Memorias de París, de Alice Winocour

COGERSE DE LAS MANOS.

“Con el tiempo y la madurez, descubrirás que tiene dos manos: una para ayudarte a ti misma y otra para ayudar a los demás”.

Audrey Hepburn

No hace ni un mes que se estrenaba la magnífica Un año, una noche, de Isaki Lacuesta, donde daba buena cuenta de la diferente gestión de estrés postraumático de una pareja de supervivientes de los atentados terroristas de la sala Bataclan de París del fatídico 13 de noviembre de 2015. En Memorias de País, cuarto trabajo de Alice Winocour (París, Francia, 1976), escrito por la propia directora y la colaboración del coguionista Jean-Stépahne Bron y Marcia Romano, que ha colaborado con Ozon y ha escrito la reciente El acontecimiento, de Audrey Diwan, en la toma un punto de partida parecido, en este caso fue un ataque a uno de los restaurantes y se centra en una de sus supervivientes, Mia, una mujer que, como sucedía con el protagonista masculino de Un año, una noche, tiene flashbacks de aquel día, y su memoria recuerda confundiéndolo todo, sin poder tener un recuerdo global de lo sucedido durante el ataque.

No es la primera vez que la cineasta parisina se centra en los problemas mentales de sus protagonistas, ya lo hizo en Augustine (2012), sobre el trabajo de un psiquiatra y su paciente diagnosticada de histeria en la Francia de finales del XIX, y también, en Disorder (2015), centrándose en los problemas traumáticos de un soldado. Otro dato importante en el cine de Winocour son sus protagonistas, porque ya en Próxima (2019), la soledad que sufría una astronauta que se separaba de su hija por una misión, que la emparenta de frente con Mia, otra mujer que deberá enfrentarse a su trauma en soledad, porque su marido nunca llegará a entender lo que sufre porque no la ha vivido, y además, actúa como si nada hubiera pasado y todo pudiese volver como antes, una situación parecida a la que vivía Geni con su marido en la estupenda Todos queremos lo mejor para ella, (2013), de Mar Coll. La trama se centra en Mia y su proceso de reconstrucción, acudiendo al restaurante donde se celebran encuentros de víctimas, donde vemos las distintas reacciones de cada persona que sobrevivió recordando o intentando recordar el atentado. Allí, conocerá a Thomas, alguien que recuerda y sufre heridas físicas, y entre ambos reconstruirán su memoria.

La película se centra en dos miradas, la de Mia y la de la ciudad de París, donde ambos se volverán a reencontrar y sobre todo, a reconstruirse después de la tragedia, a volverse a mirar y volver a caminar por sus calles y lo demás sin miedo. Una película de gran factura técnica con la inquietante e íntima atmósfera de la cinematografía elaboradísima de Stéphane Fontaine, que tiene en su haber a nombres tan importantes como los de Jacques Audiard y Mia Hansen-Love, el excelente montaje de Julien Lacheray, que es el habitual de Céline Sciamma y Rebecca Zlotowski, y ha editado todas las películas de Winocour, que detalla cada gesto, cada mirada, en una película de búsqueda de uno mismo y de los demás, como el inmigrante senegalés que cogió de la mano a Mia y ella quiere encontrar. Y la inquietante y atmosférica música de Anna Van Jausswolff, de la que ya habíamos escuchado en Personal Shopper, de Assayas, y en el documental El chico más bello del mundo, sobre la figura de Björn Andréssen, el chico que protagonizó con 15 años la inolvidable Muerte en Venecia, de Visconti.

El magnífico reparto que encaja a la perfección con toda la complejidad y los diferentes matices en los que profundiza la película, como ya había mostrado en sus anteriores trabajos formando parejas muy diferentes entre sí, pero muy complementarias, como dos reflejos del mismo espejo, con los Vincent Lindon y Chiara Mastroianni, los Matthias Schoenaerts y Diane Kruger, y Eva Green y Matt Dillon, ahora les toca a Virginie Efira y Benoît Magimel, maravillosos y naturales, que hacen los heridos emocionalmente Mia y Thomas, en los que se ayudarán, se reconstruirán y volverán una y otra vez a aquel día, aquel momento. Les acompañan Grégoire Colin, el marido de ella que está empeñado en volver a la rutina sin más, Maya Sansa es Sara, una superviviente que organiza y escucha en los reencuentros de los afectados, Amadou Mow es Assane, el senegalés que ayudó a Mia y ésta quiere encontrar, y finalmente, Nastya Golubeva, que hemos visto en Holy Motors y Anette, ambas de Leos Carax, siendo una chica que perdió a sus padres en el atentado y ahora necesita reconstruirse haciendo las cosas que ellos hacían.

Winocour ha construido una película muy especial, una película también muy difícil, que necesita la complicidad de un espectador que bajará a los infiernos junto a los personajes, a través de los recuerdos reales de su hermano que fue uno de los supervivientes de Bataclan, en el que estamos en una especie de limbo, tanto de Mia como la ciudad de París, en el que todos deben recordar y ayudarse a recordar, para volver a mirarse y mirar, a reencontrarse y reencontrar su alma rota y en pedazos, tanto de ellos como de la ciudad, en una historia sobre fantasmas, sobre los ausentes y los presentes, sobre volver al terror, al miedo y la sangre, para sanar, para estar y sobre todo, para recordar sin sentir miedo y terror, la memoria como acto de reconciliación con uno mismo y con todo lo que le rodea, y no solo recordar, sino también, y esto es lo más importante, compartir con los otros, con los demás, mirarse y reconocerse, sin prisas, con pausa, volver a cogerse de las manos, volver a ser humanos, y volver a sentir, a volver a abrazar y volver a amar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Petite Maman, de Céline Sciamma

NELLY Y MARION TIENEN UN SECRETO.

“Todo está en la infancia, hasta aquella fascinación que será porvenir y que sólo entonces se siente como una conmoción maravillosa”.

Cesare Pavese

De las cinco películas que componen la mirada de Céline Sciamma (Ponotise, Francia, 1978), es recurrente el tema de la edad temprana, tanto de la infancia en Tomboy (2011), como de la adolescencia en Naissance des Pieuvres (2007), su opera prima, en Girlhood  (2014), y en Cuando tienes diecisiete años (2016), de André Techiné, en la que actuó como coguionista. Todas ellas retratos de diferentes formas, estilos e intimidades, sobre los primeros amores, la transexualidad, la diversidad cultural, la violencia, etc… Después de la grandiosa Retrato de una mujer en llamas (2019), la que elevó el genio de Sciamma hacia los altares del cine, en las que nos transportaba a la Francia del siglo XVii, a través del amor entre una pintora y su modelo. La directora francesa vuelve a la infancia, a los primeros años, a los que ya retrató como coguionista en La vida de Calabacín (2016), de Claude Barras, excelente cinta de animación stop-motion sobre unos niños desamparados.

Ahora, lo hace con Petite Maman, una deliciosa e íntima película sobre una niña llamada Nelly, de ocho años que, después de perder a su abuela, va junto a sus padres a la casa de la fallecida para vaciarla. Una casa limítrofe con un bosque donde se tropezará con un secreto, porque entablará amistad con Marion, otra niña de su misma edad, que al parecer es su madre. Sciamma compone un delicado cuento de hadas, construyendo una película sencillísima y sensible, donde huye de todo artificio y piruetas argumentales o narrativas, para centrarse en ese maravilloso encuentro, o podríamos decir, reencuentro, nunca lo sabremos. Desmonta todo tipo de géneros, y nos sumerge en un extraordinario y conmovedor drama sobre la infancia, sobre el duelo en la infancia, sobre mirar al otro, sobre entender al otro, en un tiempo indeterminado, sin tiempo, en un espacio que es la misma casa, con leves pero significativas variaciones, y un bosque mágico, un universo totalmente infantil, donde los adultos siempre aparecen desde fuera, en el que todo lo que sucede solo es de ellas, esas confidencias, esas miradas, esos juegos, y sobre todo, el secreto que las ha juntado, las ha encontrado en el tiempo de la infancia de la madre, que la hija visita después de tantos años.

La cineasta francesa vuelve a contar con la cinematógrafa Claire Mathon, que ya estuvo en Retrato de una mujer en llamas, en otro trabajo apasionante, intenso y estilizado, aprovechando la luz natural tanto en los exteriores como interiores, creando toda esa luz que nos sumerge en el bosque, con esa cabaña como centro neurálgico de toda la trama, y la casa, la misma, que ejerce como lugar mítico y fabulador para toda la experiencia interior que viven tanto Nelly como Marion, una luz que nos acoge mediante planos largos todo el espacio de la película, sumamente cotidiano, pero a la vez, con ese toque fantástico, como de otro tiempo. El montaje lo firma Julien Lacheray, presente en todas las películas de Sciamma, donde realiza un grandísimo trabajo de delicadeza y cadencia, donde todo se desarrolla bajo el amparo de la fisicidad, donde cada corte nos lleva de un tiempo a otro, y al actual, todo muy sutil y sin estridencias, sumergiéndonos en ese otro tiempo no tiempo, donde tanto madre como hija tienen la misma edad y disfrutan y comparten de su tiempo juntas.

Petite Maman tiene el aroma que desprendían las Ana e Isabel de El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, Ponette (1996), de Jacques Doillon, Nana (2011), de Valérie Massadian, y las Frida y Anna, las dos niñas de Verano 1993 (2017), de Carla Simón, títulos que nos acercaban la infancia desde una perspectiva infantil, con sus miradas, sus juegos, sus confidencias, soledades y tristezas, donde la cámara descendía para mirarlas frente a frente, de igual a igual, cimentando la película a través de su tiempo, con sus existencias, pausando cada encuadre, asistiendo a la vida desde otro ángulo, otra mirada, encogiéndonos en otro tiempo, otro lugar y otra mirada, mucho más profunda, más calmada, y en otro universo. Rendirse y aplaudir a rabiar la maravillosa elección de las dos hermanas Joséphine y Gabrielle Sanz para encarnar a Nelly y Marion, respectivamente. Porque las dos niñas debutantes, no solo hacen creíbles sus personajes, sino que los envuelven en una deliciosa naturalidad y espontaneidad que, en muchos instantes, se acerca al tratamiento documental, a través de unas maravillosas interpretaciones resplandecientes, que son todo el epicentro del relato y las diferentes relaciones y conflictos que coexisten en la película.

Sciamma ha vuelto a emocionarnos y maravillarnos con su mirada sobre la infancia, filmada en la ciudad de Cergy, donde la directora creció, acompañándonos en este ejemplar y brillantísimo cruce entre el drama íntimo, el fantástico y lo rural, sobre  las difíciles relaciones materno-filiales, sin olvidarse de los adultos, con esa madre que huye de los conflictos, y ese padre en sus cosas, y mientras tanto, dos niñas, madre e hija, se han encontrado, y no solo eso, que entre las dos viven su propio duelo, entre este espacio-limbo cinematográfico que la película evoca de forma apasionante, honesta y sencillísima, en un interesante ejercicio donde todos nosotros no solo nos vemos reflejados en la relación que propone la película, sino que cada uno en su imaginación o no, ha vislumbrado como sería el encuentro con nuestras madres o padres cuando eran niños, quizás, como explica Sciama, no se trata solo de imaginarlo, sino de vivirlo, y sobre todo, sentirlo para que de esa manera se produzca y ocurra dentro de nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma

UN AMOR PROHIBIDO.

Desde que conocimos la obra de Céline Sciamma (Pontoise, Francia, 1978) nos hemos rendido a su mirada, tan íntima y bella, revelándose como una observadora inquieta y lúcida que explora con determinación y paciencia las relaciones sinceras y honestas que van construyendo sus personajes, sumergiéndose con sensibilidad y delicadeza para atrapar la amistad y el amor, en mitad de los conflictos que se van desatando en entornos normalmente hostiles, ásperos y demasiado cerrados en sí mismos. En su debut Naissance des pieuvres (2007) una adolescente se sentía fascinada por una compañera de clase, en Tomboy (2011) una niña se hace pasar por niño, hecho que se despertará los sentimientos de una amiga. Y en Girlhood (2014) en la que retrata a una chica desplazada de su entorno que encontrará cobijo en un grupo de chicas liberales. Sus retratos contemporáneos, muy de aquí y ahora, excelentes miradas sobre nuestro tiempo actual, dejan paso en Retrato de una mujer en llamas a un tiempo histórico y una atmósfera aislada del mundo, como es esa isla de la Bretaña francesa de 1770, en las cuatro paredes de una casona capitaneada por una condesa rígida e inflexible. Un lugar solitario e inhóspito donde llegará Marianne, una pintora que recibe el encargo de la aristócrata de retratar a su hija Héloïse, como regalo para su próximo enlace, con la condición que no podrá posar para ella, una chica recién salida del convento para desposarla.

Sciamma desarrolla una pasión igualitaria y bellísima, a través de la recreación de una verdad histórica a través de una ficción excelentemente moldeada y filmada, deteniéndose en las poderosas miradas y detalles de sus personajes, desde sus dos protagonistas, la criada y sus conflictos, o esa matriarca inflexible con el devenir de su hija, construyendo una película austera y desnuda, de magníficos encuadres, con unos decorados casi invisibles, a partir de tres únicos espacios, el estudio donde pinta Marianne, la cocina donde se alimentan y se relacionan con Sophie, la criada, y por último, esos largos paseos junto al acantilado que rodea la isla. Tres espacios filmados con la quietud y la elegancia necesarias de una cineasta creadora de atmósferas y sutilezas, donde iremos conociendo los conflictos interiores y exteriores que azotan a las protagonistas, donde la mirada de Marianne será la elegida para mostrarnos la narración y sus personajes, una artista que la conoceremos en su intimidad, tanto en su oficio como en su persona, a través de sus bocetos, sus ideas, sus rasgos pictóricos, y demás trabajos intensos y apasionados para captar la luz, los detalles y las formas y los complementos del rostro triste, ausente e invisible de la desconocida Héloïse.

La directora francesa plantea su película a través de dos partes bien diferenciadas, en la primera, asistimos al encuentro entre la artista y su modelo, entre esos paseos diurnos y esas largas noches donde la pintora agudiza su memoria para dibujar a la retratada. En la segunda mitad, y aprovechando la ausencia de la condesa, la amistad entre las dos mujeres se vuelve más intensa, más cercana, la artista y la modelo, o lo que es lo mismo, la que mira y la que es observada, dos mujeres que se disiparán para encontrar a dos almas inquietas, libres de corazón, encerradas en una sociedad que las invisibiliza, que las oculta, en la que se les prohíbe ser quiénes son, sus deseos más ocultos, donde no pueden dar rienda suelta a sus formas de pensar, a sus sentimientos, y a sus pasiones más secretas. Es en ese instante, donde la película se centra en ellas dos, en sus caracteres, donde las descubrimos de verdad, donde nos rendimos a sus deseos e ilusiones, donde la pasión se desborda y las dos mujeres disfrutan del momento, sin obstáculos ni autocensuras, de lo que sienten y de su amor.

Todo está contado con solidez e intensidad, a través de una dulzura y elegancia magníficas, sin caer en el sentimentalismo ni nada que se le parezca, con unas imágenes sobrecogedores que nos congelan el ánimo, sujetándolo con fuerza, con esos instantes poéticos y líricos en que todo se suspende en el aire, donde el tiempo se desvanece y las fuerzas del amor se apoderan del ambiente, como si la fuerza inspiradora y arrebatadora de estas dos mujeres nos atrapará sin remedio, dejándonos llevar hacia lo más profundo de nuestra alma, donde nos encontramos con esa luz tenue y cálida, que traspasa muros y puertas infranqueables, obra de Claire Mathon (responsable entre otras de Mi amor o El desconocido del lago, otras muestras del amor y la pasión desaforadas) o el estupendo montaje de Julien Lacheray (editor de todas las películas de Sciamma) con esas conduntendes e invisibles elipsis y los maravillosos planos secuencia en la que vemos con todo lujo de detalles el trabajo de la pintora, o las elegantes y sinuosas composiciones, tanto en la cocina como en esos paseos junto al acantilado, donde el tiempo se detiene, donde todo parece diferente, donde las cosas y los sentimientos se desatan y se lanzan a ese abismo de la pasión y el amor.

La maravillosa pareja protagonista en la que vemos la sutileza de sus gestos y miradas, sobre todo sus miradas, porque como se miran estas dos mujeres, con Adèle Haenel como la desdichada Héloïse, que repite con Sciamma, mostrando su rigidez del inicio para luego ir destapándose a aquello nuevo, inesperado y dulce que la va atrapando, frente a Noémie Merlant como la pintora, esa mujer tan liberal, tan especial y tan diferente de Héloïse, pero a la vez también barrada en esa sociedad patriarcal que dirige las vidas y las ilusiones de las mujeres. Desde Carol, de Todd Haynes, no asistíamos a un canto a la libertad de amar, del amor en mayúsculas, del amor entre mujeres de verdad, de esos que se recuerdan, de los que no hay dos iguales, de ese amor sincero y honesto, de ese amor que rompe barreras sociales, de frente, cara a cara, de esos amores que estallan, donde la composición de Vivaldi y sus estaciones, sobre la de la primavera, casa de fábula con esos sentimientos que invaden el alma de las dos mujeres, que sentimos los espectadores, que nos invitan a dejarnos llevar por aquello que procesamos, porque el amor es un sentimiento complejo, fugaz, efímero, algo que llega y raras veces permanece, pero lo que sí nos despierta en mitad de la noche es aquel recuerdo íntimo y profundo que sentimos y que jamás podremos olvidar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA