Entrevista a Stephanie von Lukowicz, coproductora de la película «El último canto nómada», de Marjan Khosravi, en el marco de El documental del mes, iniciativa de DocsBarcelona, en las oficinas de Luki Media en Barcelona, el martes 11 de noviembre de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Stephanie von Lukowicz, por su tiempo, sabiduría y generosidad, y a María Macià de Producció de El Documental del mes, por su tiempo, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Que nada nos limite. Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que la libertad sea nuestra propia sustancia”.
Simone de Beauvoir
La condena, el sometimiento y la falta de libertad que sufren las mujeres iraníes ha sido muy reflejada en el cine a través de extraordinarias películas como El globo blanco (1995), de Jafar Panahi, Buda explotó por vergüenza (2007), de Hana Makhmalbaf y Una chica vuelve a casa de noche (2014), de Ana Lily Amirpour, entre otras, en la que a través de distintas formas y planteamientos se ha indagado en la cruel realidad que viven unas mujeres por el hecho de nacer así. Ahora nos llega el documentalEl último canto nómada, en el original “Marsiehei Baraye Eil”, y en inglés Requiem for a Tribe, el primer largometraje de la iraní Marjan Kroshavi, en la que sigue alzando la voz contra las injusticias que sufren las mujeres de su país como hizo en The Snow Calls (2020), un mediometraje de 45 minutos en el que exponía la cruda realidad de Mina, una mujer embarazada que si no da a luz a su primer varón después de dos hijas será repudiada por su marido siguiendo las duras imposiciones de su tribu Bakhtiari.
En El último canto nómada conocemos la realidad de Hajar, una mujer de casi sesenta años perteneciente a la tribu Bahktiari que, durante siglos y siglos han usado la trashumancia como medio de vida moviéndose de unos lugares a otros con el cambio de estaciones, trasladando casa, animales y costumbres. Con la modernización, el cambio climático, la migración de los jóvenes y demás agentes externos han provocado que el nomadismo sea un vestigio del pasado que ya casi no se practica. Por ese motivo, Hajar se ve sometida por sus hijos varones a dejar el pueblo donde vive con sus ovejas y vacas y vivir en la ciudad con ellos. La mujer se niega y hace lo imposible para que los planes de sus hijos no se cumplan. La película coescrita por la propia directora y su hermano Milad, que también actúa como coproductor, se divide en dos partes. En la primera, asistimos a un retrato del antes con la inclusión de imágenes del documental People of the Wind (1976), de Anthony Howarth, que filmó la trashumancia de la citada tribu en la que aparece Hajar con 8 años, y del propio testimonio de la protagonista que documenta el pasado de su vida y costumbres. En la segunda mitad, el presente se impone con el frente abierto entre Hajar y sus hijos, en que la mujer está sola y muy sometida a una voluntad que no acepta y quiere revertir.
Con sus breves y concisos 70 minutos de metraje de duración, la cámara penetra sin estridencias en la intimidad de Hajar, capturando todos esos sentimientos y emociones encontradas con un pasado que casi ya no existe y un presente hostil en una cinta que habla de nómadas, de memoria, de familia, de libertad y la falta de ella y sobre todo, nos compone de forma reposada y muy tranquila las realidades de tantas mujeres iraníes en el que sus familias deciden por ellas. El último canto nómada tiene denuncia pero no es una película de denuncia, sino de humanismo, porque no cae en el discurso fácil ni condescendiente, porque la directora y sus hermanos, al que incluimos Mehdi, que se ha hecho cargo de la excelente música, pertenecen a la tribu Bakhtari, y conocen de primer mano todos los entresijos de esa forma de vida y el totalitarismo que ejercen los hombres con total impunidad como reflejan Howarth y la propia Marjan Khosravi. La imagen rural tan característica de muchos cineastas iraníes como el gran Kiarostami, con esos inolvidables caminos serpientes de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), el reciente cine del citado Panahi y demás, ayudan a entender como la modernización del país desplaza antiguas tradiciones como el nomadismo que han practicado los Bakhtari y tantos otros donde los caminos se hacían mientras se iban trasladando.
Mencionar la presencia como coproductora de Stephanie Von Lukowicz, especializada en coproducciones internacionales sita en Barcelona que, es se convierte en la mejor aliada para la película, autora entre otras de Álbum de posguerra (2019), de Airy Maragall y Ángel Leiro, sobre la relación del fotógrafo de guerra Gervasio Sánchez y los niños que retrató durante el asedio de Sarajevo. Si deciden ir a ver El último canto nómada, de Marjan Khosravi, se van a encontrar con una realidad dura para Hajar, pero que no cae en la desesperación ni mucho menos en la tristeza porque la entereza, el coraje y las ansías de libertad de la mujer son todo un gran ejemplo para todos, porque a pesar de los pesares ella se siente de la tierra, de esa tierra, de esas tradiciones y costumbres, cuando la tierra no tenía dueño, cuando todo parecía ir haciéndose cada día, a cada paso, a cada aliento, de aquí para allá. Un conflicto que también reflejó la cineasta Byambasuren Davaa en sus películas La historia del camello que llora (2003), El perro mongol (2005), y Queso de cabra y té con sal (2020), donde los campesinos mongoles se ven expulsados de sus tierras por las ansías de codicia de los invasores capitalistas. La película de Khosravi deja muchas reflexiones pero quizás la más contundente sería que no sólo hay que conocer al otro, sino hay que escucharlo y aún más, respetarlo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El ciclo de la vida del ficus religiosa es inusual. Sus semillas caen sobre otros árboles dentro de las heces de los pájaros. Las raíces aéreas brotan y crecen hasta el suelo. Después, las ramas abrazan al árbol huésped y lo estrangulan. Por último, la higuera sagrada se sostiene por sí sola”.
En La vida de los demás (2020), el cineasta Mohammad Rasoulof (Shiraz, Irán, 1972), trazaba un intenso y profundo alegato sobre la moral, a partir de unas personas que se enfrentaban a sus convicciones, envueltos en aceptar una ley injusta y miserable que les obliga a cumplir con la pena de muerte. En La semilla de la higuera sagrada, y siguiendo la estela de su anteriores trabajos, sigue dándole vueltas a las leyes y su cumplimiento, pero en este caso, compone un cuento de terror en toda regla, porque todo ocurre en el interior de las cuatro paredes de la familia de Iman, recién nombrado juez instructor en Teherán, la capital iraní, en el otoño de 2022 en mitad de las protestas feministas que hizo tambalear el régimen de los ayatolás, en respuesta de la muerte de Masha Jina Amini, una joven de la minoría kurda, mientras estaba detenida. La esposa y madre, Najmeh, y las dos hijas jóvenes Rezvan y Sana.
Como sucedía en La vida de los demás, el conflicto es extremadamente sencillo y directo, y el relato viaja por diferentes y complejos estados emocionales en un magnífico retrato de personajes. La película pasa de la euforia por el nombramiento de Iman, por los cambios de domicilio y por ende, de estatus social, y el misterio que encierra su trabajo para el resto de su familia. Luego, viene la muerte de la mencionada mujer de la minoría kurda, y el estallido de protestas callejeras de mujeres desafiando al régimen quitándose los velos y celebrando la libertad. Hechos que van alejando a la familia, porque las dos hijas ven mediante internet todo lo que acontece. Otro hecho, que no desvelaré por respeto a los espectadores que no hayan visto la película, crea un cisma insostenible en el hogar que desencadenará un atisbo insalvable entre hijos y padres. Un cine muy bien contado, declaradamente psicológico y un magistral estudio de personajes, y sobre todo, las afectaciones de cumplir con la ley, como ocurría con la película mencionada, y lo que desemboca en el ámbito familiar. El director iraní no se anda por las ramas, construye un cine muy transparente en sus contenidos, generando un cuento sobre la moral que nos agarra desde sus primeras imágenes y no nos suelta hasta la resolución, como si se tratase de una película de terror al uso, como he comentado, con sus mismas texturas y formas, indagando en lo íntimo a partir de lo que va ocurriendo entre los diferentes componentes de esta familia.
Rasoulof construye una cuidada e intensa cinematografía a través del extraordinario trabajo de Pooyan Aghababayi, que viene del mundo del cortometraje, donde cada encuadre y plano está muy pensado y crea un off brutal, porque los ecos de la calle inundan cada habitación y sobre todo, cada pensamiento de los personajes. Un intenso y agobiante thriller psicológico que tiene mucho de los Polanski, Zulawski, Skolimowski, Kieslowski, y compañía, donde la política, lo social y lo más oscuro del alma humana se convertían en materia diseccionante. El estupendo trabajo de montaje de un grande como Andrew Bird, habitual del cine de Fatih Azkin, amén de otras brillantes cineastas como Julie Deslpy y Miranda July, entre otros, donde los 168 minutos de metraje, que podrían asustar a muchos espectadores, se convierte en una duración adecuada y nada pesada, porque el proceso de los acontecimientos y cómo se va ennegreciendo ese hogar necesitaba observar con tiempo y sin prisas. La magnífica música de Karzan Mahmood, que se ha fogueado mucho tiempo en series de televisión, es un elemento esencial en la historia, porque nos ayuda a crear esa tensión in crescendo en la que está instalada la película, sin ser intervencionista ni molesta, sino todo lo contrario.
En el apartado artístico nos rendimos por lo bien que interpretan los cuatro principales personajes, como sucede en el cine iraní, donde tienen la capacidad que olvidemos a los intérpretes y nos centramos solamente en la composición y actuación. Tenemos a Missagh Zareh como Iman, que ya había trabajado con Rasoulof en Un hombre íntegro (2017), donde un tipo se enfrentaba a su empresa muy dada a la corrupción, siendo ese hombre que es sometido por el estado por el bien de la seguridad nacional, creando una especie de funcionario sin moral ni ética, dispuesto a todo por mantener su empleo y prosperar siendo el ejecutor del terror estatal. Soheila Golestani hace de Najmeh, la esposa comprometida y ciega que está con y por su marido, aunque las cosas se pueden torcer y nada se ve de la misma manera. Las hijas son Setareh Maleki como Sana y Mahsa Rostami como Rezvan, dos jóvenes contrariadas por las protestas que están sucediendo de las mujeres y por contra, una televisión estatal que miente descabelladamente, y un padre que no suelta prenda de su trabajo y su cometido. Unas ideas que chocan con las de su padre y reclaman más justicia e igualdad y humanidad, situación que irá descomponiendo la aparente tranquilidad que parecía que existía.
Si les hizo reflexionar y todavía recuerdan una película como La vida de los demás, sobre cómo las fauces del estado va contaminando a los ciudadanos y sobre todo, convirtiéndolos en meros títeres que ejecutan sus leyes terroríficas e injustas. Si fue así, deberían darle una oportunidad a La semilla de la higuera sagrada, un revelador y contundente título, la nueva obra de Mohammad Rasoulof, que vuelve a contarnos la peripecia de un hombre que parece íntegro pero que será absorbido por esa gran maquinaria de injusticias y negocio que se han convertido muchos gobiernos del planeta, donde sólo buscan sus beneficios e imponer unas leyes que benefician a los de siempre que sirven para pisotear a los de siempre, también, sea como sea. Estamos ante una buena historia, dividida en tres partes bien diferenciadas, en un gran guion del propio director, donde nos hace reflexionar, emocionarnos y sobre todo, ver cómo la política no va de cuatro leyes, sino también de las diferencias que se generan en una familia cuando el padre es uno de ellos y opta por mirar a otro lado, mientras sus hijas, llenas de rabia por lo sucedido, no se detienen y buscan su rebelión y su lucha, aunque sea en las cuatro paredes de su casa y contra su padre. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Cada momento es una nueva oportunidad para elegir el amor en lugar del miedo”
Louise Lynn Hay
Los primeros instantes de Shayda, la ópera prima de la iraní Noora Niasari son de puro terror, se palpa la tensión, la inquietud y el miedo. La cámara se encierra en el rostro de la protagonista, la magnífica Zar Amir Ebrahimi, envuelta en un mar de dudas e incertidumbre, junto a Mona, su hija de tan sólo 6 años. Momentos de angustia que van de la llegada al aeropuerto y el posterior traslado a la casa donde se refugian otras mujeres maltratadas como ella. Apenas son necesarias las palabras, porque la angustia y el silencio están tan presentes que van más allá de la pantalla y se meten en nuestras conciencias. No sabemos de qué huye, lo sabremos más adelante, pero esa sensación de huir, de dejar atrás algo malo, y buscar refugio, una mirada cómplice y un abrazo que dé paz y tranquilidad. Shayda es una mujer iraní que ha pedido el divorcio de su marido iraní en algún lugar de Australia, lejos de su país, aunque su marido actúa como si siguieran en él. Así empieza la película, una forma que nos sujeta bien fuerte y no nos soltará hasta el final.
Como sucedía con Aftersun (2022), de Charlotte Wells, con la que tiene mucha de hermandad en su tono, la directora Noora Niasari expone en su primer largometraje sus vivencias de niña y su relación con el mundo de los adultos, si en aquella eran unas vacaciones en Grecia junto a su padre, ahora, estamos en la otra parte del mundo, en otoño, y junto a su madre. El tono documento y de verdad de la historia viene de los años en que la directora viajó por el mundo realizando documentales como Casa Antúnez, entre otros, porque la directora construye una película que nace de la memoria, en la que se mete de lleno en temas como empezar de nuevo dejando un pasado de horror, la fraternidad entre las mujeres del refugio, la sensación de sentirse acompañada, pero también, en constante peligro, y la eterna y espeluznante burocracia para quedarse en un país cuando eres extranjera. Temas de ahora y de siempre que la película trata con sencillez y honestidad, sin alardes argumentales ni nada por el estilo, sino desde la mirada, el gesto y el diálogo pensado y transparente, introduciéndonos en una intimidad, sensibilidad y ternura que ayudan a paliar un relato muy duro y de puro terror, en muchos momentos.
La parte técnica va al unísono con lo que se cuenta, desde la cercana y cámara-testigo que firma Sherwin Akbarzadeh, en la que cuenta y detalla cada mirada y gesto, siguiendo la mirada de las protagonistas, situándose en esos pliegues donde la película se mueve, en una línea muy frágil entre la alegría y la esperanza en construir una nueva vida y por ende, un hogar, un lugar de paz, con esos otros momentos en que la película se enfila, donde el marido iraní aparece y las cosas se tornan turbias, frías y muy peligrosas. El montaje de Elika Rezaee es ejemplar, porque explica sin mareos ni estridencias técnicas una historia sumamente compleja que se mueve entre unos personajes vulnerables y a punto de derrumbarse como el personaje principal con esos toques de leve esperanza con esos otros donde la violencia entra a saco. Un relato que consigue cimentar con pausa y sin prisas muchas realidades de mujeres que deben huir y refugiarse para encontrar una vida, sea donde sea, porque es una realidad que, desgraciadamente, existe en cualquier parte del planeta, en sus 118 minutos de metraje, que explican muy bien una realidad que, lejos de solucionarse, sigue creciendo.
Ya he mencionado a la maravillosa Zar Amir Ebrahimi, que nos encanta, por su intensa mirada, su forma de moverse en el cuadro, y cómo habla y sus silencios que transmiten todo lo que está viviendo y sobreviviendo su Shayda, que hace muy poco la vimos en Tatami, que codirigía y cointerpretaba. A su lado, la sorprendente Selina Zahednia como Mona, la niña de 6 años que está estupenda, sin olvidarnos de los demás intérpretes como Osamah Sami como Hossein, el marido iraní, Mojean Ari como un amigo, Leah Purcell como Joyce, la encargada de la casa refugio, Jillian Nguyen y Rina Mousavi, y demás, dotan de profundidad a la historia que se cuenta y consigue esa naturalidad y complejidad tan necesaria en una película de estas características. Debo mencionar una de las productoras ilustres que ha tenido la película que no es otra que la gran actriz Cate Blanchett a través de Dirty Films junto a sus dos socios como Andrew Upton y Coco Francini, que da una visión más amplia de la magnitud de la historia de la directora Noora Niasari, tanto su importancia como su forma de abordar un tema tan candente y muy preocupante. Acérquense a ver una película como Shayda, porque les va hacer reflexionar y sobre todo, les va a mostrar muchas realidades ocultas e invisibles que, ahora mismo, siguen luchando por una nueva vida, y les dará un poquito de esperanza porque verán que todavía existe, aunque muy poco, valores como la solidaridad, la hermandad y la fraternidad, y eso, en el mundo qué vivimos, es muy grande. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Me gusta como empieza Tatami, y no lo digo por sus razones estéticas, que las tiene, y que más tarde nos detendremos en ellas, sino por su hipnótico arranque en el interior de un autobús en marcha, la cámara de forma pausada, va buscando a alguien, vamos viendo a judokas iraníes y, de repente, la música surgida de unos auriculares, nos lleva a una de ellas, y ya el cuadro no buscará más, se detendrá en ella, y la seguirá incansablemente. La judoka en cuestión es Leila Hosseini de Irán, una heroína nacional, que viaja al campeonato del mundo de 2019 que se celebra en Tiflis (Georgia), donde tiene muchas expectativas en la competición en la que puede llevarse el oro, o quizás, su gobierno tiene otros planes y no desea, por nada del mundo, un enfrentamiento contra la representante de Israel. La película se mueve entre dos universos, o quizás, entre uno, el público y el otro, el que se oculta, el de los empleados del gobierno que llevan a cabo a pies juntillas sus órdenes, sea cuáles sean, que harán todo lo imposible para que Hosseini siga las instrucciones de arriba, sin rechistar.
Si recuerdan la excelente película Snake Eyes (1998), de Brian de Palma, sus extraordinarias tensión y agobio en mitad de un combate de los pesados, donde la cámara se deslizaba entre el público y sus inquietantes personajes, pues mucho de ésta podemos encontrar en Tatami, dirigida por Guy Nattiv (Tel Aviv-Yafo, Israel, 1973), y Zar Amir (Teherán, Irán, 1981). De él conocíamos películas como Strangers (2007), Skin (2019) y Golda (2013), y de ella, su trabajo como actriz en películas tan importantes como Shririn (2008), de Abbas Kiarostami, y la reciente Holy Spider, de Ali Abbasi, que le valió el premio en el prestigioso Festival de Cannes. Con el regusto de grandes títulos del boxeo como Más dura será la caída, Nadie puede vencerme, Cuerpo y alma y Toro Salvaje, entre otras, con todo el juego sucio y oculto que hay en el deporte, y ese primoroso y magnífico blanco y negro, que firma el cinematógrafo Todd Martin, del que vimos La aspirante (2021), de Lauren Hadaway, otra sobre el deporte y sus obsesiones, y una cámara convertida en otra extremidad de la protagonista, que observa y que viaje por los pasillos y diferentes espacios de la competición.
Un estupendo guion que firma Elham Erfani y el propio codirector, en el que se inspiran en hechos reales para contarnos la encrucijada de dos mujeres, la citada Leila Hosseini, y su entrenadora Maryam Ghanbari, que se vieron presionadas por su gobierno que las obligaba a retirarse de la competición ya que no querían un enfrentamiento con la judoka israelí. Construyen una excelente tensión que involucran al espectador, llevándolo por su asfixiante dilema, convirtiendo el cuadrilátero y los aledaños del espacio, en un laberinto sin salida, llena de miedos y prisas, con continuas llamadas de ida y vuelta, enfrentamientos y sobre todo, mucha inquietud e incertidumbre entre lo que va a suceder. Papel importante el que juegan la formidable música de Dascha Davenhauer, que ha trabajado con Kornel Mundruczó, y en la citada Golda, que no sólo va más allá de las imágenes que nos propone la película, sino que les imprime un carácter y un agobio que no dan tregua, así como el gran trabajo de montaje de Yuval Orr, que consigue gran realismo y convicción a través del ritmo con una historia que se va a los 105 minutos sin descanso y en muchos tramos contada en tiempo real y cercanísimo con leves viajes al pasado para desvelar acontecimientos importantes para el desarrollo de la trama.
Si la parte técnica brilla, la interpretativa no se queda atrás, porque tiene a una dupla inolvidable, una pareja que pasarán por todas las fases emocionales y en un período breve de tiempo, que también vive su propio combate, con unas espectaculares Arienne Handi Leila, actriz estadounidense conocida por la serie The L Word: Generation Q, en la piel de una convincente y brutal Leila Hosseini, que pasa por su montaña rusa particular por diferentes estados de ánimo, arrastrando su miedo, su fuerza y su lucha constante, en una interpretación llena de sobriedad e ira, junto a ella, o podríamos decir contra ella, tenemos a la codirectora Zar Amir, que se mete en el difícil dilema de la entrenadora, que se debate entre cumplir las órdenes del gobierno iraní, o apoyar a su discípula para seguir en la competición e intentar que gane el campeonato. Compleja la tesitura cuando tu vida y la de los tuyos corre serio peligro. La película recibió los aplausos de un Festival de Venecia tan importante y riguroso, y no nos extraña por su bella e inquietante imagen a través de un blanco y negro que deslumbra y amarga a partes iguales, y la historia tan brutal que cuenta, situando a sus personajes al borde del abismo, sin tiempo para pensar, en una encrucijada terrible.
Tiene la película de Nattiv y Amir un añadido, como todas las buenas películas, que es su narrativa o lo que es lo mismo, cómo se cuenta, con esas dosis de cine negro, cine político (aquí abrimos un paréntesis, y citamos a Aristóteles: “.. El estado (Pólis) es algo natural y el hombre es por naturaleza un animal político (Zoon Politikón)”), cine social, y sobre todo, cine en mayúsculas, un cine que hable de lo que pasa y que lo haga con negrura y complejidad, centrándose en las emociones y sentimientos contradictorios de unos personajes que tengan múltiples capas y espejos, porque la vida nunca es tan sencilla, y además, la existencia humana siempre está llena de situaciones que nos sobrepasa, y sobre todo, nos hace situarnos en callejones sin salida, o quizás, no. No dejen escapar una película como Tatami, ya saben las urgencias mercantilistas de este planeta en el que vivimos, porque es una película excelente que, desgraciadamente, nunca pasará nada, porque el deporte de alta competición nunca será un deporte, sino una extensión de la guerra, de quién es el más fuerte, sino que le pregunten a Mussolini y Hitler, que usaron el deporte y lo popularizaron como arma de estado, no andaban equivocados, porque seguimos en esas y lo que nos queda. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Dios perdonará a los que le niegan; pero ¿qué hará con los que cometen maldad en su nombre?
Jacinto Octavio Picón
Conocí el caso real de Saeed Hanaei, el hombre que en el 2001 asesinó a 16 prostitutas en la ciudad santa de Mashhad en Irán, gracias a la televisión pública, cuando era televisión y sobre todo, pública, en uno de aquellos impresionantes programas a las tantas de la noche. Ha sido todo una gratísima sorpresa que un cineasta de la talla como Ali Abbasi (Teherán, Irán, 1981) realice una película sobre el tema, porque intuía que no iba a ser el típico thriller convencional tan ofertado actualmente. Conocíamos la habilidad del director iraní, afincado en Dinamarca, de la creación de atmósferas, en indagar en temas incómodos como lo podrían ser la maternidad en Shelley (2016), y la diferencia en Border (2018), y en el thriller profundamente personal y atípico, más reconocido en los clásicos con personajes complejos e historias de los bajos fondos, al mejor estilo hitchcockiano.
En su tercera película, Holy Spider, construye un relato a partir de la historia real de Saeed Hanaei, en un guion que escribe junto a Afshin Kamran Bahrami, pero no lo hace tomando partido ni simplificando el conflicto, sino que lo cuece a fuego lento a partir de dos personalidades, la de la periodista Rahimi, que viene de la capital a investigar en Mashhad, la segunda ciudad del país y la ciudad santa por excelencia después de La Meca, y la del asesino. Aunque el tema de caza está presente en la historia, no es lo importante, porque la película esta erigida a través de las contradicciones tanto de los dos personajes mencionados como de la propia ciudad, donde resaltan la vida de una mujer sola estigmatizada como deja bien claro en la secuencia del hotel o en la conversación con su colega periodista, y la llamada de teléfono con su madre, y el otro frente, el asesino, un marido y padre de tres hijos pequeños, profundamente religioso, veterano de la guerra Irán-Irak, y auto declarado limpiador de la impureza por eso asesina a prostitutas.
El director iraní no solo se queda ahí, en los tremendos contrastes en los profundiza la película, sino también el lugar de los hechos, una ciudad orgullosa de su religiosidad hace la vista gorda ante la prostitución, las drogas y demás, como demostrarán la policía, cabeza visible de la corrupción y la hipocresía que reina en las autoridades. Abbasi vuelve a acompañarse de varios de sus colaboradores más fieles que han estado en las tres películas hasta ahora como el cinematógrafo Nadim Carlsen, que crea esa atmósfera nocturna y absorbente donde se posa buena parte del relato, repleto de sombras y ambientes malsanos y cotidianos, la montadora Olivia Neergaard-Holm, que consigue ser concisa e imponer un ritmo pausado a una historia que se va casi a las dos horas de metraje, el músico Martin Kirdov, con una composición cargada de tensión donde abundan los ritmos atmosféricos, que recuerdan a los trabajos de Tindersticks para el cine de Claire Denis, y el productor Jacob Jarek, que ya estuvo en Shelley, junto a Sol Bondy, que coprodujeron las dos películas de Grímur Hákonarsen, entre otras.
El gran reparto encabezado por una grandiosa Zar Amir-Ebrahimi en la piel de la periodista Rahimi, con esa mirada potentísima, llena de fuerza y vulnerabilidad, enfrentada al asesino, que hace de forma memorable el actor Mehdi Beajestani, que ha trabajado con Asghar Farhadi, entre otros, un tipo que se cree guiado por Dios, sino también a una sociedad miserable, que mira hacia el otro lado cuando le interesa, que violenta a las mujeres por el simple hecho de su condición, y sobre todo, vive instalada en la hipocresía, en la misoginia y en el de proteger a asesinos como Saeed Hanaei por el simple hecho de “limpiar la ciudad” de aquellos individuos que otros por interés económico dejan que existan. Abbasi no se corta un pelo en mostrar la suciedad de una sociedad que se enorgullece de su religiosidad, porque podemos ver de forma explícita desde cuerpos desnudos como el sorprendente arranque de la película, consumo de drogas, escenas de sexo y prostitución, secuencias que casi nunca se muestran en el cine iraní y árabe.
El cineasta iraní nos atrapa sin estridencias ni piruetas argumentales, en un grandísimo relato que se aparta de modas y espectacularidades modernas, para indagar en la moral social, en cómo funcionamos como sociedad, donde están los límites del bien y el mal, y sobre todo, la realidad putrefacta y violenta que ocultan la mayoría de las sociedades, dejando ver sus entrañas y su verdadera identidad, donde prevalecen formas antiguas y conservadoras en las que se permite la injustica y la corrupción de los gobernantes amparados en la religión o en cualquier otra cosa. El personaje de Rahimi no solo es una mujer, es la mujer que representa todas las injusticias que se cometen en las sociedades del mundo ante las mujeres, en un personaje que se basa en la periodista que siguió la detención y el juicio de Saeed Hanaei, y al que también entrevistó, porque es el personaje que vive todas los sometimientos de la mujer en la sociedad iraní, esa misma sociedad que protege y no juzga al asesino, un tipo al que ven como un ser enviado por Dios para eliminar la suciedad de la sociedad, su sexo, sus drogas y sus cosas, las mismas que otros mismos consumen, solo que a escondidas, en fin, vivimos en esas sociedades, o podríamos decirlo de otra manera, vivimos porque miramos a otro lado. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Las dos últimas películas de la cinematografía persa que se han visto por estos lares tiene mucho en común: La vida de los demás, de Mohammad Rasoulof, y Un héroe, de Asghar Farhadi, tocan temas tan universales como la culpa, el perdón y la justicia, en el contexto de la actual sociedad iraní, en que las consecuencias de la pena de muerte están muy presentes de un modo central en la primera de las películas. El perdón (“The Ballad of a White Cow”, del original), de Maryam Moghadam (Teherán, Irán, 1970), y Behtash Sanaeeha (Shiraz, Irán, 1980), también nos habla también de los conflictos que genera la pena de muerte en la sociedad iraní, y lo hace desde la mirada de Mina, la viuda del ejecutado. Un año después de la ejecución, el estado encuentra al verdadero asesino y quiere compensar económicamente a Mina, que seguirá reclamando justicia.
El relato se centra en las dificultades burocráticas en las que se ve inmersa Mina, así como el recelo de la gente hacia una madre monoparental, ya que la mujer tiene una hija, Bita, sorda y enamorada del cine romántico. Las dificultades legales, y las de encontrar vivienda, debido a su condición de madre sola, y además, las tensiones con la familia de su marido, convierten la vida de Mina en una continua peregrinación en el que todo son trabas e injusticias. La aparición en su vida de Reza, un antiguo amigo de su marido que llega con dinero que debía al difunto, cambiará totalmente su existencia y las cosas se tornarán más claras y esperanzadoras. Aunque, Reza guarda un secreto que lo une con Mina, un secreto que los espectadores sabemos y Mina no. La pareja Moghadam y Sanaeeha en su tercera película juntos. La primera, Risk of Acid Rain (2015), en la que él dirigía y ella, protagonizaba. En la segunda, The Invincible Diplomacy of Mr Naderi, codirigida entre los dos, un documental sobre un personaje peculiar que quiere reconciliar Irán con EE.UU. En El perdón, su tercer trabajo al alimón, se decantan por la ficción, en la que ambos vuelven a codirigir y Moghadam se reserva el papel principal de Mina.
La película se posa en la mirada de Mina y su encuentro con Reza, una relación que se apoderará del relato, y se convertirá en una náufraga que es rescatada por una especie de ángel de la guarda. El perdón tiene una planificación formal férrea y brillante, firmada por el cinematógrafo Amin Jafari, que tiene en su filmografía a directores tan relevantes de la cinematografía iraní como Jafar Panahi y Majid Barzegar, entre otros, construida a partir de planos secuencia fijos, donde se va generando la tensión entre los diferentes personajes, así como el trabajadísimo montaje firmado por Ata Mehrah y Sanaeeha, donde consiguen imponer un ritmo denso en sus ciento cinco minutos, sumergiéndonos en una historia con muchos interiores que asfixian a los individuos, donde cada mirada, gesto y encuadre está estudiado con precisión. La extraordinaria pareja protagonista con Alireza Sanifar en la piel del enigmático Reza, ese amigo desconocido, ese ángel protector, o quizás, un tipo que también tiene mucho de culpa y lo hace todo por perdonarse y que le perdonen.
Frente a él, tenemos al epicentro de la historia, porque estamos convencidos que la película tiene mucho del inmenso trabajo de la maravillosa Maryam Moghadam como Mina, la actriz y directora que ya vimos protagonizando la película Closed Curtain (2013), codirigida por el citado Panahi y Kambuzia Partovi, en un extraordinario trabajo de contención, y sobre todo, de mirada, porque cada gesto y cada detalle de su interpretación es sublime, y no solo consigue atraparnos desde la poderosísima secuencia que abre la película, recorriendo esos largos pasillos de la cárcel para despedirse del marido que van a ejecutar, sino también en cada momento, cada instante, de esos momentos íntimos y hermosos que tiene con su hija sorda, esos diálogos casi en silencio y tan cercanos y especiales, y los demás instantes que hacen del personaje de Mina una persona que podríamos ser cualquiera de nosotros, viviendo en un estado que aplica la condena de muerte, y aplica una ley que va en contra de los intereses de los ciudadanos.
Nos alegramos por la codirección de Maryam Moghadam, que se suma a otras directoras iraníes como las conocidas Samira y Hana Makhmalbaf y Ana Lily Amirpour, entre otras, toda una proeza para las mujeres, tan perseguidas y mutiladas en el país árabe, que hacen un cine para todos en un país sometido a la Sharia Islámica que rige la sociedad con unas leyes misóginas que amputan de derechos y libertades a todos los individuos y en especial, a las mujeres. El perdón es una película que radiografía la idiosincrasia de la actual sociedad iraní, en aspectos tan importantes como la aplicación de la ley, la justicia, el perdón y la culpa. Una cinta que cala en todos los espectadores, por lo que cuenta y como lo cuenta, y sobre todo, por atreverse en contar la intimidad de las personas que han experimentado como sus vidas han sido destrozadas por la pena de muerte, todos las almas anónimas que siguen después de una injusticia, como la que viven, y no solo eso, como el estado y la sociedad los trata de forma tan ruin. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Lo más horrible de este mundo es que todos tienen sus razones”
Jean Renoir
Después de la aventura española con Todos lo saben (2018), un reflexivo ejercicio sobre la mentira en la familia. El talento de Asghar Farhadi (Khomeini Shahr, Irán, 1972), vuelve a su país de origen, pero deja la bulliciosa y frenética Teherán para viajar hasta Shiraz, situada en el centro-sur del país. En ese lugar conoceremos a Rahim, un treintañero que sale de la cárcel con un permiso de dos días, con la intención de conseguir unos cheques que convenzan a su antiguo avalista y ex cuñado Bahram, que lo denunció por no pagar y fue encarcelado. Aunque la cosa parece resuelta, la cosa se irá complicando y mucho para los intereses del protagonista, y más, cuando su novia Farkhondeh, le dice que ha encontrado un bolso con lingotes de oro. Su primera intención es venderlas, pero el bajo precio les insta a devolverlo, cosa que lo convertirá en un héroe, en alguien ejemplar, pero todo se volverá en su contra, porque la gente empezará a sospechar de él y de sus verdaderas intenciones, y su vida será un infierno y todos se pondrán en su contra.
El cineasta iraní es un explorador de la condición humana, de sus virtudes y sobre todo, de sus contradicciones. Sitúa a sus personajes siempre en situaciones morales donde los conflictos los desnudan emocionalmente y los empujan a enfrentarse a sus miedos más ocultos. Como ocurre en la literatura kafkiana, en el cine de Farhadi nada es lo que parece, y sus individuos actúan siguiendo sus instintos y condenados a sus razones, que los llevan a enfrentarse a situaciones muy dolorosas y que los superan, obligándolos a tomar decisiones de los que intentan huir por todos los medios. Son personas llenos de dudas, moviéndose como pollos sin cabeza, que no saben ni hacen lo que quieren, abrumados por los demás, por su entorno demoledor. Rahim cree hacer lo correcto, cree que su gesto ayudará a conseguir una buena recompensa y así salir de la cárcel, no contempla las consecuencias adversas con las que deberá lidiar. El realizador iraní toca el tema de las redes sociales, un espacio donde opinar con acritud, cebándose con aquel o aquella, un escaparate donde todos somos aves de rapiña y ejecutores de nuestra verdad.
Un lugar importante para todos los involucrados, donde se premio o castiga al protagonista, donde cada acto y gesto tiene consecuencias terribles. La película se mueve al son del movimiento del protagonista, que va de aquí para allá, sin descanso, intentando por todos los medios no volver a prisión, en que la cámara del cinematógrafo de Ali Ghazi, escruta y observa detenidamente cada mirada, cada gesto y cada espacio. El magnífico y conciso montaje de Haydeh Safiyari, que trabaja con Farhadi desde A propósito de Elly (2009), que resuelve con astucia los 127 minutos de la laberíntica trama. Farhadi construye desde el guion una trama apoyada en los diálogos, se habla mucho en la película, y la acumulación de los hechos, aplastando la resistencia del protagonista, envolviéndolo en una masa de duda y rumores, donde cada persona o conjunto de personas pone en cuestión su relato y toda su necesidad, como la asociación que le ayuda a recolectar el dinero, o ese tipejo de la moral, que describe la ley iraní, donde todo está supeditado al orden moral y religioso, una moralidad ancestral, donde el honor lo es todo, y donde se castiga de manera aplastante cualquier error, como le sucede a Rahim.
La película huye de la relamida historia de buenos y malos, nunca en esa trampa infantil, sino que Farhadi compone una radiografía del pueblo iraní – que podría ser cualquier reflexión sobre la forma de hacer de muchas personas en la actualidad, independiente del lugar en el que vivan -, en el que todos se mueven por su razones y todos defienden lo suyo, anteponiendo su verdad y su prestigio, y nunca llegamos a saber quién miente y quién no, porque todos los individuos que pululan por la historia dicen la suya, explican sus motivos y razones, y todos pueden estar en su verdad, y quizás, muy alejados de la verdad, que nunca se nos detalla o se nos explica, porque a Farhadi no le interesa, le parece más interesante reflexionar sobre cómo nos comportamos y sobre todo, como nos dejamos manipular por todo aquello que leemos y escuchamos que nos alimenta del exterior, a partir de fuentes poco fiables y opiniones a la ligera, una información que, al fin y al cabo, usamos para hacernos nuestros pensamientos y llegar a nuestras ideas.
Como no podía ser de otra manera, el conjunto de intérpretes que componen unos personajes complejos, naturales y muy imperfectos, resultan de una brillantez extraordinaria y humanidad conmovedora, como sucede en todas las obras del director iraní. Encabeza el extenso reparto coral un extraordinario Amir Jadidi que se mete en la piel de un desdichado Rahim, un tipo con mala suerte, alguien que no está muy lejos de esos antihéroes del cine clásico hollywoodiense, que también retrató el cine de Frank Capra, esos tipos que hagan lo que hagan siempre saldrán trasquilados, o por ellos mismos o por la impecable multitud. Le acompañan Sahar Goldoust como Farkonden, la pareja de Rahim, que intenta ayudarle, que está junto a él, a pesar de la oposición de su hermano, a pesar de todos y contra el mundo, Mohsen Tanabandeh es Bahram, el “malo” de la película, pero con sus razones y su oposición, que la película describe en silencio, con pocos diálogos. Saleh Karimi como Siavash, el hijo pequeño de Rahim, que intenta estar con su padre y echarle una mano, al igual que la adolescente hija de Bahram, que hace Sarina Farhadi, hija del director, representando esa infancia que mira el mundo de los adultos y protegen como saben y pueden. Farhadi ha vuelto a construir una película excelente, como lo eran Nader y Simin, una separación (2011), y El vigilante (2016), en que Un héroe entra de lleno convirtiéndose en uno de sus endiablados cuentos morales, con la clara referencia al “Tema del traidor y le héroe”, que también profundizo Borges, dejando invisible esa línea que separa uno del otro, según la perspectiva de los involucrados. Una lección de cine potentísimo y lleno matices y detalles, donde todos los personajes acaban moviéndose según se parecer, no como manda lo establecido, y errando en sus decisiones, mostrando su vulnerabilidad y la fragilidad de sus ideas, de sus mundos y sus circunstancias. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Javier Tolentino, director de la película «Un blues para Teherán» en el marco del D’A Film Festival, en el Hotel Regina en Barcelona, el viernes 7 de mayo de 2021.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Javier Tolentino, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Fernando Lobo de Surtsey Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.
“La cultura es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir”.
Milan Kundera
La película se abre con unos planos que podrían ser de cualquier película de Abbas Kiarostami, con ese río, sus pesadores, esos caminos curvilíneos, la vida y las gentes del mundo rural, la cotidianidad y la intimidad de la vida, para pasar luego a plena urbe de la mano de Erfan Shafei, nuestro guía físico y espiritual por este viaje por la música y la cultura tradicional iraní, en un momento glorioso a bordo de su automóvil, en una película que nos remite a una de las últimas de Jafar Panahi, mientras a grito pelao canta el tema “Ashianeh”, de Reydoon Farrokhzah, una canción pre-revolucionaria que suena de su casete. Dos instantes únicos y espectaculares para abrir Un blues para Teherán, el sentido, personal y sincero homenaje de Javier Tolentino al cine y la cultura iraní, nacida de su fascinación por el cine de Irán, con los citados nombres a los que habría que añadir los de Mohsen Makhmalbaf, Dariush Mehrjui, Bahman Ghobadi y Mohammad Rasoulof, entre otros. Un cine que ha copado muchas horas de radio en el mítico programa que ha conducido Tolentino desde hace más de dos décadas. Un cine sobre la vida, la cotidianidad y la cultura iraní, lleno de poesía, sabiduría y talento, que, curiosamente, no tiene apenas música.
Tolentino nos ofrece un viaje por sus lugares, tanto del universo rural como urbano, acompañados de su música, sus gentes, como ese impagable momento en que un pescador explica su día a día, reflexionando sobre su familia, el trabajo y la sociedad iraní, o aquellos otros en los que músicos tradicionales muestran su arte, como la actuación de Golmehr Alami, que reivindica su derecho a mostrar su música y su cante, porque en el país se prohíbe la música a las mujeres. Erfan es el guía de este peculiar viaje musical por Irán y Kurdistán, un joven kurdo, que ha tenido que parar el rodaje de su película, por las restricciones y absurdas leyes de Irán, que también le escucharemos tocar y cantar, enfrentado a un futuro difícil, y no sabe nada del amor. La película nos habla de música, de compositores e intérpretes, y claro está, de seres humanos, y política, pero lo hace desde lo humano, como diría Gramsci, desde la vida y la naturaleza, como esos instantes de aves, ríos y mar, donde parece que el tiempo se detiene, donde la intemporalidad del cine iraní va contagiando la película, llevándonos hacia un estado espiritual sin dejar de tener los pies en la tierra.
La película tiene el aroma que recorrían Canciones para después de una guerra (1976), de Patino, y el viaje musical que proponía Cruzando el puente: los sonidos de Estambul (2015), de Fatih Akin, y el inicio de Cold War (2018), de Pawlikowski, donde sus protagonistas grababan música tradicional, retratos íntimos y muy personales de una tierra a través de su música, sus canciones, sus gentes, sus formas de vida, y sobre todo, sus lugares en el mundo, esa cotidianidad llena de trabajo, de política, y de vida. La película tiene momentos alucinantes como ese instante nocturno donde vemos Teherán mientras suena ese fantástico blues “Nostalgia de Teherán”, que ha compuesto especial para la película Walter Geromet, o ese otro, en la barbería, donde Erfan crítica las estúpidas leyes de Irán que le impiden contar con un inversor extranjero para su película, y la razón que en el cine iraní no haya música, y ese otro instante en que el propio Erfan habla del amor con su amiga, o la secuencia divertidísima junto a sus padres y el loro. Una parte técnica de primer nivel con las aportaciones de la extraordinaria luz del cinematógrafo Juan López, que sabe captar la belleza que transmiten los espacios iraníes, el inmenso trabajo de sonido de una grande como Verónica Font, y el magnífico trabajo de montaje de un excelso Sergi Dies, captando el ritmo de lo visual, sonoro y paisajístico del film.
La magia y la honestidad que emanan de las imágenes poéticas y de verdad de Un blues para Teherán, la convierten en una de las películas de la temporada, por su sencillez y complejidad, por su amor al cine, a la música y al cultura iraníes, y sobre todo, a la vida, como el sentido fragmento del poema que escuchamos extraído de “El pájaro era solo un pájaro, y otros poemas”, de Forugh Farrojzad, la maravillosa poetisa y autora de una de las grandes obras del cine iraní como La casa es negra (1962). La opera prima de Javier Tolentino, coescrita con Doriam Alonso, es un inolvidable viaje musical y vital por Irán y sus gentes, encontrándonos con las diferentes formas de vivir y sobre todo, de expresarse a través de la música, capturando la idiosincrasia de sus gentes, con esa poesía que tanto anidaba en el cine iraní que enamoró a Tolentino y daba buena cuenta en su libro “El cine que me importa”. Todo ese amor es ahora devuelto en una retrato-relato que pretende asomarse de forma sencilla e íntima a todo ese universo y cultural que se oculta en un país dominado por un régimen autoritario, donde sus gentes encuentran su espacio o su libertad en la música, esa herramienta indispensable para conocer, conocerse y sobre todo, relacionarse con los demás, y con uno mismo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA