Memoria, de Apichatpong Weerasethakul

EL VIAJE SONORO DE JESSICA.

“El presente no es otra cosa que una partícula fugaz del pasado. Estamos hecho de olvido”.

Jorge Luis Borges

Si hay algún elemento que caracteriza el universo cinematográfico de Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, Tailandia, 1970), es la capacidad para generar inquietud desde el primer instante que arranca su película como ocurre en Memoria, con esa forma que tiene de abrir el relato. Una pantalla totalmente fundida en negro. De repente, en la quietud del silencio, irrumpe un fuerte sonido que sobresalta al espectador más concentrado. De la misma forma que sucedió con el cinematógrafo cuando apareció a finales del XIX, irrumpiendo en el mundo de la nada, desde el silencio, sin saber su procedencia ni hacia donde iba. Un sonido que llena todo el encuadre. Un sonido que no seremos capaces de borrarnos de nuestra memoria. Un sonido que irá repitiéndose a medida que avanza el metraje. Un sonido convertido en macguffin del relato. Un sonido que se volverá elemento circunstancial y fundamental en la existencia de Jessica, una botánica británica afincada en Colombia. La inquietud se apodera de la vida de Jessica y por ende, de toda la película, porque el director tailandés sabe jugar con maestría con todos los elementos del cine, y sabe que cualquier sonido nuevo o parecido al que ha abierto la película, generará ese espacio inquietante que tanto busca en sus historias.

El cineasta asiático tiene en su haber más de medio centenar de obras, desde que empezará allá por el 1993. En su filmografía encontramos de todo: cortometrajes, cine de no ficción, y ficción, que hacen un total de nueve largometrajes si contamos Memoria. Un cine filmado casi en su totalidad en su país natal, un cine que tiene en la naturaleza su espacio predilecto, y tiene en la cotidianidad y en el misterio que la rodea su base principal, llena de personajes presentes y pasados, es decir, individuos que viven un presente-pasado o quizás un futuro-pasado, nunca llegamos a adivinar todas las ideas y elementos que pululan en el cine de Weerasethakul, porque sus fuentes son inagotables, desde las tradiciones de su país, ya sean culturales, religiosas y sociales, siempre en un territorio ambiguo, que en muchos instantes, no pertenecen a este mundo, porque el director tailandés no quiere contarnos un relato aristotélico al uso, sino ir más allá, abriendo las vidas de sus personajes en todos los sentidos y fusionando tiempos, texturas y demás aspectos en toda su plenitud, invitándonos a dejarnos llevar a través de ese ínfimo conflicto que servirá como excusa para dejar lo racional y adentrarse en otros ámbitos de la espiritualidad y las emociones más ocultas y olvidadas, en las que entran en liza aspectos propios del cine fantástico.

Las películas del cineasta tailandés se centran en aspectos más propios de la irrealidad que nos envuelve, y en muchos momentos no sabemos qué significado poseen, pero eso, al fin y al cabo, es lo de menos, porque el objetivo de la película se ha conseguido con creces, y no es otro que despojarnos de lo tangible y material y adentrarnos en la naturaleza, en todo aquello salvaje, libre y lleno de misterios, objetos ocultos, tiempos indefinidos y porque no decirlo, espectros que no son de este lugar, fantasmas que habitan en las sombras, en los espacios que nos transportan a otros mundos, otras emociones, otros seres y otros yo. Con Memoria, Apichatpong Weerasethakul se adentra al igual que sus personajes, en otro mundo. La primera vez que rueda un largometraje fuera de su país, en Colombia, y lo hace en inglés y castellano, y con una actriz como Tilda Swinton en la piel de Jessica, que vive en la urbe. Un personaje al que acompañaremos por su viaje sonoro, un viaje en el que busca obsesivamente el origen de un sonido que le viene a la cabeza cada cierto tiempo. Un viaje que profundiza en lo íntimo para sumergirse en lo social, a través de la memoria individual a la colectiva, enfrentándose a todas las heridas y víctimas de décadas de violencia. En una primera mitad, la veremos encontrar una justificación racional, en el estudio con un ingeniero de sonido intentando emular el sonido misterioso, dejándose llevar por otros sonidos que contrarresten el escuchado.

En un segundo tramo, el personaje, perdido y a la deriva, deambulando como un espectro, irá trasladándose hacia la naturaleza, con un médico que cree que el sonido tiene que ver con su salud mental, con esa ambigüedad que mencionábamos anteriormente, en que el relato todavía no se ha despojado de su faceta más terrenal, porque el transito todavía está en proceso. Y finalmente, en la selva, junto a un río, encontrará a alguien, un tipo que limpia pescado, alguien tan misterioso e inquietante como el relato de la película, un individuo que dice albergar toda la memoria del lugar, toda la memoria de las personas, de los objetos, de las piedras, de las hierbas, etc… El exilio cinematográfico de Weerasethakul no ha sido en solitario, porque le acompañan dos de sus colabores más férreos en muchos de sus largometrajes como son Sayombhu Mukdeeprom (que también ha rodado con nombres tan prestigiosos como los de Miguel Gomes y Luca Guadagnino), en la cinematografía, en un película rodada en 35mm, con el peso, la densidad y la tensión que caracteriza el cine del tailandés, que ayuda a potenciar esa idea del cine de los orígenes que persigue la película, con el sonido como arma principal, donde cada encuadre está muy pensado, con esa idea de estatismo que respira cada fotograma de la película, con unos planos fijos y largas secuencia, en consonancia a lo que está experimentando la protagonista, donde todo está envuelto en un aura de misticismo y espiritualidad, una especie de letargo extraño en que el sonido, ese inquietante sonido, se apodera del personaje hasta convertirlo en un mero espectro sin vida, sin tiempo ni lugar.

Otro compañero de viaje que acompaña al director es Lee Chatametikool en el montaje (que tiene en su haber películas tan importantes como Hasta siempre, hijo mío, de Xiaoshuai Wang), pieza capital en la filmografía del director asiático, porque es en el tiempo de duración de los diferentes encuadres y planos que se va creando toda la fuerza de su narrativa, donde prima más como se cuenta que lo se cuenta en sí, en los que ciento treinta y nueve minutos de la película nos llevan a través de una profunda ensoñación, en un viaje sensorial, espiritual y fantasmal, donde ya no somos, y si somos, somos ya otra cosa que somos incapaces de definir. Un reparto en el que brillan un tótem como el mexicano Daniel Giménez Cacho, fraguado en mil batallas, que tuvo en Zama, de Lucrecia Martel y El diablo entre las piernas, de Arturo Ripstein, unos de sus últimos grandes trabajos. Le acompañan la actriz francesa Jeanne Balibar, que muchos recordamos por sus grandes interpretaciones con Raoul Ruiz, Olivier Assayas, Mathieu Amalric, Jacques Rivette, Pedro Costa, entre otros, en un breve rol pero muy interesante. El colombiano Elkin Díaz en un inquietante personaje, una de esas composiciones tan cotidianas y a la vez, tan misteriosas.

 Y finalmente, Tilda Swinton, que decir de una actriz tan camaleónica, capaz de hacer cualquier personaje, y no solo eso, sino dotarle humanidad y ligereza, por muy extravagante, extraño y ambiguo que resulte. Su Jessica es una mujer que deambula, acechada por ese extraño sonido que la empuja hacia el abismo, a un lugar lejos de donde está y sobre todo, lejos de ella. Un actriz que tiene una capacidad inmensa para transmitirlo todo a través de su mirada y sus gestos, siempre comedidos y concisos, nada estridentes. Es una actriz fuera de serie, con un rostro inolvidable, que no solo tiene al personaje en su piel sino también en su interior, que es mucho más difícil. Su Jessica es la mejor compañía que pudiese tener Memoria. El nuevo largometraje de Apichatpong Weerasethakul es una invitación a su universo despojado de embellecimientos y demás accesorios, un mundo y unos mundos que no pertenecen a este, un espacio en el que todo confluye, donde recuerdos y objetos se enlazan, donde la memoria recuerda o cree recordar, donde el pasado, el presente y el futuro convergen en un solo tiempo o tiempos infinitos, donde nada es lo que parece, donde todo adquiere un significado nuevo y diferente, donde Jessica seguirá enfrentándose a todo lo que fue, a todo lo que es y todo lo que será. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Zama, de Lucrecia Martel

EL OFICIAL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA.

“En la desolación, necesito que alguien me mire”

La película se abre de forma significativa y abrumadora, sin dejar ningún resquicio de luz, con esa oscuridad interna que agobia y martiriza a su protagonista, Don Diego de Zama, un oficial de la Corona española, en mitad de la nada, en un puesto fronterizo en la Asunción (Paraguay) de finales del siglo XVIII. Frente al mar, de pie, tenso, y en eterna espera, una rutina que será el pan de cada día, espera y espera esa carta que le asignará un nuevo puesto lejos de allí. Pero la dichosa carta no llega, y lo que si llegan cambios de gobernadores que le ordenan encargos a cual más soporífero e inútil. La cuarta y esperadísima película de Lucrecia Martel (Salta, Argentina, 1966) después de unos años dedicada a la docencia, a dirigir piezas cortas y trabajando en otros proyectos que no llegaron a buen término, vuelve a transitar por los espacios y atmósferas que ambientaron sus anteriores películas, La ciénaga (2001) impactante debut, en el que exploraba la decadencia de dos familias, una burguesa y otra humilde, en un tiempo detenido, denso y triste. Su siguiente trabajo, La niña santa (2004) nos contaba la realidad de una adolescente que deseaba convertir al pretendiente de su madre, y por último, en La mujer sin cabeza (2008) un fortuito accidente destapa los miedos e inseguridades de una mujer acomodada.

El cine de Martel se mueve en ese tiempo incierto, un tiempo en el que no hay tiempo, en el que todo se cae lentamente, el entorno se convierte en ruina y decadencia, rodeado de animales, indios, podredumbre, malos espíritus y violencia, en el que sus personajes están sumidos en conflictos internos de los que no pueden escapar, y su entorno sucumbe junto a ellos, en el que por mucho que lo intenten nunca logran salir indemnes de las situaciones. La cineasta argentina introduce en su cine un par de elementos novedosos y significativos, su película es una adaptación de la novela homónima de Antonio di Benedetto, y deja sus ambientes actuales e inmediatos de sus películas, para trasladarse al pasado, a un viaje de más de dos siglos, en una atmósfera colonial, o lo que queda de ella, porque esa Asunción que nos describe con vocación naturalista y minuciosamente, parece un tiempo de continua decadencia, desencantando, una especie de purgatorio donde las almas perdidas como las de Zama se encuentran atrapadas y sin vida, vagando entre montañas de suciedad y miseria de un mundo en descomposición.

Martel no pretende hacernos una revisión historicista de los males del colonialismo, ni tampoco un estudio profundo de las formas de vida cotidianas de esos lugares, sino que ella quiere centrarse en el mundo interior de sus personajes, el ambiente solo le sirve de excusa, solamente para reflejar lo que les ocurre a sus criaturas, como un espejo deformador que nos revela aquello que está sintiendo el personaje, en el que el paisaje irá cambiando en consonancia de lo que va ocurriendo al susodicho. Un cine construido a través de capas, tanto en la forma (como sus encuadres y planos, fijos y largos, con poca luz algunos, como si estuviéramos encarcelados) o su sonido (en fuera de campo y denso, como esa música paradisíaca, completamente irónica, que contrapone el sentido de unas imágenes que van en otra dirección) que se van acumulando creando ese efecto hipnótico y devastador, donde todo se envuelve en un aura de incertidumbre y pobreza espiritual, donde sus personajes se mueven por inercia, intentando sobrevivir donde ya no se puede, creyéndose aquello que ya no creen, y obligándose a sentir cuando ya no sienten, como si ese fuese el único elemento que los mantiene con vida, aunque quizás ya hace tiempo que dejaron de tener una vida, y ahora simplemente la recuerden y fingen seguir con ella.

Zama (excelente el trabajo de Daniel Giménez Cacho con esa mirada ausente y ese gesto de caballero venido a menos) es es un pobre diablo, atrapado en sí mismo, un sosías de los Aguirre o Fitzcarraldo, personajes lunáticos y perdidos que Herzog los maleaba y llevaba por lugares salvajes y exóticos, viendo como ese mundo catastrófico y miserable se ha convertido en su quehacer diario, llevado por su locura y vacuidad, en el que no sabe qué hacer, porque mentalmente hace años que dejó de estar allí, y sigue manteniendo unas funciones que ya no tienen utilidad, e intenta saciar su aburrimiento y vacío existencial dejándose llevar por la lujuria y la apatía. Un hombre que de tanto esperar se olvidó de esperarse, que sigue con su casaca roja y sus botas de cuero, paseándose por el lugar, como manteniendo unas formas que no sabe para qué, ni con qué objetivo. Un reparto de gran calidad en el que sobresale el ya citado Daniel Giménez Cacho, y la presencia agradable y seductora de Lola Dueñas interpretando a Luciana Piñares de Luengo, esas señoras de interminables pelucas blancas, vestidos de seda prominentes, y fiestas lujuriosas por doquier, invadidas por un erotismo y una sexualidad embriagadoras, que coqueteaban y fornicaban con propios y extraños, mientras sus maridos ganaban dinero a costa de los indios y sus vidas.

La devastación del colonialismo y sus gravísimas consecuencias en la población indígena, a merced del imperialista blanco, los funcionarios adictos al juego, a las riñas, al sexo y a la insustancialidad, y la estupidez burocrática, que deja sin salida y al borde de la locura a aquellos que desean cambiar de aires, son otros de los temas que abundan en la película, como todo eso afecta, y de qué manera, a la conducta de los personajes, que se mueven en un mundo ajeno a toda la miseria que viven los indígenas, en otra de las características del cine de Martel, donde todos los mundos conviven, se mezclan, y acaban por construir uno nuevo, que se parece demasiado a los anteriores, aunque es diferente, porque Zama, atrapado y perplejo por su situación que parece eternizarse, opta por la aventura, por embarcarse en una empresa peligrosa, pero que le saque de sus laberinto kafkiano que la Corona le ha destinado. Aunque, a veces es mejor perderse en tu propio caos y sufrimiento interno que enfrentarse a fantasmas externos, porque nunca sabrás hasta dónde puede llegar tu decadencia, y sobre todo, tú desesperación por seguir vivo alimentando una vana esperanza, que en el fondo sabes que hace tiempo dejaste de creer en ella.