Bon voyage, Marie, de Enya Baroux

TOCARSE CON EL CORAZÓN. 

“En medio del clamor de la multitud estamos tú y yo, felices de estar juntos, hablando sin decir una palabra”. 

Walt Whitman 

La familia, ese espacio tan cercano como extraño, en el que cada persona se mueve como si estuviera en un lugar inhóspito y salvaje, con algunos momentos de intimidad y otros, en los que andamos perdidos, a la deriva y sin encontrarnos con nosotros y mucho menos, con los demás. La familia es una especie de limbo donde nunca sabes si estás bien o mal, un lugar en el que personas tan diferentes les une una corriente sanguínea, y en la mayoría de los casos, individuos peleados entre sí que no se escuchan ni tampoco se miran. Marie tiene 80 años y tiene una familia disfuncional, como todas, como las demás, tan imperfectas como alejadas. Su hijo Bruno, el eterno adolescente que empieza mil cosas y no acaba nunca en las que va acumulando deudas. Su hija Anna y nieta de Marie, está en esa edad donde ya no juega con muñecas y empieza a darse cuenta del padre irresponsable que tiene y de una abuela que debería visitar más. 

La ópera prima de la actriz y directora Enya Baroux (Francia, 1991), Bon voyage, Marie (en el original, “Iremos” o “Vamos a ir”), con un guion firmado por Martin Barondeau, Philippe Barrière y la propia directora, nos sitúan en Marie, enferma terminal de cáncer que ha decidido ir a Suiza y hacer el suicidio asistido. Se lo cuenta a Rudy, su asistente social, y se lo oculta a su hijo y nieta, que creen otra cosa, y con esas los cuatro emprenden un viaje a la citada Suiza en la vieja caravana del abuelo. Un tragicomedia en el que como las familias, encontramos de todo, momentos duros, otros no tanto, y la mayoría donde los integrantes de esta peculiar familia en la que hay nula comunicación, el mal moderno, se relacionan más o menos, se dicen muchas cosas y se guardan las importantes, como suele pasar. Y así, vamos almacenando kilómetros hasta la Suïsse. La película tiene el aroma de aquella maravilla de Pequeña Miss Sunshine (2006), de Jonathan Dayton y Valerie Faris, en el que una familia que tampoco hablaba de lo importante, emprenden un viaje porque la retoña quiere convertirse en una star del baile. Con perfectas dosis de drama y comedia íbamos descubriendo los matices y detalles de cada personaje. Una delicia. 

La directora que alcanzó fama como actriz en la película El visitante del futuro (2022), de François Descraques, se ha rodeado de un equipo joven como el cinematógrafo Hugo Paturel, que conocemos por haber trabajado en las películas de otra actriz-directora como Luàna Bajrami, que impone una luz clara y muy cercana que acoge con ternura y nada juiciosa esta familia en ruedas, como aquella maravilla que fue Familia rodante (2004), de Pablo Trapero, con la guarda muchas similitudes. La música de Dom La Nena, que tiene trabajos con los directores Julien Carpentier y Julien Gaspar-Oliveri, sabe acompañar con cariño y nada complaciente este viaje en el que veremos de todo, sí, muchos descubrimientos inesperados y otros, algo traumáticos. El montaje de Baptiste Ribrault, del que hemos visto la película Señor (2018), de Rohena Gera, y series como Parlament y Septième Ciel, entre otras que, en sus intensos 97 minutos de metraje, nos van llevando en una travesía que empieza a regañadientes y de morros y pronto, irá revelándose como una especie de confesionario rodante en el que cada uno expondrá lo que es, lo que siente, sus miedos, sus historias y todo lo que le encantaría ser y no se atreve.

Un reparto magnífico encabezado por Hélène Vincent como la querida Marie, con más de cuatro décadas de carrera al lado de grandes como Techiné, Kieslowski, Berri, etc… La vimos recientemente como la protagonista de la fantástica Cuando cae la otoño, de Ozon. Le acompañan Pierre Lottin como el asistente, con el que compartió reparto en la de Ozon, y en Por todo lo alto, de Emmanuel Courcol, David Ayala es el “hijo”, que hemos visto también en Misericordia, Corazones rotos y Érase una vez mi madre, y la recién llegada al mundo de la interpretación Julie Gasquet como la hija rebelde. Si apuestan por ver Bon voyage, Marie, de Enya Baroux, verán que su familia no es tan extraña como piensan que, en todas cuecen habas y en algunas, hasta kilos. Si creen que su familia se lleva la palma, quizás tienen razón, y por eso, no deberían ver la de esta película, porque así verán que, en los momentos más chungos, también puede haber espacio para mirar al otro, dejar de fingir y desembarazarse de hostias, y plantarse frente al otro y expresarse de verdad, abrirse y reencontrarse con el otro, porque, quizás, cuando se nos quite la gilipollez ya sea demasiado tarde. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sálvese quien pueda, de Alexe Poukine

EN LA PIEL DEL OTRO.  

“Antes de curar a alguien, pregúntale si está dispuesto a renunciar a las cosas que lo enfermaron”. 

Hipócrates

Si recuerdan cómo empezaba Todo sobre mi madre (1999), de Almodóvar, con unos doctores realizando un taller de formación con psicólogos en los que se trabaja la empatía y sobre todo, el momento de dar información delicada y difícil. Una situación parecida como la que se vive en la película Sálvese quien pueda (“Sauve qui peut”, en el original), de Alexe Poukine, originaria de Francia e instalada en Bruselas (Bélgica), la historia se centra en los cursos de formación para sanitarios, empezando por una simulación en la que un doctor debe informar a un paciente de su enfermedad, un cáncer que no tiene cura, después estamos con unos estudiantes de medicina, y cómo se recaba la información necesaria para el trato, estudio y posterior diagnóstico de los pacientes, y finalmente, enfermeras y diferentes oficios de la sanidad participan en los diferentes aspectos de su trabajo, los pros y contras y atacan a un sistema demasiado colapsado y privado que prima los beneficios en pos de una salud pública, con más tiempo y atención para cada paciente.

Poukine debutó con Duerme, duerme en las piedras (2013), en la que mediante sus familiares reconstruyen la vida de su tío que murió como vagabundo. También, la conocíamos Lo que no te mata (“Sans frapper”, en el original) de 2019, que también pasó por El Documental del mes, en la que recogía el testimonio de una mujer violada a través de la teatralización de un grupo de mujeres que revivían la experiencia y contaba las terribles consecuencias del suceso. Un contundente documental en la que, sin florituras ni estridencias, se hablada de frente de la violación y los traumas que dejaban en la víctima, en un tono frío, directo y sensible. Usando el mismo aspecto formal, en la que prevalece la cotidianidad, el tono cercano e íntimo y nada impostado, y además, un continuo espacio de diálogo donde cada uno de los integrantes explica sus realidades y en grupo se comparten con la mediación de los profesionales de la psicología. Nos encontramos en Lausana (Suiza), en unos talleres de formación en la que a partir de simulaciones en los que se exponen todos los problemas a los que se enfrentan diariamente los sanitarios, ya sean de orden laboral, con los innumerables recortes y demás aspectos de su trabajo, la falta de herramientas y el poco tiempo para tratar a los pacientes, y los otros problemas, los que tienen que ver con el diálogo con los enfermos, a los que deben de informar de su enfermedad y demás cuestiones que resultan sumamente complejas. 

El tono de Sálvese quien pueda es de frente y sin cortapisas, aspecto que le añade una gran “verdad” en todo lo que se cuenta, con una cámara que capta todos los detalles que allí se producen, tomando la distancia adecuada y sin ser demasiado entrometida, convirtiéndose en un testigo privilegiado y observador que recoge todo aquello que vemos y lo que no, generando un espacio de libertad, sensibilidad y humanidad entre los participantes, con unos profesionales de la sanidad que participan en grupo realizando unos talleres no sólo de formación, sino también de establecer diálogos necesarios y sumamente importantes para hablar de su trabajo, de sus conflictos, y sobre todo, de sí mismos, de sus preocupaciones, miedos, trabas, complejidades y demás situaciones con las que deben convivir diariamente en sus centros de trabajo, donde se trabaja la empatía, la mirada, la caricia y la cercanía ya que deben vivir momentos altamente dificultosos en los que deben lidiar con problemas por la falta de inversión, de recursos y demás, con unas personas enfermas con las que, en muchas ocasiones, exigen un tratamiento y una cura en enfermedades que ya no lo tienen. 

Esta película debería ser de visión obligatoria no sólo como estímulo y ayuda a todos los profesionales de la sanidad, sino también a todo el mundo, porque si no trabajamos como sanitarios, en algún momento de nuestras vidas, vamos a ser pacientes y casi seguro, enfermos. Así que, todos y todas debemos aceptar las reglas del juego y ponernos en la piel del otro y establecer un espacio de empatía, intimidad y miradas que nos ayuden, a unos y otros, a querernos y abrazarnos, y a comprendernos los unos a los otros, y trazar esos puentes de ayuda y tiempo tan necesarios para lidiar con los asuntos tan complejos de la salud y sus procesos. Alexe Poukine sitúa su mirada-cámara en el foco del conflicto, pero no lanza respuestas milagrosas que quizás, muchos esperan con los brazos abiertos. La cosa no va por ahí, va mucho más allá, va de hablar y comunicarse, pero de verdad, tomándonos el tiempo necesario, escuchar en silencio al otro/a, y tender esos puentes necesarios para que unos trabajen con las mejores herramientas y otros, sean atendidos de la mejor forma, sin prisas y con la intimidad necesarias, con el fin de que todos/as vivan sus respectivos roles: los trabajados y los pacientes con la libertad y la sensibilidad acordes para experimentar sus difíciles caminos con amor y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Reinas, de Klaudia Reynicke

ÉRASE UNA VEZ EN… PERÚ. 

“Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”. 

John Dos Passos

La familia es parte muy importante del universo cinematográfico de Klaudia Reynicke (Lima, Perú, 1978), en sus tres películas y miniserie que ha dirigido hasta la fecha. La última es Reinas, coescrita junto a su compatriota el cineasta Diego Vega (que conocemos por ser uno de los creadores de la serie Matar al padre (2018), de Mar Coll), en la que a modo de fábula recoge parte de sus vivencias personales cuando en la Lima del Perú de principios de los 90, ante la gravedad de la situación política dejó el país siendo adolescente junto a su familia 30 años atrás y ha regresado cinematográficamente para contar su visión de aquel tiempo. Por eso, su relato está situado en la mirada de las dos niñas, Lucía y la adolescente Aurora, que si bien están dispuestas a emigrar a Estados Unidos con su madre, después de la aparición de Carlos, su padre que ha estado ausente mucho tiempo. La aparición del padre genera un revuelo en las dos niñas e instan a su madre a quedarse en el país y olvidarse del exilio.

La historia mezcla con inteligencia e intimidad los quehaceres cotidianos de la familia compuesta por las dos niñas, su madre y la abuela, y la situación política tan convulsa y agitada del país, donde lo personal y lo social se exploran de forma sencilla y nada complaciente, entre ese interior de la casa donde vienen familiares y se desarrolla buena parte de la película, y el exterior, de día como un día más, y la noche, muy amenazante y con toque de queda. La habilidad del guion en situarnos con muy poco en los conflictos y tensiones personales debido a la situación del país, y en hacerlo en presente, indagando de forma sutil y nada superficial en ese pasado que no hemos visto pero acabamos conociendo muy bien, tanto la década violenta de los ochenta y, sobre todo, la personalidad de ese padre, tan imaginativo, tan charlatán y tan alejado, que ahora quiere recuperar el amor de sus hijas ante las dudas de Elena, su ex y madre de las niñas, y la abuela, que lo conoce demasiado y por eso lo aleja todo lo que puede. Resulta interesante como la película capta la infancia y la adolescencia a través de las niñas, y ese mundo de los adultos tan preocupado por el país y el miedo a qué pasará. 

La excelente cinematografía de Diego Romero, que ya había hecho con Reynicke las mencionadas Love Me Tender y La vie devant, tiene en su filmografía trabajos con cineastas como Roberto Minervini e Ignacio Vilar, y La bronca (2019), dirigida por el citado coguionista Diego Vega y su hermano Daniel, consigue esa luz tan característica de la época, donde se manifiesta esa intimidad que mencionaba, donde la calidez de lo doméstico contrasta con la luz de afuera, más intensa y ruidosa, donde la agitación del país se nota en cada mirada y cada gesto de los personajes. El magnífico trabajo de montaje que firma el dúo Francesco de Matteis con más de 40 títulos a sus espaldas, y Paola Freddy, que ya había estado a las órdenes de la cineasta peruana, con una amplia experiencia al lado de nombres tan importantes como los de Krzysztof Zanussi, Andrea Pallaoro y Piero Messina, donde todo se mezcla con naturalidad y con buen ritmo, pausado y nada ajetreado, en la que se cuenta la difícil gestión ante los graves acontecimientos en sus 104 minutos de metraje que pasan de forma interesante y nada repetitivos. Sin olvidar algunos temas pop muy del momento como el de Hombres G que bailan en la fiesta. 

Mención especial tiene el extraordinario trabajo del equipo interpretativo con unas grandes actuaciones llenas de transparencia y cercanía, empezando por las dos niñas debutantes que son Abril Gjurinovic como Lucía, la pequeña de la casa y también rebelde, y Luana Vega es Aurora, en plena efervescencia adolescente, con los amores intensos y las amigas para toda la vida. Los adultos son los intérpretes peruanos Gonzalo Molina como Carlos, esa especie de soñador eterno, de aventurero de pacotilla pero parece ser que con gran corazón y con ganas de querer un poco a sus hijas, mientras que Jimena Lindo es Elena, la madre que ha tirado palante a pesar de las dificultades y que está moviendo mar y aire para conseguir la documentación necesaria, venciendo mil y un obstáculo burocrático, para salir del país y empezar de nuevo muy lejos de allí, antes que la situación se ponga peor. La gran Susi Sánchez hace de abuela, una matriarca observadora y acompañante que sabe muy bien de qué pie calza el susodicho padre de las niñas, una mujer que ha vivido demasiado para saber y conocer a los demás. Y finalmente, una retahíla de actores y actrices peruanos que interpretan de forma sencilla y natural.

La película Reinas se ha producido gracias al esfuerzo y el trabajo de tres países como Perú, Suiza, ciudad de exilio de la directora, y España, a través de Inicia Films de Valérie Delpierre, siempre tan atenta al talento como ha demostrado con Carla Simón, Pilar Palomero, David Ilundaín, Estibaliz Urresola, Àlex Lora y Enric Ribes, entre otros. La cinta de Reynicke no está muy lejos de cineastas como Lucrecia Martel y su inolvidable La ciénaga (2001), peliculón paradigma que ha abierto muchas puertas y ha ayudado a otro cine como el de Albertina Carri, Milagros Mumenthaler, Julia Solomonoff, Mariana Rondón, Tatiana Huezo, Dominga Sotomayor, entre otras, que han explorado la familia, la política y demás asuntos tan arraigados a su continente. No dejen escapar una película como Reinas, de Klaudia Reynicke, porque conocerán aquellos años convulsos del Perú de principios de los 90 y además, verán cómo los gestiona una familia desde sus diferentes miradas, de la infancia, la adolescencia, la adultez y la vejez, en su lucha por seguir viviendo con dignidad, aunque sea dejando su tierra para empezar de nuevo en otro país, en otro idioma y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Delphine Lehericey y María La Ribot

Entrevista a Delphine Lehericey y La Ribot, directora y actriz de la película «Nuestro último baile», en el Exe Plaza Catalunya Hotel en Barcelona, el lunes 4 de marzo de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Delphine Lehericey y La Ribot, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a Philipp Engel, por su gran labor como intérprete, y a Alexandra Hernández de LAZONA Cine, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nuestro último baile, de Delphine Lehericey

BAILAR POR AMOR. 

“Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos”,

Georg Christoph Lichtenberg

Un par de películas protagonizadas por adolescentes que están descubriendo el amor y el sexo, y también, la oscuridad y la complejidad del mundo de los adultos. Por un lado, tenemos Puppylove (2013), con Diane de 14 años, a la que su vida dará un vuelco con la llegada de una nueva vecina inglesa que la despertará demasiado deprisa. Por el otro, El horizonte (2019), con Gus de 13 años que, en el verano del 76, vivirá el hecho traumático de ver cómo la vida de su familia de granjeros se termina. Ambas están dirigidas por Delphine Lehericey (Neuchâtel, Suiza, 1975), que, en su tercer largometraje Nuestro último baile (Last Dance, en el original), se va al otro extremo de la vida, a la madurez, a la de Germain, un jubilado de 75 años que acaba de enviudar. Aunque pueda parecer que la directora suiza está hablando de cosas antagónicas, la cosa no es así, porque tanto los adolescentes como el jubilado tienen mucho que ver, mucho diría yo, porque comparten el mismo espíritu indomable ya que los tres comparten la ilusión y la energía por dejarse llevar siendo conscientes que la vida les está ofreciendo nuevas y ricas oportunidades. 

La trama es sencilla. Germain lleva a cabo la promesa que se hicieron con su esposa, que consiste en que el superviviente del otro/a, se hará cargo de su sueño. Así que, el hombre no tiene más obligación que ponerse a bailar danza contemporánea, sin complejos ni miedos. al pobre jubilado, al que los hijos sobreprotegen después de su pérdida, que no dejan en paz, con horarios, preocupaciones y tuppers sin freno. La promesa le viene al pelo para huir de su familia y volver a ilusionarse y empezar de nuevo, tantas veces haga falta. El tono de la película no es nada serio ni mucho menos profundo, no hace falta para profundizar y reflexionar sobre la vida en la madurez, porque Germain hace lo que debe hacer, a pesar de su dificultad y nervios, porque el amor hacia su mujer fallecida, le empuja para atreverse con lo que haga falta. Un marco como evidencia la sensible e íntima cinematografía de Hichame Alaouié, que ha trabajado con grandes de la cinematografía francesa como Joachim Lafosse y François Ozon, entre otros, en una trama en la que abundan los interiores, unos espacios que definen los sentimientos contradictorios de los personajes, sobre todo, del actor principal. 

La música de Nicolas Rabaeus, que ya trabajó con Lehericey en El horizonte, aporta un plus determinante porque ayuda a definir esos dos mundos por los que se mueve Germain, el de la danza y sus nuevos “colegas”, y el de su familia, tan recta, tan controlada, que oculta su nueva actividad. El montaje que firma Nicolas Rumbo, del que hemos visto las extraordinarias Un pequeño mundo, de Laura Wendel y El caftán azul, de Maryam Touzani, es un alarde de ritmo y naturalidad, porque sus fantásticos 84 minutos de metraje se nos pasan volando, y además, van situando la comicidad y la emocionalidad con pausa y sin prisas, en su justa medida y cuando toca. Aunque esta película no sería lo que es sin la magnífica elección del actor principal que encarna al juguetón y reposado Germain. Lo de François Berléand es un auténtico lujo, un actor veterano que ha participado en más de 100 títulos al lado de nombres que han pasado a la historia como Louis Malle, Jerzy Kawalerowicz, Bertran Tavernier, Claude Berri y Claude Chabrol, entre muchos otros, y personajes tan recordados como el del director del colegio de Los chicos del coro. Su Germain es todo un alarde de concisión y sobriedad, si alguno todavía no lo conoce, esta película es una buena forma de comenzar a conocerlo, porque el actor francés mira y se mueve con arte y gracia, incluso cuando no sabe y vemos que le cuesta. 

Germain es un tipo mayor con espíritu muy joven como evidencian las secuencias donde hace más migas con los nietos que con los hijos, tan pesados, tan preocupados y tan atosigantes. A Monsieur Berléand le acompañan una retahíla de buenos intérpretes muy heterogéneos y bien escogidos que arman un buen plantel que transmiten naturalidad y transparencia. Empezamos por la fantástica La Ribot, la prestigiosa bailarina y coreógrafa madrileña de danza contemporánea, que debuta en el cine, Kacey Mottet Klein, un colega del baile, que hemos visto en películas de Ursula Meier y Andre Techiné, Déborah Lukumuena es una bailarina negra y grande que se mueve de maravilla, que estaba en Las invisibles y Entre las olas, Astrid Whettnall, también bailarina, que vimos en Madame Margueritte y en Road to Istanbul, de Rachid Bouchareb. Los “hijos” son la actriz suiza Sabine Timoteo, con un carrerón al lado de directores tan potentes como Petzold, Glawogger y Rohrwacher, y el belga jean-Benoît Ugeux, con más de 30 películas y finalmente, la esposa que no puedo seguir bailando que es una gran dama del cine francés que ha trabajando con Garrel, el citado Lafosse, Jacquot, Assayas y Akerman. 

Les digo de verdad que una película como Nuestro último baile, dentro de su marco ligero, que no facilón, de su innegable transparencia, que huye del dramatismo y la sensiblería de algunas historias sobre la vejez, porque lo que se cuenta y el cómo se hace, se hace desde la verdad, el cariño y la dificultad, no te dice que sea fácil, sino que hay que seguir remando aunque cuesta más. Es también una inolvidable historia sobre el amor y sobre que significa amar, que en estos tiempos, tan líquidos, ya se nos ha olvidado que es amar. No es una obra sobre la vejez, que lo es, sino también, sobre la vida y todos esos deseos e ilusiones que todavía nos quedan por hacer, aunque todavía no sepamos cuáles son, y no es para nada una película lacrimógena, todo lo contrario, nos habla de vivir, de seguir trabajando por lo que deseamos, y sobre todo, es una película sobre nosotros y nuestro entorno, los que están con nosotros, para las buenas y las malas, y todas esas personas que nos quedan por conocer que son muchas, si seguimos ilusionándonos por todo eso que nos pasa y nos pasará a pesar de todos aquellos que ya no seguirán con nosotros, por las circunstancias que sean, porque estén o no estén, la vida continúa y nosotros con ella, sea riendo, cantando, bailando o lo que sea, y si no, que se lo digan a Germain. !Vaya tipo¡. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Francesc Garrido, Joan-Marc Zapata y Agustina Leoni

Entrevista a Francesc Garrido, Agustina Leoni y Joan-Marc Zapata, intérpretes y director de la película «El color del cielo», en los Cinemes Girona en Barcelona, el martes 18 de octubre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Francesc Garrido, Agustina Leoni y Joan-Marc Zapata, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sandra Carnota de Begin Again Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El color del cielo, de Joan-Marc Zapata

EL TIEMPO QUE FUIMOS.

“Nunca renuncies a pensar que te mereces algo mejor”.

Recuerdan al personaje de Rick que hacía Bogart en Casablanca, totalmente abatido por la casualidad, lamentándose porque Ilsa, su amor perdido en París, volvía a cruzarse en su vida entrando en su café americano. Una situación parecida les ocurre a la pareja protagonista de El color del cielo, la opera prima de Joan-Marc Zapata (Barcelona, 1989), porque ella, Olivia Brontë, una actriz de éxito internacional, vuelve a reencontrarse con alguien de su pasado, con él, Tristán del Val, un afamado filósofo existencialista, con el que tuvo un romance cuando eran jóvenes y soñaban con ser seres diferentes a lo que son ahora mismo. El lugar que los vuelve a cruzar es un lujoso hotel suizo, cercano a la ciudad de Lucerna. Zapata ha dirigido cortometrajes que han tenido recorrido internacional, como Bright side in D Minor (2018), que protagonizaban Núria Prims y Francesc Garrido, en el que nos hablaba de un matrimonio roto por la muerte de su hijo.

Para su debut en el largometraje, vuelve a contar con Garrido, y parte de su equipo como el productor Ivan Geisser, el editor Lluís Van Eeckhout, que vuelve a coescribir el guion junto al director, y el cinematógrafo Álex Pizzigallo, a los que se les une Marc Orts, una eminencia en el sonido, que tiene en su filmografía más de 150 títulos y nombres tan importantes de nuestro cine como Almodóvar, Isaki Lacuesta y Juanjo Giménez Peña, entre otros. Estamos ante una película que cuida con detalle la imagen con el formato de 4/3, que ayuda a profundizar en esas vidas rotas de los personajes, esas existencias perdidas y vacías, que se mueven entre dos mundos, aquello que se ve y aquello otro que ocultan. Como el especial y preciso trabajo de montaje que condensa con buen ritmo y pausa los ochenta y nueve minutos de metraje. El exquisito trabajo de sonido, en el que podemos escucharlo todo, hasta los detalles más superfluos, en ese espacio que asfixia a estos individuos que parecen estancados, sin alma. Un lugar tan gélido por el que se mueven los personajes, un espacio de lujo, pero totalmente desangelado, en ocasiones, fantasmal, donde todos los movimientos parecen obedecer al automatismo, a seres mecánicos, vacíos de vida, de ilusiones y simplemente, están sin más.

El color del cielo  es elegante en su forma y su fondo, con momentos de auténtica emoción, como ese paseo matinal por Lucerna, y ese paseo en barco observando la ciudad, con otros más tristes como todos esos instantes en el coctel del seminario de filosofía, o esos otros en la playa, una playa que parece cualquier cosa menos un lugar agradable. Aunque hay que resaltar que la película sería otra muy diferente sin la inmensa y magnífica pareja protagonista, que dotan de fragilidad y naturalidad a unos personajes que parecen haber conseguido muchas cosas en la vida, pero en realidad, se sienten vacíos, extraños de sí mismos y envueltos en una existencia que no desean y además, sienten que quieren huir de ella y sobre todo, de ellos mismos. Hacía tiempo que no veíamos a Marta Etura tan estupenda en una película, porque sabe transmitir toda esa coraza de éxito que solo sirve para esconder tanta desesperación y amargura, y frente a ella, un gran Francesc Garrido, que nunca está mal, volviendo a apostar por gente que empieza como hizo en Asamblea (2018), de Álex Montoya y en Occidente (2020), de Jorge Acebo Canedo, en otro personaje para enmarcar, ahora un hombre de pensamiento, pero también atrapado en una vida que no desea, que le arrastra a algo que le desespera, en fin, una vida que quería y ahora odia, con ese momentazo del cigarrillo y la explicación que acompaña, tantas cosas se pueden decir con esa interpretación de temple y sabia que es oro puro.

La presencia de Agustina Leoni, que debuta en el cine con un personaje que actúa como testigo de este reencuentro, con ese rol de youtuber desatada obsesionado con likes, que tiene esos increíbles momentos de miradas con los dos protagonistas, que dicen tanto de lo que hay en su interior sin emitir ningún diálogo. El color del cielo bajo su apariencia de elegancia y ambiente lujoso, oculta unas existencias amargas, vidas que deseaban tanto lo que tienen y se les olvidó de ser, de psicoanalizarse para no perder lo que fueron, como queda claro en toda esa secuencia donde se habla tanto de todo lo que había y ahora solo son meras sombras o cenizas. Una cinta que nos habla, que nos interpela al espectador, a todos nosotros, que algunos ansían una vida material, una vida de tener y no de ser, que al fin y al cabo es lo que hace que seamos y sobre todo, sintamos, porque Olivia, Tristán y Alabama no dejan de ser fachadas sin alma, meras existencias que se quedaron en el camino, que ya no les llena nada, que siguen buscando y olvidaron buscarse, que esa felicidad que se suponía que iban a conseguir se quedó perdida en algún lugar que ahora no recuerdan, y andan cansados de ser quiénes no son, y llamando a gritos sordos a la persona que un día fueron y si querían, quizás todavía estén a tiempo de recuperarla, o quizás, ya están demasiado ensimismados en todo lo que tienen y ya no hace falta. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

https://youtu.be/m2BfXOyPMuM

Olga, de Elie Grappe

LO PERSONAL VS. LO COLECTIVO.

“Lo más importante del deporte no es ganar, sino participar, porque lo esencial en la vida no es el éxito, sino esforzarse por conseguirlo”.

Barón Pierre de Coubertin

En abril de 2015, en un ciclo de Cine contemporáneo polaco que tuvo lugar en la Filmoteca de Cataluña, visioné la película Mundial. Gra o wszystko, de Michal Bielawski. Un documental que se aproximaba a la experiencia de la selección polaca del fútbol en el Mundial del 82 celebrado en España, mientras en su país había protestas, ley marcial, militares en las calles y opositores inundando las cárceles. Una extraordinaria exploración sobre el deporte y la política, sobre lo personal y lo colectivo. Un proceso parecido al que ha realizado el  cineasta Elie Grappe (Lyon, Francia, 1994), que después de dirigir un cortometraje sobre danza, inmediatamente después codirigió un documental sobre una orquesta, donde conoció la experiencia de una violinista ucraniana que llegó a Suiza justo antes del Euromaidán (el nombre al que se le dio a las revueltas y protestas del pueblo ucraniano, entre noviembre 2013 y febrero de 2014, que derrocaron al presidente Víktor Janukóvich). A partir de esa idea nació Olga, su primer largometraje.

Con un guion de Raphaëlle Desplechin (del que hemos visto películas tan interesantes como Tournée, de Mathieu Amalric o Curiosa, de Lou Jeunet, entre otras), con el protagonismo de la citada Olga, una niña ucraniana de quince años, gimnasta de élite que debido a los ataques que sufre su madre periodista opositora al gobierno, es enviada a Suiza, la patria de un padre que apenas conoció, y a seguir entrenando para participar en el Campeonato de Europa que sirve de preparación para los Juegos Olímpicos. El director francés fusiona extraordinariamente el documento, rescatando imágenes reales de las protestas grabadas con el móvil por los propios manifestantes ucranianos con esas otras imágenes construidas para la película, que también podrían enmarcarse en el documento, ya que utiliza gimnastas de élite, pero pasado por el filtro de la ficción, creando un relato de muchísima fuerza, tensión, ejemplar naturalidad y sobre todo, una brillante y concienzuda aproximación a la complejidad de una persona exiliada por obligación y compitiendo, mientras su país está en mitad de un proceso revolucionario histórico.

Una apabullante cinematografía de Lucie Baudinaud, que ya estuvo en Suspendú (2015), cortometraje de Grappe, en la que sobresale su férrea cercanía, en la que filma los rostros, los cuerpos y el movimiento de las gimnastas. El estupendo montaje de Suzana Pedro, consigue sumergirnos de forma brutal e inmersiva tanto en ese mundo interior contradictorio y lleno de tensión en el que vive la protagonista, tanto en lo emocional, recibiendo esas imágenes, los videos con su madre y Sasha, su amiga y también gimnasta, como en lo físico, con sus duros entrenamientos, sacrifico y fuerza, y ese espacio de Magglingen, sobre Biena, encerrada en esas meseta estrecha de duro invierno y aislada. El magnífico trabajo interpretativo de la debutante Anastasia Budiashkina en la piel de la antiheroína que, al igual que Sabrina Rubtsova, que se mete en la piel de la citada Sasha, pertenecen al equipo de reserva de la selección de Ucrania de gimnasia, situación que le da a la película y a lo que está contando una verosimilitud y una intimidad extraordinarias, al igual que ocurre con el resto del reparto, todos son integrantes de equipos de gimnasia de élite, tanto preparadores como deportistas.

Estamos ante una película llena de matices, de complejidades y de una honestidad profunda y bien construida, donde no hay buenos ni males, ni ese odioso mensaje de superación ni nada que se le acerque. Aquí hay verdad, a través de la ficción, pero una ficción que podría ser la de cualquier persona que se halle en una situación tan difícil y dolorosa como la que vive Olga, una niña que se va a hacer mayor de repente y de forma intensa, y como pasa en estos casos, todo será traumático, violento y tremendamente tortuoso, una experiencia que la joven la vivirá como puede, entre dos aguas, entre su país, entre todo lo que ha quedado allí, su madre, su amiga del alma, sus raíces, su vida, contra donde está ahora, un exilio forzoso, una salvación que deberá gestionar emocionalmente y físicamente ente durísimos entrenamientos, un nuevo idioma del que no entiende la jerga y una nueva vida, que no resultará nada sencilla debido a los conflictos emocionales en los que está inmersa. Una protagonista que a pesar de los inconvenientes en los que se encuentra inmersa, demostrará una grandísima fuerza y compromiso ante todo y todos. Olga es una película que deberían ver todos los estudiantes y deportistas del mundo, porque no solo se acerca a la vida y al deporte como es, con sus alegrías, tristezas y vuelta a empezar. Toda una enseñanza y lo hace desde la humildad y la humanidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La chica y la araña, de Ramón y Silvan Zürcher

LA MUDANZA DE LISA.  

“Era la vida lo que los separaba, la sangre que bombeaba aún con demasiada fuerza”

“Nadie está a salvo” (2011), de Margaret Mazzantini

En la edición número veinte de l’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona, me llamó muchísimo la atención una película alemana de título Das merkwürdige Kätzchen, que se llamó El extraño gatito, de Ramón Zürcher (Aarberg, Suiza, 1982), una extraña comedia absurda, surrealista y cotidiana sobre una excéntrica familia en Berlín. Nueve años después vuelvo a encontrarme con una película de Zürcher, que ahora escribe y dirige junto a su hermano gemelo Silvan, y nos vuelve a deleitar con otra película con una estructura muy parecida a la anterior. La acción es sencilla y muy minimalista, nos encontramos en un par de días y su noche, en la que Lisa, una joven deja su piso compartido con Mara y Markus, para irse a vivir sola. La acción es muy activa y tremendamente física, porque asistimos a los quehaceres cotidianos de una mudanza en la nueva vivienda, donde unos van y vienen, el ruido de los golpes, los muebles y demás enseres arrastrándose y el trasiego de los habitantes que allí se encuentran, con la inclusión de los vecinos alertados que entran a ver qué ocurre.

Una coreografía serigrafiada en el que abundan los géneros mezclados, porque encontramos tragicomedia, amistades que se rompen, amores que parecen empezar, tensiones y encuentros sexuales, y ese marco de cuento de hadas urbano e íntimo, donde se mezcla el movimiento físico, las penetrantes miradas que se dedican unos a otros, y una cámara generalmente muy estática que recoge todo ese mundo y submundo que está sucediendo en directo para nosotros. Durante la noche, se celebra una fiesta en el piso que deja Lisa, en el que muchas cosas abiertas durante la mañana se resolverán y otras se abrirán entre los diferentes personajes, y la incorporación a la trama de unas vecinas. Vemos la película desde la posición emocional de Mara, extraña y esquiva, que está pero no ayuda ni mucho menos participa en el trabajo observa detenidamente, habla poco, mira muchísimo más. La película no necesita del diálogo para exponer los conflictos que están, lo desenvuelve casi todo mediante las miradas y el sonido, añadiendo música de piano de Philipp Moll, el vals bielorruso “Gramophone”, de Eugene Doga, que actúa como visagra de los diferentes actos de la acción, y el tema ochentero “Voyage, Voyage”, de Desireless, que rastrea con suma delicadeza el estado emocional de Mara.

El arrollador y extremo dispositivo ayuda a generar ese espacio doméstico convertido en un enredado laberinto emocional, generando las múltiples tensiones y conflictos emocionales, así como las pulsiones sentimentales y sexuales entre los personajes, entre la herida de la separación entre Lisa y Mara, el deseo sexual entre Astrid, la madre de Lisa y Jurek, el jefe de mudanzas, la atracción entre Jan, el ayudante de mudanzas y Mara, la tensión sexual entre Markus y Kerstin, la vecina de abajo, y las neuras gatunas, otra vez un gato en el relato, de Ms. Arnold, la anciana rarísima del piso de arriba. Todo funciona con brillantez y armonía desde la grandísima cinematografía de Alexander Haiskerl, que repite con los Zürcher, el tremendo trabajo de montaje que estructura ritmo y agilidad a una película de noventa y ocho minutos de metraje que firman Katharina Bhend y Ramón Zürcher, el trabajadísimo sonido que apabulla y genera un nerviosismo atroz en el espacio que firman Balthasar Jucker y Luces Oliver Geissler. Una película casi en su totalidad de interiores, de espacios reducidos y tensos, en el que hay algún que otro momento exterior en el que los personajes miran hacia la vida en la calle, o ese otro fantástico con las miradas entre los del piso y la camarera a través del gran ventanal de la cafetería. Un grandísimo reparto que compone con naturalidad, sutileza y calidez unos personajes complejos y muy callados, en el que encontramos a Henriette Confurius como Mara, Liliane Amuat es Lisa, Ursina Lardi como Astrid, Flurin Giger es Jan, Dagna Litzenberger Vinet es Kerstin, Lea Draeger es Nora, entre otros.

Estamos ante una narración directa, que está ocurriendo en ese momento y muy acotada en el tiempo, a penas veinticuatro horas en la vida de estas personas, eso sí, pocas horas que marcará el final de una etapa importante en Lisa y Mara y el comienzo de otra, otra en la que ya no estarán juntas, otra que empezará con la añoranza del pasado y la vulnerabilidad ante un tiempo incierto y misterioso, como marcan las ensoñaciones con la antigua morada de la habitación de Lisa, que se supone que es una camarera de barco, o los flashbacks que remiten a un tiempo extinguido, un tiempo pasado que no volverá. Los directores se acogen a la influencia de películas como Estaba en casa, pero… (2019), de Angela Schanelec, a la que podríamos añadir Del inconveniente de haber nacido (2020), de Sandra Wollner, y las relaciones que construía con sutileza y tensión el genio de Rohmer, donde todo parecía ligero pero encerraba una fuertísima tensión entre los personajes, y los silencios incomodísimos de Bresson y Antonioni, en los que los individuos decían mucho más que con las palabras. Aplaudimos y celebramos que la distribuidora Vitrine Films apueste por películas como La chica y la araña, porque no solo aportan una visión del cine muy personal, sino que captura la vida, sus conflictos, sus heridas, su fugacidad y su feroz vulnerabilidad e incertidumbre de forma sencilla, muy plástica y excelente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pájaros enjaulados, Oliver Rihs

HASTA QUE ESTEMOS MUERTOS O LIBRES.

“Decir la verdad es siempre revolucionario”

Antonio Gramsci

Resulta muy curioso que, las tres últimas películas provenientes de Suiza que se han estrenado entre nosotros están basadas en hechos reales, y todas tiene al estado represor como protagonista. La primera, El orden divino (2017, Petra Biondina Volpe), sobre un grupo de mujeres que se alzan contra la prohibición de votar en el país en 1971. La segunda, Mis funciones secretas (2020, Micha Lewinsky), centrada en el escándalo que supuso que en 1989, el estado espiará a un grupo de teatro de izquierdas). Y ahora, nos llega el caso de Barbara Hug, una afamada abogada de izquierdas, y su relación con Walter Strüm, el apodado “rey de las fugas”, durante la década de los ochenta. Las dos son personas que arrastran el peso traumático de familias que no los quisieron, y luchan contra esos demonios rebelándose contra un estado que oprime y violenta a todos aquellos que se levantan ante las injusticias, como deja clara la secuencia de apertura de la película, con esa manifestación de protesta y la policía atentando y deteniendo violentamente a muchos de los manifestantes, y mientras, Strüm aprovecha el desorden para escapar.

El director Oliver Rihs (Männedorf, Suiza, 1971), lleva más de dos décadas produciendo y dirigiendo películas. Con Pájaros enjaulados (que tiene el subtítulo: “Hasta que estemos muertos o libres”), séptimo título de su filmografía, construye una película edificada en aquella Suiza que pretendía ser moderna, y seguía manteniendo cárceles siniestras donde se torturaba indiscriminadamente a los presos, amén de una represión contra todo aquel que protestaba ante los abusos de poder. La película, muy bien ambientada y llena de detalles históricos, nos sitúa en un despacho de abogados idealistas que defienden a todos los activistas de izquierdas, en el que sobresale la figura de Barbara Hug, “Babs”, como la llaman sus camaradas, una mujer de salud delicada por sus problemas renales, que necesita de diálisis y una muleta para caminar, se erige como una sólida y luchadora nata contra el estado y la misión de acabar con el sistema penitenciario de la edad media, y encuentra, por azares del destino, la figura de Walter Strüm, encantador y atractivo, además de un célebre preso, con el récord de fugas y atracos a bancos de la historia de Suiza. Un tipo que le servirá para luchar mejor contra ese sistema represor.

La cinta consigue una atmósfera acogedora y muy íntima, describiendo con naturalidad y detalle todo el activismo político de izquierdas en aquella Suiza ochentera, con las continuas idas y venidas a la vecina Alemania, con la presencia de la RAF, la facción del Ejército Rojo, las casas comunas del partido y demás componentes, un gran grupo de idealistas que a su manera creyeron que las cosas podían ser de otra manera. Pájaros enjaulados es una película muy física, siempre está en continuo movimiento, los personajes envueltos en una energía desbordante, van de aquí para allá, movidos por sus inquietudes y su fuerza de lucha incansable. La película nos habla del concepto de libertad, de esa idea compleja de ser o sentirse libres, y lo hace bajo dos formas muy diferentes pero que en cierta manera, se atraen, personalizadas en las figuras de Hug y Strüm, dos personas que ven la libertad desde conceptos muy alejados, que se pasaron su vida luchando para conseguirla, aunque como suele ocurrir, una se siente más libre cuando trabaja para algo que cuando finalmente se consigue.

Otro de los elementos que más brilla en la película, y más en una película de estas características es la interpretación de todos los personajes, unos individuos de carne y hueso, alejándose al máximo de esa idea romántica de los ideales políticos y demás, con sus relaciones, discusiones y conflictos. Destacan las composiciones de Jella Haase, como una joven idealista, Philippe Graber, al que ya vimos protagonizando la citada Mis funciones secretas, como un compañero abogado de Hug, Anatole Taubman como uno de esos fiscales fascistas del estado, Bibiana Beglau, como una líder del activismo de izquierdas alemán, Pascal Ulli, otro de los compañeros abogados de Hug. Una gran pareja protagonista. Por un lado, se encuentra Joel Basman, que le hemos visto en películas de Andreas Dresen, y en Vida oculta, de Malick, se mete en la piel del escurridizo y encantador delincuente Strüm, un tipo complejo, machacado emocionalmente por su pasado y su difícil relación con su padre, es un hombre independiente, un culo inquieto, y alguien que entendía la libertad como una forma de ser, individual y egoísta.

Frente a Basman, tenemos a Marie Leuenberger, la actriz berlinesa que ya nos encantó como protagonista en la mencionada El orden divino,  metida en la piel y el rostro de la fascinante Barbara Hug, con ese cuerpo herido, y esa mente inquieta e inteligente, atrevida y compleja, que no decae en ningún instante, con su fortaleza y su vulnerabilidad, atraída por completo con la figura de Strüm, independiente y cercana, una de esas mujeres anónimas que cambiaron muchas cosas y la historia no las reivindica como se merecen. Rihs ha construido una estupenda película, porque no embellece y heroiza a sus protagonistas, sino que los presenta con sus virtudes y defectos, con todo lo que son y sobre todo, su humanidad, no los acerca y los mira de frente, a su altura,  que nos acerca a dos figuras que no conocíamos, y además, nos hace reflexionar sobre todas aquellas personas que antes que nosotros se preguntaron que es la libertad, y no solo eso, se activaron con luchas, reivindicaciones y su férreo activismo para si no alcanzarla, acercarse a ella lo máximo posible. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA