Balearic, de Ion de Sosa

LAS CASAS CON PISCINA. 

“Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan: Anoche bebí demasiado”. 

De la novela “El nadador”, de John Cheever

Hace más de una década que el gran observador que es Carlos Losilla escribió el artículo “Un impulso colectivo” en el que exponía las razones y emociones de ese otro Cine Español, el que se producía con pocos recursos, alejado de modas, tendencias y demás etiquetas, tan propio como personal, muy variado en temas, formas y texturas que a pesar de su invisibilidad empezaba a abrirse camino sobre todo en festivales internacionales. Ahora no voy a nombrarlos a todos/as, pero si que voy a centrarme en un grupo muy heterodoxo que surgió principalmente en la ECAM, con nombres como el Colectivo Los Hijos (Javier Fernández, Luis López Carrasco y Natalia Marín), Miguel Llansó, Velasco Broca, Chema García Ibarra e Ion de Sosa que se ayudaron y fueron cómplices para levantar sus respectivas películas, tan diferentes entre sí, y llenas de entusiasmo, proponiendo un cine del extrarradio, un cine que investigue su propia narrativa y forma, y que plantee múltiples realidades muy apegado a los tiempos actuales. 

Con Balearic, el cineasta Ion de Sosa (San Sebastián, 1981), en su quinto trabajo como director, sigue manteniendo esa línea de exploración que le ha llevado a un cine que bebe del género fantástico para generar su propio universo en el que atiza con crítica y sin miramientos las grietas de una sociedad ensimismada, estúpida y extasiada que huye de cualquier atisbo de reflexión y conocimiento interior. Ya lo hizo en sus deslumbrantes Sueñan los androides (2014), filmada en Benidorm, quizás la ciudad por excelencia de lo masivo y lo superficial, siguió con Leyenda dorada (2019), alrededor de una piscina como objeto de lo pretencioso y lo ahogado, y Mamántula (2023), un psychokiller tan abrupto como fascinante. En Balearic, coescrita por Juan González (una de las mitades de los Burnin Percebes), Chema García Ibarra, codirector de Leyenda dorada, Lorena Iglesias y Julián Génisson, que ya estuvieron en la citada Mamántula, y el propio director, nos convocan a dos películas o una dividida en dos, con un primer tercio en el que unos adolescentes se cuelan en una casa vacía con piscina y disfrutan de un baño en el primer día del verano. De repente, unos perros atacan a una de ellas y el resto se refugia en el centro de la piscina mientras grita de horror. Unos gritos que nos llevan a una de las casas cercanas donde unos pijos o lo que pretenden ser se divierten que, por supuesto, no escuchan esos gritos de auxilio. 

El cineasta donostiarra plantea una trama de espejos y reflejos de una sociedad carente de empatía, ahogándose en sus propias miserias y codicia malsana, donde todo vale. La cinematografía de Cris Neira, que ha estado en los equipos de cámara de Mamántula y Sobre todo de noche, entre otras, debuta en una película rodada en 16mm, marca de la casa, con ese grano y textura que remarca la luz mediterránea y esa rugosidad de las diferentes situaciones que nos retrotrae al cine español de la transición, y la serie fotográfica «La playa (1972-1980), de Carlos Pérez Siquier, del que la película bebe como las atmósferas turbias de Carlos Saura y de Eloy de la Iglesia,  la irreverente Caniche (1979), de Bigas Luna, con la que tiene muchas semejanzas. La música de Xenia Rubio actúa como acicate en esta fiesta de unos alucinados tan alejados de la realidad como de sus propias existencias que, al contrario de los adolescentes tan despreocupados, no pueden disfrutar de la piscina que observan como si un monstruo la habitara, como si estuvieran poseídos como los burgueses de El ángel exterminador (1962), de Buñuel que, al igual que aquellos siguen de fiesta, a pesar de los gritos que no oyen, del fuego que deja caer una ceniza que lo inunda todo, y demás irrealidades que los van asaltando, donde lo cotidiano se mezcla con los inexplicable y viceversa, en ese juego de idas y venidas, de realidad, sueño y fantástico como evidencia el gran trabajo de montaje de Sergio Jiménez, otro de la factory, con esos breves 74 minutos de metraje, lleno de  encuadres y planos de cercanía y lejanía que entronca con los universos de Lynch y Haneke donde lo que vemos resulta tan oscuro como asfixiante. 

El reparto de la película es otro elemento esencial en el cine de Ion de Sosa, con esa mezcla de intérpretes de su universo, y otros naturales que fusionan muy bien esa idea de cine donde la realidad, documento y ficción se confunden. Tenemos a los cuatro adolescentes casi debutantes: Lara Gallo, Elías Hwidar, Ada Tormo y Paula Gala, y los otros: la artista Maria Llopis, la cantante-actriz Christina Rosenvinge, el croata Luka Peros, que hemos visto en Mientras dure la guerra y series como Matadero, Moises Richart, que era el prota de Mamántula y también estaba en Sueñan los androides, Sofia Asencio, Manolo Marín, y los Mamántula Lorena Iglesias, Julián Génisson y Marta Bassols, y la presencia del único rico Zorion Eguileor, un estupendo actor que hemos visto en El hoyo, y más recientemente en Maspalomas, y muchas más. Un grupo y heterogéneo cast que compone un variopinto grupo humano en una película que profundiza en el clasismo imperante en la sociedad, el hedonismo como única vía de escape de tanta estupidez y la falta de empatía como arma contra la deshumanización donde el yo ha triunfado y el nosotros es solamente una excusa para no matarse, pero sin vínculos ni intimidad. 

Ese otro Cine Español del que habla Losilla, un Cine Español que mira de verdad a la realidad que experimentamos, tan cercana como lejana, que se pregunta por sus narrativas, formas y texturas, en un cine que reivindica la cinematografía auténtica que pasa de modas y demás objetos de consumo en forma de películas y series. Un cine que recupera el Cine Español que se investigó y se esforzó por hablar de lo que ocurría, pero sin ser tan evidente, sino buscando y buscándose, a pesar de los pesares, porque el cine de De Sosa y los demás citados, y los que no hemos citado, es un cine que no es invisible, aunque algunos lo quieras así, desconocido, y mi labor como observador del cine que se hace en el país en el que vivo, por pequeña que sea, es mirarlo, estudiarlo y criticarlo y hablar bien si me gusta, que es el caso. Así que, gracias por llegar hasta aquí, y no dejemos que ese otro Cine Español que tan sólido, diferente y brillante sea Cine Español como el resto, y no sufra distinciones de condescendencia por parte de aquellos que se abanderan como lo único, porque hay muchas formas de ser en el Cine Español como reivindica Balearic, de Ion de Sosa y todas las demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Singular, de Alberto Gastesi

DOCE AÑOS DESPUÉS… 

“Aceptamos la realidad tan fácilmente, tal vez porque sentimos que nada es real…”

Jorge Luis Borges 

Hace tres años del estreno de La inquietud de la tormenta (“Gelditasuna ekaitzen”), la ópera prima de Alberto Gastesi. Un extraño y absorbente relato de amour fou sobre dos personajes, Laura y Daniel que se conocen por casualidad en Donosti, o quizás no, tal vez se conocieron tiempo atrás. A partir de un imponente y cálido blanco y negro, la cinta transitaba entre dos tiempos, pasado y presente en la que elaboraba un interesante y peculiar relato sobre las infinitas posibilidades de lo que podía haber ocurrido, o quizás no. En Singular, otra vez escrita junto a Alex Merino, Gastesi vuelve a explorar los límites del tiempo, en el que ahora la pareja protagonista son Diana y Martín, dos personas que en el pasado una tragedia los sumió en la pérdida de su hijo de 6 años. Ahora, en el presente, vuelven a juntarse y acuden a la casa junto al lago, al lugar de los hechos, al lugar al que vuelven en la memoria, al lugar que los unió para siempre, o quizás, vuelven a lo que fueron, a lo que podían haber sido, a todas esas posibilidades que imaginaron.

El director guipuzcoano construye un cuento sobre el pasado y el dolor que arrastramos, y lo hace vistiendo su película de drama, pero rasgando el arquetipo alejándose hacia algo mucho más tenebroso sin ser explícito, sino a través de la sutileza y lo que no se ve. También, encontramos un sencillo y elegante cuento de terror, no del susto chabacano, sino de aquel que nos sujeta y no nos suelta, el que explora de forma admirable lo psicológico, como hacía Hitchcock y Polanski, donde lo cotidiano y lo más cercano va adquiriendo de forma pausada un tono sombrío, con una atmósfera que pesa y muy alejado de los lugares comunes tan denostados del género. Y por si fuera poco, coexisten en la trama elementos de ciencia-ficción que, en la línea del drama y el terror, van apareciendo como cuerdas que van tensando el principal argumento de la historia: la de una antigua pareja que vuelve a enfrentarse con su dolor, sus miedos y con todo aquello que creían haber dejado en el pasado. El director vasco nos envuelve en un ambiente de bosque, donde aísla a sus personajes, dejándolos despojados de todo y todos, sólo con sus reflexiones y emociones expuestas ante el abismo, esa cosa de la que, por mucho que se empeñen, son incapaces de huir. Una propuesta que recuerda en algunos tramos a la magnífica Los cronocrímenes (2007), de Nacho Vigalondo, con bosque, bucles temporales y tragedia. 

El aspecto técnico de la película sigue en la misma senda que tenía la mencionada La inquietud de la tormenta, en la que se juega con muy pocos elementos, en los que cada gesto, mirada y detalle resultan cruciales para el devenir de la trama. Si el guionista antes citado vuelve a repetir, lo mismo ocurre con el cinematógrafo Esteban Ramos que, tras envolver de misterio y tensión cada encuadre de la primera película de Gastesi, en Singular vuelve a construir una luz natural nada artificial que ayuda a tensionar a los personajes y sus conductas ante las circunstancias de forma sutil, nada enrevesada y sobre todo, generando esa idea de oscuridad que lo va envolviendo todo. Una trama de estas características huye de la noche y nos atrapa mediante el día, una luz plomiza muy del norte donde la intriga se apodera de todo. La excelente música del dúo Jon Agirrezabalaga y Ana Arsuaga se erige como el complemento perfecto para unas imágenes que nos van sujetando casi sin darnos cuenta. En tareas de montaje encontramos a Javi Frutos, un editor del que conocemos sus trabajos junto a Félix Viscarret, Calparsono, Segundo premio, de Isaki lacuesta y Pol Rodríguez y la reciente serie Yakarta, en un magnífico edición en el que mantiene sin estridencias una trama sutil nada complaciente donde en forma de bucle se va contando el despertar que sufre cierto personaje, en unos sólidos 100 minutos de metraje. 

La pareja protagonista no podía ser más potente con las presencias de Patricia López de Arnaiz, qué puedo decir de una actriz tan versátil, tan fuerte y que sabe transmitir desde el lado que la sitúes, como deja claro en la recién estrenada Los domingos que hacía de tía mala oponiéndose por completo a la decisión de su sobrina. Aquí, es una madre rota, una madre sin hijo, alguien que debe sumergirse en el dolor para salir de él. Alguien que, en la piel de la actriz vitoriana, todo se mueve entre las brumas del no tiempo. A su lado, tenemos a Javier Rey, que muestra todo su poderío para la gestión de las emociones y expresarlo todo con la mirada y el gesto. El gallego muestra toda una serie de matices de transmitir sin necesidad de palabras. Les acompañan el debutante Miguel Iriarte en un personaje vital para la trama, así que, es mejor no desvelar más detalles para de esa forma contribuir a la exploración de los futuros espectadores, que ellos mismos lo descubran. Iñigo Gastesi que fue el chico de La inquietud de la tormenta tiene aquí un papel breve pero importante para la historia como técnico de IA, sí, de Inteligencia Artificial y ahí lo dejo, para no levantar más sospechas de cara a lo que se cuenta.

Después de dos películas de Alberto Gastesi en el que nos sumerge en dilemas de la existencia como por ejemplo, todo aquello que fuimos o que creíamos ser y cómo el tiempo ha vapuleado lo que somos, y sobre todo, cómo gestionamos el dolor y el peso del pasado y todo lo que arrastramos, esas cicatrices que no cesan de volver y demás, sólo nos queda celebrar con entusiasmo para el panorama del cine español la aparición de una cineasta que a partir de relatos sencillos y directos, nos sumerge en tramas donde lo mezcla todo, cogiendo de aquí y de allá, y además, creando un sólido, extraño y extraordinario lenguaje nada enrevesado en el que se atreve con todo, donde hay espacio para todo, del que beben los Sci-fi domésticos de los setenta que tanto furor tuvieron los países del este y en EE. UU. Un cine que a través de la fusión de varios géneros advertía de la deriva ultra consumista y tecnológica que ya se imponía hace medio siglo. Me gustaría que Singular encontrase su público porque la película seguro que gusta, porque a pesar de su aparente extrañeza, oculta uno de los mejores títulos de la temporada, y si no me creen, corran a verla, y si ya lo han hecho, podemos hablarlo cuando gusten. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Paul Urkijo Alijo

Entrevista a Paul Urkijo Alijo, director de la película «Gaua», en el hall de los Cinemes Girona en Barcelona, el lunes 10 de noviembre de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Paul Urkijo Alijo, por su tiempo, sabiduría y generosidad, y a Katia Casariego de Revolutionary Comunicación, por su tiempo, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Gaua, de Paul Urkijo Alijo

LAS MUJERES DE LA NOCHE. 

“No se debe creer en ellas, pero no se debe decir que no existen”. 

Primero fueron un puñado de cortometrajes como Jugando con la muerte (2010), Bajo la cama (2012) y El bosque negro (2014), luego llegaron los largos como Errementari (El ternero y el diablo) (2017), e Irati (2022) y el que ahora nos ocupa Gaua. La filmografía de Paul Urkijo Alijo (Vitoria-Gasteiz, 1984), se desarrolla en el fantástico y terror, las tradiciones, mitos y leyendas del folklore vasco, y una mirada sobre el pasado histórico donde abundaban las creencias religiosas y paganas, y una inquietud por lo femenino, sobre todo, en sus dos últimas películas. En Gauga, que se traduce como “La noche”, nos encontramos con Kattalin, una joven esposa que vive con su despótico marido en las montañas vascas alrededor del siglo XVIII. Una noche, atraída por su oscuridad y tenebrosidad, la mujer se adentra en el bosque y se tropieza con tres brujas, que la interrogan para que cuente el relato de los hechos que ha vivido en la que su mejor amiga ha fallecido. Así que, durante la noche, conoceremos no sólo sus misterios más ocultos, sino una verdad, la que el poder establecido del momento, la burguesía y la iglesia, se esfuerzan en avivar con el fin de imponer su ley y someter a un pueblo de miserable existencia lleno de miedo ante ese ocultismo que tanto interesa al poder.  

Urkijo Alijo se revela como un fabulador impresionante, donde el cuento y el relato logran aunar características tan potentes como alejadas. Estamos hablando del desconocido folklore vasco, que alimentó la imaginación del Paul niño, donde conocemos a sus criaturas nocturnas que se van entrelazando con la realidad social del momento, ahora el XVIII, en Errementari el XIX y en Irati, el VII. El momento histórico documentado se desenvuelve de forma natural y nada acartonada ni estridente con una trama muy interesante y extremadamente estética y rompedora, donde prevalecen los rostros y miradas de sus personajes, una ambientación espectacular, llena de detalles, y además, una trama que se alimenta de la tradición y lo oscuro, donde el género se convierte un vehículo no un fin, en el que tienen cabida elementos fantásticos que refuerzan el eje principal de lo que se cuenta y el cómo se hace. Si tuviésemos que rebuscar en el pasado cinematográfico para situar el cine de Urkijo Alijo lo encontraríamos en las atmósferas de cineastas como Pedro Olea, con su El bosque del lobo y Akelarre, y también, en La conquista de Albania, de Alfonso Ungría, y en el denostado pero interesante fantaterror de Naschy, Franco y demás autores. 

El apartado técnico de las películas del vitoriano es realmente alucinante, muy bien trabajado y lleno de una estética abrumadora. Tenemos al cinematógrafo Gorka Gómez Andreu, que ha trabajado en las citadas tres obras del director, imponiendo una atmósfera tensa y neblina que desprende una luz sombría y muy deudora del cine de terror de los treinta y de la factoría Hammer, en que los elementos naturales se introducían hábilmente en las tramas. La música que firman el dúo Aránzazu Calleja, segundo trabajo con Urkijo, y habitual de la factory Moriarti, y Maite Arroitajauregui, segunda colaboración con el realizador, amén de obras como Akelarre y Amama, componen una música que se convierte en la mejor compañía para las poderosas y sugerentes imágenes de la cinta. El montaje de Elena Ruiz, con más de medio centenar de películas, entre las que destacan los nombres de Mar Coll, Bayona, Coixet, Medem, entre otros, en su segunda vez con el director después de Irati, que consigue sumergirnos en una trama nocturna, en un relato anclado en el testimonio-confesión de la protagonista, donde en forma capitular se va desgranando los misterios que encierra el lugar y su noche, en unos intensos 93 minutos de metraje que no sólo pasan volando, sino que lo hacen de forma que no te deja parpadear.  

Otro de los apartados que destaca en el cine del director vasco es su maravillosa elección de sus intérpretes como la actriz que encarna a Kattalin, en su primer papel protagonista, en el rostro y la mirada de Yune Nogueiras, que estuvo en la mencionada Akelarre y La infiltrada, tiene aquí su órdago que no sólo cumple con creces sino que se convierte en una imagen poderosa que destila naturalidad y transparencia en un personaje sometido que tendrá su revelación. Las tres brujas están interpretadas por Elena Irureta, Ane Gabarain y Iñake Irastorza, tres actrices vascas con más de tres lustros de experiencia en películas y series de toda índole. Les acompañan Xavi “Jabato” López, como marido de Kattalin, Erika Olaizola como la amiga de la protagonista, Elena Uriz como la ocultista del pueblo, y un siniestro e inolvidable páter del lugar en la piel de un inconmensurable Manex Fuchs. Ójala Gauga, de Paul Urkijo Alijo siga gustando al público como sus antecesoras, porque la película lo merece, ya que ha sabido fusionar el cuento tradicional con lo fantástico y terror, además de poner sobre la mesa tradiciones, mitos y leyendas vascas que la mayoría desconocemos. Una película hermanada con Gaua podría ser El laberinto del fauno (2006), de Guillermo del Toro, ya que también apostaba por lo misterioso y oculto en una atmósfera de posguerra en los montes españoles, donde había monstruos que no venían del otro mundo sino que estaban en este como tan bien menciona Gaua. Así que, ya saben, guardense de aquellos que alimentan el mal porque quizás ellos son los que más lo practican. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Weapons, de Zach Cregger

LOS 17 NIÑOS DESAPARECIDOS DE MAYBROOK.

“Se encuentra frente al gran misterio… Al que hace temblar a la humanidad desde su origen: ¡lo desconocido!”.

Gastón Leroux

Toda interesante película, independientemente del género y la textura, debe tener por decreto, un prólogo lleno de misterio, intriga e inquietante que produzca al espectador motivos para quedarse a verla. En Weapons, de Zach Cregger (Condado de Arlington, Virginia, EE.UU., 1981) se cumplen con creces esta regla no escrita pero sumamente eficaz. La historia se abre con una situación muy sorprendente: los 17 niños desaparecidos, en mitad de la noche, en un lugar tranquilo, familiar y sin más como Maybrook. Nadie sabe nada, nadie ha visto nada. Ante esta premisa, nos introducen una voz en off de niña que nos guiará estos primeros instantes del relato. Los únicos hilos a los que tirar son dos: Justine, la maestra de los niños, que está atónita ante el hecho, y Alex, el único alumno que se ha personado en el colegio la mañana después. Una apertura digna de una película absorbente y estupenda de terror, aunque como comprobaremos en unos minutos, la película sabe manejar la dosificación de información para dejarnos atrapados en sus imágenes. 

A partir de un espléndido guion del propio Cregger con estructura “Rashomon”, es decir, parte de cinco episodios de los personajes principales: Justine, Archer, uno de los padres afectados, Paul, un policía, Marcus, el director del colegio y Alex en los que va desgranando sus cotidianidades, miedos y las relaciones que se producen entre ellos, en los que veremos las diferentes perspectivas de la misma historia. Un planteamiento excelente que se aleja completamente de ese terror de sustos y música alta tan popular en estos tiempos. Aquí hay inquietud, angustia y terror a través de la cotidianidad, construyendo un cuento de hadas, con sus elementos característicos, sí, pero llevado a nuestra contemporaneidad, generando ese toque de atemporalidad que se agradece y mucho, porque la historia va avanzando a través de lo desconocido, sin recurrir a estratagemas ni a sorpresas para engatusar al espectador, aquí no hay nada de eso, su fórmula se basa en lo clásico: contarnos una historia a través de personajes bien planteados y avanzar el relato desde la pausa, la mirada, el gesto y dosificando enormemente la información para producir esa sensación de adentrarse en un lugar del que no hay vuelta atrás.

A Cregger lo conocíamos por su faceta como actor en series populares, y haber codirigido alguna comedia juvenil, y su destape en el terror con Barbarian (2022), en una historia de casa encantada o al menos eso parece. Su cum laude lo consigue con Weapons, en la que se ha rodeado de grandes técnicos como el cinematógrafo Larkin Seiple, del que hemos visto su trabajo en To Leslie (2022), de Michael Morris, y en la reciente Wolfs, de Jon Watts. Su luz etérea y plomiza crea esa imagen sombría tan adecuada para la historia que nos cuentan, y unos planos y encuadres bien estudiados donde lo revelador se consigue mediante la quietud y no al contrario. La música la firman los hermanos Rayn y Hays Holladay, que ya hicieron Class Action Park, un documental que documentaba los accidentes y peligros de un parque acuático, y el propio Cregge, que debuta en estos menesteres. Los tres consiguen una soundtrack magnífica, donde no hay sorpresas sacadas de la manga, sino todo lo contrario, siguiendo el tono de la película, a partir de lo inquietante y lo sugerido más que lo mostrado. El montaje es de Joe Murphy, viejo conocido del director, ya que estuvo en Barbarian, del que sabemos sus trabajos con James Franco y Eliza Hittman y en films como Swallow. Su trabajo no era nada sencillo, en una película que se va a los 128 minutos de metraje, donde todo se sujeta a lo que no conocemos, creando esa atmósfera donde todo es muy oscuro. 

El director estadounidense se rodea de un brillante reparto en el que destaca la gran composición de Julia Garner como la maestra tan perdida como los demás en el condado, siendo uno de esos roles que tiene sus cosas, pero nada que ver con la desaparición, en otro gran papel después de The assistant y Hotel Royal, en una filmografía que pasa de los treinta títulos con apenas 31 años. Su antagonista se pone en la piel de Josh Brolin, que está muy bien como padre desesperado, este actor nunca está mal, y además elige buenos guiones que le hacen lucirse mucho más, a los que le pone carisma y humanidad a cada uno de sus personajes. Tenemos a Alden Ehrenreich como el policía, que anda con su conflicto a parte de los 17 niños desaparecidos, un actor de largo recorrido al que hemos conocido en papeles de reparto con Coppola, hermanos Coen, Woody Allen, entre otros, al igual que Benedict Wong que es el director de la escuela, un todoterreno del cine mainstream, y la veterana Amy Madigan, en un personaje clave en la trama, del que no desvelaremos nada más, con más de setenta títulos y cuatro décadas de carrera, junto a grandes como Altman, Malle, Romero, Holland, entre otros.

Sólo podemos rendirnos a una propuesta como Weapons (un título muy acertadísimo, ya lo sabrán cuando vean la película, y no de lo que imaginan ahora mismo), de Zach Cregger, un director al que habrá seguir de cerca, y no sólo si vuelve a plantearse una de terror, sino porque su forma de contarnos la historia, que bien saben, lo es todo, su alucinante atmósfera de cuento de terror a la antigua usanza, donde prima el relato, los personajes y un desconocido tan aterrador como cotidiano, y además, imponer un ritmo pausado y sin ninguna prisa, para sujetar a los espectadores con lo mínimo, llevándolo de la mano como si caminamos por un sendero, adentrándonos en un bosque donde hay una casita al que nadie hace caso, o quizás, abandonada, quién sabe. Vayan a verla, porque Weapons no es una película de terror más, es una magnífica película, llena de detalles y matices, con un misterio que hay que desvelar, un misterio que no es tan raro como imaginamos, porque como suele suceder, alrededor nuestro siempre hay monstruos, aunque con nuestras prisas y nuestras vidas ocupadas, nos olvidamos de mirar a nuestro alrededor y pasar desapercibido nuestra realidad y mucho más nuestra cercanía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Caye Casas

Entrevista a Caye Casas, director de la película «La mesita del comedor», en su domicilio en Terrassa, el lunes 8 de julio de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Caye Casas, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a Óscar Fernández Orengo, por sus gestión y retratarnos de forma excelente, y a Pere Vall de Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Vida en pausa, de Alexandros Avranas

EL ESTADO CONTRA EL CIUDADANO. 

“Todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla”. 

Stanislaw Lem

De las cinco películas que ha dirigido Alexandros Avranas (Larisa, Grecia, 1977), cuatro de ellas están estructuradas a través de la familia, situados en entornos aislados y muy domésticos, todo contado a través de una intimidad nada empática, con una atmósfera fría, concisa y alejada, que sume a los espectadores en una trama inquietante, más cerca del terror, pero de lo oscuro de lo cotidiano, de la manera de los cineastas polacos, donde lo más cercano se va convirtiendo en algo extraño, confuso y asfixiante. A partir de un guion que escriben Stavros Pamballis y el propio director donde tenemos a la familia rusa que integran Sergei y Natalia, y sus dos hijas, Alina y Katja, se han visto desplazados de su país natal y llegan a Suecia de 2018 en busca de refugio y asilo. Las niñas entran en coma porque padecen el Síndrome de Resignación infantil, una dolencia postraumática que afecta a los niños de padres obligados a dejar sus país de origen. En ese instante, los padres se ven separados de sus dos hijas, llevando su situación al límite por las continuas restricciones del estado que los trata como criminales. 

El cuidadoso y detallado trabajo de diseño de producción de Markku Pätilä, habitual del gran Aki Kaurismäki, resulta fundamental para crear ese ambiente asfixiante y claustrofóbico en los que se ven inmersos los cuatro protagonistas, a la manera kafkiana, donde se ven envueltos en una maraña legal y terrorífica, donde sus vidas se ven completamente suspendidas como reza el título Vida en pausa (“Quiet Life”, en el original). Una no vida que pasa entre funcionarios implacables, más próximos a una dictadura sudamericana que una democracia occidental, que los ametrallan a cuestiones de todo tipo acusándolos por el mero hecho de estar ahí y no convencerles la historia que cuentan por la que decidieron dejar Rusia. A pesar de su aparente frialdad y distancia, muy cerca del cine de Haneke y de Lanthimos, la película consigue sumergirnos en esa especie de parábola maquiavélica más próxima a una distopía de ciencia-ficción orwelliana que a una realidad en la que se ven inmersos gran cantidad de refugiados cada momento. Estamos ante una obra que quiere explicar una situación muy real y que parece invisible para la mayoría de ciudadanos, sin caer en la consabida película-denuncia, la cinta de Avranas huye del panfleto y se sitúa en lo emocional y la cotidianidad de la familia.

Amén del mencionado gran trabajo en el arte, la película tiene la espectacular cinematografía de Olimpia Mytilinaiou, que ya estuvo en otra de las importantes cintas de Avranas Miss Violence (2013), y vuelve a brillar en un trabajo nada fácil, que integran varios elementos y texturas dándole ese toque de naturalidad agobiante, basados en una demoledora sobriedad y un milimétrico cálculo de cada plano y encuadre resulta esencial para contar la historia demencial que viven los protagonistas. La música del compositor finlandés Tuomas Kantelinen se adapta como una segunda piel a las imágenes sin estorbar ni tampoco acompañar sin más, sino dándole ese aspecto de terror cotidiano que demanda tanto la película. El montaje de 99 minutos de metraje que firma Dounia Sichov, que tiene en su haber grandes cineastas como Mikhaël Hers, Denis Coté, Sârünas Bartas y Abel Ferrara, entre otros, compone una sobriedad que inquieta muchísimo, y que encuentra ese limbo intermedio donde vemos una cotidianidad que duele y un ambiente de constante amenaza en el que cada mirada y cada gesto resultan de un dolor insoportable, donde sentimos el dolor y el miedo monstruoso a cada instante.

El cuarteto protagonista de Vida en pausa construyen unos personajes verosímiles y muy cercanos encabezados por los padres de nacionalidad rusa como Chulpan Khamatova, con una extensa trayectoria junto a cineastas de la talla de Valery Todorovsky, su participación en la exitosa Goodbye, Lenin!, Alexey German Jr., Jôao Nuno Pinto, Krzysztof Zanussi, Kiril Serebrennikov, entre otros, y Grigoriy Dobrygin, al que hemos disfrutado en películas de Anton Crobijn y Semih Kaplanoglu, entre otros, y las niñas, Naomi Lamp y Miroslava Pashutina, y la presencia de Eleni Roussinou, en su tercera película que hace con Avranas, la sueca Elena Endre, vista en películas de Bille August, Daniel Bergman, Liv Ullmann, Paul Thomas Anderson, y la última de Thomas Alfredson, y Alicia Eriksson, vista en la extraordinaria El triángulo de la tristeza, de Östlund. Un reparto heterogéneo que debe mucho al gran esfuerzo de producción que ha tenido la película en la que participan compañías procedentes de seis países como Francia, destacada por la presencia de la productora Sylvie Pialat, Alemania, Suecia, Estonia, Grecia y Finlandia. 

Podría parecer que una película como Vida en pausa, como ya hemos mencionado, perteneciera a una sociedad inventada, aunque desgraciadamente, muchos refugiados de aquí y de allá, deben pasar por estos controles exhaustivos y terroríficos por los llamados países occidentales y civilizados y democráticos que, en el fondo y en su apariencia, usan sus métodos legales e ilegales pero apoyados por la ley de unos pocos contra unos muchos, para demoler al otro, y criminalizar cualquier ciudadano que venga de esos países enemigos o supuestos enemigos. Si el cine es una herramienta eficaz para desenterrar los monstruosidades que hacen nuestros estados, ésta película es un buen ejemplo, porque nos habla del Síndrome de Resignación Infantil, que desconocía por completo, y además nos vuelve a recordar que sólo vivimos en el mejor de los mundos aparentemente, hasta que das con tus huesos con la ley, con las leyes, y las personas que la aplican, tan funcionarios, tan rectos, tan serios, y sobre todo, tan seguros de aplicar una ley justa e igualitaria para todos los ciudadanos, sin reflexionar, sólo ejecutores de la legalidad, que nada tiene que ver con la necesidad humana, que nada tiene que que ver con la empatía, con el dolor y el sufrimiento del extraño. En fin, el terror siempre tiene forma de funcionario obediente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los indeseados, de Erlingur Thoroddsen

LOS MONSTRUOS DE AL LADO.  

“Los monstruos más temibles son los que se esconden en nuestras almas”. 

Edgar Allan Poe

Películas como Blind (2014), y Los inocentes  (2021), ambas de Eskil Vogt, Thelma (2017), de Joachim trier, y Descanse en paz (2024), de Thea Hvistendhal, son claros ejemplos de la salud de hierro del género de terror nórdico. Un terror que se aleja de las producciones relamidas y arquetípicas basadas en el susto fácil, la fisicidad como medio narrativo y los guiones tramposos como forma de sorpresa al espectador. El terror que proponen las películas citadas está construido a partir de lo psicológico, huyendo de lo fantástico para adentrarse en espacios domésticos donde se desarrollan historias tremendamente cotidianas, donde se hurga en las complejidades de la condición humana, en atmósferas realistas donde lo sobrenatural es algo tangible, algo que está entre nosotros y sobre todo, tramas de pocos personajes, donde lo efectista desaparece para centrarse en las relaciones y en las torturas mentales por las que transitan unos personajes muy cercanos a los que les suceden conflictos que todos podemos llegar a conocer. 

Del director Erlingur Thoroddsen (Reikjavik, Islandia, 1984), conocemos su fascinación por el terror más convencional en sus dos primeros films dirigidos en EE. UU., amén de algún episodio de una serie, para volver a su país donde filma Rift (Rökkur, 2017), donde ya ahondaba en un terror más de sugerir que de mostrar, en la partía de dos hombres aislados en una cabaña siendo acosados por un fantasma. En su cuarto título Los indeseados (“Kuldi”, en el original, traducido como “Frío”), basada en el best seller homónimo de Yrsa Sigurdardóttir, en el que plantea una trama dividida en dos partes: una en la actualidad, en la que Óddin Hafsteinsson y Rún, su hija de 13 años, se encuentran en el proceso del duelo después que Lára, la esposa y madre se lanzará al vacío. La otra parte, se remonta a principios de 1984 en el centro juvenil Krókur, lugar que investiga Ódinn, donde una joven de nombre Aldis se queda fascinada por un joven que acaba de llegar y recibe la hostigación por parte de una dirección que oculta algo siniestro. Dos tramas que van mostrándose que tienen más en común de lo que en un primer instante podemos imaginar, dónde se va dosificando la información con criterio y de forma reposada, donde prima lo inquietante y lo que se oculta en cada detalle. 

Un rasgo capital que caracteriza el audiovisual nórdico es su esmero en cada elemento tanto técnico como artístico, como vemos en Los indeseables, en su cinematografía que firma el belga Brecht Goyvaerts, que tiene en su haber directores de la talla como Lukas Dhont y Julie Leclercq, en que sabe usar el cielo plomizo y grisáceo tan característico islandés para convertirlo en un personaje más, una amenaza que está a punto de saltar sobre los personajes. La música tan excelente y concisa, esencial en una película de este tipo, la firma el compositor Einar Sv. Tryggvason, que ya trabajó con el director en la citada Rift, creando ese ambiente tan cercano y a la vez, tan frío y poderoso. El montaje de la sueca Linda Jildmalm consigue en sus intensos 97 minutos de metraje carburar de forma excelente los dos tiempos, las aparentes dos tramas y sus correspondientes espejos-reflejos entre los acontecimientos de los ochenta relacionados con los de la actualidad. Mención especial merece lo que apuntábamos más arriba en la cuidada elección de los espacios, todos muy domésticos y pocos, amén de los apenas tres personajes entre los dos tiempos, consiguiendo esa trama tensa y terrorífica donde lo sugerido es lo más importante.

En el apartado artístico tenemos a Jóhannes Haukur Jóhannesson como Ódinn, un actor islandés que ha trabajado mucho en su país, amén de películas tan importantes como The Sisters Brothers (2018), de Jacques Audiard, y con Richard Linklater, Bill Condon, entre otras. La joven Ólöf Halla Jóhannesdóttir se mete en la piel de la enigmática y rebelde Rún, Elín Sif Halldórsdóttir es Aldís, y Halldóra Geiharösdóttir es la abuela. Todos bien dirigidos y mejor interpretados, dando a la película esa potente mezcla de investigación criminal, drama familiar y pasado oculto y turbulento que saldrá a la luz más pronto que tarde. Si apuestan por ver una película como Los indeseados, de Erlingur Thoroddsen, lo primero que les va a llamar la atención es su inquietante atmósfera construida a partir de pocos elementos y muy naturales, alejada de efectismos y estridencias y piruetas inverosímiles argumentales y demás triquiñuelas. Aquí no hay nada de eso. Por el contrario, todo está muy pensado y armado, construyendo un magnífico cuento de terror psicológico. ¿Puede ser el terror de otra forma?. Se hace de otras formas, pero no tiene la solidez, la tensión y la excelencia que sí tiene esta película. No se lo piensen más, seguro que les va a seducir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Cristian Beteta

Entrevista a Cristian Beteta, director de la película «Mi zona», en una de las aulas de la EASD Josep Serra i Abella en L’Hospitalet de Llobregat, el lunes 9 de diciembre de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Cristian Beteta, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Esperando la noche, de Céline Rouzet

LA IMPOSIBILIDAD DE SER. 

“La valentía es no dejarse intimidar por el miedo”

Rebecca Solnit 

Erase una vez… Una familia que llega a una zona residencial, de esas tan tranquilas que parecen esconder algo oscuro, llenas de casas con su jardín verde tan natural como artificial, con piscina de agua demasiado azul, y demás lujos innecesarios de gente que no sabe en qué gastar el dinero que gana. La familia en particular son Laurence y Georges, madre y padre, Lucie, la hija pequeña y finalmente, Philémon, el hijo adolescente, demasiado pálido y extraño. A parte del hijo, lo demás no parece raro, aunque a medida que avanza la trama, nos daremos cuenta que la cosa si guarda ciertas rarezas. La directora francesa Céline Rouzet, que debutó con 140 km à l’ouest du paradis (2020), un documental sobre una de las zonas más remotas de Papúa Guinea que analiza el turismo y el neocolonialismo. Para su segunda película Esperando la noche (“En attendant la nuit”, en el original), se adentra en el género para contarnos una sensible e íntima historia sobre el difícil paso de la infancia a la adolescencia de un chaval, el tal Philémon, que tiene un secreto: necesita sangre humana para alimentarse. 

Rouzet huye deliberadamente del vampirismo como fenómeno terrorífico para situarse en los pliegues de ese momento vital, tan esperanzador como inquietante, en la que nos habla desde el alma de conflictos cotidianos en los que impone una naturalidad oscura, parecida a la de las películas de David Lynch, donde todo lo que vemos insinúa unas puertas para adentro donde ocurren los terrores más espeluznantes. Su relato se aleja de las argucias argumentales y construye un guion junto a William Martin en el que prevalece la honestidad, el secreto no es ningún misterio, porque como hacía Hitchcock, lo desvela al principio, así que, la trama se desarrolla en eso que comentábamos al inicio del texto, en el proceso de un joven que quiere ser aceptado por los jóvenes del lugar y aún más, en el miedo que siente en revelar su “secreto”. Por el camino, el film habla del sacrificio familiar para proteger a su hijo, llevándolos a hacer cosas ilegales y demás cosas. La película plantea lo vampírico como una enfermedad o discapacidad que nos puede alejar de los demás, incluso del amor como le ocurre a Philémon que se siente atraído por Camille. 

La cineasta francesa huye de los lugares comunes del terror más convencional, porque su película va de otra cosa, y la llena de lugares extremadamente domésticos y cercanos como la casa y las calles y el bosque y el río, siempre de día y en verano, con esa luz tranquila y pausada que firma el cinematógrafo Maxence Lemonnier, del que hemos visto hace poco HLM Pussy, de Nora el Hourch, en la que envuelve de cotidianidad y cercanía su película. El montaje de Léa Masson, habitual de Claire Simon, que además estuvo en el debut de Rouzet, huye del corte enfático y se instala en un marco reposado donde todo se cuenta con el debido tiempo, sin prisas ni estridencias, en sus 104 minutos de metraje. La excelente música de Jean-Benoît Dunckel, la mitad de “Air”, que ha trabajado en grandes títulos como María Antonieta, de Sofia Coppola, El verano de Sangaile, de Alanté Kavaïté y en Verano del 85, de Ozon, nos envuelve de forma natural e inquietante al anthéore de la película, confundido y torturado, en ese estado de ánimo entre el miedo, el conflicto y la necesidad de abrirse del protagonista, enfrascado en sus temores y oscuridades, y las otras, las de fuera, las que más miedo le producen, porque no sabe cómo reaccionan los otros cuando sepan su “secreto”.

La presencia del debutante Mathias Legoût Hammond en la piel del oculto Philémon es todo un gran acierto, porque el joven actor sabe transmitir todo el problema que arrastra un adolescente que quiere ser uno más y no puede, protegido por el amparo familiar pero con ganas de descubrir otros espacios de la vida como la amistad y el amor. Le acompañan una siempre arrolladora Elodie Bouchez como la la madre, que fácil lo hace y todo lo que genera una actriz dotada de un aura especial. Jean-Charles Clichet es el padre, que le hemos visto en películas de Honoré y Hansen-Love, entre otros, la niña es la casi debutante Laly Mercier, genial como hermana pequeña, tan lista como rebelde, y finalmente, la estupenda presencia de Céleste Brunnquell como Camila, la amada de Philémon, una actriz maravillosa que nos encantó en El origen del mal y Un verano con Fifí, entre otras, siendo esa mujer que, al igual que el protagonista, se transformará. No se pierdan Esperando la noche, de Céline Rouzet, si les gustan las películas de terror sin efectismos y que profundicen en el alma humana, sus verdades y mentiras, y sus brillos y oscuridades, y todo lo que nos hace humanos o no, y cómo reaccionamos ante el diferente y lo desconocido, que es eso lo que nos hace inteligentes  y sobre todo, bellas personas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA