La quietud en la tormenta, de Alberto Gastesi

DOS ROSTROS, DOS TIEMPOS. 

“-Las heridas son parte de la vida, Daniel. Nos recuerdan que el pasado fue real. 

– Yo no estoy herido. – No, tú estás perdido en el tiempo”.

La primera imagen con la que se abre una película es fundamental, porque, en cierta manera, define lo que será el devenir de lo que se quiere contar. En La inquietud de la tormenta, la ópera prima del donostiarra Alberto Gastesi, no nos encontramos con una imagen, sino dos. Dos imágenes definitorias. Dos rostros en silencio, que parece que miran a algún lugar, ya sea físico o emocional. Dos rostros que pertenecen a Lara y a Daniel. Dos almas que, quizás, se recuerdan, o simplemente, se reencuentran. La película se inicia con un misterio. Un misterio que posiblemente desvele algo oculto, o no. Como la misteriosa ballena varada en la playa de La Concha, ante el asombro de los transeúntes, que recuerda a otros cetáceos como aquel de La dolce vita (1960), de Fellini, o el de Leviatán (2014), de Andrey Zvyagintsev, que van mucho más allá del hecho accidental, para descubrir los estados de ánimo de los personajes, unos individuos que contemplan atónitos el inmenso animal, y a su vez, actúan como espejo-reflejos en sus circunstancias personales. 

El director guipuzcoano, que lleva una larga trayectoria en el mundo del cortometraje, se adentra en las posibilidades o no de una pareja que no lo fue. Lara y Daniel se conocieron o quizás nunca hablaron, simplemente se miraron, puede ser que se dedicaran alguna sonrisa, y ahí quedó la cosa. Pero, ¿Qué pasaría si hubieran ido a más?. Esta pregunta es la que se plantea la historia de La inquietud de la tormenta, que obedece a Gelditasuna ekaitzen, en euskera, porque la película asume con naturalidad las situaciones de la ciudad vasca y mantiene los dos idiomas. La película, con un guion de Alex Merino, que ya coescribió con Gastesi el cortometraje Cactus (2018), y el propio director, nos mueve entre dos tiempos, el presente, con Lara y su pareja, Telmo, que vuelven de París con la intención o no, de instalarse en Donostia y visitan un piso, y ella se reencontrará con Daniel, que ahora vende pisos. También, está el pasado, en la no historia de Lara y Daniel, en lo que pudo ser y no fue. Y ahí estamos, entre un tiempo y el otro, entre dos personajes, entre dos posibilidades de vida, que recuerda a aquella maravilla de La vida en un hilo, (1945), de Edgar Neville. 

Filmada con elegancia y sensibilidad, con un impecable blanco y negro y el formato 4:3, en un prodigioso trabajo de cinematografía de Esteban Ramos, con una interesante filmografía que le ha lelvado a trabajar con Galder Gaztelu-Urrutia, el director de El hoyo (2019), Iban del Campo y con Gastesi en el cortometraje Miroirs (2016), y el conciso y rítmico montaje del que se encarga el propio director, en un depurado trabajo en el que la naturalidad y la cercanía son la base de un metraje que abarca los noventa y seis minutos. Luego, tenemos a Donostia, esa ciudad nublada, con la lluvia como protagonista, como les ocurría a los personajes de la película de Neville, convertida en un paisaje que vemos desde varios ángulos, en dos tiempos y a partir de dos miradas, de ese tiempo que parece que navega a la deriva en bucle, que parece anclado, como la mencionada ballena, como esos dos personajes, que parece que sí, que parece que no, y luego, las circunstancias actuales, las de ese presente, las de ese piso vacío, las de esa tormenta, las cosas que nos decimos, las que nos callamos, y todas las heridas que nos acompañan. 

La voz cantante de la película, la llevan la inmensa pareja protagonista en las miradas, ¡Qué miradas!, de Loreto Mauleón, que nos encantó en Los renglones torcidos de Dios, de Oriol Paulo, y ahora se mete en la piel de Lara, una joven que pudo tener todo en Donostia, pero que el tiempo y lo demás, la llevaron a París enamorada, y ahora, el tiempo y demás, otra vez, la devuelve a la ciudad, y a su pasado. Frente a ella, Daniel en la piel de Iñigo Gastesi, que ya había protagonizado algún de su hermano Alberto, amén de películas tan nombrables como Oreina (2018), de Koldo Almandoz, y Ane (2020), de David P. Sañudo, entre otras, dando vida a ese joven que se quedó, que hizo su vida en Donostia, que está enamorado de Vera y parece algo estancado y algo herido, que se reencuentra con Lara y el pasado lo traspasa o simplemente, le devuelve algo que creía perdido. Acompañan a esta peculiar pareja, Aitor Beltrán en Telmo, el chico de Lara, al que hemos junto a directores como Mikel Rueda y Gracia Querejeta, entre otros, y Vera Millán como Vera, la chica de Daniel, que la recordamos en A puerta fría (2012), de Xavi Puebla, y luego, todos esos personajes como la madre de Daniel, tan sabia y tan llena de paz, un contrapunto al estado emocional de su perdido hijo, que tiene esa secuencia, tan bien filmada y mejor hablada, que explica tantas cosas de Daniel, y ese otro momento con el amigo de Lara y su chico, en plena calle, una especie de reencuentro, que detalla las vicisitudes y egoísmo que imperan en la alocada y nerviosa existencia actual. 

La quietud en la tormenta es una película pequeña y sencilla, y me refiero a sus circunstancias de producción, no así a su acabado formal ni emocional, que son de primer nivel, porque contiene alma, y vemos a unos personajes contradictorios y complejos, tan vulnerables como todos nosotros, porque habla de muchas cosas, y lo hace de forma magnífica y depurada, contando todo lo necesario y sin ser reiterativo, una trama muy sensible y cercana, sin caer en los relamidos momentos sensibleros y demás, sino con cabeza y corazón, porque lo que les pasa a Lara y Daniel, nos ha pasado a muchos y seguirá pasando, porque nunca sabes a ciencia cierta todo aquello que vas dejando o todo aquello que no te atreviste a comenzar, eso nunca lo sabremos, porque la vida es así, siempre en continuidad y en presente, no nos da valentía cuando la necesitamos, sino a tiempo pasado, cuando ya no hace falta, en fín, las circunstancias de la existencia y esa manía estúpida de la velocidad, que nos lleva a equivocarnos demasiado a menudo, y cuando nos detenemos, es cuando miramos mejor y sobre todo, nos miramos mejor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El hijo del acordeonista, de Fernando Bernués

LAS CICATRICES NO SE BORRAN.

Los aficionados a la lectura quizás recordarán la novela corta Reencuentro, de Fred Uhlman (1901-1985) en la que exploraba los males del nazismo y sus terribles secuelas en la mirada de Hans, judío, y Konradin, nazi, dos amigos adolescentes que la guerra separó, y su posterior reencuentro en los años sesenta. Mucho de aquella novela encontramos en el libro El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga (Asteasu, País Vasco, 1951) en la que el escritor vasco se sumerge en la amistad entre David y Joseba, dos chavales que crecen en Obaba, pueblo mítico e imaginario en el universo de Atxaga (una especie de Macondo particular) a mediados de los setenta. Un lugar dividido entre los que ganaron la guerra, el padre y los amigos de David, y los perdedores, el entorno de Joseba, a los que el pueblo asfixiante y conservador se les ha quedado muy pequeño. Este desolador panorama de rivalidades y heridas demasiado abiertas, se convierte en el caldo de cultivo perfecto para que David, por mediación de Joseba, lo deje todo y se convierta en un soldado clandestino que luchará con armas por la causa vasca, junto a su amigo del alma.

El director Fernando Bernués (Donosti, 1951) reconocido en el teatro, televisión y cine, con la que ha codirigido dos películas, debuta en solitario adaptando la novela más personal de Atxaga, que ya tuvo una adaptación teatral en el 2013, dirigida por el propio Bernués. Cuarta novela de Atxaga que llega al cine, con guión de Paxo Telleria (también adaptador en el teatro) en un relato que se divide en dos etapas, en la primera, centrada en los setenta, vemos como David y Joseba viven en ese pequeño pueblo donde las envidias, la miseria moral y lo tradicional mellan a una parte de la población, la vencida de la guerra, la que vive sometida ante el régimen franquista. Y una segunda etapa, la de finales de los noventa, cuando David, gravemente enfermo, recibe la visita de su amigo Joseba, ya adultos, dispuestos a enfrentarse cara a cara y hablar del pasado, cerrar heridas y marchar en paz.

La película viaja de un lugar a otro continuamente, mostrando todos aquellos aspectos oscuros de la vida cotidiana de los setenta, en una atmósfera irrespirable y opresiva en que habitan dos bandos, y donde aumentará la radicalización de David y Joseba cuando son testigos de las injusticias y asesinatos que cometen las autoridades franquistas. Después, nos contarán la vida clandestina perteneciendo a ETA, sus actividades y las diferencias entre los miembros del comando, para finalmente, saltar en el tiempo y llevarlos hacia su reencuentro, a rememorar aquellos años y todo lo que ocurrió entre ellos, mirándose y confesando todos los errores y aciertos que cometieron en unos tiempos convulsos y llenos de miedo, donde coger las armas significó para ellos un antes y después en sus vidas. Bernués opta por una luz enigmática y natural obra del gran Gonzalo Berridi (responsable de películas de Medem, Uribe, Gutiérrez Aragón…) creando esa atmósfera turbia y opresiva que tanto demanda el pueblo de Obaba, una extensión de la emocionalidad de los personajes, que se encuentran perdidos y encerrados entre tanto miedo y opresión, con la excelente música de Fernando Velázquez, que sin subrayar ni acompañar, ayuda a crear esos ambientes de luz que tiene la película, aunque sean muy pocos, crean esa tensión interior entre lo que sienten los personajes y el ambiente de terror en el que se mueven, y finalmente, el ágil y estupendo montaje de Raúl López (autor de Loreak o Handia, entre otras) que viaja de un tiempo a otro, sin que resulte pesado o tedioso.

Un relato duro y lleno de aristas emocionales que recupera el aroma de películas como En el nombre del padre o The Boxer, ambas de Jim Sheridan, dedicadas a explorar el terrorismo del IRA y sus graves consecuencias en la población. Bernués nos habla de la herencia paterna, del miedo de aquellos años de franquismo, de las tensiones entre lo que se debe hacer y lo que se siente, la violencia moral que se vive cuando las cosas se hacen mal, y la violencia física como único recurso ante tantas injusticias. Una narración brillante y laberíntica, nos lleva a la cotidianidad de unos personajes marcados por una guerra, la de los padres, y todo aquello que dejó en el ambiente, esa mugre y podredumbre entre unos y otros, hablándonos de frente de la culpa, el remordimiento, el rencor, el odio y la violencia que ha azotado durante tantos años una tierra bella, pero llena de cadáveres. Un estupendo y contundente reparto de caras poco conocidas encabezados por Aitor Beltrán y Cristian Merchán, dando vida a David de adulto y joven, respectivamente, al igual que Iñaki Rikarte y Bingen Elortza, dan vida a los Joseba, Frida Palsson es la mujer americana de David, y las otras mujeres como Mireia Gabilondo, Miren Arrieta y Laia Bernués, dando vida a esas miradas que sufren y padecen los avatares de tanta tensión entre los hombres, José Ramón Argoitia como el tío Eusebio, tan alejado de su padre, el acordeonista oficial del pueblo y franquista, que también hace el oficio del gran Joseba Apaolaza, con el instrumento musical como objeto de controversia y tensión entre padre e hijo, ya que significa obedecer y seguir los pasos de los vencedores y asesinos.

Una película que se sumerge en nuestra historia reciente, la más oscura, en aquella que todavía no está cerrada, en la que tantos recuerdan a aquellos que ya no están, que murieron porque unos y otros decidieron que la muerte significaba luchar contra la opresión y a favor de la libertad. Tiempos de miedo, de terror, de enemigos propios y ajenos, de amigos y traidores, de política, de violencia, de enemistades, de hombres corrientes que se lanzan a la lucha armada, de tiempos oscuros y llenos de sangre, de un tiempo que recordarán los amigos en los noventa, cuando ha llegado el tiempo de recordar, de mirarse a los ojos, de sumergirse en el interior del otro, y perdonar, confesar tantas verdades y acciones que en su día no encontraban explicación, de hablar sin tapujos, de contarlo todo, de construir el presente a través de confesar los errores del pasado, sin miedo y con profundidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA