No se admiten perros ni italianos, de Alain Ughetto

LUIGI Y CESIRA, MIS ABUELOS. 

“(…) Mis únicos amigos eran la plastilina, el pegamento, las tijeras y el lápiz. Hoy, siento la magia de esas formas en las manos contando una historia, una historia que viene de lejos, muy lejos. Mi padre contaba que en Italia había un pueblo llamado Ughettera. Allí todos tenían el mismo nombre que nosotros. Ughettera, la tierra de Ughetto. Todo empezó aquí, a la sombra del Monte Viso. Mi abuelo y mi abuela vivían en una casa como esta…”

Durante la presentación de su última novela Volver a dónde, el escritor Antonio Muñoz Molina mencionó la frase: “Todo lo que somos lo debemos a otros”. Una frase que casa totalmente con la película No se admiten perros ni italianos, de Alain Ughetto (Francia, 1950), el cineasta especializado en animación, del que conocíamos títulos como los cortometrajes La fleur (1981), L’échelle (1981), La boule (1984), y el largometraje Jasmine (2013), una historia de amor y revolución en la Francia de finales de los setenta. Con su nuevo largometraje, Ughetto echa la vista atrás y establece un ríquisimo y vital recorrido por la historia de sus abuelos, Luigi y Cesira, que abarca unos cuarenta años de vida. 

Hay muchísimos elementos que hacen de la película una verdadera maravilla, empezando por su visualidad, con estos muñequitos animados con la técnica de stop motion, sus leves movimientos, todos los detalles que llenan cada plano y encuadre, y sobre todo, la mezcla finísima entre historia e intimidad, entre dureza y sensibilidad, entre realidad y magia, entre los que encontramos toques de poesía, belleza y crueldad. También, tiene especial singularidad la forma que nos cuenta el cineasta su película, porque establece un maravilloso diálogo ficticio entre su abuela Cesira (que hace la actriz Ariane Ascaride) y él mismo Alain, un diálogo de todas aquellas lagunas, secretos y olvidos que hay en todas las familias. Un diálogo en el que van interviniendo los demás personajes, y en el que además, existe una interacción mutua en el que se pasan objetos unos a otros, y viceversa. No se admiten perros ni italianos, brillante título para está fábula y vital que recorre los primeros cuarenta años de Italia y Francia y sobre todo, la de la inmigración italiana, con sus durísimos trabajos labrando la tierra, picando piedra para abrir nuevos caminos, torpedeando y escarbando la montaña para abrir túneles y extraer carbón, y demás, las nefastas guerras como la del 1911 de la Italia colonizadora en Libia, pasando por las dos guerras mundiales, el aumento de la familia, y los años que van pasando. 

Un relato escrito por Alexis Galmot (que ha trabajado en películas de Cédric Klapisch y Anne Alix, entre otras), Ane Paschetta (que se ha especializado en documentales tan interesantes como A cielo abierto), y el propio director, donde construyen una película cercana y muy íntima, de las que se clavan en el alma, por su asombrosa sencillez y capacidad de concisión y brevedad para albergar toda una amalgama de historias y personajes y situaciones y circunstancias para una duración de apenas 70 minutos en un grandísimo trabajo de montaje de Denis Leborgne, así como el ejemplar empleo de la cinematografía por parte del dúo consumado en animación del país vecino como Fabien Drouet (que estuvo en el equipo de La vida de calabacín) y Sara Sponga (que hizo las mismas funciones en el film Nieve, entre otros). Toda la belleza y tristeza que contienen las imágenes de la película no se verían de la misma forma sin la excelente y sencilla música de un maestro como Nicola Piovani, cada mirada y gesto de la película, en una película en la que abundan, junto a la música del músico italiano adquiere una sonoridad y majestuosidad sublime, dotando a la historia de una capacidad maravillosa para universalizar un relato íntimo de gentes sencillas y del campo, en uno de los mejores trabajos de composición y ritmo de uno de los grandes de la cinematografía italiana con una trayectoria que abarca más de medio siglo con más de 150 títulos, con los más grandes del cine italiano como Antonioni, Fellini, los Taviani, Bertolucci, Monicelli, Bellocchio, Amelio, Moretti, y muchos más. 

No se admiten perros ni italianos está a la altura de grandes obras sobre la familia y la inmigración como Rocco y sus hermanos, de Visconti, América, América, de Kazan, Los inmigrantes, de Troell, los primeros momentos de El padrino II, de Coppola, Lamerica, de Amelio, entre otras, en las que se habla de las personas como nosotros, personas que recorren medio mundo para encontrar ese lugar que les dé tierra para trabajar, comer y crecer. La película de Ughetto también se puede ver como una película de viajes, porque acompañamos la desventura de Luigi y sus dos hermanos por su Ughettera natal, pasando por tierras francesas como Ubaye, Valais, el valle del Ródano, Ariège y Drôme, etc… Idas y venidas por cuarenta años de vida, de ilusiones, de esperanzas, de tristezas, de trabajo duro, de guerras, de pérdidas, de despedidas, de amores y desamores, de hijos, de partidas y regresos, de fascismo, de nazis y cambios, de un tiempo que pasó, que el director francés de origen italiano recupera en forma de fábula sin huir de la dureza de los tiempos, de los cambios inevitables de la vida, de todo lo que deseamos y todo lo que somos al fin y al cabo. 

Sólo nos queda decir, si ya no están convencidos, que no deberían perderse una película como No se admiten perros ni italianos, porque entra de lleno en el olimpo de las mejores películas de animación y del cine en general y en particular, porque les hará soñar con ese cine que ha hecho grande el cine, que sin dejar de fabular puede ser brillante, rigurosamente visual, y también, contarnos una historia profunda y reflexiva, recorriendo la historia, la que pasa delante de nosotros y la nuestra, aquella que empieza cuando se cierra la puerta del hogar, y tanto como una otra nos afecta, nos interpela, en ambas somos protagonistas y testigos. La película de Alain Uguetto no sólo es una obra sobre la memoria y la melancolía de un tiempo, devolviendo a sus abuelos un protagonismo, una vida que él apenas vivió, y el cine con su magia y su camino de regresar fantasmas, que también lo es, hace posible lo imposible, y volvemos a aquella vida y conocemos a Luigi, sus hermanos y su familia, a Cesira, la francesa, y la familia que forman, todos los lugares que recorren y los hogares que forman, con los hijos que van llegando y otros que van marchando, en fin, la vida, eso que pasa mientras nosotros estamos aquí, porque otros antes lo hicieron posible, no lo olvidemos, recordémoslo, antes que sea demasiado tarde. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Juan Sebastián Vásquez y Alejandro Rojas

Entrevista a  Juan Sebastián Vásquez y Alejandro Rojas, directores de la película «Upon Entry», en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 7 de junio de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Juan Sebastián Vásquez y Alejandro Rojas, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sonia Uría de Suria Comunicación y Arantxa Sánchez de Karma Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Alberto Ammann

Entrevista a Alberto Ammann, actor de la película «Upon Entry», de Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez, en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 7 de junio de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alberto Ammann, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sonia Uría de Suria Comunicación y Arantxa Sánchez de Karma Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Laura Gómez

Entrevista a Laura Gómez, actriz de la película «Upon Entry», de Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez, en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 7 de junio de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laura Gómez, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sonia Uría de Suria Comunicación y Arantxa Sánchez de Karma Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Upon Entry, de Alejandro Rojas y Juan Sebastián Vásquez

WELCOME TO THE UNITED STATES.  

“Y en vez de reconocer que tenemos una deuda contraída con la población migrada que se ve obligada a huir de sus tierras por culpa de nuestras acciones (e inacciones), nuestros Gobiernos erigirán un número creciente de fortalezas de alta tecnología y adoptarán leyes antiinmigratorias cada vez más draconianas”.

Esto lo cambio todo (2014), de Naomi Klein 

Se cuenta que Diego, venzolano de profesión urbanista y Elena, bailarina de Barcelona, viajan a Estados Unidos para empezar una nueva vida. El vuelo se desarrolla sin sobresaltos, aunque cuando llegan al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy de New York, en la zona de inmigración la cosa se complica y son trasladados a una sala de inspección secundaria. En ese instante, sus vidas en la “tierra de oportunidades” pende de un hilo y son sometidos a un exhaustivo interrogatorio donde sus secretos más íntimos salen a relucir y en el que sus existencias quedan en suspenso, aisladas y prejuiciadas por los dos agentes de inimgración estadounidenses. Esta es la historia de Diego y Elena, también es la historia de cientos de miles de ciudadanos inmigrantes que deciden ir a EE.UU. y empezar una nueva vida o no. 

Upon entry es la ópera prima de Alejandro Rojas (Caracas, Venezuela, 1976), dedicado a la escritura y montaje de documentales, y Juan Sebastián Vásquez (Caracas, Venezuela, 1981), cinematógrafo de las películas Callback (2017), otra cinta que habla de la otra cara del “American Dream”, y El practicante (2020), ambas dirigidas por Carles Torras, que actúa en esta como coproductor, a través de Zabriskie Films, junto a Basque Films, que coprodujo El hoyo (2019), de Galder Gaztelu-Urrutia, y Alba Sotorra. Estamos ante una cinta agobiante, llena de tensión y alucinatoria, acompañamos a los protagonistas viviendo o mejor dicho, malviviendo una experiencia de sometimiento terrible, angustiante, sumergidos en una vorágine de habitaciones cerradas, preguntas juzgadoras, y sobre todo, una sensación de aislamiento, miedo y claustrofobia. Un guion escrito por los mismos directores, que nos pone contra la pared, con esa cámara intensísima y pegada a sus rostros, en un excelente trabajo de Vásquez, como los que había hecho para el citado Torras, donde todos somos Diego y Elena, todos somos inmigrantes, en un relato que va in crescendo su tensión y agobio, en el que vamos conociendo de primera mano ese pasado que desconocemos, y ese presente que se va desarrollando de forma terrorífica, como si fuese una cinta de terror puro, de esas que se agarran al alma y no te sueltan, por su verosimilitud y su verdad, que la tiene y la va subiendo.

Un grandísimo montaje de Emanuel Tiziani, que ha trabajado en tres con Torras, a parte de las mencionadas, estuvo en Open 24h (2011), y en documentales como El escritor de un país sin librerías (2019), de Marc Serena, entre otras, en una edición de primeros planos y cortos, en unos 75 minutos brutales y concisos, que agobian y enervan de lo lindo, con esos rostros en tensión continúa y en esa lucha silenciosa con ellos mismos y unos acontecimientos que los superan y los ponen en cuestionamiento. Upon Entry tiene el aroma, la textura y la fuerza que tenían las cintas de gente como Lumet, Carpenter y Boorman, por ejemplo, todos esos cineastas de la New Wave Americana, que se acogían al género, el thriller o policíaco, como deseen denominarlo, para desgranar las miserias y las injusticias de una sociedad arbitraria, partidista y dictatorial, disfrazada de libertad, socialdemocracia y demás eslóganes falsos e hipócritas. Si recuerdan Doce hombres sin piedad (1957), La colina (1965), Tarde de perros (1975), Veredicto final (1982), son sólo ejemplos de la maestría de Lumet, filmadas en una localización, en espacios cerrados a cal y canto, donde el exterior es un espejismo, y un impresionante in crescendo dónde conocíamos los detalles de la situación y el pasado de los personajes sin ningún tipo de alardes y piruetas narrativas ni formales. 

La película de Rojas y Vásquez tiene mucho del cine de Lumet, de sus suspense y terror, porque con un solo escenario, un paisaje institucionalizado, tan frío, tan burocrático, y sobre todo, tan alejado de la vida, todas dentro de ese centro de inmigración, o podríamos decir contra la inmigración, con esas obras que aumentan la desazón y la solitud de esos lugares sin alma y deshumanizados, que también ha retratado el poderoso Frederick Wiseman en su espléndido cine, donde mira los estados a través de sus instituciones. Si la parte técnica de la película brilla con esplendor, así como el calculado y magnífico guion, su reparto no se queda atrás, con una estupenda pareja protagonista, con Alberto Ammann en la piel de Diego, con un rostro que lo explica todo, que va de la ilusión del inicio al desamparo y el miedo de después, un actor que siempre resulta eficaz y muy creíble, porque mira como miran los grandes, y a su lado, Bruna Cusí, que bien elige las películas en las que participa, tan variadas y con tantos registros diferentes. Su Elena va conociendo y desesperanzado a medida que avanza la película, con ese rostro atacado, y la mirada de los dos intérpretes que tanto dicen y tanto callan, y cómo se miran. 

Les acompañan “los otros”, los polis de inmigración, los representantes de la ley, o también, llamados los representantes de la (in )justicia, porque cómo actúan, cómo miran, y sus preguntas, sus ataques y su rabia. La actriz dominicana Laura Gómez hace una formidable agente, que cosas del destino, también fue una inmigrante, ahora convertida en “estadounidense” por la gracia de Dios, qué cosas. Ben Temple es el otro agente de inmigración, qué bien mira este actor, estadounidense de nacimiento y afincado en el cine español con un currículum junto a directores como Imanol Uribe, Paco Plaza y Miguel Ángel Vivas, entre otros. No se pierdan Upon Entry porque les gustará, entiéndanlo, por su forma y fondo, y sobre todo, porque asistirán a la enésima paranoia estadounidense donde todos somos tratados como sospechosos de terrorismo o vete tú a saber qué estupidez nueva se inventan, porque parece que los yanquis siguen instalados en los preceptos de alucinados como McCarthy, donde todos los que no se sometían eran sospechosos de “comunistas” “negros” o inmigrantes, en esas estamos, en vender la democracia constantemente y no practicarla y venderla como “tierra de oportunidades y de acogida”, pero no sé en que conceptos, y si no que le pregunten a Diego y Elena, y a tantos Diegos y Elenas que un día deciden entrar en los Estados Unidos para trabajar y estar bien, como cualquiera de nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mi hermano pequeño, de Léonor Serraille

UNA MADRE Y SUS DOS HIJOS. 

“Los inmigrantes no pueden escapar de su historia más de lo que uno puede escapar de su sombra.”

Zadie Smith

La película se abre de forma abrupta y de frente, con esa madre Rose y sus dos hijos pequeños de 10 y 5 años, recién llegados de Costa de Marfil, metidos en esa pequeña habitación de sus paisanos en uno de esos barrios suburbios de París. No hay tiempo para lamentaciones ni para regodearse en la lástima y la pena, sino todo lo contrario, porque la película nos habla con claridad y de frente de una situación difícil y compleja, pero nunca recurre a lo previsible ni mucho menos a la sensiblería ni al condescendencia. A su directora Léonor Serraille (Lyon, Francia, 1986), la conocíamos por su ópera prima Jeune Femme (2017), que aquí se título Bienvenida a Montparnasse, en la que recogía la experiencia de Paula, que sin dinero ni expectativas se encontraba en París y decidía sumergirse en los ambientes de sus largas noches. Ese mismo espíritu sigue a Rose, una mujer que limpia hoteles y que no se detendrá ante nada ni nadie para sacar a sus hijos adelante, eso sí, sin dejar pasar oportunidades de conocer a hombres y disfrutar de la vida. 

Mi hermano pequeño, basada en la experiencia del padre de los hijos de Serraile, no es una película esquemática sobre la inmigración, sino que va muchísimo más allá en sus planteamientos y resolución, porque habla de las dificultades de la integración, de las problemáticas de la identidad, y sobre todo, de las difíciles relaciones familiares de un grupo humano que no sabe de dónde es, si costamarfileños o franceses, y se encuentran en una especie de limbo que aún cuestiona las relaciones entre ellos, entre los otros y con ellos mismos. Otro elemento que hace especial la película es que no se queda en la cotidianidad de un momento, sino que sigue durante veinte años las tres vidas mencionadas y los avatares que las continúan, y lo hace a partir de tres momentos: a finales de los ochenta cuando llegan a Francia, luego pasa cinco años más tardes, y finalmente, los concentra en la actualidad. Una historia contada en tres momentos, en tres partes, donde vemos su crecimiento, su construcción y su posterior deconstrucción, y todo desde la más absoluta profundidad, desde las emociones, y desde la complejidad de las situaciones, los diferentes roles y las actitudes cambiantes, con una brillantez que sobresale de la media.

La cinta y sus personajes se asemeja a esas películas sociales con carácter y sin edulcorantes, traspasadas por esa realidad, tanto social como doméstica, como las hacían Mike Leigh, Ken Loach y Stephen Frears, profundizando en el espíritu triste y desolador y también esperanzador de clase obrera británica, y por ende, de cualquier país occidental, con sus problemas diarios y sus ilusiones tan cercanas. La poderosa y marcada cinematografía de una grandísima como Hélène Louvert, sobran las presentaciones, porque una vez más consigue una luz potentísima, donde abundan los interiores con esos espacios domésticos de tan íntimos que encogen el alma, y como la luz va cambiando en función del tiempo que va pasando y los diferentes estados de ánimo, para el montaje, la directora francesa vuelve a contar con Clémence Carré, que ya estuvo en su primera película, que consigue un gran trabajo en una película contada en tre tiempos cruciales en las existencias de los tres protagonistas, y no sólo eso, tiene esa grupalidad en una historia tan cambiante, que además se va casi a las dos horas de metraje, y que en ningún momento aburre o resulta repetitiva, sino todo lo contrario, construye sencillez y transparencia esa madeja caleidoscópica de emociones. 

La fortaleza de la película recae en su acertadísimo reparto capitaneado por una asombrosa y magnífica Anabelle Lengronne, a la que hemos visto en películas de Cédric Kahn, Magaly Richard-Serrano, entre otros, interpreta de forma contundente a una Rose, que se convierte en la auténtica heroína del relato, y de todas esas antiheroínas que nos cruzamos cada día en las grandes ciudades, construyendo uno de esos personajes que no se olvidan, con sus aciertos y sus desaciertos, como todas las madres y todas las inmigrantes que desean una vida mejor, o lo que es lo mismo, una vida que no sólo sea trabajo y nada más. A su lado, otro monstruo como Stéphane Bak en la piel de Jean, el hijo mayor, en su etapa de 19 años, que conocemos por sus trabajos en La profesora de historia, Elle, de Verhoeven, Mali Twist, de Guédiguian, y algunas más, Ahmed Sylla, en la piel de Ernst de adulto, con más de una decena de títulos a sus espaldas, y los debutantes Sidy Fofana y Milan Doucansi, que hacen los hermanos cuando son pequeños. Celebramos y compartimos una película como Mi hermano pequeño, y seguiremos muy atentos a la filmografía de Léonor Serraille, porque nos ha encantado su mirada a la hora de afrontar las dificultades de los invisibles y los ocultos, de la humanidad que hay detrás de tantos prejuicios y opiniones construidas por los medios, y de esa forma de tratar las dificultades sociales como las personales, las que se producen cuando se cierran las puertas de las casas, que luchan incansablemente para construir hogares y familias aunque esta nunca sea una tarea nada fácil, y sino compruebenlo viendo la película, que no les dejará nada indiferentes, y quizás, cuando vuelvan a cruzarse con un inmigrante lo traten como la persona que es, y se dejen de estupideces, porque al igual que todos nosotros quiere lo mismo, trabajar y ser feliz, aunque sólo se conforme con vivir, que ya es mucho, como todos nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

I Never Cry, de Piotr Domalewski

VIDAS AUSENTES. 

“Los muertos pesan, no tanto por la ausencia, como por todo aquello que entre ellos y nosotros no ha sido dicho”.

Susana Tamaro en “Donde el corazón te lleve”

En Cicha Noc (Silent Night), la opera prima de Piotr Domalewski (Lomza, Polonia, 1983), un inmigrante polaco volvía a casa dejando muy estupefactos a los suyos. En I Never Cry, el viaje es a la inversa, como si nos mirásemos desde el otro lado del espejo, andar los mismos pasos del que ya no está, viajar con Ola, una joven de 17 años de edad que, después de la accidental muerte de su padre en Dublín (Irlanda), viaja desde Polonia para realizar los trámites de repatriación del cadáver. El director polaco nos sitúa en una joven euro-huérfana, término que se usa para calificar a todos aquellos que tienen padres emigrados a la otra Europa cuando Polonia ingresó en la Unión Europea en el 2005. Ola solo tiene un deseo, que no es otro que aprobar el carnet de conducir para tener el automóvil que su padre le prometió. Aunque ha vuelto a suspender por tercera vez, emprende el viaje, instada por su madre que cuida a su hermano discapacitado. En esa otra Europa, enriquecida y muy dura para los inmigrantes, la joven Ola se encontrará con las huellas de su padre, lo que era y sobre todo, lo que queda de él.

La odisea de Ola la llevará a lo que fue la vida del padre muerto, personándose en la empresa donde se produjo el accidente donde falleció, conocerá a un polaco que se dedica a emplear a los inmigrantes recién llegados, a sus compañeros de trabajo, se enfrentará a los quebraderos de cabeza ocasionados por una burocracia estúpida y desalentadora, y se encontrará con personas de la vida de su padre muy inesperadas. Toda la película la vemos a través de Ola, a partir de sus idas y venidas por Dublín. Una ciudad hostil, fría y triste, un lugar donde hay diferentes ciudadanos europeos, los de allí, que pertenecen a la parte enriquecida, y los que llegan, de esa Europa empobrecida. Una Europa, crisol de realidades sociales muy alejadas entre sí, una falsa unión que solo ayuda a los que tienen y la padecen los que no tienen. En ese continente que vende unidad, que vende prosperidad, y solo hay para unos pocos, como los ambientes en el que viven y trabajan los inmigrantes polacos. Un lugar donde la fraternidad y el cooperativismo han desaparecido y todo tiene un precio demasiado elevado, ya sea emocional o material. La joven polaca se mueve entre esos dos mundos en los que se plantea la película.

La idea que tiene ella de su padre, tan alejada de la realidad, y su fatal egoísmo, en que reprocha cruelmente a un padre ausente que no conoce. La cámara insistente y pegada al cuerpo de Ola que la sigue sin descanso, en un gran trabajo de luz que firma Piotr sobocinski Jr, que ya estuvo en la primera película de Domalewski, y tiene en su haber excelentes películas como Dioses, de Lukasz Palkowski y Corpus Christi, de Jan Komasa, entre otras. El excelente y cortante montaje de Agnieszka Glinska, que ha trabajado en las recientes Lamb, de Valdimar Jóhansson y Sweat, de Magnus von Horn, ayuda a sentir ese agobio constante y esa sensación laberíntica y de extrañeza que recorre a la joven Ola. Los noventa y siete minutos de metraje van acelerados, no hay tregua, todo ahoga en la existencia de Ola, en una especie de navegación sin rumbo, en el que irá redescubriendo la verdad de un padre que ella creía completamente diferente, un padre ausente que ella ha construido a su manera, llenándolo de acusaciones sin fundamente.

I Never Cry no solo nos habla de las condiciones miserables de vida y trabajo de muchos inmigrantes de la Europa del Este en la Europa capitalista, sino que también, nos habla de padres e hijas, de todas esas relaciones rotas y difíciles debido a la inmigración-ausencia de los padres, de todos esos vínculos rotos y nunca construidos, de ausencias y existencias a medio camino, de vidas tristes en barrios con pocas oportunidades, de hijos injustos y padres que no lo son debido a sus vidas precarias y sobre todo, una sociedad que vende vida y solo da dificultades y sacrificios que no tienen billete de vuelta. En 1982, la película Trabajo clandestino, de Jerzy Skolimowski, se centraba en la miseria de unos trabajadores polacos que, encerrados en una casa inglesa, trabajaban ocultos e ilegalmente. Cuarenta años después parece que las cosas han cambiado, pero no han mejorado mucho para los “otros”, porque los inmigrantes sí que llegan legalmente a esa otra Europa, pero siguen siendo esclavizados y humillados en sus trabajos y destinados a unas vidas ausentes y poco más, y encima, alejados de los suyos.

Una película sencilla, directa y honesta como la que ha construido Domalewski, necesitaba un reparto de verdad, alejado de rostros conocidos y sobre todo, que imprimieran toda la autenticidad que respira la película, mostrando una realidad que no está muy lejos de las realidades de este frustrante continente.  Tenemos a Kinga Preis que da vida a la madre de Ola, que habíamos visto trabajando a las órdenes de una grande como Agnieszka Holland, Arkadiusz Jakubik como el trabajador polaco que ayuda a emplearse a los recién llegados, y finalmente, la auténtica revelación de la película, la joven debutante Zofia Stafiej que da vida a Ola, reclutada en un casting en el que se presentaron más de 1200 candidatas. Una mirada triste y desesperada, una joven rebelde y obsesionado por su objetivo de ser alguien en la vida, y huir de su barrio y de la vida precaria de sus padres, una mujer que está a punto de convertirse en una adulta, una nueva vida que descubrirá en sus días en Dublín, una vida difícil y compleja, una vida que nunca es como la queremos, una vida en la que hacemos lo que podemos, que ya es mucho. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pequeños milagros en Peckham St., de Vesela Kazakova y Mina Mileva

EL GATO DORADO.

“Algunos están más preocupados por el islam que por nuestra religión verdadera, que ya digo que es el neoliberalismo, el fundamentalismo financiero. Otra cosa es el terrorismo, y otra, la inmigración, que es uno de los efectos del neoliberalismo. Necesitamos buenas ideas sobre esas dos cosas, no tópicos”.

Hanif Kureishi

La primera vez que entendí el significado de la palabra gentrificación fue gracias al cine, a través de City for sale (2018), de Laura Álvarez, y Push (2019), de Fredrik Gertten, dos películas que profundizaban en el tema centrándose en las personas que se veían acosadas por las grandes empresas con el fin de echarlos de sus viviendas y transformarlas en apartamentos lujosos para turistas. Pequeños milagros en Peckham St., la primera película de ficción del dúo Vesela Kazakova y Mina Mileva, cineastas búlgaras que han criticado duramente las corrupciones políticas durante el comunismo y el neoliberalismo de su país, a través de personales, interesantes e incisivos documentales.

En su debut en la ficción, miran a su propio pasado y a su experiencia como inmigrantes en el Londres aparentemente cosmopolita, abierto y empático. Pero lo hacen en un contexto diferente, en ese país metido en el Brexit, con los innumerables ataques racistas a las personas inmigradas, y además, colocan el tema de la gentrificación que afecta a todos los de clase obrera, ya sean ingleses con pocos recursos e inmigrantes. A partir de estos elementos, se añade uno más, más metafórico y revelador  como la presencia de un gato que presumiblemente parece perdido y encuentra Irina, una de las protagonistas, que le reportará más de un quebradero de cabeza con sus verdaderos dueños, unos vecinos de unos apartamentos más allá. Irina, el hilo conductor del relato, una mujer búlgara que trabaja de camarera, ya que no le convalidan su experiencia como arquitecta, madre soltera de un hijo pequeño, que vive con su hermano, soltero e historiador que se da de bruces con la burocracia inglesa.

Los dos comparten un pequeño apartamento muy claustrofóbico en uno de esos barrios deprimidos de Londres, donde el alquiler se ha puesto por las nubes, y complica la vida de los que llegan al país, como se deja claro en el arranque de la historia, con ese ascensor orinado, y las malas maneras de un vecino malcarado e inglés, que choca con ella, desparramando toda la compra e increpándola. Irina intenta agrupar a los vecinos para organizar una lucha contra las malas artes del ayuntamiento, que les coloca unas ventanas a precio de oro para obligarles a marcharse. Si hay un elemento que destaca la película es su “verdad”, porque desde sus localizaciones, todas reales, que consiguen esa asfixiante y depresiva existencia en la que pululan los personajes, interpretados por una audaz mezcla de intérpretes profesionales con personas de la calle, dotando a cada encuadre y detalle de la película una grandísima verosimilitud, que nos recuerda a una interesante e inteligente mezcla que va desde las mejores películas sociales del cine británico como las de Ken Loach, Mike Leigh y aquellas del “Free Cinema”, y esa mirada mordaz y crítica de las comedias de los estudios Ealling, que deslumbraron el mundo alrededor de los cincuenta y principios de los sesenta.

Kazakova y Mileva nos explican los conflictos que planean en su película de forma contundente, muy cercana y sin adornos de ningún tipo, todo lo que se cuenta tiene alma, tiene vida, y sobre todo, no tiene solución, porque las formas salvajes del neoliberalismo son así en cualquier parte del mundo, y las pobres gentes deben hacer frente a él, y raras veces consiguen algo. Pequeños milagros en Peckham St., que tiene el título original “El gato en la pared”, excelente metáfora de la vida de Irina y los demás vecinos, que se encuentran sin salida, enclaustrados en una pared que los ahoga por todos los lados. La película conjuga con frescura y sinceridad ese juego tragicómico que sirve para explicar una realidad durísima en un entorno muy cotidiano donde el humor negrísimo va contaminando las situaciones y los conflictos que se generan. Es una cinta que huye de cualquier atisbo de condescendencia y sentimentalismo hacia los personajes, sino todo lo contrario, mostrándonos personas reales, las que nos podemos cruzar cada día en una gran ciudad, con sus conflictos personales y sobre todo, sociales, con sus problemas cotidianos y la lucha diaria por sus ilusiones y esperanzas por una vida mejor.

Kazakova y Mileva han construido una película extraordinaria, desarrollando ese cine social, tan difícil de plasmar en la pantalla, sin caer en el panfleto y en los cutres temas de superación de muchas películas, aquí se cuenta una historia, una historia en la que también hay humor negro, porque dentro de cada drama siempre hay un resquicio de absurdo, como mencionaba el gran Chaplin: “Mirada de cerca, la vida es una tragedia, pero vista de lejos, parece una comedia”. Las cineastas búlgaras saben extraer todo el talante humano y social de una película que nos habla sin tapujos de un presente demoledor, donde el trabajo y la vivienda, pilares de la existencia, se ven abocados al desastre total, y a una forma consumista atroz y triste donde la humanidad, si es queda algo de ella, será testigo de las espeluznantes actividades de los poderosos, seres narcotizados por el dinero como una vía de generar riqueza a costa de muchas vidas e ilusiones de la gran mayoría. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Minari, de Lee Isaac Chung

LA TIERRA PROMETIDA.

“Siempre sueña y apunta más alto de lo que sabes que puedes lograr”.

William Faulkner

La palabra coreana “Minari”, se asocia a una planta o hierba de naturaleza muy peculiar y sorprendente, ya que el vegetal muere, para luego, tener una segunda vida en la que renace más fuerte. Una metáfora ideal para definir el devenir y las circunstancias de la familia coreana protagonista de la película. La historia nos sitúa a mediados de los años ochenta, en un pequeño pueblo de Arkansas, en la falda de las montañas de Ozark, cuando una familia coreana con padre y madre a la cabeza, y pre adolescente y niño, con problemas asmáticos, se instalan en una de esas casas con ruedas con la intención de cultivar vegetales coreanos para los comerciantes de la zona. El director Lee Isaac Chung (Denver, EE.UU., 1978), de padres coreanos, construye una película autobiográfica en torno a su infancia, cuando creció en Lincoln (Arkansas), en la que nos habla a partir de un tono lírico y muy cercano, sobre los avatares de esta familia, con un padre obstinado en cumplir un sueño que se antoja difícil porque es la primera vez que trabaja la tierra, tendrá la ayuda de un sesentón muy particular, una especie de outsider del pueblo, pero con gran sabiduría para la tierra, y por otro lado, el granjero tendrá la resistencia de su mujer, que no ve con buenos ojos la compleja empresa que quiere llevar a cabo, y luego, están los niños, que van a descubrir un mundo ajeno, pero la mar de estimulante.

La aparición de la abuela materna, tornará la cotidianidad más dificultosa, a la vez que enseñará a los más pequeños las costumbres y tradiciones coreanas, igual que le ocurrió al director en su niñez. La abuela, que llegará para ayudar a la familia, es una mujer muy independiente, malhablada, pero con un gran corazón. Chung compone una película muy apegada a la tierra, con esa realidad que se muestra fuerte y resistente ante los deseos del cabeza de familia, que deberá luchar a contracorriente y con muchas dificultades, ya sean naturales, económicas y familiares para seguir peleando por su sueño. Aunque, a pesar de esa tremenda realidad con la que continuamente están tropezando, el relato también encuentra su espacio para hablar de emociones, y lo hace desde la honestidad y la sensibilidad, desde lo humano, explicándonos todos los motivos que mueven a cada uno de los personajes, profundizando en esas similitudes y diferencias que hay entre el matrimonio y las diferentes miradas de cada uno de los personajes, nunca quedándose en la superficie de las cosas, sino escarbando con sabiduría para mostrar la complejidad de la condición humana, sin caer en ningún momento en lo burdo ni el sentimentalismo.

Minari es una película dura y sensible, con momentos poéticos y divertidos, en la que seguimos a modo de diario la fuerza y la valentía de un inmigrante que quiere hacerse un hueco en la difícil tierra que hay que trabajar diariamente y dejarse la piel en cada surco, y una infancia creciendo en la tierra y sus circunstancias. Una película que nos retrae inevitablemente a El hombre del sur (1945), de Jean Renoir, donde nos explicaban las dificultades de un hombre por sacar rendimiento a una tierra dura, resistiendo ante las dificultades naturales y económicas, y Días del cielo (1978), de Terrence Malick, en la que profundizaba en los obstáculos cotidianos de un grupo de inmigrantes trabajadores de la tierra. El buen reparto de la película entre los que destacan Steven Yeun (que habíamos visto en Okja, de Bon Joon-ho, entre otras), también coproductor de la cinta, como el padre luchador que persigue su sueño a pesar de todas las dificultades, Yeri Han, que hace el rol de madre, la otra cara, que mira por el bienestar de su familia y se preocupa por los destinos de la economía familiar, Noel Kate Cho, la hija mayor que cuida y ayuda en todo lo que puede, Alan Kim, el niño de la casa, que se sentirá muy cercano a la abuela, Yuh-Jung Youn, la cercana y divertida abuela que pondrá patas arriba el hogar familiar, y finalmente, Will Patton, el amigo y trabajador estadounidense, que ayuda a levantar el cultivo.

Minari está producida bajo el sello A24, la compañía de Brad Pitt, que ha producido a nombres tan ilustres como Egoyan, Sofia Coppola, Villeneuve, Lanthimos o Baumbach, entre muchos otros, ofreciendo un cine muy alejado de los cánones de Hollywood, más personal y humanista, en el que indagan en el trato humano de las historias y la autoría de los creadores, entre los que se encuentran Lee Isaac Chung, con varias películas de ficción y algún que otro documental a sus espaldas, en una película que se erige como una interesante mezcla entre sus dos culturas, la coreana y estadounidense, investigando todo aquello que les une y separa, y la dicotomía de vivir entre dos mundos, dos culturas y sobre todo, dos formas de vivir y hacer las cosas, que con Minari,  su nuevo trabajo hasta la fecha, logra hablar de los grandes temas de la vida y la condición humana, desde lo más íntimo, a través de una familia coreana que debe vencer muchos obstáculos, como la inmigración, las dificultades económicas, los acondicionamientos naturales, y sobre todo, saber llevar a nivel familiar todo aquello que el exterior les pone en contra, con entusiasmo, valentía, y sobre todo, juntos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Más allá de las palabras, de Urszula Antoniak

DE AQUÍ Y DE ALLÍ.

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.

Jorge Luis Borges

El imaginario cinematográfico de Urszula Antoniak (Czestochowa, Polonia, 1968), es intrínseco a su vida personal, a su condición de inmigrante, ya que, la directora polaca lleva residiendo en los Países Bajos hace veinte años, y su identidad, la polaca y la neerlandesa conviven, se mezclan y confunden. Su cine está construido a través de esta dualidad, entre la identidad pasada y la actual, entre lo que fuimos y lo que somos, y como nos relacionamos con los otros, y sobre todo, con nosotros mismos. En sus cuatro trabajos, filmados en Holanda, siempre conviven dos personas, dos almas muy diferentes entre sí, que por una serie de circunstancias deberán conocerse y relacionarse. En Nada personal (2009), una joven solitaria empieza a vivir en una isla remota junto a un hombre más mayor, en Code Blue (2011), una enfermera acompañante de los pacientes terminales, se siente atraída de forma intensa por un extraño, y en Nude Area (2014), relataba la complicada relación entre una holandesa y marroquí.

En Más allá de las palabras, nos trasladamos a Berlín, y conocemos a Michael, un joven inmigrante polaco, que ha conseguido el éxito como abogado en uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad, haciendo alarde de extremada soberbia y narcisismo. Su relación con Franz, su jefe, apenas unos años más que él, es fraterna y cómplice. En Michael apenas quedan rastros de su origen polaco, y vive como un alemán más. Aunque, toda esa vida aparente y tranquila, se verá fuertemente sacudida con la llegada de Stanislaw, que dice ser el padre de Michael, un padre al que el joven consideraba muerto. Dos seres muy diferentes, ya que el supuesto padre es un amargado y bohemio  músico que no encuentra su lugar. Distancia que se verá reflejada en la semana que pasan juntos, entre complicidades y rechazo. A partir de ese instante, la existencia de Michael se tambalea, entrando en una espiral de crisis de identidad, de la pérdida de valores y una búsqueda desesperada hacia no sabe bien que, en que el joven se verá bastante perdido, sin saber realmente cual es su lugar y a donde pertenece, cruzando al otro lado, conociendo a los “otros” inmigrantes, abandonando su posición social y enfrentándose a una más baja, en su particular descenso a los infiernos.

La cineasta polaca enmarca su relato sobrio y aparentemente sencillo, en un espectacular blanco y negro, de factura impecable, y visualmente acogedor y elegante, un grandioso trabajo que firma el cinematógrafo Lennert Hillege, que recuerda a grandes trabajos como el de Oh Boy (2012), de Jan Ole Gerster (también filmada en Berlín y con la presencia de un joven perdido encontrándose) o Ida (2013), una joven novicia que descubre el pasado trágico familiar o Cold War (2018), una difícil historia de amor fou en pleno telón de acero, ambas de Pawel Pawlikovski, y el extraordinario trabajo de edición de Milena Fidler (editora en muchas películas de Andrzej Wajda), consiguen atraparnos en su belleza y tristeza, donde la vida dual de Michael queda reflejada en cada espacio y tono, desde su moderno apartamento, al igual que las oficinas y restaurantes que frecuenta, pasando por el otro lado, esos lugares más oscuros y pertenecientes a otro ambiente social, que visitará junto a su resucitado padre.

Antoniak nos seduce a través de lo emocional, construyendo una película desde lo más profundo, desde todo aquello que no se dice y que ocultamos, a través del presente inmediato, que nos irá revelando el pasado del protagonista, pero siempre de forma sutil e interlineado, en que la frase: “Cambiar la perspectiva permite descubrir cosas nuevas”, que mencionará Michael al inicio de la película, supondrá una revelación a todo aquello que experimenta el personaje principal. Un buen reparto, que actúa de manera sobria, en un relato íntimo con interesantes y complejos personajes, encabezados por el personaje de Michael, estupendamente interpretado por Jakub Gierszal, alguien que se ha construido una identidad extranjera y exitosa, y muy alejada de sus orígenes, pero la identidad pasada, que queda muy bien reflejada en la relación con su padre, y sobre todo, en la formidable conversación entre él mismo, su padre y su jefe, en la que él va traduciendo del polaco al alemán y viceversa.

Y el resto del reparto, que acompaña con sentido al protagonista, como el experimentado Andrzej Chypra como su padre “de entre los muertos”, un tipo desorientado y vaciado, que parece cansado de todo y todos, Christian Lüber como Franz, ese jefe-amigo, amigo y espejo de la persona que quiere ser Michael, y finalmente, Alin, a la que da vida Justyna Wasilewska, la camarera polaca que mantiene una íntima atracción con Michael, que vivirá su personal catarsis al descubrir su “otra” identidad. Urszula Antoniak convence con su mirada y perspectiva diferente sobre la inmigración, cambiando la posición desde donde se mira, desde otro ángulo, desde una posición social privilegiada, un lugar poco utilizado por el cine, a partir de una actitud crítica y profunda de la identidad, de aquello que dejamos y que somos, y lo nuevo, que también somos. Un reflejo que, a veces, puede resultar muy confuso y oscuro, que nos posicionará realmente en el lugar que nos corresponde, sin dejar de ser quienes somos, y sobre todo, sin olvidar de dónde venimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA