El buen patrón, de Fernando León de Aranoa

UNA GRAN FAMILIA.

“A veces, hay que trucar la báscula para que sea la medida exacta”

Recuerdan Familia (1996), la primera película que rodó Fernando León de Aranoa, (Madrid, 1968), en la que nos contaba la existencia de Santiago, un tipo como otro cualquiera, o quizás, con alguna peculiaridad, que festejaba su 55 cumpleaños rodeados de los suyos, que no eran otros que un grupo de teatro que hacían de su familia. Una familia ficticia, una familia de mentira, posiblemente esa familia no está muy lejos de esta “otra” familia, la que forman Blanco y sus empleados de “Básculas Blanco”, que fabrican básculas industriales, en ese discurso del patrón con el que se abre la película, hablando de las excelencias de la empresa, y como no, de la comunidad que forma con sus trabajadores. Esa unión perfecta entre jefe y empleados. Aunque, la realidad siempre es caprichosa, y difiere muchísimo de lo que en apariencia pueda deducirse, porque una cosa es lo que el jefe cree, y otra bien distinta, la “puta realidad” con la que nos encontraremos. Ocho películas forman la trayectoria del director madrileño, amén de sus cinco trabajos en el campo documental. Su cine de ficción se ha centrado principalmente en la periferia, tanto física como emocional, individuos apartados de todo, desubicados de lugar y tiempo, con mucho tiempo con poco o nada que hacer, expulsados de ese paraíso consumista y superficial, y perdidos a la deriva, como náufragos de un mundo que los ha dejado olvidados en algún rincón oscuro de vete tú saber dónde. Nos acordamos de los tres chavales sin dinero y con un verano por delante en Barrio (1998), los parados de Los lunes al sol (2002), las putas de Princesas (2005), el abuelo y su cuidadora de Amador (2010), los cooperantes de A Perfect Day (2015), y Virginia Vallejo, Pablo Escobar y los suyos acosados por la ley en Loving Pablo (2017).

El buen patrón, ya desde su irónico título, presenta a un jefe, el tal Blanco, como un tipo cercano y preocupado por sus trabajadores. Todo apariencia, porque la realidad es otra bien distinta, todo es una maniobra para que una de las semanas más cruciales para el devenir de la empresa, concursa aun premio importante, todo salga como Dios manda. La película de estructura férrea y sibilina, acotada a una semana que, arrancará con el domingo, y nos llevará hasta el lunes de la siguiente semana, donde en apenas ocho días, la vida en Básculas Blanco pasará por muchos vaivenes, empezando por Miralles, el jefe de producción, amargado y enloquecido porque su mujer se la pega con alguien, José, un despedido, que acampa delante de la empresa reclamando sus derechos y su vuelta a la empresa, Liliana, la nueva becaria, al que Blanco no le quita ojo, generará más de un quebradero de cabeza al susodicho. Tres frentes a los que se unirán otros, menos angustiosos pero también de armas tomar, para un Blanco que lidiará con ellos de forma amable en principio, pero poco a poco, irá cruzando todas las líneas habidas y por haber, y se mostrará implacable con todos y todo para que su empresa presente la mejor imagen el día de la visita de la comisión que da el premio a la excelencia empresarial.

La película tiene el mismo tono que las anteriores de León de Aranoa. Dramas intensos e íntimos en los que la comedia ácida, corrosiva y muy negra, ayuda a paliar tanta tragedia, porque su cine siempre se mueve entre una extraña ligereza en el que se van sucediendo las situaciones y en la que vamos observando todas las actitudes de sus personajes, donde la mirada del director insiste en la coralidad, acercándose a un grupo de individuos, muy diferentes entre sí, que por circunstancias, deben compartir tiempo, trabajo u otra cosa entre sí. El buen patrón tiene ese aroma de las comedias de la Factory Ealling, donde la comedia crítica ayudaba a desenterrar las miserias y negruras de aquella Inglaterra de posguerra, y cómo no, tiene también mucho del universo Berlanga-Azcona, con todos esos conflictos que van derivando hacia lo impredecible, y unos personajes muy cercanos pero con grandes problemas, que finalmente no solo no resolverán, sino que se irán engrandeciendo. Si bien la película, apoyada en el devenir de Blanco, nos irá mostrando las miserias cotidianas del trabajo, donde cada uno va a la suya y esa “gran familia” del principio, es una especie de falsedad en la que todos creen y nadie practica. El “principio de incertidumbre”, de Heisenberg, del que la trama da buena cuenta, es un pilar fundamental en la sucesión de los hechos y las acciones de cada uno de los personajes en cuestión, porque todo parece indicar una cosa y en realidad, nunca sabremos que conocen o no los otros, en esta espiral que arranca como una comedia ligera y hasta divertida, para ir proponiendo un argumento cada vez más oscuro, siniestro y mordaz, donde se tornará a drama y finalmente, en tragedia, eso sí, sin nunca perder el humor, un humor negro, que a veces duele y molesta, pero siempre eficaz para hablar de todas las barbaridades que asumimos en el trabajo y entre nosotros mismos.

La cámara plantada que luego derivará en cámara en mano, a medida que los problemas de Blanco vayan en aumento y él se vea incapaz de sujetarlos, y tienda a las viles canalladas, es una gran trabajo de Pau Esteve Birba, que debuta con Aranoa, y el eficaz y pausado montaje del inicio para ese más veloz de la segunda parte que firma Vanessa Marimbert, el excelente trabajo de dos que repiten con el cineasta madrileño, como César Macarrón en arte, convirtiendo en calidez toda esa frialdad de la periferia donde se instala la factoría Blanco, e Iván Marín en sonido, capital en una película donde son tan importantes los diálogos como esos silencios que llenan la pantalla, y finalmente, la magnífica banda sonora de Zeltia Montes, que sigue in crescendo, después de los excelentes trabajos en Adiós y Uno para todos, firma una composición que recuerda a aquellas comedias negras como El pisito y Atraco a las tres. El grandísimo reparto de la película encabezado por un enorme Javier Bardem (en su tercera película con León de Aranoa, siempre en roles mucho más mayores de su edad), con esa faceta de comicidad que poco le habíamos visto, si exceptuamos en la lejana Boca a boca, pero aquí en un rol mucho más retorcido, dando vida a Blanco, ese patrón paternalista, mediocre, bobo, que empieza con buenas palabras y acaba sacando el látigo sin piedad, por el bien de la empresa y el suyo, sobre todo, el suyo, en un personaje que recuerda a esos empresarios, en apariencia listos, pero en el fondo unos idiotas de mucho cuidado, que acaban metiéndose en mil líos porque no saben más, y cada problema que pretenden resolver, aún lo hacen mayor, tantos tipejos con dinero que han poblado tanto este país, que no hace falta decir sus nombres, porque todos sabemos de quiénes se trata.

Acompañando a Bardem, todo un lujo de reparto con algunos que repiten con el director como Manolo Solo en la piel de Miralles, un pobre diablo, cínico y estúpido, que se pierde sin tener fondo, también, Sonia Almarcha (que al igual que Solo estuvieron en Amador), es la mujer de Blanco, una señora de los pies a la cabeza, olvidadiza, y una esposa ejemplar, quizás demasiado ensimismada en su rol, o quizás, haciendo el papel que se le espera. Celso Bugallo, que fue Amador tanto en Los lunes al sol, como en Amador, aquí da vida a Fortuna, soldador en la empresa, y también, el que le mete la mierda bajo la alfombra a Blanco, la presencia de una estupenda Almudena Amor, debutante en el largo, en la piel de Liliana, bellísima, de aspecto frágil, pero que sabe manejarse en ese mundo de hombres depredadores y trepas, en la piel de una becaria que tendrá mucho protagonismo en la vida de Blanco, y le generará muchos problemas, más de lo que le gustarían al patrón, lo mismo que el personaje de José que hace Óscar de la Fuente, el despedido que montará la de Dios al frente de su campamento de lucha que ha instalado frente a la empresa. Y por último, Román que hace Fernando Albizu, el de seguridad, que quiere querer a todos pero olvida de quién le paga, Rubio, el mano derecha de Blanco que hace Rafa Castejón, y finalmente, Tarik Rmili, el de transportes, y alguien con mucho peso en los problemas de Blanco.

León de Aranoa se mueve de forma inteligente y brillante en ese tono de tragicomedia crítica y agridulce, como demuestra el tema con la balanza que hay en la entrada, todo un símbolo de la perfección y la idiotez del personaje principal, conduciendo con maestría a todos sus personajes, y explicando con brevedad e intensidad sus existencias y sus conflictos, a veces, solo con un inteligente diálogo, otras con una mirada, y también, con esos silencios tan densos que dicen tanto. El director madrileño ha construido una película no solo sobre las miserias y tragedias del empleo actualmente, sino sobre la estupidez y mediocridad humana, sobre todos esos jefes miserables que creen ayudar, que explotan, martillean y amenazan a sus empleados, aunque también, la película no deja títere con cabeza, y atiza con dureza a todos y todo, a toda la condición humana, a los viles, canallas, idiotas y torpes que llegamos a ser, a la vulnerabilidad que nos vapulea cuando menos lo esperamos, al poco coraje que tenemos para enfrentarnos a la vida, y los problemas diarios, a lo fácil que es perderlo todo, el trabajo, la dignidad y la humanidad, si es todavía algo de todo eso queda en esta sociedad tan vacía y superficial, y sobre todo, si algo de todo eso queda en nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Rifkin’s Festival, de Woody Allen

¿QUÉ SENTIDO TIENE ESTAR VIVO?.

Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine desde la edad de once o doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros y del cine”.

François Truffaut

La cita anual con el universo cinematográfico de Woody Allen (Brooklyn, Nueva York, EE.UU., 1935), ha llegado a la película número cincuenta y medio, en la que nos sitúa esta vez en San Sebastián, y más concretamente, durante su festival de cine. A la ciudad, han llegado Sue, una engreída agente de prensa, y su marido, Mort Rifkin, un tipo inseguro y perdido, que siempre ha deseado ser escritor, y lleva demasiado tiempo intentando escribir su obra maestra. Mort es un gran amante del cine, del cine europeo de antes, aquel con el que soñaba hacer cuando daba clases de cine. Pero, la estancia en la preciosa ciudad no sale como esperaba, y todo se tuerce. Sue, está fascinada por su representado, Philippe, un afamado y narcisista director de cine, que no traga Rifkin, al que considera un esnob y presuntuoso, y además, un pésimo y pretencioso cineasta.

Entre tanto, y sin nada que hacer, Rifkin pasea por la ciudad, dejándose llevar por su imaginación, psicoanalizándose (como ese precioso arranque de la película, en el que Rifkin le cuenta a su psicológico las vicisitudes del viaje que estamos a punto de ver), y reinterpretando famosas secuencias de películas, en las que aparecen personas de su vida real, primero más lúdicas y sentimentales, reivindicando ese cine europeo más adulto y maduro que el que se hacía en Hollywood, donde las historias tocaban más la verdad y los personajes eran de carne y hueso, como hace con el triángulo amoroso de Jules y Jim, de Truffaut, emulando el recorrido en bicicleta, el famoso travelling de Ocho y medio, de Fellini (fábula profunda sobre los fantasmas de un director de cine), en el que aparecen diversos personas que interactúan con él, incluidos sus padres, mientras suena la maravillosa melodía de Nino Rota, o el famoso viaje en plena lluvia de Un hombre y una mujer, de Lelouch, y más adelante, las secuencias se volverán más oscuras y profundas, como el instante de los invitados atrapados en la casa de El ángel exterminador, de Buñuel, o la vuelta a la infancia emulando a Fresas salvajes, o en medio de las dos mujeres de Rifikin (su esposa y su doctora, que conocerá en San Sebatián), siguiendo la tensión de Persona, o el encuentro con la muerte, de El séptimo sello, todas dirigidas por Bergman. Durante sus encuentros por la ciudad, Rifkin conoce a la Dra. Jo Rojas, y toda su estancia cambia, ya se sentirá fuertemente atraído por Jo, y empieza a quedar con ella.

Allen sigue instalado en la comedia romántica, pero con sus matices, claro está, si bien construye un relato ligero y en cierta medida, arranca alegre y lleno de equívocos y (des)encuentros, se irá llenando de nubarrones y situaciones amargas y tristes, y alguna que otra, rocambolesca. Rifkin es el personaje tipo de Allen, los que hacía él en la década de los setenta y ochenta, para ya en los noventa dar paso a otros actores, que lo están interpretando, con alguna que otra incursión, que por edad, Allen daba el tipo. Sus personajes son personas inadaptadas, frustradas, demasiado diferentes para los avatares de la sociedad, seres que siempre han soñado con ser quiénes no son, individuos que fracasan en su empeño de ser artistas, quedándose en meros profesores o artistas de tercera, enfrascados en sus conflictos sentimentales, en sus constantes exámenes a sí mismos, en su búsqueda interior, en su razón de existir, y en ordenar, sin éxito, sus complejas emociones, deseos o ilusiones. Tipos que se embarcan en historias de finales inesperados y trágicos, metidos en situaciones que les son ajenas, enfrascados en encontrarle un sentido a la vida, y como suele pasar, siempre acaban mucho más perdidos que al principio. Allen suele hablar casi siempre de esa clase media-alta neoyorquina que tanto conoce, de forma crítica y divertida, donde hay escritores, profes, doctores, psicólogos, y muchos artistas, eso sí, ninguno de ellos es capaz de admitir su soberbia y también, su ineptitud.

En Rifkin’s Festival hay esa mirada al cine, a un oficio que conoce demasiado bien, donde pululan tipos de toda clase y colores. Una mirada que ha tocado en diversas formas y texturas a lo largo del cine, quizás las más parecidas a la película que nos atañe, serían dos, donde el cine no solo era una cuestión fundamental en la película, sino la única razón de existencia para sus personajes. En La rosa púrpura del Cairo (1985), cine y vida se mezclaban de tal manera, que la desdichada camarera Cecilia, encontraba el amor con un personaje de ficción que salía de la pantalla literalmente, y en Stardust Memories (1980), la que podríamos decir, más parecida a la historia que cuenta Rifkin’s Festival, aunque el director de cine Sandy Bates, viajaba a la costa a recibir un homenaje, y se encerraba en el hotel a recordar los fantasmas de sus ex parejas sentimentales. Casi como le ocurre a Mort Rifkin, aunque él no sea director, si que durante el festival, se enfrenta a sus fantasmas, miedos, inseguridades y respectivos vacíos, a un tiempo de reflexión, de hacer cuentas consigo mismo, y quizás, a empezar de nuevo, o a volver por donde solía, que no era algo importante, pero si, algo que, por momentos, le hacía estar bien.

El cineasta neoyorquino, fiel a su estilo y a su mirada de hacer cine, necesita ese equipo de colaboradores cómplices, que muchos de ellos le acompañan desde hace décadas, como las productoras Letty Anderson y Helen Robin, el arte de Alain Bainée, en su segunda colaboración, el vestuario de Sonia Grande, en su quinta película juntos, el maravilloso y ágil montaje de Alisa Lepselter, veintidós películas con Allen, y la magnífica luz cantábrica y soleada del gran Vittorio Storaro, la cuarta colaboración juntos, sin olvidarnos de un elemento esencial en el cine de Allen, la música, y concretamente, la música Jazz, que firma Stephane Wrembell, un viejo conocido. Después de tantas historias, la mirada de Allen tiene oficio, y sabe por dónde se mueve, los noventa y dos minutos de metraje de la película pasan volando, y las diferentes situaciones del festival, la ciudad, los sueños y evocaciones surrealistas de Rifkin, se acomodan sin ningún aspaviento en la trama.

Y qué decir de los intérpretes, con un viejo conocido de Allen como el gran Wallace Shawn, como el desdichado Mort Rifkin, bien acompañado por una elegante y engreída Gina Gershon dando vida a Sue, la mujer de Mort, una natural Elena Anaya es la doctora, objeto de deseo de Mort, con un marido como Sergi López, en una secuencia loquísima, y Louis Garrel como el director sabelotodo que se mueve en un escaparte como el festival, agasajado y encumbrado sin merecerlo, y la aparición de Christophe Waltz como la Muerte de El séptimo sello, quizás uno de esos momentos made in Woody Allen, donde mezcla trascendencia, terror y humor. La película gustará a todos aquellos que llevamos años viendo el cine de Allen, un señor que lleva más de medio siglo haciendo cine, el cine que le gusta, riéndose de todos y sobre todo, de sí misma, quitándole trascendencia a la vida, y a esto del cine, con ese toque de ligereza, donde hay humor, divertimento, conflictos sentimentales, conflictos existencialistas, y sobre todo, muchas preguntas sin respuesta, porque al fin y al cabo, el cine, no solo ayuda a vivir, sino a abstraerse y refugiarse de tanta realidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

El Irlandés, de Martin Scorsese

EL ÚLTIMO GÁNSTER.

El pipiolo Charlie de Mean Streets. El joven Henry Hill de Goodfellas. El avispado Sam Rothstein de Casino. El vengativo Amsterdam Vallon de Gangs of New York. Y el duro Frank Sheeran de El irlandés. Todos ellos fueron hombres jóvenes con el sueño de prosperar en la vida. Todos ellos se cruzaron en el camino de alguien con pinta de ser dueño de algo. Todos ellos dejaron de ser quiénes eran para ser otros. Todos ellos dejaron la vida corriente y anodina para convertirse en brazos ejecutores de poderosos gánsteres. Todos ellos forman parte del universo gansteril de Martin Scorsese (New York, EE.UU., 1942) que a lo largo de sus veinticinco títulos como director ha dedicado bastantes obras a explorar el mundo del hampa, de los negocios oscuros, la corrupción, y las personas y gentuza que pululan por esos lugares de mucha pasta, traiciones y asesinatos. Scorsese se ha sentido cómodo explorando esos  ambientes agobiantes y oscuros, en los que nos sumergía en las vidas de tipos corrientes empujados por convicciones personales, a los que contra viento y marea se empeñaban en introducirse en tempestades que en muchos casos les sobrepasaban. La mirada del director de Queens es profunda y concisa, retrata con dureza y amargura el mundo del hampa de manera que no deja lugar a dudas de la miseria y el horror de ese universo, capturando con honestidad todo ese mundo familiar y sentimental en contraposición con ese otro mundo donde la violencia está tan presente.

El cine de Scorsese ha recorrido la historia de la mafia de Estados Unidos durante el siglo XX, convirtiéndose en un cronista certero y brillante de esas familias y actividades, desde finales del XIX en Gangs of New York, los años veinte con la ley seca en el capítulo piloto de la serie en Broadwalk Empire, los ambientes gansteriles de New Yersey en Goodfellas,  pasando por los oscuros y violentos años setenta del Nueva York de poca monta en Mean Streets, o las triquiñuelas y violencia que se cocía en Las Vegas durante los setenta y ochenta en Casino, o la mafia irlandesa de The Departed, donde los gánsteres compartían protagonismo con los policías. Scorsese se ha basado en personajes reales o los ha rebautizado basándose en personajes que existieron. Tipos duros, faltos de escrúpulos, asesinos, capaces de todo, ajenos a cualquier ley y metidos en esos mundos donde la lealtad y el respeto se pagan con dinero, con mucho dinero.

El irlandés es una especie de compendio de todas sus películas, empezando porque es la obra que abarca más años, ya que arranca a mediados de los cincuenta cuando su protagonista Frank Sheeran es un camionero sin más, y llega hasta principios del nuevo siglo, cuando Sheeran apura sus últimos días retirado en una residencia, enfermo y deteriorado. La película se estructura mediante un flashback, en la que el propio Sheeran nos va contando su vida (muy habitual en el cine de gánsteres de Scorsese) su entrada, evolución y final en la familia de Russell Bufalino, y sus relaciones con el sindicalista Jimmy Hoffa (que ya había tenido una película en 1992 interpretado por Jack Nicholson y dirigida por Danny DeVito). La película se basa en la novela I Heard You Painting Houses, de Charles Brandt, como hiciera con las novelas de Nicholas Pileggi en sus celebradas Goodfellas y Casino, en un guión que escribe Steven Zaillan, con el que ya colaboró en Gangs of New York. Scorsese desestructura su relato a través de una road movie, aprovechando un largo viaje por el que Buffalino y Sheeran pasaran por lugares de su historia, en el que se mezclan pasado y presente, en los que la película se irá deteniendo y recordando los pasajes allí vividos, quizás en ese sentido si que tiene la película estructura de último viaje, del final de un tiempo, de adiós, describiendo con minuciosidad una forma de vida del hampa que se extingue, que se acaba, donde Sheeran encarna al último superviviente, y por ende, el encargado de contarnos a nosotros los espectadores esa historia que desaparece con él, un relato que solo comparte con nosotros, como evidenciará su momento con los federales donde no cuenta nada sobre Hoffa.

El relato va de un lugar a otro, de una mirada a otra, pero sin dejar la mirada de Sheeran y su historia, la de un corriente camionero de Pennsylvania convertido en un matón de la mafia. Scorsese se mueve dentro de ese clasicismo que encontramos en otras de sus películas, mezclándolo con una forma más  posmoderna en el momento de contar las situaciones, consiguiendo envolvernos en una película magnífica y arrolladora en todos los sentidos, atrapándonos con sus 210 minutos que llenan pero, como suele pasar en el cine de Scorsese, podríamos estar más rato viendo las historias de Sheeran y los demás. La estupenda y concisa luz de Rodrigo Prieto que vuelve a colaborar con el director, después de Silencio y El lobo de Wall Street, casa perfectamente con ese mundo, submundo y espacio donde se mueven estos tipos, porque es a través de sus personajes que Scorsese nos va contando el sinfín de historias que se van desarrollando, teniendo en la relación de Frank Sheeran y Jimmy Hoffa el grueso de la película, aunque también veremos a los Kennedy, Nixon y los demás, tejiendo las sucias y oscuras relaciones entre política y mafia, en que esa estructura de retratos e historias funciona a las mil maravillas gracias al estudiado y sobrio montaje de Thelma Schoonmaker, que lleva editando las películas de Scorsese hace más de cincuenta años, donde no dejan ningún cabo suelto y aprietan con el ritmo según el momento, creando la tensión y el misterio necesarios, sin olvidar la banda sonora, que Scorsese vuelve a demostrarnos su precisión haciendo un gran recorrido por la música popular estadounidense.

La cámara se desenvuelve de manera natural, utilizando con mucho orden y concisión todo aquello que debemos ver y todo aquello que deja fuera pero que intuimos que sucederá, así como hacia donde derivarán las diferentes acciones, después de los encuentros y los posteriores enfados de los personajes. Qué decir de la interpretación de los diferentes roles que vemos en la película, encabezados por un Robert De Niro, en su novena película con Scorsese, dando vida a Frank Sheeran, con su característica mirada, gestualidad y esa forma tan inquietante que tiene a la hora de asesinar y moverse por ese universo gansteril, Al Pacino, que junto a De Niro se repartieron buena parte de los mejores trabajos de la década de los setenta, debuta en el cine de Scorsese, y vuelve a compartir pantalla con De Niro después de los breves planos en Heat, dando vida a Hoffa, el líder sindical que todo Dios conocía durante los setenta y ochenta, época donde los camioneros dominaban el cotarro de la economía, y el hampa hacía lo imposible por mantenerlos a su lado, ya que eran quiénes transportaban la mercancía que les hacía ganar grandes sumas de dinero. Hoffa despareció misteriosamente en 1975 sin dejar el más mínimo rastro.

Pacino da vida a un tipo que se creyó más listo que nadie, alguien que nunca tuvo en cuenta con quiénes trataba, un ser que traicionó a aquellos que lo subieron. Joe Pesci, que vuelve con Scorsese, alejado de aquellos matones que acaban en el fango de Goodfellas o Casino, dando vida a Russell Buffalino, el jefe de la mafia siciliana, con ese porte reposado de los que saben vestir, mandar y cuidar a quién se lo merece y hacer desaparecer a quién se pasa de la raya. Harvey Keitel, que también vuelve al universo Scorsese, en la piel de Angelo Bruno, otro capo, en un rol breve pero muy intenso. También vemos a Stephen Graham en la piel de Tony Pro, otro líder sindical con aires de mafioso, y Anna Paquin siendo Peggy, la hija menor de Sheeran que tendrá una relación distante y compleja con su padre y sus “amigos” por sus innumerables delitos y crímenes. Y después, como es habitual en el cine de Scorsese, toda una retahíla de intérpretes entre los que hay profesionales y otros que no lo son, pero dan ese aspecto duro, con esos rostros de tiempo, con aires de mafioso, serio y sucio que tanto busca el director.

Scorsese maneja la fuerza expresiva de sus intérpretes y las acciones que les somete de forma magistral, cociendo a fuego lento todo el magma de relaciones, conflictos y miradas, donde destacan sobremanera el realismo y la brutalidad con la que están filmados los actos violentos y los asesinatos, marca del estilo de un Scorsese en plena forma, volviendo al universo gansteril como los grandes, donde la historia y los personajes están por encima de todo, hecho que lo convierte en un cineasta atípico en su país, donde todo se envuelve en pirotecnia muy ruidosa. Scorsese consigue ese aroma de ocaso y sombrío que tiene el Sunset Boulevard y Fedora, ambas de Wilder, Grupo salvaje, de Peckinpah, Barry Lyndon, de Kubrick o El último magnate, de Kazan, retratando la vida y su ocaso, su trago final, donde abundan los personajes complejos y ambiciosos, seres de muchas piezas, seres que hacen pensar, que nos revuelven moralmente, tipos sin escrúpulos, gentes que deambulan por mundos donde todo vale, donde la gente está ahí para satisfacerles en sus ideas ambiciosas y en sus formas de vivir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA