La vida sin ti, de Laurent Larivière

JOAN FRENTE A SUS RECUERDOS.

“Cada momento induce a la imaginación en cada momento. Lo sabemos bien: la realidad es totalmente subjetiva”.

Paul Valéry

En su extraordinario libro de memorias “Vivir para contarla”, Gabriel García Márquez deja bien claro que la vida no se cuenta como sucedió, sino como se recuerda. La misma actitud toma, qué remedio, Joan Verra, la protagonista de La vida sin ti (del original, À propos de Joan), segundo trabajo de Laurent Larivière (Montpellier, Francia, 1972), después del interesante Je suis un soldat (2015), que también nos hacía un retrato sobre una mujer, más joven y en un mundo dominado por hombres. Desde su arranque, la película deja clara su camino, con esa mirada de la protagonista hacia nosotros, en un gesto de aquí estoy y aquí está mi vida, donde comienza a contarnos su existencia, desde el volante de su automóvil y en mitad de una noche con lluvia. Asistimos a su vida, o mejor dicho, a sus recuerdos, a lo que ella recuerda y también, inventa, porque lo que recordamos siempre está envuelto en muchas cosas, todo aquello que hemos experimentado, lo bueno y lo no tan bueno, y lo que nos queda de todo lo vivido y lo que no hemos vivido.

El director francés vuelve a contar con su guionista François Decodts, como ya hiciese en la mencionada Je suis un soldat, para armar una historia que acoge cuarenta años de la vida de Joan, es decir, una historia que va y viene, a través de los recuerdos de Joan Verra, tanto de joven como adulta, viviendo los momentos que han marcado su existencia, esos instantes que vuelven a nuestra memoria una y otra vez, como si el tiempo se hubiera detenido. Volvemos a experimentar cuando conoció a su primer amor, el tal Doug, en la Irlanda setentera, el nacimiento de su hijo Nathan, la huida de su madre, su trabajo como editora, la entrada en su vida de Tim Ardenne, todo contado a través de elegantes y sutiles flashbacks, desordenados y sin seguir ninguna línea racional, sino emocional, porque estamos en el interior de la protagonista, sintiendo sus emociones, experimentando con ella esos momentos que nos van definiendo el carácter y nuestra actitud ante la vida, viviendo o haciendo lo que podemos con las cosas que nos van pasando, en las alegrías y tristezas.

La excelente cinematografía de Céline Bozon, que ha trabajado con cineastas tan interesantes como Valérie Donzelli y Claire Simon, entre otras, consigue crear esa idea de sueño romántico que tiene toda la película, donde se huye del realismo para adentrarse en un viaje sentimental y duro de la protagonista, que sin aspavientos y con suma delicadeza, cambia de un tiempo a otro, matizando con sutileza todos los cambios, cambios que se decantan por la emocionalidad, más que por el realismo, la suave y acogedora música de Jérôme Rebotier con más de cuarenta bandas sonoras en su filmografía, también resulta hipnotizadora para una película que sienta todo su entramado en lo de dentro, y el gran montaje de Marie-Pierre Frappier, que repite con Larivière, que sabe centrar el volumen de hechos y lugares en una dinámica brillante y profunda, como en esos momentos donde la película se recoge en sí misma y mira hacia lo invisible.

En una película que necesita varios intérpretes para un mismo personaje, es imprescindible acertar no en la apariencia física, sino en los gestos y en las emociones que se quieren transmitir, y Larivière lo consigue con creces con un reparto lleno de miradas, gestos y no verbalidad con una apabullante y esplendorosa Isabelle Huppert convertida en maestra de ceremonias, qué poco hay que decir de ella, en un personaje complejo, que todo es hacia dentro, y ella lo hace de manera bella, con esa frialdad que la caracteriza, y sobre todo transmitiéndolo todo. La Huppert tiene a Freya Mayor, una actriz que transmite intimidad, haciendo de la Joan joven, y cumple con creces dando vida a una mujer enamorada, pero también desilusionada y sola. Al igual que Éanna Hardwicke en el rol de Doug de joven, con ese entusiasmo, esa vitalidad y ese ser. Florence Loiret Caille hace de Madeleine, la madre de Joan, una mujer llena de vida, que resulta una mujer inquietante y misteriosa para todas. El actor alemán Lars Eidinger hace de escritor maldito, un tipo ensombrecido y talentoso, atormentado por el amor a Joan, y finalmente, Swan Arlaud es Nathan, el hijo de la protagonista, dividido en tres etapas, de niño, de adolescente y joven, y con una relación muy peculiar con su madre, con muchas idas y venidas.

El cineasta francés ha construido una película hermosísima, que se ve sin dificultad y nos hace pensar mucho en nosotros mismos y la vida y las vidas que hemos y no hemos vivido, que no solo habla de los recuerdos durante cuarenta años de una vida, sino que va mucho más allá, porque se adentra en todo aquello que nos ha marcado: aquel amor, aquel hijo, aquella madre, y sobre todo, nos devuelve a nuestras reacciones, nuestros pensamientos y nuestras emociones, las que tuvimos y las que recordamos, y también, las que nos inventamos, porque si la vida, que no tiene sentido, como menciona la protagonista en alguno de los soliloquios que nos dirige, tiene mucho de ficción, de mentira, porque la realidad siempre es subjetiva, y además, nunca parece real, porque depende de lo que sintamos en ese momento, y no de la situación que estamos viviendo, en fin, toda una vida cabe en muy poco espacio, o quizás, la vida solo existe dentro de nosotros y fuera es otra cosa tan irreal que debemos inventarla para soportarla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Memoria, de Apichatpong Weerasethakul

EL VIAJE SONORO DE JESSICA.

“El presente no es otra cosa que una partícula fugaz del pasado. Estamos hecho de olvido”.

Jorge Luis Borges

Si hay algún elemento que caracteriza el universo cinematográfico de Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, Tailandia, 1970), es la capacidad para generar inquietud desde el primer instante que arranca su película como ocurre en Memoria, con esa forma que tiene de abrir el relato. Una pantalla totalmente fundida en negro. De repente, en la quietud del silencio, irrumpe un fuerte sonido que sobresalta al espectador más concentrado. De la misma forma que sucedió con el cinematógrafo cuando apareció a finales del XIX, irrumpiendo en el mundo de la nada, desde el silencio, sin saber su procedencia ni hacia donde iba. Un sonido que llena todo el encuadre. Un sonido que no seremos capaces de borrarnos de nuestra memoria. Un sonido que irá repitiéndose a medida que avanza el metraje. Un sonido convertido en macguffin del relato. Un sonido que se volverá elemento circunstancial y fundamental en la existencia de Jessica, una botánica británica afincada en Colombia. La inquietud se apodera de la vida de Jessica y por ende, de toda la película, porque el director tailandés sabe jugar con maestría con todos los elementos del cine, y sabe que cualquier sonido nuevo o parecido al que ha abierto la película, generará ese espacio inquietante que tanto busca en sus historias.

El cineasta asiático tiene en su haber más de medio centenar de obras, desde que empezará allá por el 1993. En su filmografía encontramos de todo: cortometrajes, cine de no ficción, y ficción, que hacen un total de nueve largometrajes si contamos Memoria. Un cine filmado casi en su totalidad en su país natal, un cine que tiene en la naturaleza su espacio predilecto, y tiene en la cotidianidad y en el misterio que la rodea su base principal, llena de personajes presentes y pasados, es decir, individuos que viven un presente-pasado o quizás un futuro-pasado, nunca llegamos a adivinar todas las ideas y elementos que pululan en el cine de Weerasethakul, porque sus fuentes son inagotables, desde las tradiciones de su país, ya sean culturales, religiosas y sociales, siempre en un territorio ambiguo, que en muchos instantes, no pertenecen a este mundo, porque el director tailandés no quiere contarnos un relato aristotélico al uso, sino ir más allá, abriendo las vidas de sus personajes en todos los sentidos y fusionando tiempos, texturas y demás aspectos en toda su plenitud, invitándonos a dejarnos llevar a través de ese ínfimo conflicto que servirá como excusa para dejar lo racional y adentrarse en otros ámbitos de la espiritualidad y las emociones más ocultas y olvidadas, en las que entran en liza aspectos propios del cine fantástico.

Las películas del cineasta tailandés se centran en aspectos más propios de la irrealidad que nos envuelve, y en muchos momentos no sabemos qué significado poseen, pero eso, al fin y al cabo, es lo de menos, porque el objetivo de la película se ha conseguido con creces, y no es otro que despojarnos de lo tangible y material y adentrarnos en la naturaleza, en todo aquello salvaje, libre y lleno de misterios, objetos ocultos, tiempos indefinidos y porque no decirlo, espectros que no son de este lugar, fantasmas que habitan en las sombras, en los espacios que nos transportan a otros mundos, otras emociones, otros seres y otros yo. Con Memoria, Apichatpong Weerasethakul se adentra al igual que sus personajes, en otro mundo. La primera vez que rueda un largometraje fuera de su país, en Colombia, y lo hace en inglés y castellano, y con una actriz como Tilda Swinton en la piel de Jessica, que vive en la urbe. Un personaje al que acompañaremos por su viaje sonoro, un viaje en el que busca obsesivamente el origen de un sonido que le viene a la cabeza cada cierto tiempo. Un viaje que profundiza en lo íntimo para sumergirse en lo social, a través de la memoria individual a la colectiva, enfrentándose a todas las heridas y víctimas de décadas de violencia. En una primera mitad, la veremos encontrar una justificación racional, en el estudio con un ingeniero de sonido intentando emular el sonido misterioso, dejándose llevar por otros sonidos que contrarresten el escuchado.

En un segundo tramo, el personaje, perdido y a la deriva, deambulando como un espectro, irá trasladándose hacia la naturaleza, con un médico que cree que el sonido tiene que ver con su salud mental, con esa ambigüedad que mencionábamos anteriormente, en que el relato todavía no se ha despojado de su faceta más terrenal, porque el transito todavía está en proceso. Y finalmente, en la selva, junto a un río, encontrará a alguien, un tipo que limpia pescado, alguien tan misterioso e inquietante como el relato de la película, un individuo que dice albergar toda la memoria del lugar, toda la memoria de las personas, de los objetos, de las piedras, de las hierbas, etc… El exilio cinematográfico de Weerasethakul no ha sido en solitario, porque le acompañan dos de sus colabores más férreos en muchos de sus largometrajes como son Sayombhu Mukdeeprom (que también ha rodado con nombres tan prestigiosos como los de Miguel Gomes y Luca Guadagnino), en la cinematografía, en un película rodada en 35mm, con el peso, la densidad y la tensión que caracteriza el cine del tailandés, que ayuda a potenciar esa idea del cine de los orígenes que persigue la película, con el sonido como arma principal, donde cada encuadre está muy pensado, con esa idea de estatismo que respira cada fotograma de la película, con unos planos fijos y largas secuencia, en consonancia a lo que está experimentando la protagonista, donde todo está envuelto en un aura de misticismo y espiritualidad, una especie de letargo extraño en que el sonido, ese inquietante sonido, se apodera del personaje hasta convertirlo en un mero espectro sin vida, sin tiempo ni lugar.

Otro compañero de viaje que acompaña al director es Lee Chatametikool en el montaje (que tiene en su haber películas tan importantes como Hasta siempre, hijo mío, de Xiaoshuai Wang), pieza capital en la filmografía del director asiático, porque es en el tiempo de duración de los diferentes encuadres y planos que se va creando toda la fuerza de su narrativa, donde prima más como se cuenta que lo se cuenta en sí, en los que ciento treinta y nueve minutos de la película nos llevan a través de una profunda ensoñación, en un viaje sensorial, espiritual y fantasmal, donde ya no somos, y si somos, somos ya otra cosa que somos incapaces de definir. Un reparto en el que brillan un tótem como el mexicano Daniel Giménez Cacho, fraguado en mil batallas, que tuvo en Zama, de Lucrecia Martel y El diablo entre las piernas, de Arturo Ripstein, unos de sus últimos grandes trabajos. Le acompañan la actriz francesa Jeanne Balibar, que muchos recordamos por sus grandes interpretaciones con Raoul Ruiz, Olivier Assayas, Mathieu Amalric, Jacques Rivette, Pedro Costa, entre otros, en un breve rol pero muy interesante. El colombiano Elkin Díaz en un inquietante personaje, una de esas composiciones tan cotidianas y a la vez, tan misteriosas.

 Y finalmente, Tilda Swinton, que decir de una actriz tan camaleónica, capaz de hacer cualquier personaje, y no solo eso, sino dotarle humanidad y ligereza, por muy extravagante, extraño y ambiguo que resulte. Su Jessica es una mujer que deambula, acechada por ese extraño sonido que la empuja hacia el abismo, a un lugar lejos de donde está y sobre todo, lejos de ella. Un actriz que tiene una capacidad inmensa para transmitirlo todo a través de su mirada y sus gestos, siempre comedidos y concisos, nada estridentes. Es una actriz fuera de serie, con un rostro inolvidable, que no solo tiene al personaje en su piel sino también en su interior, que es mucho más difícil. Su Jessica es la mejor compañía que pudiese tener Memoria. El nuevo largometraje de Apichatpong Weerasethakul es una invitación a su universo despojado de embellecimientos y demás accesorios, un mundo y unos mundos que no pertenecen a este, un espacio en el que todo confluye, donde recuerdos y objetos se enlazan, donde la memoria recuerda o cree recordar, donde el pasado, el presente y el futuro convergen en un solo tiempo o tiempos infinitos, donde nada es lo que parece, donde todo adquiere un significado nuevo y diferente, donde Jessica seguirá enfrentándose a todo lo que fue, a todo lo que es y todo lo que será. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Eneko Sagardoy y Joe Manjón

Entrevista a Eneko Sagardoy y Joe Manjón, intérpretes de la película «Mía y Moi», de Borja de la Vega, en el marco del D’A Film Festival, en el Hotel Regina en Barcelona, el lunes 3 de mayo de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Eneko Sagardoy y Joe Manjón, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Eva Herrero y Marina Cisa de Madavenue, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.

The Song Of Sway Lake, de Ari Gold

LA CANCIONES QUE YA NO ESCUCHAMOS.

La película arranca con imágenes de otro tiempo, unas imágenes situadas en la década de los cincuenta en EE.UU., en una película promocional de un lago, a las afueras de Nueva York, donde se alimenta la idea de buscar tranquilidad y mucha paz, con las típicas escenas de vacaciones y risas y gestos artificiales,  a la que le acompaña una canción festiva muy pegadiza y popular de la época, aunque la versión original era muy diferente, una canción triste, melancólica, llena de recuerdos y de tiempos pasados que se evocan. Seguidamente, nos trasladamos a 1992, en el mismo lugar pero ahora invernal, un hombre de unos cuarenta y tantos años se lanza al lago helado quitándose la vida. Dos secuencias contradictorias, dos momentos que se enlazarán en el verano de 1992, el tiempo en que sitúa la película, cuando Ollie Sway, coleccionista de jazz e hijo del hombre que acabamos de ver matándose, llega al lugar, a esa casa de verano familiar, junto a su colega de fatigas, huérfano también como él, Nikolai. Allí, los dos chavales llegarán con la idea de encontrar la grabación original de la famosa canción del lago, que se grabó en el garaje de la casa. Aunque, no estarán solos, la abuela de Olli, Charlie Sway, también andará por la casa, con la firme intención de vender la propiedad y sobre todo, encontrar el célebre disco al que piensa que le puede ser una gran tajada económica.

El cineasta estadounidense Ari Gold, que ya debutó en el largometraje con Adventures of Power (2008) sobre las aventuras cómicas de un soñador que quiere convertirse en el mejor batería de aire, esos que imitan y simulan a los baterías de verdad. Ahora, envuelve su relato en una historia de presente, de ese verano de 1992, quizás el último verano que pasarán juntos en esa propiedad una serie de personas desesperadas y solitarias, que acarrean cargas pesadas de dolor y un pasado mucho mejor, Ollie es un joven tranquilo, solitario, algo “raro” y apasionado de la música de antes, de esas melodías que contaban historias y personas, Nikolai es todo el contrario, como una especie de espejo deformado de su personalidad, un buscavidas en toda regla, un ligón y bien parecido, que aprovechará el descontrol de la situación para hacer de las suyas, la abuela de Ollie, es una mujer que se casó con un militar héroe de guerra con el que vivió un apasionado amor que se fraguó en aquellos años cincuenta, aunque ahora vive de recuerdos algunos muy dolorosos, y finalmente, Isadora, una joven pelirroja que se convertirá en ese sueño imposible para Ollie, igual que esa grabación que por mucho que busquen entre los objetos antiguos de la casa no logran localizar.

Gold viste a su película de ese cine independiente estadounidense que tan buenos resultados ha dado, construyendo personajes solitarios y muy perdidos, a los que el lugar se convertirá en ocasiones en un lugar idílico, pero poco, muchos menos de lo que imaginaban, un lugar que fue un paraíso en el pasado, cuando las cosas brillaban de otra manera, cuando las canciones nos hacían mirar al futuro con alegría, cuando todo parecía devolvernos a los lugares donde el tiempo se detenía, donde el tiempo hablaba y donde todos sonreían mientras bailaban melodías a la luz de la luna. El director de San Francisco envuelve de nostalgia, de tiempo evocado y de luces con poca luz su narración, que se ve con sinceridad e intimidad, donde los personajes deberán enfrentarse a esas verdades ocultan que sazonan la historia familiar, de tantos errores y tantas miradas juzgadoras, donde la verdad saldrá a la luz, donde todos los personajes deberán enfrentarse a aquellos con los que tienen cuentas pendientes, y sobre todo, a ellos mismos, a aquello que le produce miedo, dolor y tristeza. Un reparto que combina intérpretes jóvenes como el desparpajo y la versatilidad de Rory Culkin, Robert Sheehan o Isabelle McNally, con la sabiduría y la serenidad de Mary Beth Peil como esa abuela llena de recuerdos y demasiadas tristezas, quizás demasiadas.

Una película que nos habla de cuando éramos jóvenes, de amor, de tiempo, recuerdos, trsitezas, alegrías, y sobre todo, de personas, en un relato muy físico, en que los personajes no paran de moverse, de un lugar a otro, ya sea en automóvil, pero sobre todo, en barca, por encima de ese lago, del lago que fue y nunca más volverá a ser lo que fue, porque las canciones nos evocan y nos trasladan a ese tiempo indefinido, mágico e ilusorio, aunque quizás el tiempo devenga nuestro mayor enemigo y nos haga recordar de manera no realista, y veamos ese tiempo pasado como idílico cuando en realidad fue solo tiempo con algún momento alegre, pero también triste, aunque para sobrevivir necesitamos recordarlo de manera errónea, de manera que ese tiempo nos devuelva a nuestros mejores momentos, como cuando escuchamos p por primera vez esa canción que jamás podremos olvidar, desde nuestra mirada inocente, desde lo más profundo de nuestro ser, desde aquel lugar al que no dejamos entrar a nadie, sólo a nuestras emociones y nosotros mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar

LOS FANTASMAS DEL CINEASTA.

“Sin el cine, mi vida no tiene sentido”

La primera vez que Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, Ciudad Real, 1949) habló de un director de cine en sus películas fue en La ley del deseo (1987) con Pablo Quintero, un heroinómano profundamente enamorado de un joven, aunque la vida le colocaba en la tesitura de soportar los arrebatos de Antonio. Le siguieron tres años después Máximo Espejo en ¡Átame!, un veterano realizador encoñado de su actriz, luego vino Enrique Goded en La mala educación (2004) que vivía un sonado romance con su actor protagonista en aquellos años 80, y finalmente, Mateo Blanco en Los abrazos rotos (2009) que después de muchos años, recordaba el único amor de verdad que perdió en la persona de su actriz fetiche. Ahora, nos llega Salvador Mallo, sesentón, cansado y triste, muy diferente a los anteriores retratados, porque este no filma, no encuentra el motivo, el deseo de ponerse tras las cámaras, y además, sufre terribles dolores que aún hacen más difícil su oscura existencia. Aunque, como sucede en el cine de Almodóvar el pasado vuelve a llamar a sus puertas, y la Filmoteca Española restaura una de sus películas, Sabor, rodada 32 años atrás, para organizar un pase con público. Este hecho le pone en el camino de Alberto Crespo, el actor protagonista, una visita muy incómoda y difícil, ya que no se hablan desde entonces. Las visitas y los encuentros entre ambos se ampliarán, y Mallo, debido a sus terribles males, se aficionará al caballo como remedio.

La vida siempre caprichosa y maléfica en el cine del manchego, y caleidoscopia (como los maravillosos títulos de crédito inciales) nos llevará al pasado y el presente de manera desestructurada, personal e íntima,  provocando que el director se suma en sus recuerdos infantiles, cuando creció en aquella España de los 60, en las cuevas de Paterna, escenas que le volverán a su cabeza, entre duermevela y un pasado con muchas cuentas que ajustar, en ese espacio tan blanco, con esas sábanas secadas al sol, ese viento atronador y el tiempo infantil en que Salvador destacaba con la escritura y la lectura, y la relación con su madre Jacinta. Y ahí no queda la cosa, Salvador se reencontrará con su primer amor, Federico, aquel que le devolverá a los primeros años 80 en Madrid, cuando la juventud y la vida andaban con energía y valentía. La película número 21 de Pedro Almodóvar es un ejercicio de introspección, de recogimiento personal, que navega entre la autoficción y los recuerdos, reconocemos al director en la piel de Salvador Mallo pero con indudables diferencias, vemos en Mallo todos aquellos miedos que acechan a Almodóvar, todo aquello que la proximidad de la vejez devuelve a lo más primigenio en forma de deseos, como la infancia, las primeras experiencias, aquel cine con olor a pis, las tardes infinitas en el pueblo, el primer deseo que sintió en su piel, la relación con su madre, los primeros años en Madrid, el cine como forma de vida, los amantes que se fueron, los que no llegaron, y los soñados, y las películas, los relatos en su interior, los deseos que anidan en sus personajes, que antes anidaron en él, en que Sabor, la película de ficción sería una aproximación de La ley del deseo, la primera película que produjo El Deseo, aquella que lo cambió todo, quizás la primera película autobiográfica plena en el cine del manchego.

La aparición de Alberto Crespo, esos personajes del pasado tan almodovarianos, que habla de un monólogo de Cocteau, el mismo autor de La voz humana, que se representaba en La ley del deseo, y sirvió de inspiración para la siguiente película Mujeres al borde un ataque de nervios. Un deseo evocado en el que la película nos habla de las difíciles relaciones entre director y actor, entre aquello que se sueña y aquello convertido en realidad, las diferentes formas de creación en el proceso creativo. Luego, la infancia de Almodóvar, aquí transformada en las cuevas de Paterna, casi como prisiones subterráneas en aquella España gris, católica y triste, sumergidas a la vida, como la maravillosa secuencia de arranque de la película, cuando vemos a Mallo sumergido completamente en una piscina y la cámara avanza a su (re)encuentro, casi como una búsqueda, como una aproximación a alguien sumido en sus recuerdos, sus fantasmas y sus vidas. Una época que Almodóvar la presenta evocando sus recuerdos cinéfilos enmarcándola en el neorrealismo italiano, con su costumbrismo y la vida tan cotidiana y sencilla, con una madre que evoca a Anna Magnani del cine de Visconti o Pasolini, figuras indiscutibles para el cine del manchego que ha recordado en sus películas como Volver, y en la vejez, con sus ajustes entre madre e hijo, entre todo aquello pasado, todo aquello dicho y lo no dicho.

Y la relación con las madres de su cine, que cambiará a partir del fallecimiento de la suya, Francisca Caballero en 1999, relaciones materno-filial sentidas y vividas, muy presentes en su cine desde los inicios, aunque antes las madres almodovarianas eran seres castrantes, imposibles y de caracteres agrios, como recordamos a la Helga Liné de La ley del deseo, la Lucía de Mujeres al borde de un ataque de nervios o la madre del Juez Domínguez en Tacones lejanos. A partir de esa fecha, 1999, y con Todo sobre mi madre, las madres de sus películas adquieren otro rol, la madre protectora, sentida y capaz de cualquier cosa para salir adelante, como la Manuela de la citada película, la Raimunda de Volver o la Julieta. Todas ellas seres bondadosos, con sus defectos y virtudes, pero seres dispuestos a todo por sus hijas, aunque a veces la vida se empeñe en joderlas pero bien. Y finalmente, la visita de Federico, ese amor de Salvador Mallo, quizás el primer y único, el más verdadero, una visita corta pero muy intensa, de esas que dejan una huella imborrable en el alma, las que el tiempo no consigue borrar, aquellas que nos aman y fustigan de por vida, porque amores hay muchos, pero sólo uno que nos rompe el alma y la vida.

Almodóvar vuelve a contar con muchos de sus técnicos-fetiche que han estado acompañándolo en estos casi 40 años de vida haciendo cine como José Luis Alcaine en la luz, con esos colores mediterráneos del pasado evocando su infancia, y el contraste de los colores vivos como el rojo, el color del cine de Almodóvar, con los más apagados, para mostrar el exterior e interior del personaje de Salvador Mallo, o la novedad de Teresa Font, en tareas de montaje, después del fallecimiento de José Salcedo, presente en casi todas sus películas, el arte de Antxón Gómez, otro de sus fieles colaboradores, y con Alberto Iglesias en la música, siempre tan delicada y suave para contarnos las almas que se esconden en el personaje protagonista, o la inclusión del tema “Soy como tú me quieres”, de Mina, que escucharemos en varios instantes, que Almodóvar logra introducirlo en su cine y su relato como si este hubiera sido compuesta para tal efecto.

En el apartado actoral más de lo mismo, intérpretes que han estado en el cine de Almodóvar desde sus inicios, como Antonio Banderas, en 7 de sus películas, dando vida con aplomo y sobriedad al director alter ego de Almodóvar o algo más, un director crepuscular, que nos recuerda al vaquero cansado y dolorido, que sólo quiere sentarse sin más, rodeado de sus libros, de sus autores, recordando su pasado, y sin dolor, y si es posible, mirar la vida, sin nostalgia y rodeado de paz, un director en crisis que recuerda a Guido Anselmi, aquel en Fellini 8 ½, que arrastraba sus vivencias, sus recuerdos y su forma de mirar la vida y sobre todo, el cine, o el director Ferrand de La noche americana, que en mitad de un rodaje caótico le asaltaban las dudas y el valor de su trabajo, el de Opening Night, que acarreaba sus dudas además de lidiar con una actriz alcohólica y perdida, y finalmente, el José Sirgado de Arrebato, que curiosamente interpretaba Eusebio Poncela, que era el director de La ley del deseo, perdido en su crisis y obsesionado con el súper 8.

Con una Penélope Cruz en estado de gracia, fantástica como la madre del protagonista en su infancia, un personaje que recuerda a la Raimunda de Volver  y a tantas madres sacrificadas y currantas con los suyos, y Julieta Serrano en la vejez, haciendo por tercera vez de hijo de Banderas, una mujer delicada peor con carácter, que repasa con azote los actos y no actos de su hijo, y ese Asier Etxeandia, un personaje adicto a la heroína y actor sin actuar, que muestra a un tipo roto y olvidado, y Leonardo Sbaraglia dando vida a Federido, el amor del pasado, el que jamás ha podido olvidar Salvador, protagonizando ese (re)encuentro, uno de los momentos más intensos y bonitos de la película. Almodóvar vuelve a su cine por la puerta grande, en un ejercicio de autoficción brillante y esplendoroso, siguiendo las vicisitudes de alguien con dolor físico y emocional, un ser frágil, perdido, espectral, que evocará sus recuerdos, los buenos y no tan buenos, sus vidas, su cine, sus amores, su madre, su infancia y todo aquello que lo ha llevado hasta justo ese instante, en que su vida parece terminarse, incapaz de encontrar aquel primer instante en que todo cambió, en que su vida adquirió un sentido pleno y gozoso, en que su vida encontró su camino, el más profundo y sentido, aquel que buscaba y no encontraba. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA   

Donde caen las sombras, de Valentina Pedicini

LA BESTIALIDAD HUMANA.

Desde tiempos inmemoriales, el fascismo ha querido erradicar a las razas y etnias diferentes, consideradas por ellos como inútiles, seres viles y tarados mentales que eran necesarios exterminar de la faz de la tierra con el fin de zanjar su extirpe y borrarlos del mapa. A lo largo de la humanidad muchos han sido los casos conocidos y los que quedan por conocer, como en el caso que practicó el gobierno suizo durante más de medio siglo, en el periodo comprendido entre los años 20 hasta los años 70, cuando lanzó una operación secreta llamada “Children of the Road”, que consistía en eliminar a los Jenisch (un grupo sedentario que se instaló en varios países de la Europa central que provenían de clases pobres y marginadas) centrándose en sus vástagos, entre 700 y 2000 niños fueron separados de sus padres y llevados a la fueza a centros de reeducación e incluso cambiándoles la identidad y ser donados a familias de la burguesía (mismo método practicado por la dictadura franquista y tantos regímenes fascistas). Métodos clandestinos que servían para depurarlos, vejarlos con experimentos de toda índole como sumergirlos en agua helada, electroshocks, humillarlos y torturarlos, llegando a la esterilización.

La directora italiana Valentina Pedicini (Brindisi, 1978) después de foguearse en el campo documental, debuta en la ficción con una película dedicada a Mariella Mehr (escritora Jenisch que sufrió los malos tratos de este tipo de instituciones estatales)  abordando de frente y sin recovecos, los traumas del alma de un par de niños que sufrieron los males de aquel programa inhumano y terrorífico, centrándose en la figura de Anna, convertida en enfermera de un geriátrico y su fiel asistente Hans, un ser discapacitado intelectual debido a las secuelas de los experimentos. Los dos trabajan en el mismo centro que 14 años atrás albergaba el siniestro orfanato para los niños Jenisch. La digamos armonía de la cotidianidad del centro se ve alterada con la llegada de Gertrud, la doctora y jefa responsable del orfanato. La realizadora italiana plantea una película que navega por varios territorios, por un lado, tenemos esa mirada documental para mostrar la realidad del geriátrico, con sus horarios, normas y rutinas establecidas entre Anna y los internos, conociendo una muestra de alguno de los problemas que padecen.

Por otro lado, la película está contada a través de dos tiempos, el pasado, donde asistiremos a continuos flashbacks, en el que Anna, Hans y Franziska (la mejor amiga de Anna) con unos 10 años de edad, reciben las continuas humillaciones y torturas por parte de Gertrud y su equipo, y el tiempo actual, en el que Anna tiene que vivir con sus fantasmas, en el que sufre sus traumas en silencio, convirtiéndola en una mujer rota interiormente, recta y seria en sus formas, y sobre todo, de existencia frustrada y sexualmente reprimida, que utiliza a Hans como amante y compañía de sus males, y la relación con Gertrud, que las dos mujeres rememorarán aquellos años de mal recuerdo. Ahora, las tornas han cambiado, Anna se ha convertido en una mujer que quiere información, y frente a ella, tiene a la mujer represora (como ocurría en La muerte y la doncella, que escenificaba el encuentro de la torturada con su torturador años después) a la mujer que la ha convertido así, una mujer fría, vacía y llena de terribles recuerdos.

Pedicini ha construido una película de denuncia, sin caer en sentimentalismos ni heroísmos, sino profundizando en el terrorismo de estado de forma inteligente y audaz, destapando un caso olvidado que necesita ser recordado y contado. El relato crea una narración sobria y contenida, todo se resuelve de forma pausada y siniestra, cada movimiento y paso nos lleva a recordar, a ver el mal una vez y otra, como si fuese una película de terror, pero muy alejada de los cánones convencionales del género, en que el drama se mueve entre las sombras (como hace referencia el título) y esos siniestros recuerdos que atormentan al personaje de Anna y toda su existencia, como esa ánima que la sigue sin descanso, torturándola sin cesar, como aprisionada en una cárcel de recuerdos. La película se mueve dentro de una forma austera y sencilla, unos encuadres que juegan magníficamente con el espacio y el movimiento de los personajes, que parecen avanzar un paso y atrasar dos más, como si no pudiesen abandonar ese limbo de dolor y recuerdos que los mantienen inmóviles y desesperanzados.

La magnífica interpretación de Federica Rosellini que da vida a Anna, en que la película descansa casi en su primer plano y sus movimientos robotizados y deshumanizados, ayuda a crear esa atmósfera opresiva y cerrada, casi toda la película se desarrolla en las cuatro paredes del centro, apenas alguna secuencia en el exterior, todo se ve y se intuye desde dentro, como si de una cárcel se tratara, bien acompañada por la veterana Elena Cotta que interpreta a la malvada Gertrud, en un malévolo juego de espejos donde la anciana sufrirá los mismos tormentos que hizo sufrir a los niños, y finalmente, Josafat Vagni dando vida a Hans, un tipo inocente e infantil, fiel siervo de Anna, que lo convierte casi en un ser indefenso que la ayuda en todo lo que se le mande, como cavar en el jardín para encontrar restos de un pasado infame y terrorífico que sufrieron cientos de niños. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La decisión de Julia, de Norberto López Amado

la-decision-de-julia_99436UNA HABITACIÓN DE HOTEL.

Mientras cae la noche, llueve en Madrid. En la cafetería de un hotel, vemos a Julia, una mujer de mediana edad, se levanta y acude al mostrador. Luego, entra a la habitación número 216. Un lugar donde ha vivido los mejores momentos de su vida, aunque también es un lugar que le produce dolor. Llaman a la puerta, y entran una pareja de su misma edad, se sientan y, después de dialogar, Julia se toma un medicamento con el que se dormirá y después, morirá. La tercera película de Norberto López Amado (1965, Ourense), – después de Nos miran (2002), una cinta de terror protagonizada por Carmelo Gómez, y más tarde el documental sobre el arquitecto Norman Foster, ¿Cuánto pesa su edificio, señor Foster? (2010), y una trayectoria dedicada a la televisión donde ha dirigido series de éxito como Tierra de lobos, El tiempo entre costuras, Mar de plástico, entre otras – es una pieza de cámara, como gustaba tanto al dramaturgo Bertolt Brecht, una película ambientada en una habitación de hotel, la número 216, en un espacio reducido, un lugar donde se concentran la felicidad y el dolor de una mujer y la relación que mantuvo con un hombre en el pasado, hace más de veinte años, un lugar donde se concentra todo el drama, a excepción de algunos planos de detalle exteriores. Una cinta que nos habla en voz baja, casi a susurros, en la que una mujer recuerda aquel encuentro que le marcó el resto de su vida. Como si fuese Carmen Sotillo, la célebre protagonista de la novela Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, Julia da rienda a sus recuerdos y devuelve a ese espacio a Lander, el hombre que apareció en su vida, el hombre del que se enamoró, y le obligó a viajar hasta su pueblo vasco para reencontrarse con él, cuando éste desapareció. Dos cuerpos, dos miradas, dos almas rotas, dos corazones sin consuelo.

La_decision_Julia-B027-®Liquid_Works

    El director gallego manejaba como referencia La voz humana, el monólogo que escribió Jean Cocteau para Edith Piaf en 1930, en el que se hablaba del amor como desesperación, como enfermedad y como locura. Los dos personajes deberán enfrentarse al pasado, a las decisiones que tomaron, a los errores que cometieron, a todo lo que dejaron, a esa vida que truncaron, que no siguieron, que no tuvieron, quizás por miedo a uno mismo, a los demás o al entorno extremo en el que vivían. López Amado habla de memoria personal, pero también colectiva, de la España de finales de los 80, aquel país sometido a la convulsión política con atentados terroristas de por medio. Un tiempo difícil, un tiempo de horror, en el que las vidas de estas dos personas se verán superadas por aquellos acontecimientos. La película está contada desde el punto de vista de ella, de Julia, de una mujer rota, que mira, siente, y padece su vida, su amor y su tormento. Todo se cuece de manera sobria y contenida, lentamente, con paciencia, con un juego escenográfico que recuerda al Kammerspielfilm o Teatro de cámara, – donde de la mano del guionista Carl Mayer y la dirección de Murnau en El último o Tartufo, se desplazaron de lo expresionista y fantástico en la Alemania de los 20, para realizar una serie de dramas sencillos y cotidianos, ambientadas en las viviendas de los personajes, las cuales adquirían un carácter claustrofóbico -. Un cine sencillo, ajustado en lo económico como forma de resistencia ante los tiempos de fragilidad económica que vivimos.

B035_C005_0310S4

  El inmenso trabajo interpretativo de la pareja protagonista, en especial el de Marta Belaustegui – actriz que a finales de los 90 y principios del 2000 trabajó en películas destacables como Cuando vuelvas a mi lado o Las razones de mis amigos, entre otras, y más dedicada en la última década al teatro con compañía propia – una composición que encoge el alma, basada en la mirada y los gestos, en la que maneja con precisión todos sus movimientos y desprende una sensualidad penetrante, manejando con soltura un personaje complejo que arrastra el peso de un pasado doloroso que la ha dejado heridas difíciles de soportar. En frente de ella, su paternaire masculino, un Roberto Cayo enorme, que tiene que batallar con la mujer que ama y también, librar cuentas terribles con el pasado que cuestan resolver. Una obra de gran poderío visual que tiene en la luz contrastada y velada en un blanco y negro de enorme fuerza de la mano del cinematógrafo Juan Molina Temboury (que ha trabajado con Fernando Trueba y Basilio Martín Patino, entre otros) y un guión escrito por Rafa Russo (labor que hizo en las interesantes Lluvia en los zapatos y Aunque tú no estés, y debutó como director en el 2006 con la estimulante, Amor en defensa propia) compuesto a través de silencios incómodos, miradas que hielan y movimientos fugaces y torpes, que inundan el espacio, esa habitación de hotel cargada de amor feliz y doloroso, de la carga del pasado, donde se repasan las decisiones que tomamos, lo que hicimos, y sobre todo, una película en la que se habla, dialoga y discute sobre los recuerdos, lo único que tenemos, esa memoria complicada que nos asalta cuando menos lo esperamos, y nos devuelve momentos o instantes que creíamos olvidados, que ya no nos pertenecen, como si fuesen de otro, como canta Léo Ferré a esta pareja desdichada en Avec le temps, a ese tiempo que lo borra todo, al amor perdido, el que ya no volverá, el que se perdió en los recuerdos…

La juventud, de Paolo Sorrentino

poster_lajuventudEL DESENCANTO DE VIVIR.

El universo del cineasta Paolo Sorrentino (1970, Nápoles, Italia) está plagado de personajes maduros desencantados con la vida, inquilinos de su propia existencia, cansados de la futilidad de vivir y perdidos en su hastío existencial. Como le ocurría a Titta di Girolamo, el cincuentón aburrido que arrastraba su soledad viviendo en un hotel sin nada que hacer, ni tampoco sabiendo hacía donde ir en Las consecuencias del amor (2004), a Giulio Andreotti, el capo del estado italiano que se aferraba al poder por miedo a desaparecer en Il Divo (2008), y a Jep Gambardella, el periodista cansado que se movía entre la decadencia y la desesperación de una clase miserable e insustancial en La gran belleza (2013).

Sorrentino, que vuelve al idioma inglés, como hiciera en la fallida Un lugar donde quedarse (2011), se ha ido hasta los Alpes suizos, y ha situado su película en un hotel de vacaciones, donde nos encontramos a Fred Ballinger (maravilloso Michael Caine), un músico octogenario retirado que rechaza los cantos de sirena de la mismísima Reina Isabel II que quiere que dirija la orquesta para celebrar el cumpleaños del príncipe, le acompaña Micky Boyle (Harvey Keitel), su amigo de la infancia, cineasta, que con la ayuda de unos jovenzuelos guionistas, está metido en la construcción del guión que significará su testamento fílmico, junto a ellos, se suma Lena (Rachel Weisz), la hija del primero, que acaba de ser abandonado por su marido, hijo del segundo. También, se encontrarán con otro huésped, Jimmy Tree (Paul Dano), un joven actor que se halla inmerso en la preparación del personaje de su próximo trabajo, y para redondear el cuadro, las apariciones de Maradona, sometido a una cura, que arrastra su obesidad y asfixia, junto a los tiernos cuidados de su joven enfermera. Sorrentino nos sitúa en un balneario lujoso, rodeado de naturaleza y de un paisaje de belleza evocadora, en ese espacio de quietud y sin nada que hacer, el realizador italiano nos lo muestra de forma estilizada, donde lo visual se apodera del cuadro, no obstante, no deja que esa belleza nos cautive y sigue sometiendo a sus criaturas a sus inquietudes como cineasta, tratando temas que le continúan obsesionan, como la crisis existencial y artística, la decadencia de vivir, la futilidad de la existencia, la memoria y los recuerdos olvidados, el amor, las relaciones humanas y paterno-filiales, y la falta de deseos e ilusiones en la vejez, y el inexorable paso del tiempo, entre otros.

Michael Caine, Director Paolo Sorrentino, and Harvey Keitel on the set of YOUTH. Photo by Gianni Fiorito. © 2015 Twentieth Century Fox Film Corporation All Rights Reserved

Sorrentino no olvida a sus maestros, y como sucedía en La gran belleza, el universo Felliniano está muy presente en la película, encontramos las huellas de Guido Anselmi, el personaje que interpretaba Marcello Mastroianni, en 8 ½ (1963), el cineasta en crisis, que también paseaba su existencia en un balneario, donde repasaba su vida, sus amores, sus inquietudes, sus recuerdos y el tiempo que se extinguía a su alrededor, y otros personajes Fellinianos como los de Ginger y Fred, que bailaban en el ocaso de su vida rodeados de un mundo televisivo que había olvidado a sus referentes, o aquellos otros, de Y la nave va, que despedían al amigo durante una travesía en barco. Seres perdidos, que no encontraban, por mucho que buscaban, la verdadera existencia de la vida, y se refugiaban en sus sueños para soportar el peso vital. Sorrentino deja a sus personajes que hablen, que sientan el peso de su frustración, que naveguen por un camino sin sentido, que la espera de la desaparición sea lo más digna posible, o no. Los dos amigos evocan su vida, lo que hicieron, y dejaron de hacer, las mujeres que amaron, o creyeron amar, de un mundo que se extingue frente a ellos, al que ya no pertenecen, que les ha olvidado. Un mundo decadente y vacío, tanto para los que están en su ocaso como para los jóvenes, que no consiguen encontrarse a sí mismos, llenos de miedos e inseguridades, y disfrutar de su existencia, aunque sea así de superficial y solitaria. En un momento de la película, el personaje de Keitel, recibe la visita de Brenda Morel (extraordinaria Jane Fonda) que parece la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses, una actriz fetiche para él, que le insta a dejar todo su propósito y en descansar de su cine y sobre todo, de sí mismo, porque su mundo ya ha desaparecido y jamás volverá. Quizás la idea de Sorrentino no sea otra, que sea cual sea tu vida, por muy placentero que pueda llegar a ser, con el tiempo, cuando seas mayor, ni siquiera se acordarán de ti, o por el contrario, tú ni te acordarás.