Entrevista a Ibon Cormenzana y Manuela Vellés

Entrevista a Ibon Cormenzana y Manuela Vellés, director y actriz de la película «Cuatro paredes», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el viernes 25 de abril de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ibon Cormenzana y Manuela Vellés, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Ana Sánchez de Trafalgar Comunicació, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Ken Scott

Entrevista a Ken Scott, director de la película «Érase una vez mi madre», en el hall del Hotel Seventy en Barcelona, el miércoles 28 de mayo de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ken Scott, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Marien Piniés de A Contracorriente Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Érase una vez mi madre, de Ken Scott

MADRE CORAJE. 

“El amor de una madre por un hijo no se puede comparar con ninguna otra cosa en el mundo. No conoce ley ni piedad, se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone”. 

Agatha Christie 

Si pensamos en madres coraje nos vienen a la memoria Maddalena Cecconi, el personaje que hacía la gran Anna Magnani en Bellísima (1951), de Luchino Visconti, y también, Cesira que componía la otra grande Sophia Loren en La ciociara (1960), de De Sica. Dos madres imperfectas. Dos madres corajudas. Dos madres luchadoras. Dos madres que pelean contra molinos-gigantes como hacía aquel hidalgo, con el propósito de conseguir que sus vástagos lleguen donde se proponen por muchos obstáculos y males en su contra. A este dúo podríamos incluir sin ningún género de dudas a Esther Pérez, la madre que protagoniza Érase una vez mi madre (en el original, Ma Mère, Dieu et Sylvie Vartan), el séptimo largometraje de Ken Scott (Quebec, Canadá, 1970), que muchos recordarán su gran éxito con De la India a París en un armario de Ikea (2018). En su nueva película, basada en la novela homónima de Roland Pérez, la citada Esther se enfrenta a que, su sexto hijo, Roland, naze con una malformación en un pie en el París de los sesenta, y ella, tozuda como una mula, se niegue a aceptar la incapacidad del niño y agarrada a su convicción, su esperanza y una voluntad de hierro luche contra viento y marea para cambiar el destino de su hijo. 

Como en sus anteriores trabajos, el director canadiense construye una interesante mezcla de drama, comedia, con toques de costumbrismo y social con un tratamiento de fábula al mejor estilo de películas como Amélie y Big Fish, donde recorremos la infancia de Roland en su peregrinaje con médicos, especialistas y vendedores de elixires que lo tratan y le ofrecen una salida de discapacitado. La madre erre que erre y seguirá consultando con otros y otras para que el sueño de ser alguien normal para su hijo se haga realidad. La gran valedora y sostenedora de este cuento de hadas no es otra que Leïla Bekhti, la gran actriz que recordamos por su participación en película como Un amor tranquilo, de Lafosse, y Querida desconocida, de Bureau y la más reciente Maria Montessori, de Todorov, compone una extraordinaria Esther Pérez pasando por medio siglo de una vida siendo esa madre protectora, torpe, valiente, sagaz y sobre todo, amorosa, quizás demasiado, con su Roland. Una interpretación que mantiene a flote la película porque hace lo difícil de forma muy natural y transparente, nada impostado, creando una mujer y madre de verdad, que no se arruga ante la adversidad y sigue pa’lante. 

Hay que hacer mención a los técnicos que acompañan a Scott como dos de sus habituales que les han acompañado en cuatro películas como son el editor Yvann Thibaudeau, con casi tres décadas de carrera con más de 70 títulos en su filmografía, y el músico Nicolas Errèra, en medio centenar de películas, amén de tener en su haber los nombres de Larry Yang, Frédèric Jardin y Patrick Timist. Y la presencia del cinematógrafo Guillaume Schiffman, también con más de 50 películas entre las que destacan títulos de Claude Miller, Michel Hazanavicius, Emmanuel Bercot y Martin Provost. Y otro editor Dorian Rigal-Ansous, que ha estado en 8 películas del famoso dúo de directores Olivier Nakache y Eric Toledano, que muchos recordarán por su popular Intocable. Todos ellos realizan un gran trabajo, al igual que los equipos de arte, caracterización y vestuario para hacer creíble aquellos sesenta tan convulsos y domésticos, donde se reflejan los pequeños detalles de toda una época y su característica forma de vivir, vestir y hacer. Sin olvidar, por supuesto, las canciones de Sylvie Vartan, tan importantes en la vida del pequeño Roland, ya sabrán porque les menciono. Unos temas que le dan calidez, paz y esperanza a Roland, a Esther y la familia.  

Acompana a Bekhti la presencia de Jonathan Coen, siendo Roland de adulto, que hemos visto hace poco siendo uno de los Dalís de Daaaaaalí!, del inconfundible Dupieux, la citada Bartan que hace de sí misma como no podía ser de otra forma, y la impertinente Madame Fleury que hace Jeanne Balibar, una especie de ogro en este cuento atemporal, sensible y esperanzador, que mientras te van contando el drama de un niño que debe arrastrarse por su piso y ser llevado en brazos por una madre que no se detendrá ante el destino que le anticipan los doctores a su hijo. Érase una vez mi madre es el relato de un niño, ya adulto, que nos cuenta su vida, y sobre todo, la relación con su madre. Una señora Pérez demasiado protectora, demasiado presente, pero ante todo, demasiado en todos los sentidos, para bien y para mal. Se puede ver la película como una historia lo que significa ser madre y también, ser hijo, dentro de las torpezas e imperfecciones de una y otro, porque lo que es este historia es el relato de unas personas de verdad, que aciertan e hierran a partes iguales, y consigue emocionarnos con una película pequeña, de unos inmigrantes en el París de los años sesenta, porque mientras unos querían cambiar el orden imperante y establecido, otros, como la señora Pérez se obstinaba en cambiar su mundo escenificado por su pequeño Roland. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Belén Funes

Entrevista a Belén Funes, directora de la película «Los tortuga», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el miércoles 30 de abril de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Belén Funes, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los tortuga, de Belén Funes

LAS QUE VIVEN EN LA PERIFERIA. 

“No hace tanto tiempo, en este mismo barrio, la felicidad era también una manera de resistir”.

Almudena Grandes

Con La hija de un ladrón (2019), de Belén Funes (Barcelona, 1984), que seguía el coraje de Sara, una joven madre de 22 años que intentaba vivir dignamente, que se basaba en el personaje de su aplaudido cortometraje Sara a la fuga (2015). Una película que demostró la enorme capacidad de la cineasta que creció en Ripollet, haciendo un cine social y político y situándonos en lo más profundo de la periferia y de las gentes que vivían en ella. Con su segundo largometraje Los tortuga, sigue escarbando los espacios y los sentimientos que subyacen en los territorios del contorno de las ciudades, esos lugares amenazados de desahucios, con individuos en constante peligro, con viviendas precarias y trabajos que penden de un hilo muy fino, casi invisible. Vidas de prestado, como alguien las llamó. No vidas que se mueven entre nosotros, con sueños e ilusiones como nosotros, pero al borde del abismo cómo podemos acabar nosotros. 

Con la ayuda en el guion de Marçal Cebrián, como ocurrió en las anteriores citadas, construyen sus “tortugas” (con la mítica fotografía de Miserachs de 1962 que aparece en la película), a partir de la joven Anabel, que no está muy lejos de la mencionada Sara, que con 18 tacos estudia cine y echa de menos al padre muerto. Vive junto a Delia, su madre que conduce un taxista por la noche y hace lo que puede para que su primogénita siga materializando su sueño. Pasan sus vidas así, y visitando a la familia jienense del padre y pensándolo a través de los olvidos que le legó a Anabel, como nos deja claro la secuencia que abre la película que, de un modo plenamente documental, asistimos a la recogida de olivas por parte de toda la familia. Funes sitúa el foco en los interiores, tanto físicos como emocionales, que recorren las existencias de madre e hija, otra vez en un conflicto maternofilial, como sucedía en la citada La hija de un ladrón, que era entre padre e hijo, sobre todo, planta su mirada en todos esos tiempos muertos o silenciosos en los que sus personajes están pensando o simplemente recogiéndose en sí mismos, o en compañía hablando de lo difícil que está todo, de las pocas oportunidades para los jóvenes y para todos y todas, pero no cae en el pesimismo, sino en pequeñas y leves esperanzas que van apareciendo a golpes de codo, con muchas dificultades, pero que luchan por hacerse un pequeño hueco. 

Como ocurría en su anterior largometraje, el equipo técnico brilla con soltura y se acoge a ese cine sobre las intermitencias y las oscuridades cotidianas. Tenemos a Diego Cabezas, que coincidió con Funes en la serie La ruta, con una cinematografía que consigue una imagen de “verdad”, es decir, un encuadre que sigue con intensidad las vidas agitadas de las dos mujeres, sin caer en positivismos de pandereta ni en estúpidas proclamas sobre la valentía de escaparate y demás banalidades. La música de Paloma Peñarrubia, que hemos escuchado hace poco en películas como ¡Que caigan las rosas blancas!, de Carri, y Caja de resistencia, de Alvarado y Barquero, que ayuda a acompañar con honestidad y sencillez las vicisitudes de las protagonistas. El montaje conciso y magnífico de un grande como Sergio Jiménez que, en sus 109 minutos de metraje, nos da espacio para reflexionar sobre lo que sucede, tanto lo que vemos como lo que se guardan los personajes, unas almas en continua agitación, encarceladas en unas vidas duras y nada complacientes, además, de pasar un duelo que está siendo peor de lo que imaginaban, porque cada una hace y huye de la empatía necesaria para ayudarse y ayudar a la otra. 

En el aspecto interpretativo, Funes vuelve a elegir un gran reparto encabezado por la debutante Elvira Lara interpretando una natural y sublime Anabel, siguiendo la estela de Dunia Mourad de Sara a la fuga y de Greta Fernández de La hija de un ladrón. Una mirada profunda y real que traspasa la pantalla, tanto cuando sonríe como cuando la vida se pone cabrona. Una gran elección que deseamos que siga llenando su talento en próximas películas. Le acompaña Antonia Zegers haciendo de una madre cansada, con poca vida y mucho menos feliz, con su taxi a cuestas como los “tortuga” con sus cosas. La actriz chilena de la que hemos disfrutado en muchas obras, consigue esa cercanía y la complejidad que respiran tanto ella como la complicada relación con su hija y los familiares de su marido ausente. Destacamos la presencia de Mamen Camacho que, algunos espectadores reconocerán como integrante del reparto de la serie diaria Servir y proteger, crea uno de esos personajes-puente, cuñada y tía de las protas, que sabe y hace todo para generar esa unión que parece algo rota. Bianca Kovacs es una vecina rumana que también lucha como puede para seguir, y Sebastián Haro, un actor de raza andaluz visto en mil y una. Y luego una retahíla de intérpretes naturales que forman la familia jienense. 

Volvemos a aplaudir con fuerza la honestidad y el humanismo que destila cada imagen que vemos en Los tortuga, porque es un cine de aquí y ahora, centrado en las gentes de la periferia, esa que está ahí sin que nadie les haga ni puto caso. Un cine bien hecho, un cine social y política, insistimos ya que en este país se ve bien poco, y además contado con sutileza, con fuerza y valentía, deteniéndose en los problemas reales como la falta de una vivienda digna y un trabajo sólido y duradero. Belén Funes vuelve a mirar hacia adentro, su padre jienense que vino a Barcelona siendo un tortuga más, y ella, hija de la periferia que estudió cine como la mencionada Anabel, donde el cine y la vida actúan como espejo-reflejo como medio para reflexionar sobre lo que nos sucede y cómo se cuenta con una cámara y unos intérpretes en esos viajes de ida y vuelta entre un pueblo de Jaén y la urbe barcelonesa, tanto monta monta tanto, donde parece que todo no se va nunca y las cosas suceden en un bucle viciado y triste. Corran a ver la película de Funes, porque muchos se van a ver muy reflejados, porque antes o después se verán envueltos en alguna de las situaciones emocionales de las que profundiza la cinta, y si no al tiempo, por eso es bueno estar preparados y seguir pa’lante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La buena letra, de Celia Rico Clavellino

LAS MUJERES QUE VIVIERON EN SILENCIO. 

“Nos habíamos convertido en mulos de noria. Empujábamos, mudos y ciegos, buscando sobrevivir, y, a pesar que nos dábamos todos unos a otros, era como si sólo el egoísmo nos moviese. Ese egoísmo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos. Lo veíamos a nuestro alrededor”. 

De “La buena letra”, de Rafael Chirbes

Películas sobre la guerra y sus consecuencias hay muchas, no hay tantas sobre lo que sucedía en el interior de las casas. Esos espacios donde se imponía el silencio y la amargura, en los que se amontonaban recuerdos de un tiempo que ya no volverá. Hablar de las cotidianidades de la España de posguerra en un pequeño pueblo valenciano, que podría ser como cualquiera, con la mirada y el gesto de Ana, una mujer que sobrevive entre guisos, costuras y callada, levantándose diariamente para hacer de la vida un lugar digno aunque no siempre sea posible. La historia que cuenta La buena letra, la tercera novela publicada de Rafael Chirbes (1949-2015) en 1992 sirve de base para, también, la tercera película de Celia Rico Clavellino (Sevilla, 1982), en la que se centra en los interiores domésticos y del alma que jalonan su corta y excelente filmografía.

Si en sus dos primeros largos, la cineasta sevillana nos hablaba de las aristas que se producen entre madre e hija, ya sea en el abandono del nido como sucedía en Viaje al cuarto de una madre (2018), o la vuelta al citado nido de la hija cuando la madre necesita ayuda. En su tercer largo, a priori, la cosa va por otro derrotero, porque se detiene en una madre, esposa y pilar de una casa sumida en la tristeza de la dura posguerra, aunque no deja su forma de contar, porque seguimos en las cuatro paredes de la casa, con esa luz tenue y claroscura que describe las tristezas del alma o dicho de otra forma, toda eso que queda tan maltrecho después de pasar por una guerra, por la muerte, por las ausencias, y por toda esa juventud que borró la tragedia que vino después. La vuelta de Antonio, el cuñado, después de una larga temporada en la cárcel, añade más leña a una situación tan triste como desoladora. Tomás, el marido de Ana, tiene sus diferencias con el hermano recién llegado, sumido en una desolación y amargura patentes. La vida pasa, quizás va pasando demasiado para unos personajes que deciden sobrevivir, callarse y hacer que la vida sea un poco digna, aunque eso resulte un espejismo, o más aún, un tiempo pasado que cada día se entierra más. 

Rico Clavellino se ha rodeado de un equipo de gran calidad para sumergirnos en un pueblo de posguerra con la presencia de la cinematógrafa Sara Gallego, que estaba detrás de El año del descubrimiento, Matar cangrejos y Las chicas están bien, entre otras, construyendo una luz apagada y velada que contribuye a fomentar esas sombras y leves quicios de luz en los que viven físicamente y emocionalmente los diferentes personajes. El sobrio y austero arte que firma un grande como Miguel Ángel Rebollo, detrás de las películas de Javier Rebollo, Jonás Trueba y Rodrigo Sorogoyen, así como el vestuario de Giovanna Ribes, que ha trabajado mucho en el cine valenciano con Avelina Prat, Lucía Alemany e Icíar Bollaín, donde destaca la sencillez y la “verdad” de cada prenda de ropa. El magnífico montaje de Andrés Gil, habitual del cine de Alauda Ruiz de Azúa que, en sus callados y concisos 110 minutos de metraje, nos sumerge en esa cotidianidad que duele, que intenta abrazar sin conseguirlo, en una casa que habla lo que sus personajes no hablan, en un tiempo de silencio, que escribió Luis Martín-Santos, instalada en la mirada y los gestos de una mujer como Ana que se parece mucho a aquellas otras mujeres que poblaban la inmensa Silencio roto (2001), de Montxo Armendáriz. 

La parte artística requería contención y sobriedad, y en ese sentido, las anteriores películas de Celia Rico ya contenían estos elementos, porque los personajes de sus historias dicen mucho con el gesto más que con la palabra, y sobre todo, lo hacen en hurtadillas, sin hacer ruido y haciendo todo el ruido interior del mundo. Ana es Loreto Mauleón, una actriz que ya había demostrado su gran valía como hacía en Los renglones torcidos de Dios y La quietud de la tormenta, pero en ésta hace su cum laude en interpretación dotando de humanidad a su Ana, uno de esos personajes que se te incrustan en el alma. Le acompañan unos excelentes Roger Casamajor haciendo de Tomás, un tipo anulado por todo y por todos, y que bien lo hace el actor catalán que nunca está mal. Enric Auquer es Antonio, un hombre depresivo, sin vida y sin nada al que Auquer le da una gran emocionalidad, y por último, Ana Rujas que vimos brillante en la reciente 8, de Medem hace de la otra, la antítesis de Ana, una mujer que hará todo para salir de pobre, para salir de la miseria, con todo su egoísmo a su alcance. Unos personajes resquebrajados por la guerra que huyen de sus miserias y tristezas como pueden, quizás con la poca humanidad que les queda o les quedó.

Celia Rico Clavellino tenía un gran reto por delante. El más gordo era adaptar el universo de Chirbes, una novela que es una confesión de una madre Ana que hace a su hija de la historia de su familia, y consigue trasladar ese testimonio duro y desgarrador en una película donde la emoción está ahí, llena de leves gestos, miradas a contraluz, y sobre todo, en una existencia que tiene más de espectral como queda impregnada en las fotos borradas en los retratados están como desvanecidos, en otro lugar y en otro tiempo. La directora sevillana hace suya la prosa de Chirbes, del que sólo se había adaptado su gran Crematorio en una brillante serie en 2011 de la mano de Fernando Bovaria, coproductor de La buena letra, y consigue situar su película en una de las cumbres de cómo explicar con detalles, silencios y emociones lo que significó la posguerra y lo que quedaba en las casas cuando se cerraban las puertas a cal y canto. Una no vida en la que algunos sobrevivían y otros, los pocos, se aprovechan de los sueños frustrados y las amarguras de los otros, robando la poca vida que les quedaba, como ocurre en algunas secuencias memorables como las del cine, el baile y la playa, tres momentos que ya verán ustedes los espectadores y escenifican todo lo que se fue con la guerra. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Luis García Montero y Azucena Rodríguez

Entrevista a Luis García Montero y Azucena Rodríguez, poeta y directora de la película «Almudena», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el jueves 24 de abril de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Luis García Montero y Azucena Rodríguez, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Anabel Mateo de Relabel Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Almudena, de Azucena Rodríguez

ALMUDENA FRENTE AL ESPEJO. 

“La alegría me había hecho fuerte, porque (…) me había enseñado que no hay trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es la alegría”. 

Almudena Grandes 

Permítanme que les cuente mi experiencia personal con Almudena Grandes (Madrid, 1960-2021), que sucedió un Sant Jordi en Barcelona, el de la edición de 2007, cuando guardé escrupulosa cola para ser uno de los agraciados que se llevase a casa la dedicatoria y la firma de la insigne escritora en su último libro “Corazón helado”. La cosa fue bien, o más bien, fue inolvidable y muy emocionante, ya que Almudena se mostró cercana, simpática y sobre todo, natural y acogedora, haciéndote sentir especial en aquellos breves minutos que duró el encuentro. Cuando volvía a casa en tren miraba atónito como hipnotizado sin dejar de mirar su letra y pensando en su mirada y nuestro encuentro. Fue el primero de otros encuentros, aunque en ese instante lo desconocía, eso sí, los otros fueron igual de sinceros e inolvidables. Recuerdo uno junto a mi hermano, igual de emocionante, aunque eso es ya otra historia.  

Ahora sí, vamos a centrarnos en Almudena, la película que ha hecho Azucena Rodríguez (Madrid, 1955), que adaptó una de sus novelas “Atlas de la geografía humana” en 2007, amén de ser una de sus mejores amigas. Su retrato se centra en Almudena contado por la propia Almudena, a través de su compromiso con la vida, la infancia, la familia, la literatura, la política y demás aspectos de la vida, rastreando en una fascinante material de archivo donde podemos encontrar a aquella niña morena y de facciones bruscas que soñaba con escribir e inventar su propio mundo, y otras imágenes que nos van ilustrando junto a la voz inconfundible de la escritora. La estructura no obedece a una linealidad, sino todo lo contrario, la cosa se va contando de aquí para allá, adelante y atrás y vuelta a empezar o acabar, recorriendo sus ideas, sus fantasías, ilusiones, sus novelas, su amor, sus amigos, sus experiencias buenas y no tan buenas y demás aspectos de la vida y de la no vida. Recorremos su ciudad Madrid junto a ella, y un espacio importante que se abre con la Granada que compartió junto a su hombre Luis García Montero, el excelente poeta que muestra otra faceta de Almudena, y abre ese lado del duelo cuando la vida continúa a pesar de la ausencia de la escritora, como hacen sus hijos, sus hermanas y algún que otro más. Sin olvidar las playas de Rota en Cádiz, donde las vacaciones junto a amigos como Sabina, Prado y demás se convertían en noches sin fin. 

Un buen equipo técnico encabezado por Juan Barrero, amén de director de La jungla interior y Chillida: Lo profundo es el aire, y editor de documentales del desaparecido Diego Galán, y de Samuel Alarcón o de ficciones con Emma Tusell, que se encarga de la cinematografía y montaje, en un excelente trabajo donde todo gira en torno a Almudena, donde hay de todo, risas y alegría por la vida y por todo lo que contiene en sus entretenidos y reflexivos 80 minutos de metraje. La música corre a cargo de Rosa Torres-Pardo, que la conocemos por su trabajo como pianista, para Carlos Saura en Iberia y Arantxa Aguirre en El amor y la muerte. Historia de Enrique Granados, aportando esa sensibilidad e intimidad que tanto demanda una película que habla de una mujer excepcional, de carácter, libre y tozuda y del atleti, y el temazo que canta Enrique Morente sobre un poema de Lorca, ahí es nada. Elementos que nos ayudan a viajar por Almudena y su mundo, el que vivió y la huella que nos dejó, tanto en sus novelas, recibidas con gran entusiasmo tanto por la crítica como el público convirtiéndola en una magnífica novelista de nuestro tiempo, y esa otra parte humana cuando las puertas se cerraban. Dos espacios que convergen con naturalidad y sencillez durante toda la película. 

El tratamiento tan cercano e íntimo construye una película que consigue atrapar a cualquier espectador ávido del pensamiento y la reflexión, independientemente que conozcan a la escritora y su trabajo, es lo de menos, porque el retrato que se hace de ella, el presente escuchándola y el otro presente, el de ahora, cuando la escritora ya no está, es de una delicadeza sobrecogedora, porque construye un profundo y honesto retrato de quién era, quién fue y qué ha dejado, una huella y legado que todos los que la conocieron y leyeron siguen experimentando cada vez que la leen, que la escuchan y la piensan, porque en cada libro hay un pedacito de ella, en cada palabra escuchada y leída sigue muy presente, por su forma de ser, por su valentía, su capacidad para afrontar retos y obstáculos y mostrarse como lo que era, una mujer humanista que hablaba desde el corazón y la razón, muy conocedora de su tiempo, de la España que le tocó vivir, de esa España deudora de guerra y miserias, de la que tanto escribió, pensó y analizó. Acérquense a ver Almudena, de Azucena Rodríguez, porque de seguro que les va a emocionar y hacer reflexionar, porque no es triste ni condescendiente, sino un retrato sobre alguien de verdad, y con los tiempos que corren, eso es mucho. Para finalizar, me permito otra licencia personal como la que encabeza este texto y les dejó con Almudena y la dedicatoria de aquel primer encuentro: “Para José Antonio, con la esperanza de que le caliente el corazón”. Allá donde estés querida Almudena, seguimos luchando para que el corazón siga caliente. Un abrazo!. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Manolo Solo y Avelina Prat

Entrevista a Manolo solo y Avelina Prat, actor y directora de la película «Una quinta portuguesa», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el viernes 2 de mayo de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Manolo Solo y Avelina Prat, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Anabel Mateo de Relabel Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una quinta portuguesa, de Avelina Prat

UN LUGAR PARA OLVIDARSE DEL MUNDO. 

“Cuanto más te disfraces, más te parecerás a ti mismo”. 

De la novela “El hombre duplicado”, de José Saramago

Temas sobre mirar al otro, observarlo, reconocerse y en pocos casos, relacionarse con él de forma que los muros desaparezcan y encontrar todo aquello que compartimos o no, todo aquello que queda fuera de lo que creemos que somos. Muchas de estas cuestiones ya se planteaban en la brillante y magnética Vasil (2022), la ópera prima de Avelina Prat (Valencia, 1972), que relataba la extraña relación entre Alfredo, un jubilado profesor de matemáticas y un recién llegado de Bulgaria. Lo humano explicado a través de la cotidianidad y sencillez de unas personas que rompían sus moldes establecidos para reencontrarse con su otro yo, para mirar hacia afuera, para tropezarse con otras realidades muy cercanas a ellos. Muchos de esos elementos los volvemos a encontrar en Una quinta portuguesa, la segunda película de Prat, en el pone el foco en la existencia de Fernando, un reservado y silencioso profesor de geografía que un día, sin mediar palabra y sin ningún conflicto aparente, Milena, su mujer serbia coge la maleta y se marcha. Fernando deja su vida y se va a Portugal, donde todo virará hacia otra idea. 

La peripecia de Vasil es parecida a la de Fernando, ya que se encuentra en un lugar extraño con gentes extrañas y a modo de Robinson Crusoe explorará su nueva realidad adentrándose en el otro convirtiéndose en otro y otros, como forma de supervivencia emocional para olvidarse de quién eres y encontrarse con lo que deseas o simplemente, huyendo de uno mismo y de quién eras. Las ideas que planean sobre la película son muy trascendentales y profundas, pero la película no lo es, porque adopta un forma y relato muy sencillo, donde las relaciones copan el entramado, contado a partir de una home movie, en esa casa que es el centro de todo y de todos, a través de poquísimas palabras llenas de silencios e interludios que nos dicen mucho más de los personas que el diálogo, con sus acciones, sus momentos en soledad y sus miradas y gestos diarios. Una quinta portuguesa es de esas películas tranquilas y reposadas, en las que el conflicto se puede contar en una frase pero que todo lo que cuenta, y su peculiar forma de hacerlo, la hace muy grande, porque vuelve al cine donde todo lo rodeaba el misterio, el cine como herramienta de profundizar en el interior de las personas, en lo que somos, en lo que creen los demás que somos, y sobre todo, en esas partes calladas en las que sabemos quiénes somos y nos encantaría ser otro u otros.  

Para su segundo trabajo, la directora valenciana se ha vuelto a rodear de los técnicos que la acompañaron en su debut como el cinematógrafo Santiago Racaj, un gran director de fotografía con más de medio centenar de películas al lado de grandes nombres como Javier Rebollo, Jonás Trueba, Fernando Franco, Celia Rico y Carla Simón. Una luz cercana que traspasa la intimidad de los personajes y del espacio generando un paisaje humano donde cada elemento resulta reconocible y misterioso. La estupenda música de Vincent Barrière, que ha trabajado mucho en el cine valenciano junto a Adán Aliaga, coproductor de la cinta, Roser Aguilar, Claudia Pinto y la reciente Un bany propi, de Lucía Casañ Rodríguez, con esos toques de quietud e inquietud que ayudan a crear esa atmósfera que va entre lo doméstico y las sombras. La mezcla de sonido de Iván Martínez-Rufat resulta esencial para crear ese pequeño universo entre lo misterioso y lo mundano. El montaje de Juliana Montañés que, en sus inquietantes 114 minutos de metraje, nos van cogiendo de la mano, sin prisas, pero con extrañeza y misterio para ir descubriendo el lugar, la casa y los habitantes que por allí se mueven. 

Como sucedía en Vasil con un plantel encabezado por unos magníficos Karra Elejalde e Ivan Barnev acompañados de un elenco que transmitía veracidad y una cercanía que traspasaba la pantalla. En Una quinta portuguesa pasa lo mismo, con personajes que se instalan en lo misterioso, en esos lados donde todos actuamos, donde somos quiénes nos gustaría ser y no lo que nos ha tocado en suerte, con un gran Manolo Solo, tan conciso, sobrio y silencioso, que se asemeja al Delon de Le samurai, de Melville, alejado de sus oscuros personajes para encarnar a Fernando en una encrucijada en la que se deja llevar y convertirse en otro o en otros, huyendo de sí mismo, en un tipo parecido al que hizo en Cerrar los ojos, de Erice, porque si allí buscaba a otro, aquí se busca a su otro yo. Le acompañan los portugueses capitaneados por una extraordinaria María de Medeiros, como la mestressa de la casa, Rita Cabaço como la que cocina y limpia, Luisa Cruz, que tiene en su haber trabajos con Lisandro Alonso, Joâo Nicolao y Miguel Gomes, y Rui Morrison con Benoît Jacquot y Raoul Ruiz, son dos jugadores de cartas, las cartas otra vez haciendo presencia en el universo de Prat, y Branka Katic, la actriz que interpreta a un personaje inolvidable que ha trabajado con Kusturica, entre muchos otros. 

Si tuviéramos que hermanar la película con otras que reúnan algunas de sus singularidades podríamos pensar en el cine de Chabrol y Losey, y no lo digo por el lado policíaco que, en cierta medida, podríamos encontrar en la película de Prat, aunque los tiros y nunca mejor dicho, no van por ese lado, sino por cómo plantea la construcción de los lugares y la interacción de los personajes, encajados en una normalidad y sencillez poderosísimas, en el que las cosas y muchos menos las situaciones, son lo que parecen, donde los distintos individuos siempre andan ocultando cosas de ellos y de sus pasados, donde el misterio hace mover la trama que, es muy mínima, porque lo interesante de estas películas no es lo que cuenta, eso sólo es una excusa, lo que importa es cómo se cuentan, y cómo reaccionan los personajes ante los diferentes hechos, en un relato que los espectadores sabemos lo que ocurre y tenemos la información, siguiendo el patrón que mencionaba Hitchcock que de esa manera se creaba mucho más inquietud e interés cuando se sabía un poco más que algún personaje. No se lo piensen y descubran Una quinta portuguesa, de Avelina Prat y quédense con su nombre porque dará mucho que hablar, ya que nos devuelve el cine que hacía del misterio su razón de ser, donde sus personajes y sus hechos se erigían como misterios que había que resolver o no.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA