El bus de la vida, de Ibon Cormenzana

CUANDO LA VIDA SE VUELVE DEL REVÉS. 

“Es recomendable reírse de todo aquello que uno no puede remediar”

Voltaire

Ya lo he mencionado en algún que otro texto, pero está bien remarcar para que no se olvide. La cinematografía francesa es muy diversa e interesante, pero en lo que refiere al cine para todos los públicos han encontrado una fórmula muy efectiva, es decir, una forma de hacer cine comercial que no sólo se queda en la anécdota y en la intención de mercantilizar como sea la película entre manos. En algunas de estas películas encontramos ese toque de distinción, una mirada humana en la que no cortan en absoluto en el abordaje de ciertos temas incómodos, ya sea enfermedad, suicidio y conflictos que, en otras producciones, serían un mar de lágrimas constante, en las francesas, la comedia ayuda a paliar temas tan duros y tristes, y no lo sólo se quedan ahí, sino que se enfrentan al lado humano de las situaciones, creando, para el que suscribe, un género en sí mismo. Dicho esto, por estos lares, nos cuesta horrores hacer un cine parecido, o nos vamos a la risa floja con rostros muy populares de la televisión, o por otro lado, un tipo de comedia profunda que no conecta con el público, salvo algunas honorables excepciones. 

La sexta película de Ibon Cormenzana (Portugalete, Vizcaya, 1972), es una de estas películas que fusiona con acierto el cine para todos los públicos con temas tan duros como el cáncer usando un tono de comedia vitalista y nada oscura. Una cinta que es una vuelta al País Vasco del director, desde su ópera prima Jaizkibel (2000), y su gran faceta como productor con casi 40 títulos para cineastas tan importantes como Pablo Berger, Rodrigo Sorogoyen, Celia Rico, entre otros. La premisa es directa y sencilla. Andrés, un músico frustrado llega a un pueblo del norte para dar clases de música como sustituto, le diagnostican cáncer, y se convierte en un viajero de un bus muy peculiar, los enfermos del pueblo que van a quimioterapia a la ciudad. Esta vez, el guion del director, basado en hechos reales, ha tenido como cómplice a Eduard Solá, que ha trabajado para Nely Reguera, Clara Roquet, Pol Rodríguez y Gemma Ferraté, en un relato que aborda muchos temas difíciles: los sueños olvidados, el miedo, el dolor, compartir como base para no estar sólo, y muchos más, siempre desde el lado humano, nada maniqueo y sobre todo, sin caer en la retahíla del positivismo y demás, mirando de frente a la tristeza y la oscuridad, pero con valentía y fuerza, mezclando las diferentes emociones y construyendo personajes de verdad, de carne y hueso. 

Un relato bien conducido, con sus montañas rusas y demás circunstancias, con un excelente equipo técnico, lleno de cómplices del director, como el cinematógrafo Albert Pascual, que ya le acompañó en Alegría, tristeza (2018) y La cima (2022), con una luz ligera y nada impositiva, que deja espacio para los personajes y los increíbles espacios naturales de la película. Paula Olatz en la música, también en La cima que, captura toda esa complejidad de las emociones por las que pasan los diferentes individuos, acompañados por temas de Rigoberta Bandini, Los chicos del maíz o uno original de Manuela Vellés y Dani Rovira, entre otros, donde la música se convierte en un espacio importantísimo para el devenir de la historia. Una edición de David Gallart, compartiendo La cima, habitual de Paco Plaza, Sílvia Munt y Leticia Dolera, entre otras, que consigue poner ese tono entre la comedia y el drama, y la ligereza, que casan también en la historia que se nos cuenta, en sus interesantes casi 99 minutos de metraje. Antes de ponernos a hablar de su buen escogido reparto, déjenme finalizar este párrafo con un actor como Dani Rovira, todo un desafío el personaje de Andrés, en un composición espejo-reflejo de la propia vida del intérprete, que padeció cáncer, en su mejor trabajo para el cine hasta la fecha, para un servidor, porque es un tipo que debe aprender tantas cosas y dejar tantos complejos, miedos y demás mierdas. Chapeau! para el bueno de Rovira. 

El resto del reparto encabezado por la maravillosa Susana Abaitua, tan natural, tan humana y tan bella como persona, es la conductora del bus, tan destartalado como vital, bien acompañada por Elena Irureta, una crack de nuestro cine, Antonio “Durán” Morris, Nagore Aramburu, Andrés Gertrudix, en la piel de un músico después de su aparición en Culpa, la anterior de Cormenzana, amancay Gaztañaga y los debutantes Pablo Scapigliati como Unai, uno de esos personajes inolvidables que se merecen una película para él, y Julen Castillo y Miriam Rubio. No dejen escapar una película como El bus de la vida, porque como les he mencionado, aunque hable de cáncer, es palabra que da tanto miedo, no es una película sólo sobre el cáncer, es también, y esto no es una broma, sobre la vida, sobre quiénes somos y qué nos gustaría ser, sobre los sueños, sobre las oportunidades, sobre quiénes son nuestros lugares o nuestro lugar, porque la vida como la enfermedad, a veces, siempre llega de golpe, sin tiempo para pensar, sin tiempo para nada, porque todo se detiene, y la vida nos muestra su lado más tenebroso, sí, pero todavía estamos vivos, y eso sería razón suficiente para seguir soñando, y sobre todo, compartirlo, porque, compartir es lo mejor, eso sí, no corran en encontrar a “la persona”, porque la persona llegará cuando menos lo esperemos, como todo en la vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Not a Pretty Picture, de Martha Coolidge

FUI VIOLADA A LOS 16 AÑOS POR UN COMPAÑERO DE CLASE.   

“Esta película está basada en incidentes de la vida de la directora. La actriz que interpreta a Martha también fue violada cuando estaba en el instituto. Se han cambiado nombres y lugares”.

El cine tiene una inmensa capacidad para inventar con el propósito de enfrentarse a las historias que quiere contar para transmitir a los futuros espectadores. Cada historia necesita su propia mirada y sobre todo, su propia forma. Dicho esto, cuando la cineasta Martha Coolidge (New Haven, Connecticut, EE.UU., 1946), contaba con tan sólo 16 años y estudiaba secundaria fue violada por un joven de 21 años. A la hora de afrontar su primera película, Coolidge tenía la necesidad de hacer una película sobre el hecho traumático que supuso la violación 12 años atrás. La directora se aleja de la ficción convencional y construye un dispositivo magnífico, que consiste en un relato que tiene secuencias ficcionadas, que ocurren en el instituto y sobre todo, en el interior de un coche, camino a la fiesta donde se producirá la mencionada violación. A estas ficciones, les acompaña unas extraordinarias secuencias documentales, situadas en un destartalado loft en New York, en las que escenifican el momento de la violación, así como indicaciones y diálogos que mantienen la propia directora con amigos alumnos de la Universidad de la citada ciudad que interpretan a los personajes. 

De Martha Coolidge conocíamos sus películas posteriores a ésta, como La chica del valle (1983), Escuela de genios (1985), El precio de la ambición (1991), Angie (1994), y series de televisión como Sexo en New York (1998), C.S.I. Las Vegas (2000), y Cult (2013), entre otras. Una extensa carrera que abarca casi medio siglo de vida y más de 40 títulos. La pregunta es: ¿Por qué no conocíamos una película como Not a Pretty Picture?. Ya conocemos la respuesta. Por eso, por lo que cuenta y cómo lo aborda. Hasta ahora, porque gracias a la iniciativa de la restauración y el acierto de Atalante Cinema de distribuirla por estos lares, podemos verla y sobre todo, reflexionar en su fondo y forma. Lo que más sorprende de una película de esta naturaleza es la valentía y la mirada de su directora, Martha Coolidge de afrontar su propio dolor y el de muchas adolescentes que también fueron víctimas de la cultura de la violación tan naturalizada en los institutos. Estamos ante una película que es muchísimas cosas: desde el documento, de rememorar unos recuerdos dolores y difíciles de expresar, desde el ensayo, donde hay espacio para dialogar sobre lo que se está filmando y la forma de hacerlo, la ficción, como vehículo para desmembrar con más profundidad la complejidad de la realidad, y los componentes que la rodean. y desde lo humano y lo político, porque es tan importante lo que se muestra y el cómo se hace, donde en ese sentido.

La película es todo un ejemplo, ya lo era en su momento, en los pases que tuvo, porque no tuvo una carrera en cines comerciales, y lo es ahora, porque el problema sigue tan vigente como lo era entonces, donde el abuso y la violación siguen tan actuales, por desgracia. Not a Pretty Picture tiene el espíritu de los cineastas independientes de New York, los que se acogen en el Anthology Film Archives, como los Jonas Mekas y Peter Kubelka, entre otros, las películas de John Cassavetes, porque con una cámara de 16mm se acercan a las realidades más inmediatas pasadas por la ficción del cine y sus elementos más naturales y transparentes. Coolidge que tenía 28 años cuando hizo Not a Pretty Picture, se desdobla en dos miradas, la de la cineasta y la persona que mira su película y vuelve a aquel día fatídico donde fue violada, haciendo y haciéndose las preguntas y entablando diálogos con sus personas/personajes, donde su protagonista Michele Manenti, que hace de ella misma, también fue violada en el instituto, y las aportaciones de Jim Carrington, que es el violador, que habla desde el personaje y de él mismo, como los demás intérpretes, y la presencia de Anne Mundstuk, que fue compañera de la directora, interpretándose a sí misma.  

Una película denuncia y política, porque no sólo se queda en los hechos sino que va más allá, interpelando a esa cultura del abuso tan arraigada en los institutos y en los adolescentes que la ven como algo normal y consentido, cuando es al contrario. Desde su aparente sencillez, el aparato cinematográfico que cimenta Coolidge es, ante todo, una película que aborda un tema durísimo, pero sin ningún atisbo de revancha ni nada que se le parezca, sino desde la profundidad y la reflexión para comprender porque el abuso y la violación están tan naturalizados por los hombres y porqué se producen con tanta impunidad, creando el espacio para la conversación y el diálogo compartiendo experiencias, pensamientos y miradas. Por favor, hagan lo imposible por ver la película Not a Pretty Picture, de Martha Coolidge porque es toda una lección magnífica de cómo abordar un tema como la violación, el abuso, la intimidación y sobre todo, el miedo que rodea a la víctima ante un hecho tan doloroso, la dificultad de compartirlo con los demás y el asqueroso sentimiento de culpa que tienen las mujeres que han pasado por un trance tan horrible como este. Estamos ante una película de obligada visión por todos y todas, con sus maravillosos 83 minutos de metraje. 

Quiero agradecer enormemente a la directora estadounidense Martha Coolidge que hiciese esta película, por su audacia, por su talento y su forma de hacerla con ese espíritu indomable de la independencia y de la amistad, de compartir con los demás su violación y su dolor, y ser tan sencilla y tan transparente en su forma de mirar y reflexionar, en una película infinita, es decir, que usa las herramientas del cine para encarar el tema, y lo hace desde la profundidad más libre, natural y transparente, sin caer en tremendismos ni posiciones de un lado u otro, sino desde lo humano, desde lo político, pero en el sentido de reflexionar sobre el problema del abuso a las mujeres desde múltiples puntos de vista para mostrarlo sin edulcorantes ni nada de esa índole, sino desde la “verdad”, desde esa verdad de mirarnos de frente, sin tapujos ni sombras, sino con toda la claridad y transparencia posibles, y la directora lo consigue, porque habla desde lo personal y lo sencillo. Una película extraordinaria, abrumadora y sorprendente por lo que cuenta y cómo lo hace, tan moderna que no tiene tiempo ni está sujeta a nada ni nadie, sino al problema que retrata. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Alis, de Clare Weiskopf y Nicolas van Hemelryck

LAS JÓVENES HERIDAS. 

“Quiero que cierres los ojos un momentico. Vas a imaginarte a una compañera tuya. Tiene 15 años. Se llama Alis. Te la vas a inventar”. 

En un mundo cada vez más saturado de imágenes vacías, masticables y muertas, el cine debería ser el reflejo para mirarnos y reflexionar sobre nuestro entorno, dotando de valor a cada imagen, tratándola con respeto, y sobre todo, generando ese espacio para mirar con tiempo, profundizando en esos temas que nos remueven, que nos hagan despertar y activarnos ante tanta degeneración visual. Alis, la tercera película del tándem Clare Weiskopf y Nicolas van Hemelryck, ubicado en Colombia, es un buen ejemplo sobre lo que acabo de explicar. Porque hace que el cine, ante la marabunta estúpida de imágenes, recupere su valor y su grandeza, y lo hace desde la sencillez más absoluta, a partir de un dispositivo doméstico y humilde, filmando a un grupo de jóvenes adolescentes que sus padres no pueden atender y viven en un internado “La Arcadia”, situado en Bogotá (Colombia). A través de planos fijos y una mirada a cámara, bajo la apariencia de una entrevista, de forma directa y transparente, bajo la apariencia de imaginar a una compañera que se llama Alis. 

A Weiskopf y van Hemelryck los conocimos cuando inauguraron el DocsBarcelona en 2017 con Amazona, estupendo trabajo que filmaba el reencuentro de la propia directora con su madre después de años de ausencia de esta, en plena selva amazónica, donde lo humano y el paisaje se iban entrelazando.  Para su segundo trabajo en conjunto, donde coproducen, coescriben y demás, construyen un guion junto a Tatiana Andrade, los editores Anne Fabini y Gustavo Vasco, que nace a partir de los Talleres de Cine que llevan a cabo desde hace cinco años en la citada “La Arcadia”. Estamos ante una obra dura pero llena de esperanza, que no embellece ni tampoco es condescendiente, que va muchísimo más allá del reflejo de una realidad muy dura para sus jóvenes protagonistas, que arrastran situaciones muy oscuras y traumáticas, pero la idea de la pareja de cineastas no es construir una película descarnada y sin concesiones, sino hacer una obra que ante todo visibilice a estas adolescentes y les dé ese calado humano que se les ha negado hasta ahora, y sobre todo, que las conozcamos a través de su intimidad, sus sueños, sus imaginaciones y sus futuros. Una forma nada artificial, firmada por el cinematógrafo Helkin Rene Diaz, especializado en documental, filmando a sus protagonistas de verdad, sin trampa ni cartón, construyendo un diálogo, donde la palabra prime, donde cada testimonio sea directo, que salga del alma, sin cortapisas, en libertad y sobre todo, profundizando en ellas mismas a través de Alis, esa compañera imaginaria que va a ayudarlas a llegar donde nunca habían llegado. 

Un montaje de sólo 84 minutos, reposado y nada estridente, sino conservando ese tempo preciso esencial para que las vayan sin prisas, firmado por dos grandes como Fabini, de la que vimos Of Fathers and Sons (2017), de Talal Derki, que también se pudo ver en el Documental del Mes, y la más reciente Algún día nos lo contaremos todo, de Emily Atef, y Vasco, una pieza fundamental en la cinematografía colombiana, porque ha editado películas de luis Ospina, Rubén Mendoza, Ciro Guerra y Laura Mora, entre otras. No podemos olvidar el papel que juega la música desde los títulos escogidos, y la creación del dúo chileno Miguel Miranda y José Miguel Tovar, que tienen en su haber a cineastas como Andrés Wood, Patricio Gúzman, Maite Alberdi, y muchos más. La obra de Weiskopf y van Hemelryck es cine social y político muy potente, y sumamente reflexivo y contundente, y no lo hace como mucho cine social de etiqueta que muestra hasta la indecencia la miseria con el fin de no sé qué, la “Porno miseria”, que acuño el mencionado Ospina junto a Carlos Mayolo en su imperdible Agarrando pueblo (1977).

En Alis hay un gran respeto hacia estas jóvenes que están siendo filmadas y con las que se establece un diálogo de frente, face to face, sin artificios ni engaños, y lo hace a través de un juego haciendo un ejercicio de imaginación, de fabulación, de expresión, siendo ellas mismas, siendo lo que sus duras vidas y circunstancias les ha negado, la ilusión de imaginar un futuro, de imaginar otras vidas, otras niñas, otros amores, otras familias y en fin, otras formas de ser, pensar, y hacer. Una película llena de grandes aciertos y de ideas, porque no oculta nada de su armazón cinematográfico, y a veces, se desnuda literalmente, y estamos ante una ensayo sobre el cine, sobre la forma de encontrar el dispositivo en el cine documental, o asistimos a algunas de las sesiones de los talleres de cine que llevan a cabo en el centro, un lugar que nos van mostrando a partir de sus rutinas, sus habitaciones, sus bailes y sus relaciones e interacciones, sin la recurrente voz en off que en este caso no hace falta, porque la película quiere contar a través de la palabra de sus protagonista, interviniendo lo justo y necesario, otorgando todo: voz, cuerpo, sentimientos a sus jóvenes protagonistas, transmitiendo esa idea humanista que a pesar de las heridas siguen siendo personas con voz y se les da esa voz que nunca han tenido, porque a pesar de todo, siguen estando aquí con sus historias. No dejen de ver una película como Alis, de Clare Weiskopf y Nicolas van Hemelryck, porque a través de la oscuridad y el dolor, construyen una película humanista, que abre un espacio de escucha, de compartir, y de reconstrucción de almas heridas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los pasajeros de la noche, de Mikhaël Hers

UNAS VIDAS DURANTE LOS OCHENTA.

“Quedará lo que fuimos para otros. Trocitos, fragmentos de nosotros que quizá creyeron entrever. Habrá sueños de nosotros que ellos nutrieron. Y nosotros no éramos nunca los mismos. Cada vez éramos esos magníficos desconocidos, esos pasajeros de la noche que ellos se inventaron, como sombras frágiles, en viejos espejos olvidados en el fondo de las habitaciones”.

El universo del cineasta Mikhaël Hers (París, Francia, 1975), pivota sobre la idea de la ausencia, la que sufrían Lawrence y Zoé, novio y hermana de la fallecida Sasha en Ce sentiment de l’eté (2015), y David, que perdía a su hermana mayor y debía hacerse cargo de la hija de esta, Amanda en Mi vida con Amanda (2018). El mismo vacío que padece Élisabeth, una mujer a la que su marido acaba de dejar para irse a vivir con su novia en el lejano 1984. Un guion de libro, bien detallado que firman Maud Ameline, que vuelve a trabajar con el director después de Mi vida con Amanda, Mariette Désert y el propio director, que recoge el ambiente de aquellos años con sutileza, con momentos felices, tristes y agridulces.

La película arranca con unas imágenes reales, las de aquel 10 de mayo de 1981, el día que Mitterrand ganaba las elecciones francesas y se abría una etapa de euforia y felicidad. Inmediatamente después, nos sitúan en 1984, en el interior de las vidas de la citada Élisabeth y sus dos hijos, Judith, una revolucionaria de izquierdas en la universidad, y Matthias, un adolescente de 14 años, pasota y perdido. La llegada de Talulah, una chica de 18 años, que vive sin lugar fijo y frecuenta mucho la noche, cambiará muchas cosas en el seno de la familia, y sobre todo, los hará posicionarse en lugares que jamás habían imaginado. La mirada del director, que en la época que se sitúa su película era un niño, es una crónica de los hechos de verdad, muy humana y cercanísima, alejándose de esa idea de mirar el pasado de forma edulcorada y sentimentalista, aquí no hay nada de eso, sino todo lo contrario, en los que nos cuentan la idea de empezar de cero por parte de Élisabeth, una mujer que debe trabajar y tirar hacia adelante su familia, con la inestimable ayuda de un padre comprensivo y cercano.

La historia recoge de forma extraordinaria la atmósfera de libertad y de cambio que se vivía en el país vecino, con momentos llenos de calidez y sensibilidad, como esos momento en el cine con los tres jóvenes que van a ver Las noches de luna llena, de Éric Rohmer, protagonizada por la mítica actriz Pascal Ogier, desaparecida en 1984, una referencia para Talulah, con la que tiene muchos elementos en común, el momento del baile que da la bienvenida a 1988, y qué decir de todos los instantes en la radio con el programa que da título a la película, “Los pasajeros de la noche”, para todos aquellos que trabajan de noche, y todos aquellos otros que no pueden dormir, y necesitan hablar y sentirse más acompañados. A través de dos tiempos, en 1984 y 1988, y de dos miradas, las de madre e hijo, la película nos habla de muchas cosas de la vida, cotidianas como el despertar del amor en diferentes edades, la soledad, la tristeza, la felicidad, la compañía, aceptar los cambios de la vida, aunque estos no nos gusten, y demás aspectos de la vida, y todo lo hace con una sencillez maravillosa, sin subrayar nada, sin dramatizar en exceso los acontecimientos que viven los protagonistas.

Como ya descubrimos en Mi vida con Amanda, que se desarrollaba en la actualidad, Hers trabaja con detalle y precisión todos los aspectos técnicos, donde mezcla fuerza con naturalidad como la formidable luz que recuerda a aquella ochentera, densa y luminosa, que firma un grande como Sébastien Buchman, con más de 70 títulos a sus espaldas, un exquisito y detallista montaje de otra grande como Marion Monnier, habitual en el cine de Mia Hansen-Love y Olivier Assayas, que dota de ritmo y ligereza a una película que abarca siete años en la vida de estas cuatro personas que se va casi a las dos horas. Un reparto bien conjuntado que emana una naturalidad desbordante y una intimidad que entra de forma asombrosa con un excelente Didier Sandre como el padre y el abuelo, ayuda y timón, que en sus más de 70 títulos tiene Cuento de otoño, de Rohmer, Megan Northam es Judith, la hija rebelde que quiere hacer su vida, la breve pero intensa presencia de Emmanuelle Béart haciendo de locutora de radio, solitaria y algo amargada.

 Mención aparte tiene el gran trío que sostiene de forma admirable la película como Quito Rayon-Richter haciendo de Matthias, que encuentra en la escritura y en Talulah su forma de centrarse con el mundo y con el mismo, con esos viajes en motocicleta, que recuerdan a aquellos otros de Verano del 85, de Ozon, llenos de vida, de juventud y todo por hacer, una fascinante Noée Abita, que nos encanta y hemos visto en películas como GénesisSlalom y la reciente Los cinco diablos, entre otras, interpretando a Talulah, que encarna a esa juventud que no sabe qué hacer, y deambula sin rumbo, sola y sin nada, que conocerá el infierno y encontrará en esta familia un nido donde salir adelante, y finalmente, una deslumbrante Charlotte Gainsbourg, si hace falta decir que esta actriz es toda dulzura y sencillez, como llora, como disfruta, ese nerviosismo, esa isla que se siente a veces, como mira por el ventanal, con ese cigarrillo y esa música, que la transporta a otros tiempos, ni mejores ni peores, y ese corazón tan grande, que nos enamora irremediablemente. Nos hemos a emocionar con el mundo que nos propone Mikhaël Hers, que esperemos que siga por este camino, el camino de mirar a las personas, y describiendo con tanta sutileza y sensibilidad la vida, y sus cosas, esas que nos hacen reír, llorar y no saber lo que a uno o una les pasa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Drive My Car, de Ryûsuke Hamaguchi

LA VIDA… Y LUEGO NOSOTROS.

“Cuando se carece de verdadera vida, se vive de espejismos…”

De la obra “Tío Vania”, de Anton Chéjov

Apenas tres meses del estreno de La ruleta de la fortuna y la fantasía, volvemos a cruzarnos con otra película de Ryûsuke Hamaguchi (Kanagawa, Japón, 1978), y como no podía ser de otra manera, volvemos a reencontrarnos con sus personajes de existencias cotidianas, de instantes fugaces, de sentimientos vulnerables, con sus conflictos existenciales, sus continuas derivas emocionales, y sobre todo, volvemos a mirar de frente aquellos problemas invisibles, aquellos que ocultamos a los demás, y también, y sobre todo, a nosotros mismos. El cineasta nipón nos habla sobre la vida, o mejor dicho,  sobre aquello que creemos que es vivir, sobre todo aquello que nos ocurre, sobre todas esas heridas y el dolor que nos producen las situaciones vitales, y sobre como gestionamos ese dolor, la forma en que nos relacionamos con él, y como lo usamos o no frente a los demás. Sus relatos se van sucediendo frente a nosotros como ocurría en las obras de Ozu, casi sin darnos cuenta, aplastadas por la cotidianidad de nuestros quehaceres diarios, unos relatos breves y fugaces que se perdían casi sin llamar la atención, pero que continuaban viviendo en nuestro interior. Esos pequeños conflictos a los que apenas damos importancia, pero acaban dirigiendo nuestras vidas, porque están ahí, quietos, sin revolver, viviendo en nosotros, agazapados y esperando su oportunidad, donde serán expuestos y enfrentados y quizás, resueltos o no.

En esta ocasión, la mirada de Hamaguchi toma prestado un cuento homónimo de Haruki Murakami (de título extraído de una canción de The Beatles), que apareció en el libro “Hombres sin mujeres”, y escribe junto a Takamasa Oe un guion que nos sitúa frente a una pareja dedicada a contar historias. Él, Yusuke Kafuku, actor y director teatral, y ella, Oto, guionista de televisión. Una pareja que se quieren, y poseen una peculiar forma de contarse las diferentes historias que van inventándose. El automóvil de él, un Saab 900 Turbo, un vehículo de más de diez años de vida, es el encargado de acoger esas historias y funciona como espacio donde los personajes se abren mucho más y exponen más sus emociones y por ende, descubrimos lo que son en realidad. Estamos ante una película donde la interpretación y la fabulación son usadas como máscaras, como escaparates ficticios para ocultar los verdaderos sentimientos en forma de heridas. No obstante, veremos dos obras de teatro representadas. La primera, Esperando a Godot, de Beckett, la obra que más ha buceado por el hastío y el vacío vital, que explica con detalles todo lo que le sucede al personaje masculino, y luego, en las dos terceras partes siguientes, asistiremos a los ensayos de Tío Vania, de Chéjov, una de las obras que mejor ha descrito la desesperación y el vacío de la vida, en la que cada uno de los personajes arrastra sus heridas y su desconsuelo vital.

El automóvil actúa como acicate ante tanto dolor no compartido, la parsimonia de la circulación y la paz que le produce al protagonista es usado como bálsamo de paz, porque mientras conduce va escuchando la obra recitada por su mujer Oto. No es casualidad que la acción suceda en Hiroshima, la ciudad junto a Nagasaki, arrasadas por las bombas atómicas. Una ciudad de dolor, sobre el dolor, en la que todavía se perciben las secuelas de la tragedia y el inmenso dolor que produjo. En ese espacio, en sus calles, va a parar Yusuke, arrastrandon su dolor, y mientras trabaja en el montaje de “Tío Vania”, recorrerá sus calles y diferentes espacios con un chófer que le pone el festival de teatro, la elegida que conducirá su coche es Misaki, una joven de veinte años, que será su compañera, confidente y escuchadora durante esos dos meses en Hiroshima. Otro personaje clave en la película es Koshi Takatsuki, un actor que volverá a la vida de Yusuke, que pertenece a su pasado, a ese pasado que compartió con Oto.

Los aspectos técnicos del cine de Hamaguchi son extraordinarios y sumamente elegantes y llenos de matices. Desde todo el anacronismo existente en la película, con ese automóvil en la cabeza, un modelo del pasado, con sus cintas de casete donde vamos escuchando las obras, o ese tocadiscos, con sus discos de vinilo que escucha la pareja. La excelente banda sonora que escuchamos firmada por Eiko Ishibashi, donde se van detallando con suma delicadeza todos los sentimientos de los personajes que van aflorando tímidamente. El ágil, exquisito y rítmico trabajo de edición de Azusa Yamazaki,  como si se tratase de una partitura musical, para aligerar sus ciento setenta y nueve minutos de metraje, que se nos pasan casi sin darnos cuenta, completamente ensimismados por sus imágenes, sus palabras y sus emociones. La cinematografía de Hidetoshi Shimoniya ayuda a armonizar toda esa gama de sentimientos complejos que arrastran los dos personajes principales, donde la ligereza y suavidad de sus imágenes, confronta con todo ese espacio interior, donde todo es complejidad, oscuridad y dolor.

La mirada de Hamaguchi no está muy lejos del cine de Rohmer y Hong Sang-soo, otros dos autores-cronistas sobre las dificultades emocionales ante la vida y sus catástrofes, con sus personajes sin tiempo, que hablan y discuten, y miran y se mueven intentando ser, que nos es poco. Hamaguchi es otro creador maravilloso de personajes, porque es a través de ellos que se cuentan los diferentes conflictos, a través de sus hermosos y transparentes diálogos, y sus importantísimos silencios, quizás más elocuentes y auténticos, con ese revelador detalle del personaje que no habla y solo se comunica con el lenguaje de signos. Sus criaturas son individuos como nosotros, cercanísimos en sus problemas emocionales, en el que cada uno de ellos actúa como reflejo del otro, como espejo deformador de sus propias existencias, donde las diferentes composiciones, en los que abundan los personajes femeninos fuertes y sensibles, como sucede en Drive My Car, con esa Oto y Misaki, quizás dos mujeres muy diferentes o no, que conducirán, y nunca mejor dicho, la existencia y el trabajo de Yusuke. Un grupo de grandes intérpretes como los Hidetoshi Nisgijima, al que vimos recientemente en El teléfono del viento, de Nobuhiro Suwa, da vida a Yusuke, el tipo que encontrará en la actuación la terapia para acompañar y vivir su dolor, aunque quizás la amargura de Vania esté demasiado cerca para poder interpretarlo.

Y los de reparto, igual de importantes que los principales, por la huella y la presencia-ausencia que dejan en estos, como Tôko Miura es Misaki, la joven que también arrastra su herida, y se convertirá no solo en la eficiente chófer de Yusuke, sino en su confidente, y su hermana de dolor, y los dos compartirán mucho más que la mera relación profesional. Reika Kinishima es Oto, una mujer compleja, enamoradísima y una herida difícil de llevar, y finalmente, Masaki Okada es Koshi, el joven actor que aparecerá en las vidas de la pareja de forma inesperada e intensa. Hamaguchi ha vuelto a construir una grandiosa película, como son las grandes películas, de armazón ligero, suave como una brisa frente al mar, y denso y complejo en su interior, con unos personajes cercanos e íntimos, pero convertidos en una especie de islas emocionales, llenos de heridas, llenos de dolor, que les iremos conociendo y sintiendo en su proceso de acompañar el dolor, de mirarlo de frente, de no huir de él, de vivir con ello, porque la vida a pesar de su tristeza y su sin sentido, siempre está ahí para regalarnos una conversación con alguien, una mirada cómplice o simplemente, compartir unas miradas y un silencio que lo dicen todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Monumental, de Rosa Berned

PERSONAS COMO NOSOTROS.

“Sabemos lo que somos, peor aún no sabemos lo que podemos llegar a ser”

William Shakespeare

En Monos como Becky (1999), fascinante y hermosísimo documento del maestro Joaquim Jordá, exponía la enfermedad mental desde las personas, dese sus sueños e inquietudes, desde sus más profundos anhelos y existencias, enterrando tantos prejuicios, miedos y barreras que la sociedad ha impuesto a los enfermos de salud mental. Una película que ayudó a mirar a los enfermos como personas, huyendo de la compasión y el victimismo, y sobre todo, situándolas en un marco humanista. Un proceso parecido es el que ha emprendido la directora Rosa Berned (Madrid, 1981), que ya había tratado de una manera diferente la inmigración a través de interesantes cortometrajes, debutando con un relato desde el alma, desde la mirada, desde la cercanía, desde la espontaneidad de un grupo de personas de salud mental, que asisten a un taller de teatro, donde cine y teatro se funden, donde cada uno de ellos empieza a soltar amarras, a bucear en sus dolorosos recuerdos del pasado, y sobre todo, a cambiar, a convertirse en personas diferentes, en esta película catártica, en este proceso único y honesto, que convierte a estas personas en seres que miran al presente con otros ojos, donde el miedo empieza a doler menos y la vida se viste de amor, amistad y abrazos.

Una película nacida de la experiencia de Pilar Durante, productora de la cinta, con más de tres décadas trabajando como terapeuta ocupacional con personas con enfermedad mental, y el incondicional apoyo de Rosa García, la integradora social, y asistente de dirección, y la propia directora, que crearon talleres de fotografía y de teatro, y durante el proceso se encontraron con un grupo de siete personas que sufren de enfermedad mental: María Jesús Rodríguez, Pedro Lara, Silvia Jiménez, Nieves Rojo, Emilio Garagorri, Manuel Jiménez y Julia Vera. Siete personas adultas que a través del taller van experimentando sus propias enfermedades, sus existencias, sus pasados, y su identidad, y la cámara de Berned, con la ayuda del rítmico y naturalista montaje de Amaya Villar Navascués, registra la vida, todos esos momentos en los que asistimos como testigos de excepción a sus aperturas emocionales, donde se muestran lo que son, con sus rupturas emocionales, sus pasados de maltratos y abusos por parte de sus progenitores, sus trastornos, sus intentos de suicidio, sus manifestaciones reivindicativas a ser tratados como personas y no como niños u objetos, a sus luchas para acabar con el estigma de la salud mental, sus presentes, donde se van abriendo a los demás, y sobre todo, compartiendo su dolor y sus alegrías, donde reivindican los abrazos y la vida, en contraposición a tanta pastilla e invisibilidad.

Descubrimos a siete seres maravillosos, con sus luces y sombras, con sus pesadillas y alegrías, llenos de bondad y gratitud, en un relato honesto e íntimo, que apenas habla de salud mental, lo necesario, el resto lo dedica a descubrirnos el interior de esas personas, unas personas que podríamos ser nosotros, si hubiéramos pasado por situaciones parecidas a las de ellos. Berned ha construido una ópera prima de gran calado emocional, llena de sabiduría e inteligencia, una conmovedora y nada compasiva lección de humanismo, rescatando todas las bondades y herramientas del arte, en este caso del teatro y el cine, como terapias catárticas que ayudan de forma profunda y personal a aliviar y reconducir los males emocionales, extrayendo todo aquello que daña y reparándolo, a través de lo que sentimos y como lo extraemos, del proceso para sentirse bien, mirando de frente nuestros dolores, miedos e inseguridades, pasando del aislamiento emocional a el espacio de compartir, de explicar, de hablar, de sacar todo aquello que nos hace mal, para convertirlo en algo que podamos compartir con los demás, y de esa manera, sentirnos más ligeros y aliviados.

La película no solo documenta el taller de teatro, sino que entra en sus hogares, en las relaciones familiares y personales, los acompaña en sus profundas reflexiones sobre la vida, la muerte, la existencia, el tiempo, etc…Un documento honesto y sensible, que trata la enfermedad mental sin condescendencia ni sentimentalismo, sino de forma sincera y personal, de frente, sin miedos ni atajos, cara a cara, mostrándola en toda su crueldad, pero también, el otro lado, ese que proyecta el taller de teatro, que ayuda a curar heridas, siendo otros, expresando lo que tanto cuesta en la realidad, atreviéndose a sentir lo que tanto duele, a trabajar cada día en ser lo que otros tanto tiempo le negaron, a aceptarse para que los demás acepten, a sentirse libres, independientes y seguros, a sobrellevar la enfermedad y a no sentirse solos y vacíos, a saber compartir la alegría y el dolor, en fin, a vivir con todo lo que ello conlleva, pero con menos miedo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=»https://vimeo.com/408473182″>MONUMENTAL_TRAILER#1</a> from <a href=»https://vimeo.com/user68631998″>Producciones As&iacute; es la Vida</a> on <a href=»https://vimeo.com»>Vimeo</a>.</p>

 

Cola, Colita, Colassa (Oda a Barcelona), de Ventura Pons

Cola-Colita-ColassaMEMORIA DE UN TIEMPO.

“Quan hi ha un retrat, aquest ja ho explica tot, no cal ficar-hi tanta literatura ni tantes fotos anecdòtiques. Un retrat resol el tema. Jo no ho oblido mai. Et vas carregant la motxilla de la memoria”.

Colita

Ventura Pons (1945, Barcelona) dirigió más de 20 obras de teatro antes de debutar en el cine con Ocaña, retrat intermitent (1977), un documento sobre José Pérez Ocaña, un pintor andaluz, homosexual, transformista y anarquista, de vida transgresora y provocadora, que se convirtió en un icono de Las Ramblas de Barcelona de finales de los 70. Le siguieron 6 comedias, unas más locas y otras más negras, que hizo entre los años 1981 y 1993, con la colaboración del guionista Joan Barbero. En 1994, cambia de rumbo y toma otro camino, y empieza a adaptar novelas y textos teatrales de autores de prestigio como Monzó, Benet i Jornet, Belbel, Torrent o Baulenas, entre otros, llevándole a un nivel de producción de ritmo vertiginoso, estrenando una película casi cada año, realizando títulos de calidad como Actrius, Amic/Amat, Amor idiota, Forasters, Mil cretins, etc…

Ahora, vuelve al documento, en su película número 27 de su carrera, como su estreno en el cine, similar a los trabajos de El gran Gato (2002), sobre la vida del emblemático músico, o Ignasi M. (2013), donde relataba la crisis personal y laboral del prestigioso museólogo. Su mirada se centra en Isabel Steva Hernández, más conocida como “Colita”, figura esencial de la fotografía moderna del siglo XX. Como hiciese en Ocaña, la película de Pons se desarrolla en casa de la fotógrafa, en el jardín, rodeada de sus amigas, confidentes y compañeras de fatigas más íntimas. Tenemos a Teresa Gimpera, Maruja Torres, Pilar Aymerich, Rosa Regàs, Núria Feliu, Beatriz De Moura, Anna Maio, Rosa Sender y Marta Tatjer. Todas ellas, igual que la anfitriona, artistas o mujeres vinculadas al mundo de la bohemia. Se arrancan a comentar su no al premio nacional de fotografía, para luego adentrarse en los años alegres y convulsos de los 60 y 70, en plena dictadura franquista, en un país consumido por el fascismo y el oscurantismo, donde todo lo moderno, transgresor y divertido se prohibía tajantemente.

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Divida por 9 capítulos, que se abren con el material gráfico de Colita, retratos de aquellos amigos que posaron para ella, y sigue con las conversaciones que recuerdan aquellos instantes, en este encuentro de mujeres donde hablan y ríen, de los retratos de Colita y su arte, recuerdan a los que ya no están, los viajes que hicieron, las risas y la diversión que compartían, los franquistas que las acechaban, las noches sin fin en Bocaccio, las borracheras que nunca terminaban, los actos en contra de Franco, el reportaje del funeral del dictador, los hombres que amaron y los amantes que dejaron en el camino, los cineastas, la literatura, los músicos, y demás artistas que conocieron, la miseria y la suciedad el barrio chino, aquellos cantantes y transformistas que paseaban su glamour nocturno, las putas de toda la vida, la Gauche Divine, los Moix, y aquella Barcelona convulsa, agitada, política, artística, transgresora, represiva y sobre todo, las conversaciones giran en torno a la memoria de un tiempo vivido, un tiempo que dejó buenos y malos recuerdos, pero también, situaciones y momentos divertidos. Estas viejas damas indignas, como se autodefinen Maruja Torres, mujeres modernas, alejadas de las vidas de sus madres, y libres en su interior. Mujeres que recuerdan lo que fueron, lo que hicieron y el tiempo donde había flores en las calles, pero también pistolas en el cinto. Tiempos oscuros, pero también tiempos para compartir, vivir, y hacer fotografías que registraban todo aquello que sucedía, o al menos parte de lo que sucedió. Ventura Pons ha hecho un filme valioso, un documento sobre la memoria de un tiempo que se vivió en plena agitación artística de un grupo de hombres y mujeres que abrieron rendijas de luz y color durante un régimen que oscurecía y mataba todo aquello que iba en su contra. Mujeres valientes, mujeres libres y sobre todo, Colita, una mujer adelantada a aquel tiempo de “un país pobre, trist i desgraciat”, como anuncia la narradora Rosa María Sardà, donde Colita emergió con su mirada para registrar, en blanco y negro, fragmentos de vidas, y sus miradas y gestos, que testimonió de forma sencilla, elegante y maravillosa.

Truman, de Cesc Gay

truman_40911DESPEDIRSE DEL QUE SE VA

En Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, un grupo de amigos se reunían para despedirse de uno de ellos que tenía cáncer terminal. El séptimo título de Cesc Gay (Barcelona, 1967) anda por esos parámetros, no se trata de un grupo de gente, sino de uno, Tomás, que recorre medio mundo para despedirse de su amigo Julián, enfermo de cáncer, que ha decidido dejar el tratamiento y esperar el final, junto a su perro Truman. Gay sigue explorando sus temas preferidos, las relacionales de unos personajes incapaces de mostrar sus emociones, y relacionarse con los que más quieren, en definitiva, de mostrase a sí mismos. Seres torpes e ineficaces a la hora de abrirse a los demás, de explicar lo que sienten, y comunicar lo que les sucede, Bergman los denominaba paralíticos emocionales.

El cineasta barcelonés tiene la habilidad de conducirnos por una historia que a priori podría verse como un drama de muy y señor mío, pero Gay renuncia a cualquier tipo de sentimentalismo que arrastre al espectador a su drama, por el contrario, fabrica un admirable y contundente ejercicio de contención que traspasa nuestras miradas, que nos introduce en un encuentro entre dos amigos que hace la tira que no se ven, pero que siempre han estado juntos. Dos tipos que se quieren y admiran, como muestra una de las secuencias, donde Julián le dice a Tomás que admira su generosidad, y éste le devuelve el cumplido anunciándole que le encanta su valentía. Dos hombres que pasarán los próximos cuatro días hablando, discutiendo, y sobre todo, viviendo el instante, nada más que eso. El pasado no importa, importa el aquí y ahora. Dos amigos con vidas opuestas y muy diferentes, Tomás vive en Canadá junto a su mujer e hijos, y Julián, en Madrid, actor de profesión que vive sólo junto a su perro. Un animal que le ayuda a no estar sólo, que quizás es el único que lo entiende, o es el único que lo soporta.

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Como sucedía en anteriores trabajos de Gay, vuelve a contar con su habitual cómplice, Tomàs Aragay, en labores de escritura, para desarrollar una historia que sigue el camino que arrancó con En la ciudad, siguió con Ficció, luego con V.O.S., y finalmente Una pistola en cada mano, historias corales, situadas en Barcelona o alrededores, donde las relaciones sentimentales componían la sinfonía de su trama, personajes de clase media, pero sin mucha suerte con las dichosas emociones. Aquí, Gay vuelve a hacer gala de sus dotes de narrador, para relatar un encuentro entre dos amigos, pero a la vez, hay espacio para otros desencuentros, los amigos que fingen que no te vieron, y no tienen excusa, los que si te ven, pero tenían razones para no hacerlo, al hijo que cuesta contarle la verdad de uno, la ex mujer que pasaba por allí, elegir los ornamentos y cómo será tu funeral, o sobre todo, la preocupación de Julián, por el futuro de su perro, con quién se quedará y cómo vivirá sin él. También conoceremos a Paula, la prima de Julián, que representa esa parte que muestra su desacuerdo por la decisión tomada por su primo. Tomás llega con esa idea, pero poco a poco, irá desistiendo y aprovechará ese tiempo, el último que va a vivir junto a su amigo, para disfrutar de su compañía y de esos momentos que ya no volverán. Gay se muestra habilidoso en parir secuencias que muestran el interior de los personajes que va más allá de lo que a simple vista vemos, sumergiéndonos en una desnudez brutal que nos enfrenta a nuestros propios miedos e inseguridades. El tándem actoral, Darín y Cámara, (premiados en el Festival de San Sebastián) que vuelven a repetir con Gay, nos regalan unas composiciones humanas y sensibles, donde las razones ya no importan, lo que prevalece son los sentimientos, la amistad, el encuentro con el viejo amigo, compartir una comida, unas copas, un viaje y sobre todo, saber que tenemos a alguien cerca y en quién confiar, sin pedir nada a cambio, sólo con amor, ofreciendo el corazón, como cantaba Sosa.