El cuadro robado, de Pascal Bonitzer

EL TESORO DE MULHOUSE. 

“Un cínico es alguien que, cuanto huele a flores, busca inmediatamente un ataúd”. 

Henry Louis Mencken 

Cuenta la historia de André Masson, un petimetre y endiosado empleado de Scottie’s, una prestigiosa casa de subastas de París. Un día, recibe una carta porque se ha encontrado el cuadro perdido “Los girasoles”, de Egon Schiele, desaparecido en 1939 por los nazis. Acude inmediatamente y descubre que es auténtico. Le acompañan su ex y colega Bertina. A partir de ahí, la cosa degenera de tal forma que el famoso y codiciado cuadro se convierte en el tesoro del que todos quieren sacar una gran tajada. La película se convierte en un relato clásico de espías e intrigas donde todos los personajes implicados juegan sus cartas marcadas intentando sacar el máximo engañando a sus rivales. El cuadro robado (en el original, “Le tableau volé”), de Pascal Bonitzer (París, Francia, 1946), nos cuenta hasta donde llegan los individuos que se dedican al mercantilismo del arte, en el que no hay reglas ni escrúpulos, sólo vale ganar y quedarse con el tesoro, o lo que es lo mismo, venderlo al máximo dinero posible para repartirlo entre los jugadores.

De Bonitzer conocíamos su extraordinaria carrera como guionista en la que ha trabajado con nombres tan excelentes como Rivette, Techiné, Raoul Ruiz, Akerman, Deray, Raoul Peck y Anne Fontaine, entre otros, amén de haber dirigido 9 títulos. Con El cuadro robado, con la colaboración en el guion de Agnès de Sacy, cómplice de Valeria Bruni Tedeschi, que ya había trabajado con el director en Tout de suite mantenant, que no se aleja demasiado de la que nos ocupa, dirigida en 2016 con Isabelle Huppert sobre la ambición desmedida en las altas finanzas, porque en ésta la cosa también se mueve por la codicia y las ansías de conseguir lo máximo usando a quién sea y cómo sea. El juego macabro que plantea la cinta es un juego muy sucio y oscuro entre varios personajes. Tenemos a André, tan engreído como estúpido, donde las formas y las apariencias lo son todo, un bicho malo capaz de todo. Le siguen la citada Bertina, del mismo palo, aunque con algo más de cordura y templanza, Maitre Egerman es la representante de Martin, el chaval obrero del turno de noche que tiene el cuadro. Y luego, están los otros, el dueño del cuadro, ya sabrán porqué, y los de más allá, los que quieren conseguir el cuadro por menos dinero del que vale. Un complejo rompecabezas en el que todos juegan como saben y tirando de farol e intentando engatusar a sus adversarios para conseguir el “Macguffin” que no es otro que la pintura.

El director francés se rodea de colaboradores estrechos como el cinematógrafo Pierre Milon, con más de 60 títulos, junto al desaparecido Laurent Cantet, Robert Guédiguian, Rithy Panh, entre otros, construyendo una luz cercana pero con el aroma de las películas de espías clásicas, en que la cámara se desliza entre los lugares más sofisticados con otros más mundanos. El músico ruso Alexeï Aîgu, al lado de Kiril Serebrennikov, Raoul Peck y Hirokazu Koreeda y más, que consigue atraparnos en esta enredadera que plantea la historia, con sutiles composiciones sin excederse manteniéndose a la distancia adecuada. El montaje de Monica Coleman, con medio centenar de títulos con nombres ilustres como los de Claire Denis, Amos Gitai, François Ozon, y muchos otros, con un trabajo espléndido y convencional, no por ello interesante en sus 91 minutos de metraje, en el que impone agilidad, tensión y oscuridad. En la producción encontramos la figura de Saïd Ben Saïd que, a través de su compañía SBS Productions ha levantado excelentes películas de Polanski, De Palma, Philippe Garrel, David Cronenberg, Kleber Mendonça Filho, Ira Sachs, Catherine Breillat y Sergei Loznitsa, y del propio Bonitzer.

Otro elemento que destaca en la película de Bonitzer es su elegante y magnífico reparto encabezado por un maravilloso André Masson que hace un soberbio Alex Lutz, que debuta en el universo del director haciendo de un tipo duro y vulnerable. Le acompañan la siempre genial Léa Drucker, una actriz tan sencilla como efectiva y tan creíble. Nora Hamzawi, vista en cintas de Olivier Assayas, guarda su as en la manga o quizás, la baraja, quién sabe. Louise Chevillotte es Aurore, la eficiente secretaria de André con el que mantiene un tira y afloja interesante. Arcadi Radeff es Martin, el “elegido” de encontrarse con el cuadro que verá su realidad bastante trastocada. Si deciden ver El cuadro robado, de Pascal Bonitzer se encontrarán una relato de “Muñecas rusas” al uso, donde los personajes juegan a muchas bandas y cada encuentro y desencuentro adquiere una dimensión inesperada. También, conocerán una cosa más de esta triste y deprimente sociedad mercantilista, donde no hay valores ni humanidad, sólo un gran fajo de dinero esperando al mejor postor, es decir, al más rápido, es decir, al que sea más mentiroso, más codicioso y más cínico. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La acusación, de Teddy Lussi-Modeste

EL PROFESOR DENUNCIADO POR ACOSO A UNA ALUMNA.  

“Mi película es un grito, y si hay un grito, es porque hay esperanza. Porque un grito está hecho para ser escuchado. La sociedad, para ser sociedad, necesita más que nunca que se lleve a cabo está transmisión entre profesores y alumnos”. 

Teddy Lussi-Modeste 

Hace algún tiempo hablando con un amigo profesor, me comentaba la dificultad de ejercer su profesión actualmente. Explicaba que, más que ejercer de docente con sus alumnos, éstos, con el beneplácito de la institución y de sus padres, iban imponiendo una forma de educación muy alejada de la labor de un profesor. La situación que plantea la película La acusación (en el original, “Pas de Vagues”, traducido como “Sin generar conflictos”), me ha refrescado las reflexiones sobre su trabajo de mi amigo profesor, ya que trata sobre una alumna que, completamente equivocada y presionada por sus compañeros, acusa de acoso a un joven e idealista profesor Julien. A partir de ese instante, la cosa se irá tornando cada vez más oscura, y el profesor se sentirá muy sólo, con un instituto sin herramientas para resolver el conflicto, y dejando al espacio, un entorno de por sí complicado al tratarse de un barrio de los suburbios, en que los alumnos irán en contra del citado docente. 

El director Teddy Lussi-Modeste (Grenoble, Francia, 1978), tiene dos películas como director: Jimmy Rivière (2011), y El precio del éxito (2017), sobre un gitano que rompe con su pasado, y un joven de barrio obrero que le llega el éxito. Amén de coescribir los guiones de Una chica fácil, de Rebecca Zlotowski y Jeanne du Barry, de Maïwenn. En su tercera película rescata un hecho real que vivió durante su etapa como profesor en un instituto de la periferia, en un guion que coescribe junto a Audrey Diwan, la excelente directora de El acontecimiento, en el que no sólo nos sitúa en el centro de la acción entre un profesor y sus alumnos, en un acercamiento muy natural y magnífico, como hacían en Entre les murs (2008), de Laurent Cantet, en el que se trata de forma contundente y nada complaciente, la respuesta de la institución ante hechos que generan un gran conflicto en el centro. La película se posa en el rostro y el gesto de Julien, el profesor implicado, pero no por eso genera una trama superficial, ni mucho menos, porque añade otras miradas que construyen una historia muy compleja sobre la fragilidad que existe en la actualidad, donde se han construido espacios esenciales de respeto y dignidad, aunque, en muchas ocasiones, se derriban estos valores y se acusa sin pruebas y muy a la ligera. La película, muy inteligentemente, cuestiona los procesos y las inexistentes herramientas que existen ante casos de esta especie.

El director se arropa de un gran equipo técnico empezando por el cinematógrafo Hichame Alaouie, que tiene en su haber grandes nombres como los de Joachim Lafosse, Nabil Ayouch y François Ozon, en un encuadre asfixiante y rompedor, donde el instituto se convierte en una jaula para Julien, con pocos exteriores, y con el 35mm para crear esa textura que evidencia la intimidad en la que se desarrolla el relato. La implacable y sutil música de Jean-Benoît Dunckel, la mitad del gran dúo “Air”, al que recordamos por sus composiciones para Maria Antonieta, de Sofia Coppola, Verano del 85, del citado Ozon, y la reciente Esperando la noche, de Céline Rouzet. Unas melodías que no limitan a acompañar la soledad en la que se mueve el protagonista, sino que va introduciendo esos momentos de auténtica tensión y terror que va creando la película. El montaje de Guerric Catala, un autor con más de 30 títulos en su filmografía, entre los que destacan los cineastas Mélanie Laurent, Marion Vernoux y Emmanuel Courcol, entre otros. Su edición acoge los intensos y agobiantes 91 minutos de metraje, en un in crescendo, donde todo se torna cada vez más oscuro y tremendo.

No resultaba tarea fácil encontrar al actor que encarnará a Julien, y el director ha encontrado a un cercano y corporal François Civil, que hace poco nos convenció siendo el mismísimo D’Artagnan, amén de películas con Cédric Klapisch. Su Julien transmite todo ese entramado emocional que está viviendo y lo hace de una forma muy visceral y sin cortapisas, muy de verdad. Mencionamos a sus “alumnos/as” como Toscane Duquesne hace de Leslie, Mallory Wanecque, Bakary Kebe, y Shaïn Boumedine en un rol importante que mejor no desvelar, y los “otros”, sus colegas que hacen lo que pueden y algunos menos que eso ante la situación que se produce. En La acusación, de Teddy Lussi-Modeste nos hablan de un caso real que podría generarse en cualquier instituto, y seguramente, sucedería más o menos lo que ocurre en la película, porque ante casos de este tipo, se genera un ambiente incierto, en que la atmósfera se vuelve del revés, y donde la duda, primero y luego, la necesidad de culpabilidad vuelve a todos muy oscuros e indefensos frente a unos hechos de esa magnitud. Recordarán películas que se mueven por los mismos parámetros como Sala de profesores, de Ilker Çatak y Amal, de Jawad Rhalib, ambas de 2023, que nos explican que puede ocurrir cuando los protocolos existentes no ayudan y lo enredan todo aún más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

No hay amor perdido, de Erwan Le Duc

HAY AMORES… Y AMORES. 

“Por si alguna vez haces la tontería de olvidarlo: nunca estoy no pensando en ti”. 

Virginia Woolf

Los casi diez primeros minutos de No hay amor perdido (en el original, “Le fille de son père”), de Erwan Le Duc (Les lIlas, Francia, 1977) (nos explican, de forma breve y concisa, los antecedentes del apasionado y efímero amor de Étienne y Valérie a los 20 años. Un amor del que nació Rosa. Un amor que acabó el día que Valérie desapareció sin dejar rastro. Otro amor empezó con Étienne y Rosa. Padre e hija han vivido juntos 17 años. El relato arranca en verano, cuando Rosa ha sido admitida en Metz para estudiar Bellas Artes y convertirse en la pintora que sueña. Así que estamos ante una película de tránsito, en la que padre e hija deben despedirse, o lo que es lo mismo, deben separarse por primera vez. Un padre que ha olvidado aquel amor de juventud dando todo el amor y la protección del mundo a su hija Rosa, a su trabajo y a su pasión como entrenador de fútbol, y a su amor Hélène. Y la hija, siempre bajo el amparo de su padre. Tanto uno como otra deberán empezar a vivir sus propias vidas, alejados de la persona que más quieren y sobre todo, emprender nuevos retos y una vida diferente. 

Segunda película de Erwan Le Duc, después de la interesante Perdrix (2019), una historia de amor a primera vista con toques de humor protagonizada por Swann Arlaud y Maud Wyler. En No hay amor perdido, el amor vuelve a estar en el centro de la trama, pero en este caso, está el amor entre padre e hija, y ese otro amor, el que pasó y está olvidado. Dos seres vuelven a ser el leit motiv de la historia, si en aquella eran dos solitarios, en esta, la cosa va de un padre muy protector y en el fondo, un hombre que ha dejado el trauma de un lado y se ha centrado en su hija. ¿Qué pasará ahora que la hija se va del nido?. El director francés construye una película ligera y muy cotidiana, tan cercana como naturalista, donde en la ecuación de padre e hija se les añade las figuras de Hélène, la novia del padre, tan dulce, tan enamorada y tan transparente, y Youssef, el novio de la hija, con su amor romántico, con su poema épico y sus tardes anaranjadas. Tiene ese aroma del cine de Rohmer, donde la vida y el amor van pasando, casi sin sobresaltos, pero con cercanía y abordando los grandes misterios de los sentimientos y la naturaleza de nuestras relaciones y cómo nos van definiendo. 

El director francés vuelve a contar con su equipo habitual que ya eran parte del equipo de su ópera prima, como el cinematógrafo Alexis Kavyrchine, que tiene en su haber a cineastas como Olivier Peyon, Cédric Klapisch y Alberto Dupontel, entre otros, que consigue una luz cálida y acogedora, en una película muy exterior, dond prima la luz natural,  que ayuda a indagar en el interior de los diferentes personajes y ese tratamiento tan íntimo como invisible. La música de Julie Roué consigue darle ese toque de complejidad de los diferentes personajes, sobre todo, a medida que avanza la película, después de algo que ocurre que trasbalsa a la pareja protagonista, y finalmente, el montaje de Julie Dupré, de la que hemos visto 2 otoños, 3 inviernos (2013), de Sébastien Betbeder, y Las cartas de amor no existen (2021), de Jérôme Bonnell, entre otras, donde ejerce un buen ritmo y estupenda concisión en sus 91 minutos de metraje, en el que la cosa va in crescendo de forma sencilla, sin darnos cuenta, pero que un impacto lo cambiará todo, o mejor dicho, lo precipita todo, y romperá esa armonía aparente en la que estaban instalados los personajes en cuestión. 

Una película que habla de diferentes tipos de amor, con sensibilidad y tacto, huyendo de la estridencia y de la desmesura, como si nos contase una cuento en susurros, debía tener un reparto tan cercano como natural, con intérpretes que nos sitúen en lo doméstico y lo más tangible. Tenemos a un extraordinario Nahuel Pérez Biscayart, que siempre da un toque humano y cercanísimo a todo lo que compone, metiéndose en la piel de un personaje nada fácil, que siempre se ha guiado por las necesidades de su hija, y dejando que el amor de juventud se vaya evaporando, si eso es posible cuando es tan intenso y sobre todo, tan rompedor. A su lado, la magnífica Céleste Brunnquell, que nos encantó en las estupendas Un verano con Fifí y la reciente Esperando la noche, en el rol de Rosa, la hija querida, la hija que debe seguir su propio camino, la hija que nunca conoce a su madre. Maud Wyler que repite con Le Duce hace de la mencionada Hélène, mostrando dulzura, encanto y belleza, tanto física como emocional. Una actriz que nos fascinó en las películas de Pablo García Canga tanto en La nuit d’avant (2019) y Tu tembleras pour moi (2023), y la presencia del debutante Mohammed Louridi como Youssef, tan amoroso como joven.

Los espectadores que se dejen llevar por las imágenes y las circunstancias de una película como No hay amor perdido van a experimentar muchas emociones y sentimientos contradictorios, quizás se acuerden de aquel amor lejano que creían haber olvidado, o simplemente, dejaron que los años pasasen por encima de lo que sentían, y el tiempo lo ha dejado de lado, y un día, de casualidad, vuelven a verlo y tal vez, todo aquello que pensaban olvidado o más bien superado, no lo es tanto, y sus sentimientos despiertan y les plantean cuestiones, o quizás no, pero si fue un amor de aquellos que no se olvidan, un amor intenso y sobre todo, que se acabó abruptamente, sin que ninguno de los dos participantes pudiera experimentar de verdad ni lo que sintió ni lo que vino después. ¿Qué sucedería si nos reencontramos con ese amor que creíamos olvidado? No lo sabemos, pero les digo una cosa, estén alerta porque de seguro les va a tambalear, o quizás no, quién sabe, o puede ser que sí, que no saben qué hacer y mucho menos decir. La vida tiene estas cosas, que por mucho que sientas que se haya acabado, hay amores que siguen con uno, sin saber el motivo, que van y vienen como los recuerdos que no puedes borrar, aunque no queramos admitirlo a los demás, y menos a nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Solo para mí, de Valérie Donzelli

LA TIRANÍA DEL AMOR. 

“Los celos no son corrientemente más que una inquieta tiranía aplicada a los asuntos del amor”. 

Marcel Proust

Si a todos los amantes del cine nos preguntan por una película que trate con mayor profundidad y complejidad el tema de los celos, nos viene a la cabeza instantáneamente Él (1953), de Luis Buñuel. Su protagonista Francisco Galván de Montemayor es un ser enfermizo, posesivo y violento. Un tipo que no está muy lejos de Grégoire Lamoureux, el marido celoso de Blanche Renard en Solo para mí (del original “L’amour et les forêts”, traducido como “Amor y bosques”), de Valérie Donzelli (Épinal, Francia, 1973), de la que nos entusiasmó Declaración de guerra (2011), coprotagonizada por ella misma, en la que nos contaba la difícil experiencia de una pareja de su niño con cáncer. Ahora y partiendo de la novela homónima de Eric Reinhardt, con un guion coescrito junto a Audrey Diwan, la directora de la extraordinaria El acontecimiento (2021), en su séptimo largo se mete de lleno en el tema de los celos, la historia de un amor entre Blanche y Grégoire en el que todo parece ir bien hasta que una vez casados y con dos hijos, él empieza a comportarse de forma enfermiza y violenta. 

La historia está contada a través de un estupendo flashback, en el que la protagonista le relata a una abogada toda su historia. Una historia de amor, sí, pero un amor malo, enfermizo y de puro sometimiento. Nos presentan el relato a través de dos partes bien diferenciadas, el ascenso y caída de un amor, o mejor dicho, de una falsa idea del amor, porque al comienzo Grégoire sí que parece enamorado y trata muy bien a Blanche, poco a poco, la va aislando, primero de su familia, de su trabajo y comienza un control de todo: dinero, salidas y entradas, y demás aspectos. La película no nos habla de algo extraordinario, tampoco pone énfasis en las situaciones, porque la idea que quieren transmitir al espectador es la de naturalidad, no explicando un caso excepcional, sino una situación que nos podría ocurrir a cualquiera, porque todos somos o podemos ser en algún momento de nuestras vidas tanto Blanche como Grégoire. Nos presentan unos hechos muy desagradables de un esposo sometiendo y maltratando a su mujer. Un enfermo que no tiene límites, un narcisista en toda regla, alguien que ni quiere ni se quiere, y lo hace desde la más absoluta cotidianidad. De alguien con una buena posición económica y aparentemente, alguien muy normal. 

La parte técnica brilla enormemente con una excelente cinematografía de Laurent Tangy, que tiene en su haber al director Cédric Jimenez, especializado en thrillers llenos de tensión y sólidos, amén de su trabajo en la citada El acontecimiento, en un gran trabajo donde ese no amor se cuenta en forma de thriller cotidiano y doméstico, llenándolo de negrura y muchas sombras, así como la magnífica música de una leyenda como el músico libanés Gabriel Yared, con más de 100 títulos en su filmografía con cineastas de la categoría de Godard, Altman, Costa-Gavras, Minghella, Schlesinger, entre muchos otros. Una música que detalla con terror todas las oscuras emociones que se experimentan en la película. Un montaje que firma Pauline Gallard, que ha trabajado en todas las películas de Donzelli, lleno de ritmo, tensión y detalle que capta esta historia de amor y desamor, de luz e infierno, con esos potentes 105 minutos de metraje. Mención especial tienen la pareja de productores formada por Alice Girard y Edouard Well, que tienen en su haber películas con Haneke, Jacquot, Bonello, Noé y Ladj Ly, entre otros, amén de la mencionada El acontecimiento

La espectacular pareja protagonista está integrada por Virginie Efira y Melvil Poupaud, dos grandes de la interpretación francesa, que componen dos personajes muy cercanos, tan diferentes entre sí. Ella es la mujer enamorada que descubrirá que está casada con un enfermo, un narcisista y un celoso controlador y violento. Él es un pobre tipo lleno de dudas, miedos y complejidades que actúa de forma mala y amarga a su mujer. Un reparto lleno de rostros conocidos con breves presencias de Romane Bohringer, Virginie Ledoyen, Dominique Reymond y Marie Rivière, la inolvidable protagonista de El rayo verde, de Rohmer, entre otras. El reciente trabajo de Donzelli no es una película agradable y complaciente, sino todo lo contrario, cuenta hechos muy duros y terribles, pero no por eso se escuda en la complacencia, sino que lo cuenta todo desde la intimidad del hogar, desde los rostros y los cuerpos de sus protagonistas, y lo hace de forma veraz y desde las entrañas, sin caer en la sensiblería. Todo es relatado desde la verdad, desde el relato de una mujer que tiene miedo, que se siente en una puta cárcel sin salida, que intenta escapar pero no puede, desde el alma que sufre y no sabe qué hacer, porque estas situaciones desde fuera parecen muy sencillas de resolver, pero cuando se está viviendo, es otro cantar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Bonnard, el pintor y su musa, de Martin Provost

LA HISTORIA DE AMOR DE MARTHA Y PIERRE. 

“La belleza no está en el objeto en sí, sino en la forma en que lo vemos y sentimos”. 

Pierre Bonnard

La primera película que recuerdo haber visto sobre las relaciones de pintores con sus musas fue Los amantes de Montparnasse (1958), de Jacques Becker, en el recordado ¡Qué grande es el cine!, de Garci. Se contaba la dura existencia de Modigliani, incomprendido y consolado con alcohol y mujeres, hasta que conoce a Jeanne, una joven burguesa de la que se enamora perdidamente. Luego, han habido muchas películas que se han centrado en este tipo de relaciones de artista y musa, aunque no se había tratado la importancia de la mujer en la obra de la artista, no ya como un mero objeto de deseo sino en una persona que ha influenciado tanto a la persona como al artista. En Bonnard, el pintor y su musa (“Bonnard, Pierre et Marthe”, en el original), de Martin Provost (Brest, Francia, 1957), se sitúa en la presencia capital de Marthe de Méligny, una joven que conoció casualmente al pintor un día de París de 1893 y le propuso pintarla como muestra la secuencia que abre la película. Desde ese momento y durante medio siglo entre los dos vivieron una relación de amor tortuosa, dependiente, con muchos altibajos y complejísima. 

De las ocho películas que ha filmado Provost, la mitad son históricas: Séraphine (2006), que también se centraba en la pintura y un personaje outsider, Violette (2013), sobre la relación de Simone de Beauvoir y Violette Leduc, y Manual de la buena esposa (2020), donde un internado de mujeres se enfrentaba al Mayo del 68. Con la historia de Bonnard y Marthe reivindicaba el papel de la mujer, de las llamadas musas tradicionales para transformarlas en una identidad muy activa, en alguien con mucho carácter, que reclama su sitio y tiene una ayuda esencial en la obra del pintor del paisaje, el retrato y el desnudo. Con la colaboración en el guion de Marc Abdelnour, que ha estado en 4 películas del director, el relato se divide en 4 partes, la citada de finales del XIX en el París bohemio y de la Belle Époque, dos veranos en el 1914 y 1918, divididos en la famosa La Roulotte, una casa aislada a orillas del Sena, en Normandía, y finalmente, la vejez en la casa de Le Cannet, en la provenza, donde vivimos la apasionada relación, de dependencia total, llena de altibajos emocionales, donde el amor y el odio y el no se qué se mezclan con mucha energía, como esas carreras constantes cogidos de la mano como si no hubiera un mañana. 

Como es habitual y marca de la casa, las películas históricas francesas brillan por su autenticidad, detalles y composición en cada espacio, encuadre y complementos, y Bonnard, el pintor y su musa no se queda atrás. Con una gran composición del plano que firma el cinematógrafo Guillaume Schiffman, que ya estuvo en la mencionada Manual de la buena esposa, amén de otros cineastas como Claude Miller, Michel Hazanavicius y Emmanuel Bercot, entre otros, así como el depurado trabajo de sonido donde todo se hace cercano y natural por un gran trío como Ivan Dumas, que ha trabajado con von Trier, Wenders y Doillon, Ingrid Ralet con 6 películas con Provost y finalmente, una leyenda como Olivier Goinard con casi 120 películas a sus espaldas, con cineastas tan esenciales como Varda, Assayas, Hansen-Love y Ozon, y muchos más. La exquisita música de Michael Galasso, ayuda a explicar todo el mejunje emocional entre los dos protagonistas. El montaje de Tina Baz, que tiene en su haber películas con Naomi Kawase, Leïla Kilani y Sébastien Lifshitz, donde en sus dos horas de metraje llena la pantalla de ritmo, de tensión en una historia que no deja descanso al igual que la relación tormentosa que explica.

Una característica del cine de Provost es su especial elección de sus intérpretes y la naturalidad de sus composiciones, porque nos olvidamos de sus nombres y sólo vemos al personaje, con una delicada dirección de actores del director, en el que abundan los grandes nombres como los de Yolanda Moreau, con 3 películas juntos, Carmen Maura, dos, Catherine Deneuve, Juliette Binoche, Emmanuel Devos y Catherine Frot, y Olivier Gourmet, dos también, excelentes intérpretes como Vincent Macaigne como Bonnard, un tipo talentoso, trabajador, mujeriego, dependiente de Marthe y lleno de pasión y dolor, Cécile de France es Marthe, una mujer que esconde su pasado, de pasión enfermiza, depresiva y llena de dulzura, amor y autodestrucción, que tuvo una incipiente carrera como pintor que la locura cortó, y Stacy Martin es Renee, una joven modelo que posa para el pintor y que se introducirá en este amor lleno de belleza y tristeza, en un personaje que desbarata muchas cosas. También están Anouk Grinberg en el rol de una mujer a la caza del rico de turno que le pague sus excentricidades, Claude Monet y Édoudard Vuillard, dos pintores amigos de Bonnard interpretados por André Marcon y Grégoire Leprince-Rignet, que consiguen esa intimidad y naturalidad, como cuando aparecen en barca con comida y vino, muy del aroma del universo de Renoir. 

Si son personas interesadas en el mundo de la pintura o de cualquier arte, no deberían dejar pasar una película como Bonnard, el pintor y su musa, de Martin Provost, porque no sólo habla de los difíciles procesos creativos, sino de todo aquello que queda fuera del cuadro, fuera de la obra acabada, de todos aquellos personajes que pululan a su alrededor, del propio Bonnar, por supuesto, y de Marthe, sobre todo de ella, porque muchas veces o casi todas, las mujeres han quedado relegadas a la sombra o simplemente, al anonimato e invisibilidad absolutas, y ha sido el tiempo y la exhaustiva investigación que les ha concedido su lugar en la historia y en la historia de Pierre Bonnard, por todo lo que hicieron, por todo lo que amaron, por toda su locura, por toda su excentricidad, como esos impagables momentos cuando corren a toda velocidad desnudos enredados por el paisaje y finalmente, se lanzan al agua y disfrutan de la vida y del amor y sus tormentas tan oscuras y profundas, donde Pierre y Marthe lo compartieron casi todo, el amor, la pasión, la lujuria, la tristeza, la locura y la vejez, o simplemente, la vida y sus sombras. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La mujer del presidente, de Léa Domenach

CON TODOS USTEDES BERNADETTE CHIRAC. 

“La fuerza no proviene de la capacidad física sino de la voluntad indomable”.

Indira Gandhi 

Hay algunos casos, pero son la inmensa mayoría los hombres que llegan a presidentes de gobierno. Estamos muy acostumbrados a ver a esos jefes de estado poderosos haciéndose las típicas fotografías cuando se reúnen a repartirse los tesoros del planeta. Sus mujeres quedan fuera de la imagen, las llamadas “Primeras Damas”, siendo relegadas al oficio de ser buenas esposas y quedar en la sombra del hombre. En La mujer del presidente (“Bernadette”, en el original), de Léa Domenach (Francia, 1981), se rescata de las sombras a Bernadette Chirac, la mujer de Jacques Chirac, presidente de la République Française durante 12 años (1995-2007). La película, a partir de un guion coescrito por Clémence Dargent junto a la directora, se detiene cuando subió al poder en aquella primavera del 95 y la citada Bernadette quedó relegada por anticuada a un segundo plano, y se le asigna un asesor que le ayudará a modernizarse y sobre todo, a cambiar su imagen de señora por alguien más natural y cercano. 

La ópera prima de Domenach nos habla de política, claro está, pero no lo hace desde la seriedad y la ceremonia, sino todo lo contrario, lo hace desde la comedia satírica, a través de un dúo maravilloso que parecen una pareja cómica que forman la citada Bernadette y el asesor Bernard, un dúo muy bien compenetrados que se olvidan de las altas esferas y se van a la campiña a acercarse a los ciudadanos más olvidados, a hacer campañas a favor de los que las necesitan de verdad y hacerse querer y sobre todo, a hacer política de verdad, no la que se hace en campaña para convencer a los olvidados. Tanto el tono y el ritmo de la historia es fantástico, se ve con ligereza y muy relajada, con esos toques cómicos como lo que ocurre con el chófer antipático al que no soporta Bernadette y otras situaciones que sacarán varias carcajadas al personal. Bernadette es una mujer que quiere su lugar, y se propone conseguirlo cueste lo que cueste y a quién cueste. La película no sólo se queda ahí, también explora otras facetas más profundas como el continuo enfrentamiento entre ella con su marido Jacques y Claude, la hija que trabaja con su padre, por sus formas tan diferentes y peculiares, y la difícil relación con su otra hija Laurence con problemas mentales. 

La parte técnica de la película resulta muy adecuada y ayuda a que el relato se mantenga con un buen ritmo y nada complaciente. La cinematografía de Elin Kirschfink, que ha trabajado en películas que conocemos como La vaca, de Mohamed Hamidi, Nuestras pequeñas batallas, de Guillaume Senez, y comparte la cinta Los jóvenes amantes, de Carine Tardieu, con la montadora Christel Dewynter, que tiene en su haber nombres importantes de la cinematografía francesa como Thomas Liti y Bruno Podalydès, entre otros, y la excelente música que revisa algunos éxitos pop como el que abre la película, y la composición de Anne-Sophie Versnaeyen, habitual del cineasta Nicolas Bedos en películas como La belle époque y Los amantes del engaño, sigue las circunstancias de la fábula metiendo el dedo en la llaga en la vorágine de intereses particulares que se cuecen en las miserias de la política, y revelando todo aquello que queda oculto cuando se cierran las puertas y los ciudadanos quedan afuera. La película atiza sin miramientos, siempre desde el tono ligero y divertido, sin tomarse demasiado en serio cosa que no ocurre con otras producciones que hay se equivocan.  

Si el apartado técnico brilla con elegancia, la parte interpretativa no se queda atrás, con una estelar Catherine Deneuve en el papel de Bernadette Chirac, un personaje escrito para ella que le va como anillo al dedo, en uno de sus grandes personajes de los últimos años de la gran dama de la interpretación francesa con 80 tacos y casi 70 años de carrera y más de 150 película a sus espaldas. ¡Ahí es nada!. Su Bernadette es una mujer de armas tomar, que no se deja arrinconar y se ganará su puesto y su lugar dentro del engranaje político del gabinete Chirac. Bien acompañada por Bruno Podalydès, que vimos hace poco en Regreso a Córcega, en el papel de Bernard Niquet, todo un personaje y gran escudero para Bernadette, su mejor aliado, confidente y ayudante, como el Vuillermoz como Chirac, un gran actor de reparto francés, Sara Giraudeau como Claude, la hija altiva que hemos visto en dramas como Un héroe singular y comedias como El brindis, entre otras. Y finalmente, la otra hija Laurence que hace Maud Wyler, que tiene en su filmografía grandes nombres como los de Amos Gitai, Nicolas Klotz, Nobuhiro Suwa, y el corto La nuit d’avant (2019), de Pablo García Canga. 

Hay que agradecer a Léa Domenach la propuesta de La mujer del presidente, por su irreverencia, inteligente y audacia en la forma de acercarse no sólo a la política, siempre un tema difícil de plasmar en el cine, sino de una mujer como Bernadette Chirac y hacerlo de esta forma, sin tomarse en serio y de manera divertidisima, proponiendo un gran juego de comedia con la atmósfera de aventuras, de intriga y  trasiego político, el que se produce en los oscuros pasadizos de palacio, y hacerlo con ese tono tan ligero, tan desenfadado y tan mordaz, donde la sátira toma el pulso del relato, haciéndolo cercano y naturalismo, sin pretensiones ni convencionalismos, yéndose a esa parcela donde se puede profundizar en todo y reírse de todo, sin olvidarse de hacer crítica y burlarse con cabeza de todos los actores que pululan por los altos estamentos de cualquier país enriquecido, donde todos son reemplazables y hacen la suya en pos del país y del ciudadano, más lejos de todo eso, jajaja. Que se le digan a Bernadette y su peculiar y acertada intuición, porque ella no sabe de política pero sí de las personas, y con eso ya lleva mucho ganado y si no que se lo digan a todos y todas que van y vienen. ¡Por cierto! Vayan a verla, porque va de política y encima van a reírse, que quieren más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Casa en flames, de Dani de la Orden

LA FAMILIA BIEN, GRACIAS. 

“Los que no tienen familia ignoran muchos placeres, pero también se evitan muchos dolores”

Honoré de Balzac 

De la trilogía que arrancó con La gran familia (1962), y siguió con La familia y uno más (1965), ambas de Fernando Palacios, y terminó con la entrega más interesante, La familia bien, gracias (1979), de Pedro Masó, donde el padre y el padrino de 16 hijos vivían en soledad alejados de los hijos. El padre decide pasar una temporada en casa de uno de los hijos, pero la experiencia no resulta como esperaban los dos maduros. La película Casa en flames, onceava en la filmografía de Dani de la Orden (Barcelona, 1989), tiene mucho de aquella, pero un poco a la inversa. Ahora no es el padre quien acude a rescatarse con sus hijos, sino que la madre atrae a su familia a la casa de verano en Cadaqués, con el mismo propósito: el de ser rescatada. De la Orden vuelve a sus orígenes: rueda en catalán, con algunas puntillas en castellano, como hiciese en sus dos “Barcelonas”, Nit d’estiu (2013) y Nit d’hivern (2015), de las que coge uno de los guionistas, Eduard Sola, que la semana pasada estrenaba El bus de la vida, y una parte de sus productores: Sábado Películas y Playtime Movies, de la que el director es cofundador, junto a Bernat Saumell.  

El director barcelonés ha construido una filmografía con películas para todos los públicos, unas más interesantes que otras, pero siempre bajo una puesta en escena elegante y sofisticada, donde ha pasado por muchos tonos de comedia, desde la más ligera, la más de bofetada, incluso más profundas como Litus (2019), Loco por ella (2021) y Hasta que la boda nos separe (2020), algunos dramas como 42 segundos (2022), y luego está Casa en flames, donde construye con mucho acierto una interesantísima tragicomedia en la que disecciona con simpatía, arrojo y mala uva la familia burguesa catalana, a partir de un fin de semana en la Costa Brava, entre aeródromos, saltos en paracaídas, visitas inesperadas, jornadas en barco para alcanzar calas y demás experiencias, y sobre todo, mucho encuentro, desencuentro, conversaciones públicas y en privado, y 72 horas por delante de una familia que como todas, o como bastantes, fueron una familia y ahora, son otra cosa, quizás una Ex-familia, como les pasa a todas, en estos tiempos de individualismo, competencia y estupidez. De la Orden no ahonda en la tragedia familiar, o no mucho, porque nos lo presenta en su ridiculez, patetismo, mentiras y secretos, así somos, aunque no nos guste reconocerlo. 

La parte técnica vuelve a ser de primer nivel, como es marca de la casa en el cine de De la Orden, donde todo se cuenta desde los personajes, y donde como ocurría en El test, la casa vuelve a ser imprescindible, una casa de la infancia que ahora quiere vender la madre, como más o menos, ocurría en la reciente La casa, de Àlex Montoya. Esta vez cuenta en la cinematografía con Pepe Gay de Liébana, del que vimos recientemente su gran trabajo en la interesante Alumbramiento, de Pau Teixidor, en una historia llena de luz, de verano, de calidez, y también, de oscuridad, en las difíciles relaciones entre los personajes. La música de Maria Chiara Casà aporta ese desasosiego que necesita una película en la que, a veces, no hay tregua y no paran de tirarse a degüello, sin piedad y sin ningún tipo de miramiento. Y luego, está Alberto Gutiérrez, que ha editado 8 de las 11 películas del director, toda una unión que queda patente en un relato en el que la “guerra” está abierta, en sus intensos 105 minutos de metraje, en una obra en la que nos habla de una madre que necesita que la quieran un poquito, y su manera de reclamarlo no sea la más acertada, sí, pero no lo hace para hacer daño, sino para no sentirse tan sola. 

Ya hemos mencionado la importancia que De la Orden da a sus personajes, y por ende, a su equipo artístico. Tenemos a una magnífica Emma Vilarasau como Montse que, a sus 60 tacos, está ahí, reclamando su cariño, ya sea por las buenas o las malas. Una actriz que llena cualquier cuadro y lo que se proponga, más habitual en el teatro catalán que en el cine, una lástima para muchos espectadores de disfrutar de una de las grandes actrices del país. El hijo Enric Auquer y la novia, Macarena García, el eterno aspirante e intensísimo, y la joven que todavía no sabe en qué diantres se ha metido, y la hija María Rodríguez Soto, “felizmente” casada con José Pérez-Ocaña, el padre perfecto y por eso, tan aburrido, y sus dos hijas pequeñas, tan perdida y tan no sé qué como cualquiera de nosotros, el padre en la piel de Alberto San Juan, que ha hecho unas cuantas con De la Orden, un tipo demasiado ausente y demasiado él, que aparece con Clara Segura, su novia, una psicóloga que, a su manera, encenderá la mecha que dará a pie a abrir todas las cajas de Pandora de esta peculiar familia, con mucha pasta, y con tantas deficiencias, que se parece a todas o a tantas, y se quieren pero no se lo dicen, y se odian y no paran de decirse los unos a los otros. 

No estaría bien decir que Casa en flames es, con mucha diferencia, la mejor película de Dani de la Orden, aunque si deciden ir a verla, quizás en algún momento lo piensen, porque no sólo estarán interesados en pasar el finde con esta peculiar y retratada familia burguesa catalana que, guarda mucha similitud con otra familia de la misma clase pudiente, la de Tres dies amb la família (2009), aquella que filmó con tanta excelencia Mar Coll, la que vivía el funeral de l’avi, a partir de la mirada de Léa, la joven que volvía. Ahora, la mirada se sitúa en los ojos de la madre, la Montse, una mujer de 60 años que ya no es madre, y por ende, ya no es importante en su clan, y hará lo indecible para mantener a los suyos aunque sean sólo tres días, y en ese momento, por poco que sea, sentirse otra vez madre, o mejor dicho, mamá, que la siguen necesitando, aunque parezca raro, que lo es, pero para ella es sumamente importante, como demuestra en el sorprendente arranque de la película, donde dejará muy claro que nada ni nadie perturbará sus planes, los de estar en familia como antes, aunque el tiempo diga lo contrario, y ya sabemos cuando a alguien sólo se le mete algo en la cabeza. Prepárense y disfruten, o deberíamos decir, pasen y vean, y luego ya me dirán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Green Border, de Agnieszka Holland

EUROPA, EUROPA. 

 “Mi generación de cineastas sentía que éramos responsables de representar los problemas del mundo y que era necesario hablar de temas difíciles y hacer preguntas, no sólo existenciales, sino también éticas, sociales y políticas. Los críticos denominaron a este movimiento «Kino Moralnego Niepokoju», el cine de la ansiedad moral”.

Agnieszka Holland

Hay películas y películas. Están las que nos hacen pasar un buen rato, y están las otras, las que explican historias, donde lo que prevalece es el sentido humano, es decir político, en el que los personajes se ven envueltos en situaciones difíciles, donde el cine deja de ser un mero retratador, para ser otra cosa, algo parecido a un observador profundo y honesto de las vidas y realidades que lo componen, mostrando unos sucesos y reflexionando sobre lo que cuenta y cómo lo hace, alejándose de cualquier estereotipo, prejuicio y convencionalismo. Un cine que dialogue de frente con lo que filma, y sobre todo, con los espectadores que están al otro lado. Un cine de ida y venida en que el público sea un ente que se cuestione, no sólo la propia película, sino sus propias cuestiones.

Las películas de Agnieszka Holland (Varsovia, Polonia, 1948), coetánea de  Krzysztof Kieslowski o Janus Kijowski, sobre todo las que hizo y hace en Europa, pertenecen a las obras que quedan en nuestro interior, que nos hacen y deshacen como Actores provinciales (1979), Fiebre (1981), Amarga cosecha (1985), Kobieta samotna (1987), entre otras. Con Europa, Europa (1990), su película más emblemática, donde relataba la biografía del judío Solomon Perel que escapa de la Alemania nazi en 1938, con 13 años, crece bajo el amparo soviético, y luego, con la Segunda Guerra Mundial sobrevive haciéndose pasar como joven hitleriano de vuelta a Alemania. Una obra mayor filmada hace 34 años que describe hechos de los años cuarenta, y a día de hoy, pasados ochenta años, seguimos en las mismas, con una Europa de doble moral, cuna del pensamiento y del arte y los avances sociales, y también, un continente de guerras, destrucción e intolerancia. Con Green Border, Holland vuelve a despachar una obra mayúscula, deteniéndose en otros refugiados como lo fue Solomon Perel, ahora en la piel de sirios, afganos y africanos que intentan entrar en el continente por la zona boscosa entre Bielorrusia y Polonia, la llamada “Frontera Verde”, un espacio primitivo, denso y pantanosa. 

A partir de un guion de Gabriela Lazarkiewicz, que estuvo como asistente en Spoor (2017), Maciej Pisuk y la propia directora, donde se hace hincapié al lado humano e íntimo, a cómo las decisiones políticas afectan al ciudadano de a pie. Estructurado a partir de cuatro relatos que, debidamente presentados, se irán mezclando a lo largo de la historia. Por un lado, tenemos a la familia siria que quiere llegar a Suecia y elige, por desconocimiento puro, el lado más salvaje y peligroso, siendo maltratados por la guardia fronteriza bielorrusa y polaca. Después, tenemos al guardia fronterizo, con su dilema moral, hacer cumplir órdenes que van en contra de los derechos humanos, o revelarse ante ellas, en el tercer bloque, los activistas, tratados como criminales, que ayudan a los refugiados y finalmente, Julia, una psicóloga acomodada que se hace activista después de enfrentarse a una situación de humanidad. La cineasta polaca, manteniendo la larga tradición del cine del este, es decir, un cine que mira con atención los avatares políticos de su alrededor, y no sólo muestra una cara sino múltiples rostros, escarbando toda su complejidad, y sobre todo, las cuestiones morales individuales con respecto a lo colectivo. Un cine que se hace muchas preguntas, pero no se atreve a responderlas, porque eso sería maniqueo, aquí hay verdad, o mejor dicho, hay una forma de enfrentarse a los conflictos sociales desde la mirada del anónimo, alejándose de los grandes momentos históricos, porque la historia siempre sucede en la invisibilidad. 

La extraordinaria cinematografía de Tomasz Naumiuk, que ya estuvo en Mr. Jones (2019), de Holland, y también en High Life (2018), de Claire Denis, entre otras, con esa impresionante apertura del plano general cenital del espeso bosque en color que se torna blanco y negro, el no color de la película, en una construcción híbrida donde la ficción se torna documento y ficción a la vez, en que todo está muy cercano, sumergiéndose en lo físico y lo emocional de cada personaje, con esa tensión y agobio en cada encuadre, tanto en lo que vemos como el fuera de campo, con unos contundentes planos secuencias donde prevalece el primer plano y el detalle. El gran trabajo de montaje de Pavel Hrdlica, en su cuarto trabajo junto a la directora, donde tenía por delante un trabajo complejo en una película que se va los 147 minutos de metraje, y en que dialogan muchos personajes y situaciones que sitúan al límite a sus diferentes individuos, en un empleo inmejorable del off, de la tensión con la pausa, con momentos muy tensos e inquietantes, más próximos al cine de terror que el de la vida diaria. Un corte que no se anda de subrayados ni estridencias de ningún tipo, la verdad está en cada plano, y sobre todo, la posición ética de la directora en relación a lo que filma y cómo lo hace, desde la integridad, la honestidad y la mirada del que no impone sino muestra desde lo humano, en consonancia con la íntima música de Frédéric Vercheval, del que hemos visto sus trabajos para Marine Francen, Olivier Masset-Depasse y Bille August, que describe al son de la imagen, con total libertad para el espectador, sin guiarlo, sólo a su lado. 

Un gran reparto de intérpretes que dan vida a los personajes de forma que tanto la acción física como emocional nace desde lo complejo y el cuestionamiento constante, acompañados de la verdad que tanto hablamos, con lo sensible y lo vulnerable en primera línea. Un elenco encabezado por los sirios Jalal Altawil, Mohamad Al Rashi, que junto a la franco-libanesa Dalia Naous, forman la familia siria que huye, la polaca Maja Ostaszewska, que hemos visto en películas de Malgorzata Szumowska, en el rol de Julia, la franco-iraní Behi Djanati Atai es una afgana sola con mucho coraje, el polaco Tomasz Wlosok es el guarda fronterizo, Agata Kulesza, una activista que conocimos como una de las protagonistas de Ida (2013) y Cold War (2018), ambas de Pawel Pawlikowski, y Las inocentes (2016), de Anne Fontaine, entre otras. Tiene una gran oportunidad con el estreno de Green Border, no sólo de ser testigos del horror vivido en la maldita frontera, todas lo son, entre Bielorrusia y Polonia, sino de la doble moral de la mal llamada “Unión Europea”, que persigue con crueldad y violencia a los refugiados que vienen de países donde mantiene intereses económicos, y por otro lado, acoge con paz y armonía a los refugiados que vienen de Ucrania, ya que la guerra la provoca Rusia, donde mantienen una pugna mundial sobre el control económico en terceros países. Un horror y sinsentido, pero aquella Europa del siglo XX destrozada con las dos peores guerras de la historia, sigue en su línea, acogiendo o matando según le convenga, y esto es así, mientras la población anestesiada con sus “experiencias” y existencia mercantilizada, con la esperanza que algunas, pocas, personas dejan sus vidas de lado, y miran a la de los demás, ofreciendo ayuda a los que nada tienen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El origen del mal, de Sébastien Marnier

STEPHANE Y LA EXTRAÑA FAMILIA. 

“Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre”.

Enrique Jardiel Poncela 

Había una vez una mujer llamada Stephane. Una mujer que apenas sabía de su padre, un padre dedicado a los negocios y a las mujeres. Pero, un día Stephane conoce a su septuagenario padre en su rica mansión en mitad de una pequeña isla,  y su opulenta vida. Allí conoce su vida. Una vida en la que están una mujer sesentona, caprichosa y estúpida, una hija fría y calculadora que se ha puesto al frente de los múltiples negocios después del ictus del padre, una nieta que odia a su familia y quiere huir, y finalmente, una criada inquietante y oscura que sabe demasiado de todos y todas ellas. La realidad con la que se encuentra Stephane es muy inesperada, una situación que invitaría a huir y no volver jamás, aunque en el caso de la mujer e hija resucitada, todo será diferente, porque estará entre un padre que necesita a una aliada frente a sus “enemigas”, y las mujeres, necesitan otra mujer a su lado, alguien en confiar y derrotar al padre débil. 

La tercera película del director francés Sébastien Marnier, después de las interesantes Irréprochable (2016), y L’heure de la sortie (2018), sendos dramas ambientados en el trabajo y en la educación, se erige a través de un guion del propio director y la colaboración de Fanny Burdino, que tiene en su haber películas tan estupendas como Después de nosotros (2016), de Joachim Lafosse, El creyente (2018), de Cédric Kahn y Arthur Rambo (2021), de Laurent Cantet, entre otros. Un relato que, en su primera mitad, nos habla de una familia disfuncional, no son todas un poco o mucho, una familia enfrentada por la herencia de un padre débil de salud, en la que vemos sus relaciones y los diferentes roles de los personajes, tan excéntricos como cercanos. En su segunda parte, la película vira hacia el thriller hitchockiano, donde todo se torna aún más oscuro si cabe, y donde la historia se adentra en aspectos mucho más inquietantes y sorprendentes. El director francés nos sitúa en otro lugar muy Hitchcock, que recuerda a aquella mansión de Rebeca (1940), aunque está muy peculiar, llena de cajas y cajas llenas de artículos y productos que compra compulsivamente Louis, la mujer de George, el padre. 

Al igual que la siniestra familia, el lugar no podía ser diferente a tanta apariencia y lujo, como esa casa sobrecargada de elementos, a cuál más siniestro, como esos animales disecados, plantas y toda clase de objetos muy horteras que ofrecen un aspecto frágil y vulnerable a todo lo que allí acontece. Marnier vuelve a trabajar con el cinematógrafo Romain Carcanade, que ya estuvo en L’heure de sortie, que consigue esa luz etérea, donde enmarca a unos personajes que ocultan muchas cosas, con esos largos planos secuencia, como el que abre la película en el vestuario de la empresa de conservas, y las interesantes divisiones de la pantalla, tan significativas en el desarrollo emocional de los individuos. El preciso y brillante montaje de Valentin Féron, del que hemos visto Tan lejos, tan cerca y Black Vox, y Jean-Baptiste Beaudoin, del que conocemos Una íntima convicción y Promesas en París, que dota de ritmo y un in crescendo brutal a una película que se va a las dos horas de metraje. Una excelente música que va puntualizando los altibajos de unos personajes cercanísimos y misteriosos, firmada por el dúo Pierre Lapointe y Philippe Brault, que repiten después de la experiencia en El vendedor (2011), de Sebastien Pilot. 

Si el guion funciona como un mecanismo funcional lleno de capas complejas, y la técnica se pone a su servicio, el reparto debía estar a la altura de la exigencia. Tenemos a una Laure Calamy, que hace poco la vimos como la alocada Magalie en Las cícladas, de Marc Fitoussi, ahora su personaje está en las antípodas, porque su Stephane es una mujer que trabaja como operaria de conservas de pescado, vive en una habitación de alquiler y mantiene una relación tóxica con una reclusa. La llegada de su padre perdido dará un vuelco a su miserable vida. Le acompañan Doria Tillier en el papel de George, una mujer de armas tomar, siniestra y arribista, que hemos visto en películas de Quentin Dupieux y Nicolas Debos, entre otros. La joven Céleste Brunnquell como Jeanne, la pequeña menos contaminada de esta familia de locas, Verónique Ruggia Saura, que ha estado en las tres películas de Marnier, como Agnes, la criada que no está muy lejos de la Señora Danvers, y muchas saben de lo que hablo, Suzanne Clément como una detenida, amante de Stephane, que nos encandiló en las películas de Xavier Dolan, entre otros, y para terminar, dos grandes y veteranos de la cinematografía francesa como Dominique Blanc y Jacques Weber, en los roles de Louise y Serge, tal para cuál o un matrimonio que se odia más fuerte que el amor que quizás sintieron alguna vez en sus vidas. 

El origen del mal, de Sébastien Marnier, no es una película de esas que agradan a todos los públicos, porque no sólo habla de la familia, sino de una familia en particular, una familia que, salvando las distancias, se parece a las nuestras, aunque sea un poco, que ya es mucho, porque la familia y en este caso, esta familia no es diferente a la nuestra y la de nadie, porque en ella hay de todo, hay personas que se odian a sí mismas y a los demás, hay tensiones, mentiras, secretos, violencia, amor no lo sabemos, o quizás, el amor, en su complejidad, tiene demasiadas caras o quizás, el amor puede ser también eso, querer sin importar las consecuencias, o tal vez, el amor es querer sí, pero no querer a los demás demasiado, como hacen en esta familia, que usan el amor para querer, pero no a los que tienen más cerca, si no a lo que tienen, al maldito parné, que cantaba Miguel de Molina, o al vil metal, que decía Pérez Galdós, el dinero, esa cosa que mezclada con el amor da resultados muy sorprendentes e inquietantes, sino que le pregunten a Stephane y su nueva familia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dialogando con la vida, de Christophe Honoré

EL DUELO A LOS 17 AÑOS. 

“El duelo no te cambia, te revela”.

John Green

Si tuviéramos que resaltar los elementos comunes del universo cinematográfico de Christophe Honoré (Carhaix-Plouguer, Francia, 1970), en sus 15 títulos hasta la fecha, transitan por la juventud, en muchos casos, la adolescencia, en ese intervalo entre la infancia y la edad adulta, la homosexualidad, y la familia como componente distorsionador de todo esos cambios emocionales y físicos. Un cine anclado en la cercanía y en la inmediatez, relatos que vivimos con intensidad, que ocurren frente a nosotros, con personajes deambulando de aquí para allá, una especie de robinsones que están buscando su lugar o su espacio en un momento de desestabilización emocional que los sobrepasa. En Dialogando con la vida, nos sumergimos en la realidad triste y oscura de Lucas Ronis, un adolescente de 17 años que acaba de perder a su padre en un accidente de tráfico. La película se centra en él, en su peculiar vía crucis, alguien que ahora deberá vivir en un pequeño pueblo junto a su madre, Isabelle, pero antes irá a visitar a Quentin, su hermano mayor que trabaja como artista en la urbe parisina. 

El protagonista verá y dará tumbos por París, de manera descontrolada e inestable, y entabla cierta intimidad con Lilio, compañero de piso de su Quentin y también, artista. Como es habitual en el cine de Honoré, la trama gira en torno al interior de sus individuos, a su complejidad y vulnerabilidad, a esos no caminos en un continuo laberinto que parece no tener salida o quizás, todavía no es el momento de tropezarse con ella. La cámara los sigue ininterrumpidamente, como un testigo incansable que los disecciona en todos los niveles, una filmación agitada, mucha cámara en mano, donde el estupendo trabajo de Rémy Chevrin, un habitual en el cine de Honoré, consigue sumergirnos en la existencia de los personajes, sin ser sensiblero ni condescendiente con ellos y mucho menos con sus actos, siempre teniendo una mirada observadora y reflexiva, como el ajustado y detallista trabajo de montaje de Chantal Hymans, otra cómplice habitual, que construye una película donde suceden muchas cosas y a un ritmo frenético, pero que en ningún momento se nos hace pesada o aburrida, sino todo lo contrario, y eso que alcanza las dos horas de metraje. 

La música de Yoshihiro Hanno, del que escuchamos su trabajo en la magnífica Más allá de las montañas (2015), de Jia Zhangke, ayuda a rebajar la tensión y a acompañar el periplo ahogado y autodestructivo, por momentos, que emprende el zombie Lucas. Un drama en toda regla, pero no un drama exacerbado ni histriónico, sino todo lo contrario, aquí el drama está contenido, hace un gran ejercicio de realidad, es decir, de contar desde la verdad, desde ese cúmulo de emociones contradictorias, complejas y ambiguas, donde uno no sabe qué sentir y qué está sintiendo en cada momento, unos momentos que parecen alejados de uno, como si todo lo que estuviese ocurriendo le ocurriese a otro, y nosotros estuviésemos de testigos presenciando al otro. El director francés siempre ha elegido bien a sus intérpretes, recordamos a Louis Garrel y Roman Duris de sus primeros films, que encarnaban esa primera juventud tan llena de vida y tristeza, o la Chiara Mastroianni, de esas otras películas de mujeres solitarias en su búsqueda incesante del amor o del cariño. 

Un gran Paul Kircher, con apenas un par de filmes a sus espaldas, se une a esta terna de grandes personajes, destapándose con un soberbia composición, porque su Lucas Ronis es uno de esos con mucha miga, en un abismo constante, en esa cuerda floja de la pérdida, de la tristeza que no se termina, instalada en un bucle interminable, y esas ganas de gritar y de llorar a la vez, de ser y o ser, de querer y matarse, de tantas emociones en un continuo tsunami que nada ni nadie puede atajar. A su lado, un Vincent Lacoste, en su cuarta película con Honoré, siendo ahora el hermano mayor del protagonista, una especie de segundo padre, o quizás, una especie de amigo que algunas veces es encantador y otras, un capullo rematado. Luego, tenemos a la gran Juliette Binoche, en su primera película con el director francés, en un personaje de madre que debe dejar a su hijo volar un poco, dejarlo estar porque éste necesita enfrentarse a sus miedos y sus cosas, eso sí, estar cerca para cuando lo necesite, porque la necesitará. Y finalmente, el personaje de Lilio, que interpreta Erwan Kepa Falé, casi debutante, una especie de tabla de salvación para Lucas, o al menos así lo ve el atribulado joven, un hermano mayor, aunque no real, sí consciente de su rol, de esa imagen que le tiene Lucas, para bien y para mal. 

Dialogando con la vida no es una película sensiblera ni efectista, las de Honoré nunca lo son, gustarán más o menos, pero el director sabe el material emocional que tiene entre manos y lo maneja con soltura y acercándose desde la verdad, desde lo humano, porque su película viaja por caminos muy difíciles, los que no queremos conocer, no esconde la incomodidad que produce, porque se mueve entre las tinieblas del duelo, ese ahogamiento que nos aprieta y suelta según nuestras emociones, un paisaje por el que tarde o temprano todos debemos pasar, y sobre todo, llevar con la mayor dignidad posible, sin pensar que todo lo que está ocurriendo es trascendental, porque un día, no sabemos cuándo se producirá, un día todo se calmará, todo volverá a un sitio, no al sitio que lo dejamos, porque se habrá transformado y ahora parecerá otro, pero nuestra esencia estará esperándonos, de otra forma, con otros ojos, porque el duelo siempre cambia, y más cuando tienes diecisiete años, una edad en la que ya de por sí estás cambiando, descubriendo ese otro lugar que dura toda la vida, y sobre todo, descubriéndote, lo que sientes, cómo lo sientes, por quién lo sientes y quién quieres ser, ahí es nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA