombre más de acción, que a pesar de las consecuencias de sus actos, él los sigue llevando a cabo, en un acto de resistencia frente a un estado que habla de democracia y practica terror contra los gais. Frente a él, en un gran duelo de interpretación, tenemos a Georg Friedrich, otro grande de la cinematografía alemana-austriaca, también nacido en Austria como el director, (que ha trabajado con nombres tan ilustres como el mencionado Haneke, Sokurov, Seidl y Glawogger, entre otros), se mete en la piel de Viktor, la antítesis de un personaje como Hans, pero que la vida carcelaria los acercará y los hará convertirse en grandes amigos, o quizás podríamos decir, los hará redescubrirse, y sobre todo, pasar sus años de condena de forma muy diferente. Great Freedom es una película que recoge una de las etapas más negras para los homosexuales de aquella Alemania que quería olvidar el pasado, pero en algunas cuestiones, todavía las recordaba y machacaba a muchos que sentían de formas muy diferentes, como decía aquel, cuanto ha habido que caminar, y seguir caminando, para que se reconozca la libertad en todos sus frentes, formas, texturas y diversidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

A la vuelta de la esquina, de Thomas Stuber

CHRISTIAN SE ENAMORA DE MARION EN EL TRABAJO.

“Cuando salíamos del hipermercado al acabar el turno, afuera todo era diferente. Cuando cada uno volvía a su vida. Era como si todos cayéramos en un profundo sueño y regresáramos a casa el día siguiente”.

Sam y Jonathan, los dos vendedores de artículos de broma que pululaban por Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, de Roy Andersson, o los Santa, Jose, Reina o Amador de Los lunes al sol, de Fernando León de Aranoa, y también, Marcel Marx, el artista sin suerte de La vida de bohemia y más tarde el limpiabotas humilde de Le Havre, a los que podríamos añadir Ilona y Lauri, los desafortunados enamorados de Nubes pasajeras, o incluso a Koistinen, el guardián nocturno apocado de Luces al atardecer, todas de Aki Kaurismäki, pertenecen a ese nutrido grupo de individuos solitarios, invisibles, ausentes de sí mismo, tipos que se mueven entre los márgenes, solitarios y cabizbajos, empeñados en la mala suerte, escapando de turbios pasados, y sobre todo, muy silenciosos, con vidas rutinarias, empleos tediosos y aspiraciones ausentes, pero eso sí, cuando hablan se vuelven personas coherentes, sinceras, reflexivas y acogedoras, como Christian, el protagonista de la película A la vuelta de la esquina.

Christian es alguien que huye de su pasado oscuro, de los que todavía conserva un sinfín de tatuajes que adornan su torso y brazos, alguien que empieza de nuevo, alguien que empieza en su nuevo trabajo en un hipermercado mayorista en el turno de noche como reponedor de bebidas junto a Bruno. Una maraña de interminables estanterías, llenos de pasillos, donde se amontonan palés de bebidas en su caso, pero llenas de productos diversos para los clientes. Las jornadas nocturnas se desenvuelven en su rutina particular, conociendo el producto, los espacios y demás compañeros, como Marion, una atractiva rubia al que todos llaman “la chica de los dulces”,  que llama la atención del callado Christian, mientras toma un café frente a la máquina. A partir de ese momento, las jornadas cambiarán de tono y aspecto, y los encuentros fortuitos y no tanto, con la adorada Marion se irán sucediendo en los meses.

Thomas Stuber (Leipzig, Alemania del Este, 1981) se enfrenta a su cuarto largometraje como director basándose en un cuento del libro Todas las luces, de Clemens Meyer, coautor junto a Stuber del guión, donde Christina se convierte en el hilo conductor de la narración, ya que junto a él, conoceremos ese mundo laboral nocturno, donde el bullicio y el trasiego del día en el hipermercado desaparece para adentrarse en un mundo silencioso, roto por algún ruido mecánico, muy espacioso, donde los trabajadores son casi meras sombras que se mueven mecánicamente en su quehacer nocturno, llevando palés a su ubicación y vuelta a empezar, parando para echar un cigarrillo en los lavabos, atrapar a hurtadillas un bocado del producto que se tira, o compartir alguna que otra broma con los compañeros de los demás pasillos. Stuber abre la película con el “Danubio Azul”, de Johan Strauss, creando esa atmósfera peculiar y extraña, casi de película de terror,  donde reina una oscuridad y  silencio sepulcrales que se genera en el hipermercado durante el turno de noche, solo roto por el ruido de las carretillas manuales y elevadoras, instrumentos que se convertirán en un aprendizaje y adaptación para Christian, en el que su manejo ocultará algo mágico para el devenir de la historia.

El cineasta que creció en la RDA, tiene un hermoso homenaje al trabajo en el país extinto a través del personaje de Bruno, alguien que guarda celosamente su vida, o podríamos decir aquello que hace cuando no trabaja. Una película que encierra una hermosa y profunda historia de amor entre dos solitarios, entre dos personas que una, Christina huye de su pasado, de quién fue, y otra, Marion, con un matrimonio infeliz, clama en silencio por un poco de paz y tranquilidad, dos seres sensibles y espectrales en el trabajo, que encuentran el amor en el lugar más insospechado, entre pasillos, cajas y productos que otros compraran. El cineasta alemán acota su película en las cuatro paredes del hipermercado, a excepción de alguna que otra secuencia en el exterior, sumergiéndonos en la idea de belleza y profundidad en un lugar donde la mecanización se apodera de los movimientos de las personas, donde todo está previsto, en que la humanidad se abre camino entre tanta máquina y cotidianidad laboral, donde estos seres sencillos, de vidas rutinarias y emociones dormidas, despertarán a la belleza de los sentidos, a la pequeña alegría de tomar un café en compañía, a escuchar al compañero y sus problemas, a la ayuda de alguien que lo necesita, a ese consejo que solo la madurez sabe dar, o a esos pequeños momentos, casi sin relevancia, que cada día se suceden mientras trabajamos.

Una pareja protagonista magnífica que destila sensibilidad y humanismo a unos personas corrientes, de esos que nos cruzamos a diario, de los que se suben al autobús después de una larga y dura jornada laboral nocturna, o que se toman una cerveza entre amigos, excepcionalmente interpretados por Franz Rogowski (que hemos visto en la última de Haneke, o en filmes de Malick o Petzold) como Christian y Sandra Hüller como Marion (que estaba extraordinaria en Toni Erdmann, de Maren Ade, una de las últimas revelaciones del cine alemán) bien secundados por Peter Kürth que da vida al noble y honesto Bruno, y actores de gran reputación como Henning Peker o Matthias Brenner, entre otros. Una película sencilla y honesta, que ahonda de manera sincera y brillante en el trabajo y todo aquello que rodea una parte esencial en la vida de las personas en el mundo, con todas sus peculiaridades, con todos esos mundos únicos y extraños que se generan, las soledades compartidas o las relaciones profundas y no tanto que se van generando entre unos y otros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA