Café Society, de Woody Allen

cafe-societuAQUEL AMOR, EN AQUEL TIEMPO Y EN AQUEL LUGAR.

“La vida es una comedia escrita por un humorista sádico”.

El arranque de la película resulta revelador y conciso, recogiendo de forma magistral y concisa el espíritu con el que está construido el relato que estamos a punto de ver. Un hermoso travelling avanza por el borde de una piscina en mitad de una fiesta en una mansión lujosa, en la que luce el sol de mediodía,  y mientras sortea algunos de los invitados camina firme hasta encontrarse con uno de los protagonistas, Phil Stern, uno de esos agentes de estrellas, de traje impecable, orgullo intacto y Martini seco en los labios,  que fanfarronea de sus logros y amistades delante de unos “amigos” orgullosos de escucharlo. Estamos en el Hollywood en la década de los 30, quizás la época más glamurosa del cine estadounidense.

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El cineasta Woody Allen (1935, Brooklyn, Nueva York, EE.UU.) sigue fiel a su cita anual escribiendo y dirigiendo una nueva cinta, la que hace 46 en su carrera (si no han fallado mis cálculos). Esta vez nos introduce en un mundo de lujo por doquier, de apariencias, de mentiras, de postureo, de espejos deformantes y muchos dólares,  y de un quiero y no puedo. Conocemos a agentes de estrellas, jóvenes inocentes que llegan con las maletas cargadas de sueños con vocación de convertirse en una movie star, empresarios de modelos, putillas que quieren ser actrices, secretarias que aman el cine, y la parte de Nueva York, porque la película se mueve entre las ciudades, con personajes que van y vienen, y a veces se encuentran, una gran manzana en el que hay la familia judía de Bobby (el hilo conductor de esta farsa sobre la vida y el amor), en la que hay madres nodrizas que insultan cariñosamente a sus maridos, esposos relajados que hacen joyas en un oscuro sótano, hijos con vocación de gánster que aman el dinero, las mujeres y los asesinatos, hijas casadas con intelectuales, comunistas y católicos, y luego están ellos, el joven ingenuo y sagaz Bobby Dorfman que llega a la meca del cine queriendo triunfar y convertirse en alguien, con la ayuda de su tío, un hombre felizmente casado o al menos eso es lo que dice y parece. Pero, llega el amor en la vida de Bobby, en forma de la joven inteligente y atractiva secretaria de su tío, Vonnie, que en un tiempo atrás también llegó con intenciones de ser alguien en el mundo del cine, pero ha acabado tomando notas y mecanografiando órdenes. Pero Vonnie, que congenia a las mil maravillas con Bobby, tiene novio, un periodista llamado Doug, eso dice ella. Y así anda la cosa, Bobby perdidamente enamorada de Vonnie, pero sin ser correspondido, quizás una de las máximas de la vida y del cine de Allen, los no correspondidos. Desear a alguien que pertenece a otro. Pero, una noche, todo cambia, el misterioso Doug abandona a Vonnie, y poco tiempo después, cuando parece que no hay nada que impida el amor, Bobby y Vonnie se enamoran. Pero ahí no acaba la cosa, aunque pudiera parece ser que sí, todavía se encontrarán con otras dificultades, más cercas de lo que se imaginan.

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Allen vuelve por donde solía, a construir una película magnífica que contiene todos los ingredientes que le han encumbrado en el cine, convirtiéndolo en uno de los grandes, en la que encontramos su humor irreverente, irónico, trágico y sobre todo, su mirada pérfida e incisiva en las cuestiones del amor, las relaciones humanas, y todo aquello invisible y lleno de misterio, que nos empuja de un estado de ánimo a otro, nuestros miedos, inseguridades, complejidades, y demás emociones verdaderas, falsas, inventadas o proyectadas. Una cinta que se mueve entre dos paisajes, por un lado, el Hollywood cinematográfico luminoso y romántico, donde todo es posible o no, de playas desiertas, cuchitriles de comida mexicana que huelen a cercanía, cines extremadamente decorados en los ver la última de Tracy o la Crawford, y mansiones con aire de tristeza y soledad, y Nueva York, el lado opuesto, oscuro y violento, lleno de barrios obreros, de familias judías, de clubs nocturnos (tan de moda en la época en los que se reunían todos aquellos que eran o querían ser alguien)  en los que escuchamos jazz a todas horas… Una cinta sobre el amor, sobre lo que inventamos del amor, sobre ese ideal que creemos que es, sobre todo aquello que somos, que hemos sido, y posiblemente, no seremos, de todo aquello que sentimos y nos engañamos, de emociones que nos decimos que no sentimos y de engañarnos constantemente en aquello que nos hace felices o nos entristece. Una película bañada con esa fina luz acogedora y fría del gran Vittorio Storaro que ilumina el Hollywood soleado que contrasta con el Nueva York nublado y urbano.

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Desde aquel lejano 1969 y su Toma el dinero y corre, la comedia, y elementos del cine negro, han estructurado todo el cine de Allen, que ha pasado por todos los estados que se puedan imaginar después de una carrera tan frenética en la que hay títulos para todos los gustos y paladares, que abarca casi medio siglo, desde el cine de los 70 con grandes obras como Annie Hall o Manhattan, a los 80, con memorables películas como Zelig, La rosa púrpura del Cairo o Hannah y sus hermanas, y los 90, en los que nos regaló cintas como Maridos y mujeres, Balas sobre Broadway o Acordes y desacuerdos, y en el nuevo milenio, donde siguió a su cita anual con películas como Match point o Blue Jasmine, algunas obras, una ínfima parte de su extensísima carrera, pero que describen buena parte de los temas, referencias y elementos que han protagonizado su filmografía. Un cine caracterizado de una fuerte personalidad y carácter, en el que todas las ideas que han perseguido a la figura de Allen han encontrado su momento: los hipocondríacos, las histéricas, los sabiondos, los ingenuos, los que aparentan lo que no son, y demás personajes, personajillos, y sombras humanas que han pululado por el universo cotidiano y de apariencias de esa clase pudiente artística, preferiblemente, que se movían por el Nueva York que tanto ha amado Allen.

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Una city en la que suena jazz, el sol baña los atardeceres de verano, en la que siempre apetece tomar una copa en algún club nocturno rodeado de amigos al caer la noche, o deambular por Greenwich Village buscando libros o discos descatalogados, caminar sin rumbo por Central Park pensando en ese amor no correspondido o en las dificultades de amar… Una ciudad retratada de mil maneras, de infinitos ángulos, a veces con alegría, y otras con tristeza, incluso con melancolía, en la que hay (des)ilusión, (des)esperanzas, y seres que buscan (des)apasionadamente el amor, y rara vez lo encuentran, o cuando lo hacen, resulta problemático, complejo y muy difícil, aunque eso sí, no cejan en su empeño, siguen empecinados en lo suyo, en lo que sienten, en lo que les empuja a seguir viviendo, porque quizás no existe otra manera de vivir, si no esa, esa en la que sus personajes sueñan y viven por sus sueños, aunque estos sean equivocados, confundidos o simplemente irrealizables, porque como los dos enamorados intermitentes y fatalistas (y remitiendo al hermoso cierre de la película) que retrata la película, comentan en algún instante, y en clara evocación a Calderón, los sueños, sueños son.

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