La casa, de Álex Montoya

EL DUELO Y LOS CUIDADOS. 

Cuando estaba a punto de llamarlo me acordé de que papá ya no estaba”. 

Del cómic La casa, de Paco Roca

El dibujante Paco Roca (Valencia, 1969), se ha consolidado como uno de los grandes del género con obras de la calidad de Las calles de arena, El invierno del dibujante, Los surcos del azar y Regreso al Edén, entre muchas otras. Dos de ellas, Arrugas y Memorias de un hombre en pijama han sido llevadas al cine en películas de animación, y la otra, que combinaban dibujos animados e imagen real. La casa es la tercera adaptación al cine del universo del dibujante valenciano, en la que sigue hablándonos de sus temas preferidos: la familia, el paso del tiempo, y las heridas y pequeñas alegrías de la cotidianidad, con leves dosis de humor. El film escrito por Joana M. Ortueta, de la que hemos visto su trabajo en series como Servir y proteger, y Heridas, y el propio director, nos sitúa en apenas cuatro días, que van de jueves a domingo. Un largo fin de semana en el que tres hermanos se reúnen con sus respectivos núcleos en la casa familiar donde pasaron su infancia, llena de recuerdos, de memoria, de alegría, pero también de dolor, tristeza y ausencias. 

Unos pocos días en los que a modo de despedida se reunirán, mirarán al pasado y verán su futuro en que la casa se pondrá en venta, o eso es lo que pretenden. A partir de miradas y pequeños gestos se va construyendo el tono y la forma de la historia, con grandes momentos de sensibilidad y dulzura, que tanta falta hacen a los tres hermanos, que están demasiado lejos. Tenemos a Vicente, resentido y difícil de llevar, José, el escritor que estuvo muy ausente, y Carla, la que lo cuidó y la que intenta restablecer los puentes emocionales. Y, luego los otros, sus respectivas parejas e hijos, que actúan como testigos participantes en los reproches y tensiones entre los hermanos. La película crea un espacio sensible e íntimo, alejado de las sensiblerías y condescendencias de este tipo de obras que nos tiene acostumbrados el cine más comercial y vacío.  La casa demuestra que se puede hacer una película profunda y cercana, sin caer en aspavientos llorones y en esa moralina tan facilona y estúpida. Y hace todo eso desde la humildad, heredada del universo Paco Roca, donde todo se puede tocar, se puede oler y sobre todo, abrazar, rodeados de unos personajes que podríamos ser nosotros, en otras circunstancias, pero igual de vulnerables y contradictorios y perdidos. 

Al director Álex Montoya (Valencia, 1973), con un buen puñado de cortometrajes que le han otorgado valiosos premios, y autor de dos largometrajes muy estimables, Asamblea (2019), y Lucas (2021), cine hecho con pocos recursos, pero grande en su forma, fondo y mirada a un grupo de personajes en constante huida y en encontrarse a sí mismos. Con La casa, de la que también es coproductor y comontador, sigue sumergiéndonos en esos mundos domésticos y tangibles, ahora en el interior de una casa, una casa con mucha historia, en un guion que va y vuelve, y que se mezclan presente y pasado, recuerdos y memoria en continuo movimiento y muy activa, donde los personajes viajan en el tiempo y rinden cuentas a lo que fueron, y sobre todo, a la ausencia y a los ausentes, y las huellas imborrables que les han dejado. La magnífica cinematografía de Guillem Oliver, que ya estaba en Asamblea, con esos encuadres y detalle en el plano y la composición, y esa textura de Súper 8 para rememorar el pasado, al igual que su estupendo montaje que firma Lucía Casal, que ha editado tres películas de Jaime Rosales (Hermosa juventud, Petra y Girasoles silvestres), en una película con su tiempo justo con sus 83 minutos de metraje, donde pasado y presente se convierte en un sólo tiempo, en que la casa almacena ese “tiempo” sin tiempo, un tiempo que no existe y a la vez, está tan presente y activo. 

Mención aparte tiene la maravillosa música de un grande como Fernando Velázquez que, es la mejor compañía para las imágenes, pero no acompañando sin más, sino creando ese espacio fílmico donde el tiempo, parte crucial del relato, es un ente vivo que deambula por y dentro de los diferentes personajes, creando todo el entramado y diálogo emocional con cada uno de ellos. Una composición que  sabe recoger todo ese tiempo condensando, mostrando lo invisible y buceando con respeto por las emociones de las diferentes almas tan perdidas y tristes que, en esos cuatro días se enfrentarán a demasiadas cosas, tanto con y contra ellos mismos, y los demás. Un reparto coral en el que destacan el trío de hermanos con un siempre natural y transparente David Verdaguer como José, qué fácil parece interpretar cuando lo hace este inmenso actor, junto a Óscar de la Fuente en Vicente, que recordamos como el enfadado de El buen patrón, y Lorena López como la hermana reconciliadora, que participó en Asamblea, al igual que Marta Belenguer y Jordi Aguilar, la gran presencia de Luis Callejo como el padre, ahora fantasma que está tan presente, Olivia Molina como la pareja de José, María Romanillos, la hija de Vicente, y Miguel Rellán, siempre tan bien como un amigo del pasado del padre. 

La historia de La casa, que se abre y se cierra como Pauline en la playa (1983), de Éric Rohmer, con esa puerta-verja custodia de todo un universo pasado y feliz. Una película emparentada con Las horas del verano (2008), de Olivier Assayas, en la que también había tres hermanos (dos hombres y una mujer), que se reunían en la casa familiar para llegar a un acuerdo y venderla. Dos historias con un denominador común: relatos humanos sobre las diferentes formas de afrontar el duelo y la ausencia, y sobre cómo nos cuidamos los unos con los otros, y cómo afrontamos nuestras emociones, todos nuestros infiernos interiores, y la dificultad de expresarse, cuidarnos y hacer nuestra vida sin olvidar a los nuestros, a los que están pero un día dejarán de hacerlo, y tendremos que seguir sin ellos, arrastrando recuerdos, huellas y demás pinchazos emocionales que, la mayoría de ellos, serán difíciles de llevar, porque la vida y el paso del tiempo siempre nos pone en nuestro sitio, y siempre olvidamos la vulnerabilidad de nuestras existencias, lo rápido que va todo, que pasa todo, y cómo nos olvidamos, muy frecuentemente de lo que importa y lo que no tiene tiempo, porque sucede y se va para no volver. De todo esto habla una película que me ha encantado, porque entre sus muchas miradas tiene eso que tanto me gusta ver en el cine: unos personajes tan cercanos que son como espejos en los que nos vemos muy reflejados, en muchos casos, demasiado, tanto que da miedo, de ser cómo somos, aunque, mientras sigamos aquí, tenemos tiempo para no mirarnos tanto el ombligo y mirar a los otros, porque un día ya no estarán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Paola Cortellesi

Entrevista a Paola Cortellesi, directora de la película «Siempre nos quedará mañana», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el sábado 20 de abril de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Paola Cortellesi, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, a la intérprete del festival por su gran labor, y a Lara P. Camiña de BTeam Pictures, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Siempre nos quedará mañana, de Paola Cortellesi

UNA MUJER ITALIANA DE POSGUERRA. 

“Es fácil ser una hembra. Bastan con un par de tacones y vestidos cortos. Pero para ser una mujer, te tienes que vestir el cerebro de carácter, personalidad y valentía”. 

Anna Magnani 

Si nos detenemos a pensar en las dos actrices que mejor han mostrado a la “Mamma italiana” de posguerra, sólo nos vienen dos nombres: Anna Magnani en Bellisima (1951), de Visconti, y Sofia Loren en Dos mujeres (1960), de De Sica. Dos mujeres y madres que, desafiaron el patriarcado impuesto, y se lanzaron a materializar sus sueños en una Italia muy gris, muy pobre y sin esperanza. Paola Cortellesi (Roma, Italia, 1973), muy popular en el país transalpino, por unas cuantas comedias divertidas y románticas que han reventado taquillas, se enfunda en su primera película como directora, que ha sido todo un fenómeno en Italia con más de 5 millones de espectadores y más de 40 millones de recaudación. Siempre nos quedará mañana (C’è ancora domani, en el original), nace a partir de un guion que coescriben Furio Andreotti, Giulia Calenda, que la directora recluta de sus comedias junto a Riccardo Milani, y ella misma.

Estamos ante en un drama ambientado en la dura posguerra de 1946, en una Roma llena de miseria, tanto física como moral, en el que abundan los empleos precarios, los soldados estadounidenses, y una vida anodina e infeliz en que los días se amontonan y apenas hay momentos de alegría. A partir del personaje de Delia, que no está muy lejos de la Magnani ni de la Loren, es una de esas mujeres que se levantan cada día, como vemos en el magnífico arranque, con ese piso subterráneo que define con detalle su situación, y prepara a los suyos, un marido autoritario y violento, una hija enamorada de un joven de su edad de familia acomodada, y un par de hijos pequeños que andan a la gresca todo el día. Después, la mujer se lanza a la calle, y emplea su tiempo en varios trabajos como en una tienda que reparan paraguas, poner inyecciones, y tender ropa de adinerados, situaciones que ayudan a mostrar el reflejo de la desigualdad en un país que perdió la guerra, pero que a algunos no les fue tan mal. Cortellesi recupera el aroma de los grandes como los mencionados, a los que se podrían añadir los Rossellini, Pasolini y demás que, mostraron una realidad difícil que se denominó Neorrealismo, porque las cámaras salían a mostrar la vida de los italianos que, a duras penas, sobrevivían. 

La película no sólo se queda en el drama, sino que introduce las dosis necesarias de comedia para aligerar tanta tristeza, como los de ese vecino que parece el reportero de la ristra de edificios en forma de placita, muy popular en la época, donde las mujeres, mientras laboran cotillean de unas y otras, y esos momentazos musicales que suavizan los malos tratos que recibe Delia de Ivano, su amargado y frustrado marido, y todos esos instantes con su amiga Marisa, que regenta una parada del mercado callejero, donde parece que la vida puede ser otra cosa. El excelente blanco y negro y la cuidada composición de la cinematografía que firma Davide Leone que, después de muchos trabajos de equipo y miniseries, hace su segunda película, revelándose con un extraordinario empleo de la luz y la composición, donde vuelve a la idea que se puede mostrar la realidad dura con belleza plástica. En el mismo tono se construye el montaje de Valentina Mariani, también fichada de las comedias que, impone un tiempo maravilloso donde la película se cuento con reposo y mirada, en una trama que se va casi a las dos horas de metraje, en la que ni falta ni sobra nada, con momentos de drama, comedia y documento, donde la realidad y las formas de trabajo y cotidianidad nos devuelven a aquel tiempo, sin ningún alarde técnico ni estridencia argumental, mostrando los personajes y sus pequeñas batallas diarias. 

La gran aportación musical de un grande como Lele Marchitelli, habitual de Sorrentino desde Le Grande Belleza, con la sutileza adecuada para mostrar sin subrayar, con una banda sonora que explica más allá sin ser nada empalagosa ni estridente, escarbanda en la  complejidad interior de los diferentes personajes. Si la técnica de Siempre nos quedará mañana resulta exquisita y sensible, las interpretaciones no podían estar a otra altura que no fuese acorde con cómo se cuenta. Tenemos una retahíla de intérpretes como Valerio Mastandrea, que hace poco vimos como uno de los suicidados en El primer día de mi vida, amén de películas con grandes como Bellocchio, Ferrara, el citado Sorrentino y muchos más, se encarga del rol de Ivano, muy bien caracterizado, el hombre italiano machista, tradicional y violento, con la característica camiseta de tirantes blanca, con ese enfado crónico con su país, con él mismo y con todos. La maravillosa y casi debutante Roman Maggiora Vergano como Marcella, una joven enamorada que sueña con abandonar la dura realidad de su familia y emprender una vida al lado de Giulio, que hace Francesco Centorame, y que el anuncio de su compromiso altera la existencia y de qué manera, de Delia y su familia. 

Un par de intérpretes, esenciales en la historia, como Giorgio Colangelli, con más de setenta títulos, hace de Ottorino, el suegro enfermo crónico, malhumorado y deslenguado, que tiene en su haber películas con Scola y el mencionado Sorrentino. Vinicio Marchioni es Nino, el amor que no puede olvidar Delia, quizás la última esperanza para salir de su cruda existencia, y finalmente, Emanuela Fanelli es Marisa, la amiga y la confidente de Delia, ese ratito con ella en que la vida puede ser de otro color. Hemos dejado para el final, como los grandes artistas, para hablar de Paola Cortellesi, porque su Delia es un personaje maravilloso que una actriz siempre espera, con una interpretación magnífica, llena de detalles y sutileza, con esa mirada intensa en la que la amargura está pero sabe camuflarla. Una mujer de bandera, intensa, valiente que no se arruga ante nada ni nadie, y soporta los avatares de la vida con dignidad, convirtiéndose no sólo en la protagonista de la película, sino en un ejemplo de cómo mantenerse en pie a pesar de tanta hostia y sobre todo, no perder la esperanza nunca porque, como dice película, mañana volverá a ser otro día, otra oportunidad, otra esperanza. 

No se dejen asustar por el blanco y negro, porque resulta la mejor luz para situarnos en la posguerra italiana de 1946, y acepten la invitación de Paola Cortellesi que, no sólo ha conseguido una de la películas del año, sino que nos emociona con una sensibilidad honesta y extraordinariamente sincera, sin tapujos, con delicadeza, sin caer en el tremendismo ni en la sensiblería, porque la película podría caer en el regodeo de la tristeza, pero no lo hace, ni mucho menos, de hecho, se aleja muchísimo de todo eso, moviéndose en lo humanista que, aún la hacen más soberbia, como las secuencias entre Delia y Nino, puro romanticismo, y en esas otras donde describe con sutileza esa Roma dura, donde las gentes van de aquí para allá intentando ganar algunas liras, como los colgadores de carteles que nos remiten a la inolvidable Ladrón de bicicletas (1948), de De Sica, y esos diminutos pisos llenos de polvo de la periferia romana que tanto nos ha mostrado el talento de Pasolini, y sobre todo, es una de las grandes obras sobre mujeres de aquel momento y de cualquier otro en que, a pesar de su triste y violenta existencia, se levantan cada día, abren las ventanas y salen a la calle con paso firme y decidido, sin dejar de batallar para que sus sueños de una vida mejor se hagan realidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Delphine Lehericey y María La Ribot

Entrevista a Delphine Lehericey y La Ribot, directora y actriz de la película «Nuestro último baile», en el Exe Plaza Catalunya Hotel en Barcelona, el lunes 4 de marzo de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Delphine Lehericey y La Ribot, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a Philipp Engel, por su gran labor como intérprete, y a Alexandra Hernández de LAZONA Cine, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nuestro último baile, de Delphine Lehericey

BAILAR POR AMOR. 

“Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos”,

Georg Christoph Lichtenberg

Un par de películas protagonizadas por adolescentes que están descubriendo el amor y el sexo, y también, la oscuridad y la complejidad del mundo de los adultos. Por un lado, tenemos Puppylove (2013), con Diane de 14 años, a la que su vida dará un vuelco con la llegada de una nueva vecina inglesa que la despertará demasiado deprisa. Por el otro, El horizonte (2019), con Gus de 13 años que, en el verano del 76, vivirá el hecho traumático de ver cómo la vida de su familia de granjeros se termina. Ambas están dirigidas por Delphine Lehericey (Neuchâtel, Suiza, 1975), que, en su tercer largometraje Nuestro último baile (Last Dance, en el original), se va al otro extremo de la vida, a la madurez, a la de Germain, un jubilado de 75 años que acaba de enviudar. Aunque pueda parecer que la directora suiza está hablando de cosas antagónicas, la cosa no es así, porque tanto los adolescentes como el jubilado tienen mucho que ver, mucho diría yo, porque comparten el mismo espíritu indomable ya que los tres comparten la ilusión y la energía por dejarse llevar siendo conscientes que la vida les está ofreciendo nuevas y ricas oportunidades. 

La trama es sencilla. Germain lleva a cabo la promesa que se hicieron con su esposa, que consiste en que el superviviente del otro/a, se hará cargo de su sueño. Así que, el hombre no tiene más obligación que ponerse a bailar danza contemporánea, sin complejos ni miedos. al pobre jubilado, al que los hijos sobreprotegen después de su pérdida, que no dejan en paz, con horarios, preocupaciones y tuppers sin freno. La promesa le viene al pelo para huir de su familia y volver a ilusionarse y empezar de nuevo, tantas veces haga falta. El tono de la película no es nada serio ni mucho menos profundo, no hace falta para profundizar y reflexionar sobre la vida en la madurez, porque Germain hace lo que debe hacer, a pesar de su dificultad y nervios, porque el amor hacia su mujer fallecida, le empuja para atreverse con lo que haga falta. Un marco como evidencia la sensible e íntima cinematografía de Hichame Alaouié, que ha trabajado con grandes de la cinematografía francesa como Joachim Lafosse y François Ozon, entre otros, en una trama en la que abundan los interiores, unos espacios que definen los sentimientos contradictorios de los personajes, sobre todo, del actor principal. 

La música de Nicolas Rabaeus, que ya trabajó con Lehericey en El horizonte, aporta un plus determinante porque ayuda a definir esos dos mundos por los que se mueve Germain, el de la danza y sus nuevos “colegas”, y el de su familia, tan recta, tan controlada, que oculta su nueva actividad. El montaje que firma Nicolas Rumbo, del que hemos visto las extraordinarias Un pequeño mundo, de Laura Wendel y El caftán azul, de Maryam Touzani, es un alarde de ritmo y naturalidad, porque sus fantásticos 84 minutos de metraje se nos pasan volando, y además, van situando la comicidad y la emocionalidad con pausa y sin prisas, en su justa medida y cuando toca. Aunque esta película no sería lo que es sin la magnífica elección del actor principal que encarna al juguetón y reposado Germain. Lo de François Berléand es un auténtico lujo, un actor veterano que ha participado en más de 100 títulos al lado de nombres que han pasado a la historia como Louis Malle, Jerzy Kawalerowicz, Bertran Tavernier, Claude Berri y Claude Chabrol, entre muchos otros, y personajes tan recordados como el del director del colegio de Los chicos del coro. Su Germain es todo un alarde de concisión y sobriedad, si alguno todavía no lo conoce, esta película es una buena forma de comenzar a conocerlo, porque el actor francés mira y se mueve con arte y gracia, incluso cuando no sabe y vemos que le cuesta. 

Germain es un tipo mayor con espíritu muy joven como evidencian las secuencias donde hace más migas con los nietos que con los hijos, tan pesados, tan preocupados y tan atosigantes. A Monsieur Berléand le acompañan una retahíla de buenos intérpretes muy heterogéneos y bien escogidos que arman un buen plantel que transmiten naturalidad y transparencia. Empezamos por la fantástica La Ribot, la prestigiosa bailarina y coreógrafa madrileña de danza contemporánea, que debuta en el cine, Kacey Mottet Klein, un colega del baile, que hemos visto en películas de Ursula Meier y Andre Techiné, Déborah Lukumuena es una bailarina negra y grande que se mueve de maravilla, que estaba en Las invisibles y Entre las olas, Astrid Whettnall, también bailarina, que vimos en Madame Margueritte y en Road to Istanbul, de Rachid Bouchareb. Los “hijos” son la actriz suiza Sabine Timoteo, con un carrerón al lado de directores tan potentes como Petzold, Glawogger y Rohrwacher, y el belga jean-Benoît Ugeux, con más de 30 películas y finalmente, la esposa que no puedo seguir bailando que es una gran dama del cine francés que ha trabajando con Garrel, el citado Lafosse, Jacquot, Assayas y Akerman. 

Les digo de verdad que una película como Nuestro último baile, dentro de su marco ligero, que no facilón, de su innegable transparencia, que huye del dramatismo y la sensiblería de algunas historias sobre la vejez, porque lo que se cuenta y el cómo se hace, se hace desde la verdad, el cariño y la dificultad, no te dice que sea fácil, sino que hay que seguir remando aunque cuesta más. Es también una inolvidable historia sobre el amor y sobre que significa amar, que en estos tiempos, tan líquidos, ya se nos ha olvidado que es amar. No es una obra sobre la vejez, que lo es, sino también, sobre la vida y todos esos deseos e ilusiones que todavía nos quedan por hacer, aunque todavía no sepamos cuáles son, y no es para nada una película lacrimógena, todo lo contrario, nos habla de vivir, de seguir trabajando por lo que deseamos, y sobre todo, es una película sobre nosotros y nuestro entorno, los que están con nosotros, para las buenas y las malas, y todas esas personas que nos quedan por conocer que son muchas, si seguimos ilusionándonos por todo eso que nos pasa y nos pasará a pesar de todos aquellos que ya no seguirán con nosotros, por las circunstancias que sean, porque estén o no estén, la vida continúa y nosotros con ella, sea riendo, cantando, bailando o lo que sea, y si no, que se lo digan a Germain. !Vaya tipo¡. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las cuatro hijas, de Kaouther Ben Hania

LAS QUE NO ESTÁN. 

“El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”.

Bertolt Brecht

Recuerdo uno de los primeros seminarios sobre cine documental al que asistí, impartido por la cineasta Mercedes Álvarez, donde se habló de la importancia de la historia que se quería contar, y los mecanismos para descubrirla y trabajar en ella, y luego, y en esta parte se hizo especial hincapié, la construcción de la forma para contarla, centrándose en el dispositivo, herramienta básica para encontrar la mejor forma de penetrar en el alma de la historia, de sus personajes y cómo se transmitía al espectador. Hasta ahora el cine de Kaouther Ben Hania (Sidi Bouzid, Túnez, 1977), se ha movido entre el documental puro con películas como Les imams von à l’école (2010), Challat of Tunis (2014), Zaineb Hates the Snow (2016), y la ficción con títulos como Beauty and Dogs (2017), y El hombre que vendió su piel (2020), en los que profundiza en temas sobre el sometimiento y la emancipación de la mujer, la sociedad árabe, las clases sociales, con géneros que van desde el drama al thriller, desde un prisma íntimo, sencillo y humanista. 

Con Las cuatro hijas (Les Filles d’Olfa, en el original), vuelve a su tierra a Túnez, y se centra en Olfa, una madre de cuatro hijas: Rahma y Ghofrane, las mayores y ausentes, y Eya y Tayssir, las pequeñas y presentes. El relato nos cuenta su historia, desde su boda con un marido al que no quería, con el que tuvo las cuatro hijas, después, un amor con un hombre que resultó ser un abusador, y finalmente, la desaparición de sus hijas mayores. Toda una vida centrada en tres momentos esenciales en la vida de Olfa. Ben Hania se aleja del documental y ficción convencionales, y va mucho más allá en su propuesta. Su dispositivo es una fusión entre el documento y la ficción, porque la propia protagonista nos cuenta su existencia, y una actriz, que hace de ella, se reserva  para escenificar los momentos más tensos y violentos, y dos actrices hacen presentes a las hermanas que no están. El dispositivo se complementa con un sólo actor que interpreta a los hombres de la película. Una cinta que habla de la triste realidad de muchas mujeres árabes, casadas a la fuerza, abusadas y violentadas por los hombres, y luego, la propaganda de los más radicales que arrastran con sus falsas proclamas de libertad a jóvenes rebeldes. 

La historia se construye en base a la palabra y algunas secuencias ficcionadas, en una cinta ensayo-error, que no se envuelve en el dramatismo ni en la desesperanza, porque la vitalidad y la esperanza de estas mujeres es de admirar, porque Olfa y sus dos hijas, con una actitud envidiable y sobre todo, reflejan una entereza y fortaleza dignas para enfrentarse al dolor y al recuerdo de las ausentes. Estamos ante una película doméstica y extremadamente íntima, porque su casa actúa de escenario para escucharlas y ficcionar todos los momentos relevantes de una vida difícil y oscura, en un país convulso políticamente, y mucho más para las mujeres. Con una cinematografía natural y transparente, nada artificial, que firma Farouk Laâridh, donde priman los primeros planos, los encuadres cerrados y los ambientes densos y recogidos de la casa, con apenas exteriores. Un gran trabajo de montaje que firman Jean-Christophe Hym (que tiene en su haber grandes nombres como Raoul Ruiz, Hou Hsiao-Hsien y Alain Guiraudie), Qutaiba Barhamji, especializado en documental, y la propia directora, en el que no hay ostentación ni virguerías argumentales, sino una limpieza en el corte y de ritmo pausado en el que dejan que los testimonios y las ficciones se vayan mezclando en un trabajo sólido y vital, en sus 107 minutos de metraje. 

Del reparto puedo decir que la gran aportación es la que hace Olfa Hamrouni que explica a cámara su experiencia vital, los abusos y las violaciones a los que fue sometida, y sobre todo, la tragedia de su vida, la de perder a sus dos hijas mayores. Acompañada en este brete por sus dos hijas Eya y Tayssir, en una película que es toda una catarsis, escenificando en este viaje a su memoria y la de sus hijas, a los avatares y oscuridades de la vida, y sobre todo, a todo ese camino de seguir firme en la vida, a pesar de todo, seguir hacia delante en contra de todo y de todos. Les acompañan las actrices Hend Sabri que hace de Olfa, y Nour Karoui y Ichraq Matar son las actrices que dan vida a las ausentes Raham y Ghofrane, respectivamente, y el actor Majd Mastoura que cómo hemos comentado antes, hace de todos los hombres que aparecen. Resultan magníficos todos esos momentos en que la película se detiene a contarnos su propio documento, es decir, el film-ensayo en el que asistimos como testigos privilegiados al proceso de la película, a las conversaciones de cómo afrontar cada plano y secuencia, toda la parte emocional. 

La propia directora hace referencia a Primer plano (Close-Up)(1990), de Abbas Kiarostami, y F. for Fake (1973), de Orson Welles, como fuentes de inspiración a las que añadiría Yo, el Vaquilla (1985), de José Antonio de la Loma, tres ejemplos en los que se juega con el documento y la ficción para elaborar una obra en que la representación adquiere un fascinante trabajo de espejos y reflejos. Si eligen una película como Las cuatro hijas  para ser testigos de un viaje fascinante que les llevará a lo más profundo del alma de sus protagonistas, en un interesante juego de verdad y mentira, de oscuridad y terror, y también, de esperanza y vitalidad, de presente y pasado, y quizás, futuro, de unas mujeres que tuvieron que lidiar con el dolor, la ausencia y el no futuro, en una película excelente en su forma y terrorífica en su contenido, pero que no practica la “porno miseria”, que nos enseñó nuestro querido Luis Ospina, regodeándose en el tremendismo, sino que nos sitúa de frente ante esta mujer Olfa y sus dos hijas, las que son y las que las interpretan, donde la verdad de los hechos queda refleja en el proceso de ficción que la atrapa. Una película que debería servir de ejemplo para muchos que quieren hacer cine y quieren hacerlo bien. No se pierdan esta película, por todo lo que cuenta y sobre todo, como lo cuenta, esencial en el dispositivo cinematográfico. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Manuel Martín Cuenca

Entrevista a Manuel Martín Cuenca, director de la película «El amor de Andrea», en la plaça de Joan Llongueras en Barcelona, el miércoles 22 de noviembre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Manuel Martín Cuenca, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento y a Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El amor de Andrea, de Manuel Martín Cuenca

SÓLO QUIERO QUE ME AMES. 

“Los problemas familiares son amargos. No van de acuerdo con ninguna regla. No son como dolores o heridas, son más como divisiones en la piel que no sanan porque no hay suficiente material”.

F. Scott Fitzgerald

De una casa aislada en las montañas escarpadas de las Sierras de Cazorla y Segura en la provincia de Jaén de La hija (2021), pasamos al otoño de la Bahía de Cádiz de El amor de Andrea, el nuevo largometraje de Manuel Martín Cuenca (El Ejido, Almería, 1964). Dos ambientes fríos. Dos paisajes que definen con exactitud los estados emocionales en los que se encuentran sus personajes. Vuelven a rondar los problemas familiares, ahora desde la mirada de su protagonista Andrea, una chica de 15 años, que a veces, pasa del instituto y deambula por las calles y acaba en la playa leyendo su inseparable “Juan Salvador Gaviota”, de Richard Bach, el libro que le regaló un padre ausente, alguien que los dejó a sus dos hermanos pequeños y a ella cuando se divorció de la madre con la conviven que sólo ven por las noches. Andrea se siente rasgada como una foto, a la que le falta una parte, le falta ese padre que no ve, con el que no se relaciona, en una existencia llena de dudas, de espacios vacíos y de pasados oscuros. 

A partir de un guion escrito por Lola Mayo, que ha sido productora y guionista de todas las películas de Javier Rebollo, y el propio director, que nos va sumergiendo en la intimidad e interior de Andrea, una chica solitaria, que intenta reconstruir unos sentimientos troceados e incompletos, y se tropieza con la indiferencia de una madre que quiere olvidar, y unos adultos inmaduros y faltos de comunicación que guardan silencio y tienden muros. Andrea se muestra fuerte y valiente en su decisión y sigue empeñada en trazar un puente de reconciliación y sobre todo, de amor entre su padre y ella. El director almeriense se aleja de la autocomplacencia y lo esperado, y construye de forma artesanal su relato, desde esa luz natural que traspasa e interioriza a los personajes, que firma Eva Díaz Iglesias, la cinematógrafo habitual de Víctor García León, la música de Vetusta Morla, que vuelve a trabajar con el almeriense después de la experiencia de la mencionada La hija, en una composición que ayuda a iluminar tanto desgarro emocional, y el preciso y reposado montaje de Ángel Hernández Zoido, que ha estado en toda la filmografía de Martín Cuenca. 

Con rasgos parecidos a La mitad de Óscar (2010), que también exploraba las difíciles relaciones familiares, donde primaba la desnudez, la cercanía y la transparencia de la cámara y la interpretación, la odisea de Andrea y su demanda de amor es muy bressoniana, porque tiene ese corte de plano, esos cuadros con el formato de 4:3, en que sus individuos aparecen encerrados y asfixiados en sus vidas anónimas, y en que el relato ayuda a desplazar tanto físicamente como emocionalmente, pero que deja interesantes huecos en sus conflictos, y en que Andrea se mira al espejo de la Marie de Au assard Balthazar (1966), y la Mouchette de la película homónima de 1967. Dos jóvenes atrapadas en un mundo de adultos cruel, infantil y triste. Chicas adolescentes como las que retrató en La flaqueza del bolchevique (2003) y en la citada La hija, el cineasta andaluz que compone una película con hechuras, tremendamente intensa sin ser condescendiente, sino con una armadura que nos sobrepasa, que deja un poso difícil de olvidar, dentro de esa linealidad que tiene su trama, una linealidad imprescindible para ir acercándonos a este duro e intenso drama que se adentra en lo que sienten sus personajes que tiene su reflejo en esa bahía gaditana gris, fría y ventosa, con ese barco-puente que distancia a unos personajes, sobre todo, Andrea, que quiere y busca, que mira y siente, que hace y no se resigna a perder el amor de su progenitor. 

Mención aparte tiene la elección de su elenco interpretativo, lleno de caras desconocidas, de esos actores-modelo que tanto le gustaban a Bresson, donde la película no seduce con unos rostros marcados, con grietas por la vida y las tristezas, en relación con los niños y niñas que todavía están sin marcar por ese vivir, todavía libres de espíritu, honestos y cercanos, y sobre todo, comunicativos. Cuántos males ha provocado y provocará  la incomunicación en las relaciones. Tenemos a esa luz que es pura naturalidad y transparencia como Lupe Mateo Barredo como Andrea, que debería llevarse muchos reconocimientos esta temporada de galardones, y eso que no me gustan los premios y las competiciones, pero su Andrea es puro amor, pura valentía, y sobre todo, una alma que quiere y busca amar, esa cosa que todo el mundo busca y pocos se atreven a vivir. Le acompañan sus dos hermanos pequeños y estupendos  Fidel y Tomás que hacen Fidel Sierra y Cayetano Rodríguez Anglada, respectivamente, Agustín Domínguez es Abel, el amigo de Andrea que le echará un cable y los haga falta para sobrellevar tanta dificultad, Carmen es Irka Lugo, esa madre que tampoco ven mucha y quiere olvidar y que su hija también olvide y dejé de reclamar ese amor, Jesús Ortiz es Antonio, el padre que no está, qué bien mira este tipo y esos maravillosos encuadres bajo la atenta mirada de su hija mientras apura cigarrillos contra el viento. Y luego, esos dos ángeles para el camino empedrado de Andrea con la complicidad de Inés Amieva como Beatriz, la abogada y el profe José M. Verdulla Otero que hace de José María, el profe, que seríamos si muchos profesores sólo cumplieran su trabajo y olvidasen ayudar emocionalmente a sus alumnas como Andrea. 

Dice Martín Cuenca que ha hecho su película más luminosa, y tiene razón, porque aunque El amor de Andrea se adentra en pantanos muy duros y tensos, sí, pero lo hace sin caer en el dramatismo y en la estridencia ni nada que se le parezca, y podría haber caído en la tentación, porque el material que maneja da para ese tono, pero el cineasta almeriense se va muy lejos de allí, y se centra en sus personajes y sus sentimientos, desde lo más profundo, desde sus gestos, desde sus miradas, que no hablan y lo dicen todo, dentro de esa Bahía de Cádiz, que vista desde otro lugar, resulta un espacio difícil y gris, como todos los lugares cuando estamos mal, cuando nos falta algo, como le ocurre a Andrea, que le falta algo, le falta el amor de su padre, y le falta porque está lleno de un pasado demasiado vacío, un pasado que quiere mirar para entender, para seguir creciendo, para enfrentarlo, porque ya tiene edad suficiente para saber y reconocerse, con unos padres que no hablan, no se comunican y viven rodeado de fantasmas y miedos e inseguridades. Estamos sorprendidos ante la madurez y coraje de un personaje como Andrea, porque a pesar de su corta edad, demuestra más verdad que sus perdidos padres, porque ella  es valiente, tiene fuerza y está preparada para mirar de frente, porque la vida no puede vivirse con tantas ausencias y falta de amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Marc Recha

Entrevista a Marc Recha, director de la película «Ruta salvatge», en los Cines Verdi en Barcelona, el miércoles 15 de noviembre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marc Recha, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Núria Costa de Trafalgar Comunicació, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Marc Solanes y Ferran Ureña

Entrevista a Marc Solanes y Ferran Ureña, directores de la película «Els Orrit», en las oficinas de la Productora Vivir Rodando en Barcelona, el viernes 27 de octubre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marc Solanes y Ferran Ureña, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y al equipo de DocsBarcelona, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA