Entrevista a Paola Cortellesi, directora de la película «Siempre nos quedará mañana», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el sábado 20 de abril de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Paola Cortellesi, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, a la intérprete del festival por su gran labor, y a Lara P. Camiña de BTeam Pictures, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Ana García Blaya, director de la película «La uruguaya», en el marco del BCN Film Fest en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el jueves 27 de abril de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ana García Blaya, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Marién Piniés y Sílvia Maristany de comunicación del festival, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“¿Crees que no lo entiendo? El sueño imposible de ser. No de parecer, sino de ser. Consciente en cada momento. Vigilante. Al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres para los otros y para ti misma, el sentimiento de vértigo y el deseo constante de, al menos, estar expuesta, de ser analizada, diseccionada, quizás incluso aniquilada. Cada palabra una mentira, cada gesto una falsedad, cada sonrisa una mueca”.
La doctora a su paciente/actriz en Persona, de Ingmar Bergman
El cine tiene una capacidad enorme para acercarse a unos hechos y ficcionarlos. Así mismo, esa misma capacidad se ve aprisionado en las limitaciones de la propia ficción, es decir, nunca tendremos la seguridad que los hechos ocurridos sean conocidos y explorados con las herramientas apropiadas, o dicho de otra manera, los hechos son de propio motu una ficción que se convertirá en otra ficción y así sucesivamente. Deberemos aceptar que los hechos llamados “reales” son y serán una ficción al conocerlos, nunca tendremos la certeza de saber la “realidad” de los hechos mencionados, eso sí, podemos fabular a partir de todos los intermedios, sumergirnos en los espacios que hay entre la supuesta realidad y la propia ficción.
No es la primera vez que Todd Haynes (Los Ángeles, California, EE.UU., 1961), ha escogido unos hechos “reales” para convertirlos en una película, ya lo hizo, por ejemplo, en la fascinante I’m Not There (2007), sobre la vida del músico Bob Dylan, que dividía en varios intérpretes que escenificaban varios momentos de la vida del artista, cambiándolo de sexo y color. En Aguas oscuras (2019), retrataba de forma más convencional, aunque no evidente, la pericia de un abogado enfrentado a grandes corporaciones. Con May December (término que designa una relación entre alguien más joven y alguien mucho mayor), en su título original, Secretos de un escándalo (según el distribuidor, citado por Esteve Riambau), vuelve a enfrentarse a un hecho “real”, el que protagonizaron una mujer de 34 enamorada de un niño de 13 años, ocurrido a finales de los noventa. El cineasta, a partir de un guion de Samy Burch, traslada la acción veinte años más tarde, cuando la pareja vive en un pequeño pueblo de Savannah (Georgia), con sus dos hijos están a punto de graduarse para ir a la universidad. Una acción que arranca con la llegada de una actriz que quiere investigar sus vidas porque interpretará a la mujer en una película.
Gracie Atherton-Yu es la mujer, y su marido Joe Yoo, se ven expuestos a las cuestiones de la actriz Elizabeth Berry. Haynes plantea un juego fascinante de espejos y reflejos, en los que la citada Persona, de Bergman, se convierte en ese espejo donde realidad y ficción se mezclan, incluso se fusionan, creando un espacio límbico donde nada ni nadie es ni actúa como tal, porque todo lo acontecido, el pasado que vuelve al presente, y el propio presente, se convierte en centro de cuestionamiento, de dudas, de inseguridades y miedos, en que la supuesta realidad o quizás, es mejor decir, la ficción que vamos construyendo de esos hechos pasados y el relato que inventamos en el presente, en todo lo que contamos a los demás, y todo aquello, sobre todo aquello, que no contamos, que ocultamos a los demás y a nosotros mismos. La película se instale casi en una trama de género, como si estuviéramos en un thriller de investigación, donde los roles de cazador y presa se van diluyendo y cambiando constantemente, donde la realidad parece una ficción y la ficción es una actitud ante tanto espacio oscuro y sobre todo, ambiguo. La ambigüedad, posición que domina Haynes,donde la moral es una forma de ser sin ser, de estar sin estar, de ir y no ir, de quedarse en una posición que parece y no es. Una ambigüedad que ya estaba en grandes obras del cineasta californiano como las recordados Lejos del cielo (2002), donde homenajea al gran Douglas Sirk, la miniserie Mildred Pierce (2011), y Carol (2015), grandes retratos sobre mujeres, sobre las cárceles sociales y sobre las prisiones personales, las reales y las inventadas.
El aspecto técnico, siempre riguroso y certero en el cine del realizador estadounidense, donde nada queda al azar, todo está muy pensado y donde la cámara no sólo muestra sino que atraviesa a sus personajes, de forma emocional, aspectos que conforman una excelente filmografía que abarca ya más de tres décadas. Una forma de haces que se adapta completamente a lo que se está contando, con esa música pausada e incisiva del brasileño Marcelo Zarvos, que ya estuvo en la mencionada Aguas oscuras, y ha trabajado con cineastas de la categoría de Barry Levinson, Bruno Barreto y Tod Williams, entre otros. La estupenda cinematografía de Christopher Blauvelt, habitual del cine de Kelly Reichardt, que reincide en la idea de fantasmagoría, donde los silencios, los gestos y las diferentes capas de los personajes juegan un papel fundamental en esa ambigüedad moral y oscura que planea en cada encuadre. Y finalmente, el exquisito, ágil y rítmico uso del montaje que firma Affonso Gonçalves, editor de 5 títulos con Haynes, que se mueve como pez en el agua por la cotidianidad de lo íntimo y lo colectivo, en esos espejos distorsionantes que estructuran la trama, pasando por el drama y el terror de forma transparente, donde cada gesto y cada mirada está llena de varias lecturas y rodeados de misterio.
Una película construida a partir de la fabulación de lo que se cuenta, generando un misterio en sí mismo, sobre todo, al espectador, que debe descifrar o quizás, sólo examinar los personajes, como si de un detective amateur se tratase. Sus personajes y sus composiciones son indispensables para crear esa idea de verdad y mentira por la que transita esta May December, por eso, las interpretaciones de su magnífica pareja protagonistas. Ese tour de force entre Julianne Moore, 5 películas con Haynes, y Natalie Portman, no sólo es la clave de lo que se cuenta y cómo se hace, sino que crea esa posición de intimidad, secretos, mentiras, verdades y demás sentimientos y emociones donde el relato se crea, se destruye y se transforma, sin saber nunca si todo lo que se cuenta es verdad o no, tampoco es importante, porque aunque tengamos la capacidad de contar historias, también tenemos la incapacidad de no comprender la “realidad” tan compleja que nos rodea. El curioso y frágil equilibrio que se genera entre ellas dos, lo completa el carismo y la sobriedad del actor Charles Melton, que conocemos de la serie Riverdale, que hace de Joe Yoo. No se pierdan la película de Todd Haynes, uno de los mejores cineastas de la actualidad, porque no sólo sabe construir historias atrayentes y estupendas, sino que lo hace desde la sutileza, la sofisticación, lo conciso y la sobriedad, y desde la complejidad y la ambigüedad de nuestras almas, nuestro entorno y nuestro pasado. Una maravilla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“(…) Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz. Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”.
El amenazado, de Jorge Luis Borges
No es la primera vez, ni será la última que, coinciden dos obras basadas en el mismo original, tanto La bestia en la jungla, de Patric Chiha, estrenada el pasado 8 de marzo, como esta, The Beast(La bestia), de Bertrand Bonello (Niza, Francia, 1968), parten del cuento homónimo de Henry James publicado en 1903. No voy a comparar las dos películas, ni mucho menos, no es de recibo, y si que me voy a dedicar a la de Bonello, como hice en su momento cuando se estrenó la de Chiha. El universo del cineasta francés se ha caracterizado por retratar a personajes torturados, seres envueltos en un momento de sus vidas, donde la realidad y el tiempo les traspasan y les devora, deambulando perdidos sin entender nada, y mucho menos, sin nada a lo que agarrarse y de esa forma, encontrar algo de esperanza.
Un cineasta que se ha sumergido en las infinitas posibilidades narrativas y formales, reflexionando sobre su oficio y las innumerables cuestiones que le amenazan con las nuevas tecnologías y demás inventos materiales. Recordamos a Jacques, el director del cine de adultos en Le Pornographe (2001), el realizador Bertrand en De la guerre (2008), o sus miradas al cine biográfico a través de Saint Laurent (2014), o al terrorismo con el thriller de Nocturama (2016), la mezcla de fantástico y terror en Zombi Child (2019). Con su nuevo trabajo vuelve al universo femenino que también retrató en L’apollonide (2011), en el París de 1899, sumergiéndonos en la intimidad, miedos y conflictos de un grupo de prostitutas. Con The Beast vuelve al universo femenino, ahora de forma individual, con el personaje de Gabrielle (que lleva la voz cantante, al contrario que el cuento de James), una mujer del año 2044 que, para borrar sus emociones, ha de volver a tres momentos de sus vidas pasadas para volver a empezar, al modo dickensiano. Con ese magnífico prólogo de Léa Seydoux/Gabrielle rodeada de croma verde con un intenso primer plano (que recuerda al arranque de Cara a Cara, de Bergman, con el rostro de una inquietante Liv Ullman, que nos perforaba).
Bajo una premisa de ciencia-ficción cotidiana, que resulta más una apariencia que una estética definida, Bonello vuelve a profundizar en el melodrama romántico con tintes de terror y fantástico, saltando de un género a otro de forma natural y nada artificial, tejiendo una forma que coge de aquí y allá, para destrozar cualquier convencionalismo y ponerlo patas arriba, siempre con la intención de envolver al espectador en una historia que pueda parecer enrevesada, pero no es así, porque el cineasta francés se envuelve como pez en el agua en los tres mundos y tiempos que nos retrata. En el primero, estamos en 1910, unos pocos años después del cuento de James, en los albores de la Gran Guerra, el año de la inundación de París, donde los dos no amantes se conocen y se expresan, aunque la citada Gabrielle rechaza a Louis, con una atmósfera de película de Lubitsch y Ophüls, desbordados de elegancia, glamour y exquisitez. El segundo encuentro se produce en 2014, un siglo después, en la ciudad de Los Ángeles, donde Gabrielle trabaja de modelo a tiempo parcial y cuida de casas lujosas, y vuelven a reencontrarse con Louis y ambos se reprimen, con el joven convertido en un acosador peligroso, donde el ambiente ha cambiado con respecto al anterior, porque se nos muestra una ciudad banal, vacía, llena de soledades, donde las tecnologías se han apoderado de las personas y sus falsas y superficiales vidas y relaciones.
El último capítulo con el año 2044, donde la Inteligencia Artificial mueve el mundo y es capaz de todo, como de borrar las emociones y recuerdos, en ese sentido, la película se hermana con aquella delicia que fue Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), de Michel Gondry, donde una mujer accede a borrar todos los recuerdos de la relación sentimental que tuvo con un hombre, que se niega a borrarlos. La cinta no oculta sus referencias, todo lo contrario, las hace evidentes, porque el cine de Bonello no huye de su representación, ni de la propia ni de la apropiada, aunque en su caso es tal la mezcla y la fusión que resulta tarea difícil encontrar las huellas, que las hay, porque el director francés nos invade con géneros tan dispares en su piel pero llenos de similitudes en sus profundidades, así como su forma y sus texturas, desde el 35 mm con el que construye el 1910, al digital que le sirve para retratar nuestro mundo, tan directo, tan agitado, tan acelerado y tan vacío, donde las relaciones y el supuesto amor se ha mercantilizado. El espectacular trabajo de cinematografía de Joseé Deshaies, siete películas con Bonello, amén de Nicolas Klotz, Denis Coté, Monia Chokri e Ira Sachs, entre otros. Unos encuadres y planos que hurgan en la intimidad y la cotidianidad, y escapan del habitual recurso de la decadencia y la hipérbole tecnológica de otras películas, para conseguir una atmósfera tan real que parece que el 2044 es el año que vivimos.
Una historia que empieza con calidez y cercanía y cada vez se adentra en un espacio más gélido, con ese aire de frialdad y automatización que también describe la actualidad en la estamos. En la misma sintonía trabaja el cadente y pausado montaje de Anita Roth, que hizo el de Zombi Child (2019), y las últimas películas de Robin Campillo, en una película que se erige como todo un desafío tanto físico como psicológico para los espectadores, porque nos descompone en todos los sentidos, tanto en su trama, en su forma, y en su duración, ya que se va a los 145 minutos de metraje, en que Bonello opta por una película igual de larga que Saint Laurent, donde impone el tiempo en una sociedad acelerada, prevaleciendo la mirada y la reflexión del espectador y todo aquello que se cuece en nuestro interior. Como es habitual, he dejado esta parte para hablar de la pareja protagonista, un dúo que resulta especial y muy bien escogido. Por un lado, tenemos a George MacKay, que le hemos visto en películas como Pride, Captain Fantastic, El secreto de Marrowbone, y siendo uno de los soldados de 1917 (2019), de Sam Mendes. Su Louis es también un personaje visto durante tres tiempos, siendo primero un caballero de la alta sociedad parisina seducido por la inteligencia y la sofisticación de Gabrielle a la que no podrá conseguir. Cien años después, convertido en un psicópata misógino muy peligroso, y muy reprimido. Y finalmente, en alguien incapaz de disfrutar y perdido. Una interpretación que exigía un actor con gran capacidad camaleónica y entereza y MacKay lo consigue en su mejor papel hasta la fecha.
Frente a él, tenemos a la mencionada Léa Seydoux, en su tercer trabajo con Bonello después de las experiencias breves de De la guerre y Saint Laurent, en un personaje/actriz donde la actriz francesa interpreta y se interpreta, en un viaje muy fuerte el que le propone la película, porque ha de ser la actriz y las múltiples representaciones, que forman la trama, que van de la más profunda intimidad a lo más alejado, a recordar y a olvidar, a no saber amar o simplemente, a tener miedo de amar, un mal de nuestro tiempo. Un personaje atrapado en su existencia por su constante huida, por estar y no estar, en la piel de una mujer que huye desesperadamente del amor, que espera ansiosa y tranquila una cosa fuerte que le ha de pasar y desconoce totalmente. Una persona acechada por la bestia que, quizás, la tiene en su interior, y/o no sabe que está ahí, o tal vez, su drama es que siente de verdad y no puede materializar esos sentimientos en la otra persona. Gabrielle no para de saltar en los diferentes tiempos, en un bucle incesante donde el miedo es una constante, el miedo a todo, a recordar, a olvidar, a amar, a no amar, en fin, un reflejo de la actualidad, de eso que llamamos realidad, eso que, en un tiempo no muy lejano, no sabremos descifrar de la realidad que hemos conocido con esas realidades simuladas de la IA. En fin, seguramente, seguiremos tan perdidos, zombies y tan solitarios como Gabrielle. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos”,
Georg Christoph Lichtenberg
Un par de películas protagonizadas por adolescentes que están descubriendo el amor y el sexo, y también, la oscuridad y la complejidad del mundo de los adultos. Por un lado, tenemos Puppylove (2013), con Diane de 14 años, a la que su vida dará un vuelco con la llegada de una nueva vecina inglesa que la despertará demasiado deprisa. Por el otro, El horizonte (2019), con Gus de 13 años que, en el verano del 76, vivirá el hecho traumático de ver cómo la vida de su familia de granjeros se termina. Ambas están dirigidas por Delphine Lehericey (Neuchâtel, Suiza, 1975), que, en su tercer largometraje Nuestro último baile (Last Dance, en el original), se va al otro extremo de la vida, a la madurez, a la de Germain, un jubilado de 75 años que acaba de enviudar. Aunque pueda parecer que la directora suiza está hablando de cosas antagónicas, la cosa no es así, porque tanto los adolescentes como el jubilado tienen mucho que ver, mucho diría yo, porque comparten el mismo espíritu indomable ya que los tres comparten la ilusión y la energía por dejarse llevar siendo conscientes que la vida les está ofreciendo nuevas y ricas oportunidades.
La trama es sencilla. Germain lleva a cabo la promesa que se hicieron con su esposa, que consiste en que el superviviente del otro/a, se hará cargo de su sueño. Así que, el hombre no tiene más obligación que ponerse a bailar danza contemporánea, sin complejos ni miedos. al pobre jubilado, al que los hijos sobreprotegen después de su pérdida, que no dejan en paz, con horarios, preocupaciones y tuppers sin freno. La promesa le viene al pelo para huir de su familia y volver a ilusionarse y empezar de nuevo, tantas veces haga falta. El tono de la película no es nada serio ni mucho menos profundo, no hace falta para profundizar y reflexionar sobre la vida en la madurez, porque Germain hace lo que debe hacer, a pesar de su dificultad y nervios, porque el amor hacia su mujer fallecida, le empuja para atreverse con lo que haga falta. Un marco como evidencia la sensible e íntima cinematografía de Hichame Alaouié, que ha trabajado con grandes de la cinematografía francesa como Joachim Lafosse y François Ozon, entre otros, en una trama en la que abundan los interiores, unos espacios que definen los sentimientos contradictorios de los personajes, sobre todo, del actor principal.
La música de Nicolas Rabaeus, que ya trabajó con Lehericey en El horizonte, aporta un plus determinante porque ayuda a definir esos dos mundos por los que se mueve Germain, el de la danza y sus nuevos “colegas”, y el de su familia, tan recta, tan controlada, que oculta su nueva actividad. El montaje que firma Nicolas Rumbo, del que hemos visto las extraordinarias Un pequeño mundo, de Laura Wendel y El caftán azul, de Maryam Touzani, es un alarde de ritmo y naturalidad, porque sus fantásticos 84 minutos de metraje se nos pasan volando, y además, van situando la comicidad y la emocionalidad con pausa y sin prisas, en su justa medida y cuando toca. Aunque esta película no sería lo que es sin la magnífica elección del actor principal que encarna al juguetón y reposado Germain. Lo de François Berléand es un auténtico lujo, un actor veterano que ha participado en más de 100 títulos al lado de nombres que han pasado a la historia como Louis Malle, Jerzy Kawalerowicz, Bertran Tavernier, Claude Berri y Claude Chabrol, entre muchos otros, y personajes tan recordados como el del director del colegio de Los chicos del coro. Su Germain es todo un alarde de concisión y sobriedad, si alguno todavía no lo conoce, esta película es una buena forma de comenzar a conocerlo, porque el actor francés mira y se mueve con arte y gracia, incluso cuando no sabe y vemos que le cuesta.
Germain es un tipo mayor con espíritu muy joven como evidencian las secuencias donde hace más migas con los nietos que con los hijos, tan pesados, tan preocupados y tan atosigantes. A Monsieur Berléand le acompañan una retahíla de buenos intérpretes muy heterogéneos y bien escogidos que arman un buen plantel que transmiten naturalidad y transparencia. Empezamos por la fantástica La Ribot, la prestigiosa bailarina y coreógrafa madrileña de danza contemporánea, que debuta en el cine, Kacey Mottet Klein, un colega del baile, que hemos visto en películas de Ursula Meier y Andre Techiné, Déborah Lukumuena es una bailarina negra y grande que se mueve de maravilla, que estaba en Las invisibles y Entre las olas, Astrid Whettnall, también bailarina, que vimos en Madame Margueritte y en Road to Istanbul, de Rachid Bouchareb. Los “hijos” son la actriz suiza Sabine Timoteo, con un carrerón al lado de directores tan potentes como Petzold, Glawogger y Rohrwacher, y el belga jean-Benoît Ugeux, con más de 30 películas y finalmente, la esposa que no puedo seguir bailando que es una gran dama del cine francés que ha trabajando con Garrel, el citado Lafosse, Jacquot, Assayas y Akerman.
Les digo de verdad que una película como Nuestro último baile, dentro de su marco ligero, que no facilón, de su innegable transparencia, que huye del dramatismo y la sensiblería de algunas historias sobre la vejez, porque lo que se cuenta y el cómo se hace, se hace desde la verdad, el cariño y la dificultad, no te dice que sea fácil, sino que hay que seguir remando aunque cuesta más. Es también una inolvidable historia sobre el amor y sobre que significa amar, que en estos tiempos, tan líquidos, ya se nos ha olvidado que es amar. No es una obra sobre la vejez, que lo es, sino también, sobre la vida y todos esos deseos e ilusiones que todavía nos quedan por hacer, aunque todavía no sepamos cuáles son, y no es para nada una película lacrimógena, todo lo contrario, nos habla de vivir, de seguir trabajando por lo que deseamos, y sobre todo, es una película sobre nosotros y nuestro entorno, los que están con nosotros, para las buenas y las malas, y todas esas personas que nos quedan por conocer que son muchas, si seguimos ilusionándonos por todo eso que nos pasa y nos pasará a pesar de todos aquellos que ya no seguirán con nosotros, por las circunstancias que sean, porque estén o no estén, la vida continúa y nosotros con ella, sea riendo, cantando, bailando o lo que sea, y si no, que se lo digan a Germain. !Vaya tipo¡. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Me gustaría explicar… no me malinterpreten: Elvis fue el amor de mi vida. Fue el estilo de vida lo que me resultó demasiado difícil. Nos mantuvimos unidos incluso después, tuvimos a nuestra hija y me aseguré de que siempre la viera. Es como si nunca nos hubiéramos dejado, me gustaría dejarlo claro”.
Priscilla Presley en sus memorias “Elvis y yo”.
De las 7 películas que conforman la filmografía de Sofia Coppola (New York, EE.UU., 1971), la mayoría están protagonizadas por jóvenes, adolescentes y primera juventud, chicas con deseos, ilusiones y esperanza que conocerán las oscuridades de la vida, y todo lo que conlleva para su interior. Las jóvenes de Coppola, basadas en historias reales, son mujeres fieles a su tiempo, encadenadas en una existencia llena de insatisfacción como sucedía en Las vírgenes suicidas (1999), la joven perdida en Lost in Translation (2003), la valiente y rebelde incomprendida en Maria Antonieta (2006), las enfermas de lujo en The Bling Ring (2013), y las jóvenes sedientas de lujuria en La seducción (2017). Con Priscilla vuelve a ese espacio donde la vida parece grande, llena de expectativas y donde nada ni nadie la puede derrumbar por toda la energía, la vida y los sueños que la llenan.
Tenemos a una adolescente Priscilla Beaulieu que vive con su familia tradicional de padre militar en Alemania Occidental. Allí, con tan sólo 14 años conoce a Elvis Presley, diez años más mayor, que ya apuntaba a la estrella en la que se convertiría. Un amor puro, de respeto, de cariño y de cuento de hadas. Con muchos vaivenes, finalmente se trasladaron a Graceland, la mansión de Elvis y su familia. Y es ahí, donde arranca la película de Coppola, basada en las memorias “Elvis y yo”, de la mencionada Priscilla Presley. No estamos ante una película fácil, ni mucho menos, porque tenemos a una adolescente encerrada en una gran mansión, sola y muy desencantada, ya que sus demás habitantes le resultan unos desconocidos, si exceptuamos a alguna mujer del servicio con la que construirá algo de intimidad. Elvis es menos que una sombra, siempre de viaje, siempre ausente. La directora neoyorquina no se había enfrentado hasta ahora a un relato tan hacia adentro, porque lo que ocurre, la vida y el amor están en off, siempre están alejados por intervalos, entre soledades y presencias, por eso, resulta más que importante que la actriz que interpretase a Priscilla debía ser una desconocida y sobre todo, una actriz que compusiese su personaje desde la intimidad, a través de la mirada, los gestos, leves y certeros, y desde el silencio, todo ese silencio que rodea su existencia.
La joven Cailee Spaeny, a la que habíamos visto en papeles de reparto en Una cuestión de género (2018), de Mimi Leder y Malos tiempos en el Royale (2018), de Drew Goddard, entre otras, se convierte en la auténtica alma mater de la película, en una actuación memorable y fascinante, asumiendo el rol de Priscilla y consigue lo más difícil, que sintamos como ella, sin ningún alarde ni gesto asombroso, sino desde lo más sencillo, con esos paseos sonámbulos por Graceland, en silencio, con miedo a tocar algo, como un especie de fantasma, que refleja la falta de vida que tiene, en contraposición a cuando está con Elvis, toda vida, todo amor, y toda alegría. El protagonismo absoluto se lo lleva Priscilla, que curiosamente, en la película Elvis (2022), de Baz Luhrmann, es un personaje apenas visible. Aquí, es todo lo contrario, quizás la película de Coppola es la respuesta a aquella ausencia, porque vemos, sentimos y acariciamos la vida y la oscuridad de Priscilla, una joven que se enamora de una estrella del rock, y su vida no acaba de ser el cuento de hadas que imaginaba o que creía ingenuamente. Tiene una luz y un tono parecido como el que había en La seducción (2017), con la que comparte el mismo cinematógrafo Philippe Le Sourd, creando esa sensación de aura magnética donde la luz es acogedora, pero también, algo inquietante, como si estuviéramos en una película de terror sutil y nada evidente, porque, en muchos instantes, tenemos la sensación que Priscilla está en una cárcel y ella se ha convertido en una autómata sin vida, sin amor y sin nada.
La música del grupo indie rock francés Phoenix vuelve a trabajar en una película de Coppola, en su cuarto trabajo con la directora, en la que consiguen una música excelente, una score que ayuda a ese deambular vacío y triste de la protagonista, aportando esa idea de fantasmagoría, de irrealidad y de inquietud en el que está la protagonista. El montaje de Sarah Flack que, a parte de trabajar con Soderberg y Mendes, ha editado todas las películas de la cineasta neoyorquina, hace toda una exquisita composición del tempo y la pausa para envolvernos en ese aura de terror y angustia, sin evidenciarlo, sino a través de la sutileza y lo cotidiano, en una película que llega casi a las dos horas de metraje, que, en ningún momento, existe la sensación de sopor y estancamiento. La idea de reclutar a un grupo de intérpretes poco conocidos para dar más verosimilitud los personajes y a todo lo que acontece, también se hace notar en el rol de Elvis que hace el actor Jacob Elordi, interpretando desde lo íntimo a una rockstar como fue Elvis, quizás la más grande que hubo y habrá, una interpretación desde lo más profundo, sin caer en la estridencia ni en la caricatura, así como los demás actores y actrices que pululan por la película siendo los músicos y amigos del Rey del Rock.
Si alguien busca en Priscilla una película al uso, es decir, el biopic hollywoodense para llevarse un buen puñado de Oscars y reconocimientos de la crítica más enrollada con el sistema/fábrica de sueños estadounidenses, se equivoca de largo, porque Sofia Coppola vuelve a construir una trama que más tiene de película de terror y desamor que de otra cosa, volviendo a trazar una radiografía profunda y muy crítica sobre los estamentos de Hollywood y esa obsesión por la fama y el éxito y el dinero, como ya hiciese en la magnífica Somewhere (2010), donde nos situaba en los intervalos y los espacios límbicos de una Hollywood Star o lo que quedaba de ella, con minuciosidad, templanza y sin caricaturizar, como hace en Priscilla, una película muy incómoda, muy aniquilante, muy de verdad, que cose con pausa y buena cocción, todo lo que no vemos de los cuentos de hadas o los cuentos de terror y pesadilla, lo que no vemos detrás de la cortina, o lo que es lo mismo, lo que queda después que se cierre la gran valla de Graceland, esa casa de los sueños o pesadillas, sino que le pregunten a Priscilla, en los 14 años que compartió con Elvis, el hombre, el rockstar y la sombra tan oscura que rodea el éxito que puede acabar en pesadilla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Cuando alguien dice que todo está bien, es que nada está bien”.
Hay comedias románticas y comedias románticas. Y digo esto, porque en las últimas décadas el género se ha prostituido demasiado, es decir, se ha convertido en una amalgama de clichés, historias demasiado superficiales y nada atrayentes, donde nos entretienen con chucherías con grandes cantidades de azúcar para finalmente, celebrar exageradamente la idea del amor idealizado o algo que se le parece. ¿Dónde quedaron aquellas maravillosas comedias románticas? Me refiero a aquellas como Sucedió una noche, Al servicio de las damas, La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia, Vacaciones en Roma, Con faldas y a lo loco, Charada, Annie Hall y Atrapado en el tiempo, entre muchas otras. Historias divertidas, llenas de amor (o eso que sentimos que nos pasa cuando nos gusta alguien), con personajes excéntricos y muy cotidianos, y sobre todo, con grandes dosis de aventura, de riesgo y de no te menees. Salvando las distancias, la película Buscando a Coque, pertenece a este segundo grupo, y no porque pretenda emularlas, ni mucho menos, sino porque nos sitúa en el seno de una pareja con 17 años de amor en común. Una relación que parece que va bien, aunque, a simple vista, esto mismo se podría decir de la mayoría. Una unión que se torpedea cuando ella se va a la cama con Coque Malla, el ídolo de él, y el lío ya está montado, porque él quiere preguntar a Coque los motivos, y hará lo indecible para conseguirlo.
La pareja de cine y de amor formada por Teresa Bellón y César F. Calvillo que ya nos deleitaron con películas cortas como Cariño, me he follado a Bunbury (2016), del que nace esta película en cuestión, cambiando el músico zaragozano por el madrileño, amén de otros cortometrajes como No es fácil ser… Gorka Otxoa (2016), y Una noche con Juan Diego Botto (2018), todos con el denominador en común del famoso y el/la fan. Para su primer largometraje, nacido de las Residencias de la Academia de Cine, han contado con la compañía de la productora Beatriz Bodegas con películas tan interesantes como Tarde para la ira y Animales sin collar, entre otras, en la que la mencionada pareja, que se llaman igual que la pareja de cineastas, interpretan a una pareja en crisis, o quizás, son una pareja que han perdido el amor y lo que ha pasado es un detonante que los saca del letargo de la relación, y él decide que van a emprender un viaje desde Madrid a Miami tras la pista del músico. Allí, se encontrarán una ciudad de contrastes, grande y apabullante, donde se sienten más perdidos que antes, con el choque de la fantasía del turista con la realidad superficial, deambulando su ex amor o lo que queda de él, en una especie de terapia inconsciente en que se miran, comparten y son cómplices, después de bastante tiempo, de lo que son, tanto como persona como pareja, y siendo realistas de todo aquello que han ido perdiendo sin darse cuenta.
La trama tiene interés porque no sólo se queda en ellos, sino también en “Miami”, lleno de almas perdidas como ellos, con la velocidad absurda de una gran ciudad que carece de identidad, y las estupideces consumistas en las que estamos todos atrapados sin hacer nada para cambiarlas. Estamos ante una comedia romántica al uso, con sus tópicos, pero tópicos con gracia, ingeniosos diálogos, y esos choques entre los recién llegados y los de allí, que son también de aquí, en una gran urbe materialista llena de almas sin consuelo, como esa maravillosa recepcionista de la discográfica, o el insatisfecho tatuador, dos grandes intérpretes de reparto que no sólo dan profundidad a la pequeña odisea de los protagonistas, sino que dan un toque real y surrealista a la trama. Qué decir de Coque Malla, haciendo y riéndose de sí mismo, o mejor dicho, siendo el personaje que está en todas partes y nunca vemos, omnipresente en las conversaciones-reproches de los protas y la otra cara de la moneda, siempre invisible y esquivo. La cuidada y natural cinematografía de un grande como Javier Salmones, con más de noventa títulos a sus espaldas, da ese aroma de cotidianidad, pero también de peli de aventuras urbanas, donde lo importante no es si encuentran o no a Coque, sino todo lo que les ocurre en los United States mientras tanto. El montaje de Irene Blecua combina lo grande con lo más pequeño, es decir, que estamos ante una comedia romántica entretenida y nada pretenciosa, con esa otra comedia más profunda, donde se habla de amor o aquello que creemos que es, de las propias existencias, de nuestras decisiones y todo lo que nos ha llevado al punto donde estamos, a preguntarnos y cuestionarnos quiénes somos y porqué.
La música de Coque Malla ayuda a profundizar en aquello que sienten los personajes, deambulando por varios estados emocionales, con el famosísimo tema “No puedo vivir sin ti”, con el que hay bastante humor socarrón, la canción “Todo ocurrió de pie”, que es clave en la película, con una secuencia de esas que hacen grande cualquier trama, y otros temas del músico que consiguen ser el mejor cómplice para la historia que se está contando. Una película así, en la que la pareja protagonista debe ser creíble y sobre todo, atrayente, y con vis cómica, está muy bien conseguida con el dúo Alexandra Jiménez y Hugo Silva, formando esa pareja con su crisis y sus crisis, dando rienda suelta a sus miedos, inseguridades, y tras Coque Malla, o quizás, sólo andan detrás de aquello que un día tuvieron y ahora no encuentran. Unos seres perdidos, como todos, en esta maraña de existencias, de lugares, de sentimientos, que van de nosotros, aunque la mayoría de veces, no les hacemos ni puto caso, porque estamos en otras cosas que creemos muy importantes, pero en realidad no lo son, son inmediatas, más entretenidas y fáciles, tal vez, porque las importantes son aquellas que nos duelen de verdad, aquellas que si perdemos, tardaremos en recuperarnos y dejarán en nosotros una huella imborrable, ya saben de qué les hablo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Ángel Filgueira, director de la película «Cuando toco un animal», en el marco del D’A Film Festival en el Hotel Regina en Barcelona, el lunes 27 de marzo de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ángel Filgueira, por su tiempo, sabiduría, generosidad y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Mire usted: cuando un coche sale de mi fábrica rumbo al circuito, me parece lleno de defectos y realmente feo. Por el contrario, si regresa triunfador, le admiro como si tratará de una obra de perfección.
Enzo Ferrari
No es la primera vez que Michael Mann (Chicago, EE.UU., 1943), se enfrenta a un “Basado en hechos reales”, empezó con El dilema (1999), en la que nos situaba en la cruzada de un directivo de una tabacalera que destapaba las argucias para generar adicción con la ayuda de un productor televisivo, en Ali (2001), repasaba la vida del famoso boxeador Muhammad Ali centrándose en su legendaria pelea contra Foreman en Zaire en 1974, y Enemigos públicos (2009), donde seguía los pasos del agente del FBI para capturar al famoso criminal Dillinger en los años treinta. Catorce años después, vuelve al hecho real para meterse en la figura de Enzo Ferrari “Il Commendatore” (18989-1988), y como hiciese en la otras ocasiones, se aleja del manido “biopic” para construir una obra muy personal que sitúa en una fecha concreta, en la Italia de 1957, en la cual, el personaje en cuestión, se encuentra en dos frentes muy importantes. Por un lado, está casado y legalmente y vive con Laura, la madre del hijo que murió, pero está enamorado de Lina Lardi, con la que tiene un hijo secreto. Por el otro, necesita urgentemente ganar carreras con sus coches porque su empresa está al borde de la bancarrota.
La película guarda planteamientos similares con la reciente La casa Gucci (2021), de Ridley Scott, porque las dos se centran en Italia, en sendas familias dedicadas a negocios millonarios que tienen dificultades económicas, dos mujeres fuertes y decididas, y temas como la ambición desmedida, la venganza, la rabia y el amor en el centro de la trama. Además, de tener a Adam Driver como protagonista. Si bien en la película de Mann, un cineasta que ha tocado el thriller en sus más diferentes facetas, su relato se mueve entre el melodrama romántico, con sus dosis de oscuridad, con el añadido de las carreras de coches, que podríamos situar en el thriller, donde ganar lo es todo y muy necesario para la viabilidad económica de la empresa Ferrari. La película se basa en la novela “Enzo Ferrari: The Man, The Cars, The Races, The Machines”, de Brock Yates, que guionizó las dos partes de Los locos del Cannonball, popular comedia de coches de los ochenta, que ha adaptado Troy Kennedy-Martin, un guionista que ha escrito Los vientos de Kelly, Danko: Calor rojo e Italian Job, entre otras, con la figura del citado Ferrari omnipresente, un hombre de negocios, un hombre de motor, un hombre que ama a la mujer con la que no vive, un hombre obsesionado con sus coches y las carreras para mantener su industria a flote, un hombre que se ocultaba de los demás, un hombre misterioso, callado y recto.
La cinematografía de Erik Messerschmidt, que conocemos por sus trabajos con David Fincher, crea la atmósfera ideal que se maneja entre los claroscuros de una vida en mitad de un puente, y sin saber que camino optar, como la música de Daniel Pemberton (que ha trabajado con el mencionado Scott, Guy Ritchie, Danny Boyle, Aaron Sorkin, etc…), que acentúa esa dualidad, sin caer en el sentimentalismo ni las estridencias emocionales, dotando de sobriedad y densidad a la trama. El exquisito trabajo de montaje que firma el gran Pietro Scalia, que tiene en su haber películas con Oliver Stone, Bertolucci, Gus Van Sant, y debuta con Mann con un extraordinario trabajo en una película pausada y comedida, que va in crescendo, en un metraje que se va a los 130 minutos. Mann que siempre ha sabido rodearse de grandes intérpretes, sólo recordar a James Caan en su debut cinematográfico con Ladrón (1981), Daniel Day-Lewis en El último mohicano (1992), la pareja De Niro y Pacino y el resto del elenco de la ejemplar Heat (1993), nuevamente Pacino, Russell Crowe y Christopher Plummer en El dilema. Su maravillosa capacidad para dirigir y sacar lo máximo de sus actores y actrices como hizo con Will Smith en Ali, y Tom Cruiseen Collateral (2004), y la terna Johnny Depp, Christian Bale y Marion Cotillard en Enemigos públicos.
Su labor con su equipo artístico vuelve a ser maravillosa, porque Adam Driver, del que ya hemos apuntado alguna cosa, se mete en la piel de Enzo Ferrari, el alma mater de la historia, al que da sobriedad, elegancia, ambición y vulnerabilidad. Todo lo contrario del personaje de Laura que interpreta una espléndida Penélope Cruz, una mujer fuerte y rota, valiente y llena de miedo, una mamma italiana arrolladora, de carácter y firme, pero también débil y vacía, la imagen del declive y la decadencia de una familia que fue feliz pero ya no, y completa la terna la actriz Shailene Woodley, que hemos visto en películas como Los descendientes, de Payne, Snowden, de Stone, y la reciente Misántropo, de Damián Szifrón, que da vida a Lina Linardi, la otra, o quizás, la que mujer de Enzo, que oculta por miedo, pero que ella no se callará y luchará por hacerlo visible. Tanto Penélope como Shailene parecen los espejos distorsionados de la vida de Ferrari, dos mujeres, dos formas de ver las cosas y actuar. El resto del reparto lo completan el brasileño Gabriel Leone como un ambicioso piloto, Sarah Gadon como su chica actriz, Patrick Dempsey como el piloto veterano, y el británico Jack O’Connell como otro piloto de la escudería.
La película Ferrari, de Michael Mann gustará a los amantes de las carreras de coches, y también a los de la escudería Ferrari, a sus inicios, a sus lamentos, a sus grandezas y miserias, a sus sueños y pesadillas y a todo el trabajo que hay detrás y las verdades y mentiras del famoso Cavallino Rampante, aunque también enamorará a aquellos que no les gustan las carreras, entre los que me incluyo, porque la película va más allá, como hemos comentado anteriormente, porque es un relato sobre la condición humana, todo aquello de nuestra alma, sobre sus sueños, ilusiones, sombras y ambiciones, escenificados en un hombre torturado por la muerte de su primer hijo, al que visita cada mañana en el cementerio. Un tipo que ambiciona el mejor de carreras de la historia, y que se mostraba firme con sus mecánicos y pilotos, y en los negocios, y por otro lado, era un tipo frágil y lleno de miedos e inseguridades con sus emociones que gestionaba fatal y sobre todo, ocultaba a los demás y a las personas que amaba. Tal vez, sólo amaba y dominaba sus coches por todo aquello que le podrían reportar, no lo sabemos, aunque logró aquello que ambicionaba, su sueño de construir el mejor coche se hizo realidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Marija Kavtaradze, directora de la película «Slow», en la terraza del PalauCafé en Barcelona, el miércoles 10 de enero de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marija Kavtaradze, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Rafael Dalmau, por su gran labor como intérprete, y al equipo de comunicación de la distribuidora Surtsey Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA