Regreso a Raqqa, de Albert Solé y Raúl Cuevas

MARC MARGINEDAS, REPORTERO DE GUERRA.

“No hay guerra que se pueda transmitir a distancia. Una persona se sienta a la mesa y se pone a comer tan tranquila mientras ve la televisión: en la pantalla, torbellinos de tierra saltan por los aires –corte–, se pone en marcha la oruga de un tanque –corte–, los soldados caen abatidos y se retuercen de dolor, y el espectador pone mala cara y maldice furioso porque, pendiente de la pantalla, ha puesto demasiada sal en la sopa”.

Ryszard Kapuscinski

La ausencia de imágenes, ya sean fotografías o audiovisuales, nunca significa un abandono de la película que se quiere contar. Si vemos el cine de Rithy Panh, descubrimos que, en La imagen perdida (2013), unas cuantas figuras de barro pueden retratar el horror vivido en los campos de trabajo de los Jemeres Rojos en Camboya. En otras ocasiones, la animación se ha utilizado ante la falta de imágenes como en películas tan extraordinarias como  Persépolis (2007), de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, Vals avec Vashir (2008), de Ari Folman, en las que se retrataba duras experiencias como crecer siendo mujer en el régimen de los Ayatolá y como soldado israelí en una matanza de refugiados.

Los reporteros de guerra también han tenido sus películas como Un día más con vida (2018), ´de Raúl de la Fuente y Damian Nenow, sobre la experiencia africana de Kapuscinski, y Chris el suizo (2018), de Anja Kofmel, en la se narra la muerte de un reportero en la guerra de los Balcanes. En Regreso a Raqqa se centran en la experiencia del reportero de guerra Marc Marginedas, especialista en cubrir conflictos en países árabes que, después de su tercer viaje a Siria fue secuestrado por el Estado Islámico durante seis meses junto a otros diecinueve colegas y funcionarios de ONG. Sus directores son Albert Solé (Bucarest, Rumanía, 1962), con experiencia como reportero TV,  y con el nuevo milenio dedicado al cine documental en el que ha dirigido y producido más de veinte títulos, entre los que destaca el retrato de un personaje enfrentado a sus propios límites como Bucarest, la memoria perdida, Al final de la escapada, Los recuerdos del hielo, Gabor, entre otros, y Raúl cuevas (Barcelona, 1978), dedicado también al cine documental, entre los que destaca sus trabajos con Miguel Ángel Blanca, y sus trabajos conjuntos con Solé en la serie Examen de conciencia (2019), y L’última cinta des de Bosnia (2020).

Con Regreso a Raqqa vuelven a unir sus esfuerzos para contarnos desde lo personal e íntimo la horrible experiencia de Marc Marginedas, pero huyen del sensacionalismo y el manido ejercicio de superación, para adentrarse en un tipo que nos habla a modo de diario personal en su vuelta a Siria para contarnos lo que allí le sucedió. Marginedas nos habla, sin prejuicios ni cortapisas, de su oficio de periodista, de su labor como reportero de guerra durante las dos últimas décadas, de su trabajo a pie de guerra en países árabes, y sobre todo, de su secuestro durante seis largos meses en Siria. No deja nada fuera, cuenta con toda crudeza y realismo lo que allí vivió, su cotidianidad, sus torturas, sus palizas, el hambre, el miedo, la muerte, y mucho más, siempre desde la profundidad y la rigurosidad, sumergiéndonos en el horror de unos hombres que sembraron de terror y muerte allá por donde pasaban.

Solé y Cuevas tienen un material de primera, pero no lo envuelven en condescendencia ni mucho menos en sentimentalismo, aquí no hay nada que lo embellezca ni nada de heroísmo de telenovela, solo hay un viaje al corazón de las tinieblas, que nos mencionaría Conrad, y qué viaje, en el que su protagonista nos habla y nos cuenta, y sobre todo, revive su cautiverio y el de sus compañeros de celda, contando los seis que fueron ejecutados. Los cineastas optan por un relato breve, apenas su duración llega a los setenta y ocho minutos de metraje, en los que nada se deja al azar, donde todo se cuenta desde lo más crudo, añadiendo una gran sensibilidad y humanidad, contrarrestando todo el infierno que vivieron tanto Marc como los demás. Como buena película no solo asistimos al testimonio del protagonista, porque la cinta se nutre, y muy acertadamente, de otros testimonios como compañeros de secuestro, familiares de fallecidos, los allegados, compañeros y familia del protagonista, así como expertos en la materia, en los que se añade más información y sobre todo, se contextualiza los pormenores de lo que era el ISIS, su origen y su extrema violencia, y se hace un recorrido sincero sobre campos de refugiados en la actualidad y Marc recoge el testimonio de lo que fue vivir cerca de los asesinos del Estado Islámico.

El tótem del cine documental Frederick Wiseman dijo en su visita a la Filmoteca de Catalunya allá por la primavera de 2016 que: “El cine para ser verdad o buscar su verdad debía ser sincero, no solo con lo que retrata, sino también con el retrato que hace de sí mismo”, es decir, que nada de lo que se y lo que se oculta, corrompa en un ápice la verdadera intención de la película, que no es otra que retratar a las personas y sus hechos de forma honesta, sin querer violentar aquello que se ve y se retrata. Regreso a Raqqa se estructura a través de este precepto porque se envuelve de honestidad y veracidad en explicar la identidad de su protagonista, sus hechos y su convicción por y para el periodismo, y aún más, retrata el horror de forma cercana y humana, desviándose del espectáculo y recogiéndolo en un sensible y durísimo drama del horror que puede imponer una persona a otras, porque los asesinos del ISIS son eso, solo personas guiadas por el fundamentalismo más atroz que ven en la guerra y la destrucción su sentido vital, una desgracia para todos que la guerra siga siendo un medio y un fin, lo único humano en todo esto es que, personas como Marc y demás reporteros estarán allí para retratarlo y contarlo, seguramente no sirve para cambiar nada, si para dejar constancia que ya es mucho. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania

CONDENADOS Y PRIVILEGIADOS.

“Un artista es alguien que produce cosas que la gente no necesita tener”

Andy Warhol

Fue viendo una exposición en el Louvre de Paría sobre el artista belga  Wim  Delvoye, en que el artista había tatuado la espalda de Tim Steiner, que estaba sentado en un sillón sin camisa mostrando el diseño de Delvoye. Este hecho fue la primera piedra de El hombre que vendió su piel, la segunda película de ficción de la directora Kaouther Ben Hania (Sidi Bouzid, Túnez, 1977), que había empezado en el campo del documental sobre temas como la religión, la inmigración en Zaineb takrahou ethlj (2016), los abusos sexuales en Le Challat de Tunis (2016), y en su primera ficción de título Beauty and the Dogs (2017). En su nueva película retrata dos mundos antagónicos, dos universos en las antípodas, dos formas de vivir y de ser. Por un lado, tenemos a Sam Alí, un joven sirio, impetuoso y rebelde, que debe abandonar su país en vísperas de la guerra, y también, alejarse de su amor de familia adinerada que se casará con ella. Su destino será Beirut, en Líbano, pero su objetivo es Europa. En la ciudad libanesa, de casualidad, conoce al artista Jeffrey Godefroi y su asistente Soraya, el otro lado. El artista, reconocido mundialmente, le propone un plan. Le tatuará en su espalda una visa, que será una obra de arte muy cotizada y será su pasaporte para aterrizar en Bruselas.

La directora tunecina construye una eficaz e interesantísima fábula moral de nuestro tiempo, que indaga en el significado del arte, sus límites, todo el negocio que lo envuelve, su elitismo y su explotación, y además, profundiza en la hipocresía y perversión del mundo occidental, de su aprovechamiento de los menos afortunados y sobre todo, del verdadero valor de los seres humanos, que nos debatimos entre el producto y la persona, o quizás eso ya ha desaparecido y todo está en venta. La elegancia y la bella plástica obra del cinematógrafo Christopher Aoun (del que habíamos visto su trabajo en Cafarnáum, de Nadine Labaki), detallista y abrumadora que consigue crear esa atmósfera inquietante y oscura que rodea la película, la suave y cercana música de Amine Bouhafa (del que conocíamos sus trabajos en Timbuktu y la reciente Gagarine), y el no menos depuradísimo trabajo de montaje para una película de ciento cuatro minutos de la extraordinaria editora Marie-Hélène Dozo, que ha montado todas las películas de los Dardenne.

Bajo la sombra de Fausto, de Goethe, la película es una nueva aproximación a la compleja relación entre el necesitado y Mefistófeles y el cheque en blanco que firma el incrédulo, en este caso refugiado, una libertad que no lo es tal, porque ese es otro elemento en el que se apoya la trama, la libertad entendida desde un sentido humano, y no material, su significado y su posición. El hombre que vendió su piel no se define en ningún género al uso, sino que se sustenta en varios, porque tenemos la fábula moral citada, el drama del refugiado, la tragedia de un mundo de los que tienen y los que no, el amor como motor de todo y de nada, el absurdo del arte donde todo lo es y todo se vende, incluso las personas y sus sueños, y el humor negro y la sátira que usa Sam Alí como respuesta a su prisión y a su aislamiento, el alto precio que paga por ser libre o simplemente, querer serlo. El entramado argumental, más en la forma y en las diferentes texturas con las que está contado para crear esa atmósfera sofisticada, irreal y malsana en la fragilidad por la que se mueven todos los personajes.

Una película de estas características requería un grandísimo reparto que se fusionase con inteligencia e intimidad como éste, encabezado por el fabuloso actor sirio Yahya Mahayni, premiado en Venecia, que aborda con simplicidad y aplomo la dificultad de un personaje que no tiene nada, que luego cree tenerlo todo para darse cuenta que le falta todo sin el amor, Dea Liane da vida a Abeer, en su primer papel largo en cine, la mujer en otra cárcel, la de su familia, que también huye con marido impuesto y luchará por volver a donde era feliz, y luego tenemos a los otros, los del otro lado del espejo, el artista Jeffrey Godefroi que interpreta maravillosamente el actor belga Koen de Bouw, fomentado en el medio televisivo, y finalmente, una falmante y magnífica Monica Bellucci, que le cuesta tan poco estar estupenda y metida completamente en el personaje de Soraya, una artífice del dinero, de la apariencia y el mundo snob del arte. Kaouther Ben Hania ha cosido una película de rabiosa actualidad y sin tiempo, donde confluyen las pasiones y los sueños humanos ancestrales como el significado de la vida, la libertad y el amor, porque en el fondo todos estamos en esto para estar mejor de lo que estamos, o quizás, habría que saber que estamos haciendo aquí, y el verdadero sentido de la vida no sea otro que ser y no estar, como mencionaba Hannah Arendt, muchos están en eso, otros, desgraciadamente, usan el dinero y su poder para encontrarlo, diferencias y posiciones eternas como los que retrata con astucia la película. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Esta lluvia nunca cesará, de Alina Gorlova

ANDRIY SULEIMAN, REFUGIADO KURDO.

“Esto es lo que hace la guerra. Y aquello es lo que hace, también. La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa. La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina”.

“Ante el dolor de los demás” (2002), Susan Sontag

Conocía la existencia del conflicto kurdo, pero fue viendo La espalda del mundo (2000), de Javier Corcuera, que conocí la tremenda gravedad del problema. La película explicaba el caso de Leyla Zana, una parlamentaria encarcelada en Turquía por temas políticos. El capítulo seguía la gris y triste existencia de su familia exiliada en Suecia, después que el marido pasase dieciséis años en la cárcel. Cuatro años después, en Las tortugas también vuelan, de Bahman Ghobadi, ambientada en un campo de refugiados del Kurdistán iraquí, éramos testigos de las condiciones miserables de un pueblo como el kurdo condenado a la huida constante, intentando encontrar un lugar al que pertenecer. La cineasta Alina Gorlova (Zaporiyia, Ucrania, 1992), de la que conocíamos su trabajo en el campo documental con la película No Obvious Signs (2018), en la que retrataba a una soldada ucraniana en pleno proceso de rehabilitación por estrés postraumático.

En Esta lluvia nunca cesará (significativo y desesperanzador título), el retrato se centra en la vida de Andriy Suleiman, un kurdo sirio que abandonó el país árabe por la guerra de 2012, y se instala en Lysychansk, al este de Ucrania, país de origen de su madre. La cámara de Gorlova sigue la vida del joven, voluntario de la Curz Roja en la guerra del Donbass en 2014, y de su familia, y su periplo por varios países donde se encuentra diseminada su familia y amigos, como Irak, Kurdistán y Alemania, donde quiere empezar de nuevo. La cineasta ucraniana divide en diez partes su película, a modo de capítulos, y usa el blanco y negro para mostrar esas vidas errantes, grises, difíciles y rotas, vidas que son meras sombras debidos a los graves efectos y causas de la guerra, que parece seguirles allá donde van. El retrato es profundamente humano y alejado de sentimentalismos. Todo se cuenta desde la verdad, o mejor dicho, desde lo auténtico de unas vidas que quieren salir adelante y a duras penas lo consiguen, poniendo el foco en todas las personas anónimas que han huido de su país, sus trabajos y su vida, e intentan encontrar ese lugar en el que volver a estar tranquilos y en paz.

Gorlova construye una intimidad que traspasa, que nos seduce con muy pocos elementos, y nos convierte a los espectadores no solo en testigos privilegiados del drama humano de este grupo de kurdos, sino en personas que conocen una verdad que es en realidad la de muchos refugiados en todo el mundo, personas que lo dejan todo por la guerra, personas acogidas en países extranjeros, personas que deben luchar diariamente para no perder su identidad, no en un sentido nacionalista ni patriótico, sino en el concepto humano, de tus orígenes, de tu forma de vivir, de tus tradiciones, de todo lo que significa ser kurdo. Un documento excepcional y cercano, cimentado con la complejidad de las diferentes existencias, como la labor humanitaria del protagonista kurdo frente al desfile de la máquina militar pesada ucraniana que van a la guerra del Donbass, al este del país, una zona de eterno conflicto entre los prorusos y los ucranianos contrarios, un conflicto que retrató de forma magistral el cineasta ucraniano Serguéi Loznitsa en su película homónima de 2018. Las contradicciones de los bailes tradicionales kurdos y ucranianos, así como el desfile de soldados frente a la marcha del orgullo gay en Berlín.

Un mundo lleno de contrastes, de grises automatizados, de perversidad y alegría en la mismo espacio o según en la perspectiva que te encuentres o te toque circunstancialmente. Esta lluvia nunca cesará no es una película apológica ni se decanta por nadie ni por nada, si hay una idea política, porque en cualquier acción humana la hay, es sin lugar a dudas, la del lado de lo humano, de mirar de frente a todos aquellos que huyen por la guerra, a todos aquellos que, lejos de sus tierras, siguen viviendo la guerra diariamente, de los traumas que deja la guerra, el exilio y estar lejos de todo sin saber donde se está, de todos los espacios oscuros que construyen unos poquísimos y afectan a millones de personas alrededor del mundo, de la guerra como mal eterno de la historia de la humanidad que define mucho nuestra forma de vivir, de compartir y de mirar al otro. Andriy Suleiman es uno de tantos refugiados que cada día abandonan su vida para emprender un camino lleno de peligros y de dolor del que desconocen completamente donde les llevará y que será de ellos, y lo más incierto, si algún día podrán regresar a sus vidas y cuántas vidas costará tanto desastre imposible de detener. Aunque la película no solo muestra desgracia y tristeza, porque también hay tiempo para el reencuentro, para seguir adelante a pesar de todo, y sobre todo, hay tiempo para seguir se esté donde se esté. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Alba Sotorra

Entrevista a Alba Sotorra, directora de la película «El retorno, la vida después del ISIS», en la oficina de su productora en Barcelona, el miércoles 29 de septiembre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alba Sotorra, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Jeny Montagut, de Comunicació DocsBarcelona, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Para Sama, de Waad Al-Kateab y Edward Watts

DOCUMENTAR LA VIDA BAJO LAS BOMBAS.

«El film documental cuenta hechos que han sucedido o que están sucediendo independientemente de que con ellos se haga o no una película. Sus personajes existen también fuera del film, antes y después del film».

 Raúl Beceyro

Nuestras vidas, esas realidades que forman parte de nuestra cotidianidad, con sus alegrías y tristezas, con sus circunstancias e historias, con sus espacios íntimos y públicos, con sus miradas y reflexiones. Toda una serie de acontecimientos que nos van construyendo lo que somos, lo que no seremos y que, quizás, dejemos de ser. La vida de Waad Al-Kateab (Siria, 1991), dará un vuelco extraordinario cuando en la primavera del 2011, siendo estudiante de marketing en la Universidad de Alepo, estalla una revolución sin precedentes contra el régimen autoritario de Bashar Al-Assad. Waad, igual que muchos otros, documentó con su móvil todo ese estadillo de protesta y resistencia, que derivó a una guerra civil entre Assad y los defensores de la libertad y la democracia, en la que Waad toma partido como activista para derrocar el régimen. La aparición de la aviación rusa en el 2015, recrudeció la guerra.

Waad aprendió a usar una cámara de video, y empezó a documentar su realidad, se enamoró de Hamza, un doctor de uno de los pocos hospitales en pie de Alepo, y tuvo una hija, Sama. Al-Kateab, a modo de misiva a su hija, empieza a filmar lo que ve diariamente, una vida en un hospital, donde llegan continuamente heridos, asediados en Alepo. La película se centra en el último año en Alepo, en 2016, y sobre todo, en el segundo semestre, con la ciudad soportando bombardeos diariamente. En enero de 2016, Waad empezó a documentar para Channel 4, el prestigioso canal del Reino Unido, bajo el título Inside Aleppo, toda la realidad que veía, sobre todo, desde un lado humanista, siendo sus videos de los más seguidos. El reputado documentalista inglés Edward Watts, con más de una década de trabajo con Channel 4 (con trabajos impresionantes sobre las crudas realidades de muchas personas en situaciones terroríficas, pero siempre captando la humanidad, como hizo en Escape from ISIS, centrado en las mujeres bajo el terror del Estado Islámico), se alía con Waad Al-Kateab, y firman la codirección de una película que nos abre una ventana a una realidad íntima y muy personal de la población de Alepo, con sus momentos alegres y tristes, con toda esa cotidianidad bajo las bombas, bajo el peligro constante de perder la vida y el continuo sufrimiento y dolor.

Viendo Para Sama, es inevitable no acordarse de Homeland (Iraq Year Zero), de Abbas Fahdel, filmado durante el antes y el después de la Guerra de Iraq a través de una familia corriente, uno de los documentos más interesantes y devastadores sobre la descomposición de unas personas que viven una guerra tan cruenta y dolorosa como la de Irak, o de Silverd Water, Syria Self-Portrait (2014), de Wiam Bedirxan y Ossama Mohamed, en el que cientos de imágenes filmadas en móvil, documentan diferentes realidades de la guerra de Siria. En Para Sama, la cotidianidad de Waad Al-Kateab, su marido Hamza, y la pequeña Sama, se confunden con la realidad catastrófica en la que viven, viendo diariamente como su ciudad sucumbe bajo las bombas, y sus gentes van desapareciendo. Un año de vida para Sama, inconsciente de esa realidad dolorosa, que su madre documenta con gran honestidad y sensibilidad toda esa cotidianidad del único hospital que sigue en pie de Alepo.

La película captura de forma natural y directa, en modo de diario-carta todo lo que sucede, es el aquí y ahora, con la realidad entrando por todos los lados, impregnando de dolor y devastación la ciudad, y el hospital en el que moran, capturando todos los detalles, desde todos los ángulos posibles, sin cortapisas ni sentimentalismos, con toda su crudeza y tensión, con sus carreras, su nerviosismo, con el espantoso ruido de las bombas alrededor, todos esos instantes de intimidad, de relajación, el constante trasiego de gente desesperada con familiares en los brazos, el trabajo incesante intentando salvar vidas, las múltiples carencias de material y comida a las que se enfrentan, y sobre todo, la vida, una vida que ocurre mientras intentan sobrevivir en el infierno de Alepo, en un relato sobre la alegría, la tristeza, el dolor, la pérdida, y la fuerza de seguir adelante, de no abandonar, de seguir creyendo en la libertad y la justicia, a pesar que las circunstancias digan lo contario, a pesar que todos los avatares de la guerra cotidiana en la que viven, digan que el final de Alepo está cerca.

Waad y Watts, no solo han construido uno de los documentos más brillantes y poderosos sobre lo que es la cotidianidad de la guerra, sino que han profundizado de forma brutal y valiente, en todos esos detalles íntimos y personales de tantas vidas que se cruzan por delante de su cámara, atrapando de forma natural y brillante toda ese espacio doméstico donde la vida se desarrolla, con esos momentos de los niños jugando en un calcinado autobús, que pintan para darle color a tanta oscuridad, o los juegos inocentes de Sama, o la preparación de la comida, de la poca que consiguen, o ese momento mágico en el que un marido regala un caqui a su mujer, algo tan insignificante en otras circunstancias, pero que en ese instante tiene un valor humano bestial. Un trabajo que muestra de manera crudísima una realidad devastadora, que va más allá del hecho documental, que engrosa ya los títulos destinados a perdurar en el tiempo, por su gran valor humanista, y sobre todo, por su extraordinaria mirada a lo más profundo y personal de unas personas que viven bajo las bombas, pero sin perder la esperanza de un mundo mucho mejor y más libre. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Marwa. Pequeña y valiente, de Dina Naser

LOS NIÑOS EXILIADOS.

“Aunque no viva en mi tierra, mi tierra vive en mí”

En Promises (2001), de Justine Shapiro, B. Z. Goldberg y Carlos Bolado, nos situaban en un campo de refugiados palestinos, un asentamiento israelí en Cisjordania, y Jerusalén, en el que un grupo de niños palestinos e israelíes testimoniaban su cruda cotidianidad, con una entereza, inteligencia y esperanza el eterno conflicto entre los dos países. La directora Diana Naser, jordana con raíces palestinas, emprende un camino parecido, dando voz a los niños, en encabezados por Marwa, siria y exiliada, que vive junto a su familia en el campo Zaatari, en Jordania. Naser, que ha trabajado en películas de Fatih Akin y Anais Barbeau-Lavalere, y ha enfocado su trabajo en los conflictos palestinos, a través de una mirada honesta e íntima, explicando el humanismo y la complejidad que encierran estos relatos. La mirada de la cineasta jordana se dirige a la vida y la de documentar la cotidianidad de unos refugiados lejos de su vida y tierra, y coloca la cámara, como hacía Ozu con sus personajes, a la altura de la mirada de Marwa, sus hermanos y los otros niños que pululan por el campo, siguiendo con una gran honestidad sus quehaceres diarios como los trabajos domésticos, la escuela, los juegos, los conflictos entre hermanos, o ese otro mundo, el de los adultos, que los más pequeños de la casa, entienden y ayudan en todo lo que pueden.

Asistimos a la vida en condiciones infrahumanas, donde la realidad del campo, amurallado y con barrotes, los exiliados son prisioneros de su condición de refugiado, como esos magníficos travellings, en el interior del automóvil, donde la directora deja clara esa vida aislada y encarcelada, o esos maravillosos y aterradores momentos, donde la familia, a través de una video llamada, hablan con el hermano que lucha por la liberación de Siria, y les muestra a su recién nacido. Naser filma la vida,  los Tiny Souls (esas «Almas pequeñas», que ha referencia el título original), capturando todos esos momentos que se mezclan, pasando del horror a la esperanza en cuestión de segundos. La directora captura con gran criterio y fuerza, la situación de inestabilidad en la que viven Marwa y su familia, siguiendo su existencia durante cuatro años, los que van desde el año 2012 al 2016, filmándolos en el campo de refugiados, luego, en un piso de Ammán, la capital de Jordania, para más tarde, volverlos a filmar nuevamente en el campo de refugiados, y finalmente, perderles la pista después de su viaje forzoso a la frontera siria, cuando acusan al hermano mayor de pertenencia a los islamistas radicales.

La situación que nos muestra la película es dura, áspera y difícil, pero la mirada inocente y fresca de los niños, lo cambia todo, impregnando la película de ilusión y esperanza, donde no cabe desánimo y derrota, sino todo lo contrario, una bandera de libertad, de resistencia, de alegrías y juegos, centrándose en la figura de Marwa, con sus once años, en la que vemos in situ, su proceso de la infancia a la adolescencia, con sus primeros amores, sus aventuras que no serán del gusto materno, y todos esos cambios, tanto físicos como mentales, que sufrimos cualquier persona durante ese período, bajo el contexto de alguien que ha dejado su país en guerra, que ha presenciado demasiados horrores, y sueña con volver un día a su tierra en paz. La voz en off de la directora aparece en ciertos momentos, para ir articulando el film-diario de Marwa y su familia, y el suyo propio, el de la cineasta en busca de su personaje, y sobre todo, en filmar a una niña que vive en esa situación extrema, y añadiendo su propia experiencia, con su padre, que también fue un exiliado años atrás, cuando ella tenía la misma edad que Marwa.

Estamos frente a una crónica de los hechos, bajo la mirada de una niña de once años, que nos evoca, indudablemente, al Diario de Ana Frank, escrito por una niña con trece años, que evoca también, un exilio, este interior, en el que Ana y su familia se escondieron en el desván. Naser huye de cualquier atisbo de sentimentalismo, ni nada que se le parezca, por el contrario, opta por la verdad que destila cada plano de su película, mostrando la realidad del campo, el desanimo que produce vivir tan lejos de casa, con esa esperanza de algún día volver a casa, como la magnífica secuencia, en la que Marwa y un grupo de niños en corrillo, explican sus sueños, en los que la niña siria explica uno muy poética, en la que convertida en una paloma, se celebra un día de fiesta en su pueblo, en la que incide en ese estado de libertad y alegría que tanto caracteriza el carácter de Marwa, para después la cámara abandona el grupo y muestra la realidad triste y sucia del campo, donde Naser nos muestra como la mirada de una niña de once años puede romper cualquier barrera u obstáculo en el que viva, filmando todo ese proceso que abarca cuatro años, cuando Marwa, con quince años, mira a la cámara, convertida ya en una adolescente que sigue soñando, ahora con otras cosas, pero eso sí, sin olvidar ese regreso soñado, volviendo a ese pasado, a la Siria antes de la guerra, donde las cosas respiraban armonía y felicidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Entrevista a Alba Sotorra

Entrevista a Alba Sotorra, directora de la película «Comandante Arian», en las oficinas de su productora en Barcelona, el miércoles 17 de octubre de 2018.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alba Sotorra, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Herrero y Marina Cisa de Madavenue, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Of Fathers and Sons, de Talal Derki

EL LEGADO DE LA YIHAD.

“Cuando era pequeño, mi padre me enseño a escribir mis pesadillas para impedir que volviesen. Me fui muy lejos para escapar de la injusticia y de la muerte. Desde que empezamos a construir nuevos hogares en el exilio, el yihadismo salafista ha vivido una era dorada en el hogar que dejamos. La guerra sembró semillas de odio entre vecinos y hermanos, y ahora el yihadismo salafista está recogiendo los frutos. Intentando ocultar mi inmenso miedo, me despedí de mi mujer y de mi hijo y partí hacia la tierra de los hombres que anhelan la guerra. Al norte de Siria, a la provincia de Idlib, controlada por al Qaeda, también llamada Frente al Nusra. Me presenté como fotógrafo de guerra”.

Talal Derki.

De todas las imágenes terribles de la Guerra Civil Española hay una que me aterroriza entre todas, la de unos niños jugando en una colina simulando un fusilamiento, un juego que se convierte en el fiel reflejo del contexto en el que viven, un contexto de guerra, muerte y destrucción. Aunque hayan pasado más de 80 años de esa imagen, esas imágenes se siguen produciendo, niños que viven el horror de la guerra, el horror de la muerte, que crecen en realidades horribles, donde asesinar es lo cotidiano, donde sus juegos infantiles acaban siendo un reflejo de esa realidad miserable que viven diariamente.

El arranque de la película resulta demoledor y bestial, donde observamos a unos niños jugando al fútbol en mitad de la desolación y la destrucción del paisaje, en el que ese incio nos viene a decir que hasta en los lugares más crueles de la tierra, la vida se abrirá camino y siempre habrá unos inocentes que jugarán. Talal Derki (Damasco, Siria, 1977) ha trabajado para la televisión árabe y para agencias de información tan importantes como la CNN, y ha vivido la desmembración de su tierra desde la proximidad, unos hechos que empezaron con la movilización social para acabar con el régimen de Bashar Al Asad, que después originó la guerra que todavía continúa, hechos que ya plasmó en su documental Return to Homs (2013) donde seguía durante tres años a un futbolista que era activista de todos estos movimientos políticos y sociales. Ahora, en su nueva película va más allá, y se mete en la cotidianidad del otro, de los que están en la otra línea de fuego, en la vida de Abu Osama, miembro del grupo Al-Nusra, la rama de Al-Qaeda en Siria, que lucha contra las tropas del gobierno del Al Asad, y la compañía de sus ocho hijos, cruzando el difícil frente del Norte del país, para convivir durante dos años y medio en este ambiente familiar y de guerra.

Derki se convierte en un testimonio único y brutal en el que muestra con su cámara esa cotidianidad que duele y horroriza, porque los momentos tiernos y sensibles del padre a sus hijos, se mezclan con los disparos, las incursiones bélicas y la desactivación de minas y bombas, tarea en la que el padre es un especialista. Esa cotidianidad que vemos sin artificios ni efectos, es una cotidianidad asumida dentro del ambiente de guerra, en el que los niños siguen con sus juegos a pesar de todo, juegos bélicos, juegos donde se pelean, fabrican artefactos caseros y se mueven entre las ruinas de un país que lleva más de 7 años de guerra y destrucción. El cineasta sirio filma desde la más absoluta cercanía y proximidad, sin trampa ni cartón, desde esa realidad miserable, donde la vida y la guerra se mezclan y se funden, con dos partes divididas: en la primera, somos testigos de las incursiones bélicas del padre y sus compañeros combatientes, mientras los hijos quedan más al margen, unos hijos que adoran a su padre, que se muestra tierno y sensible con ellos. En la segunda mitad, los niños cogen más protagonismo, sobre todo, dos de ellos, Osama, el mayor de 12 años, y Ayman, el que sigue, el mayor quiere seguir los pasos del padre y le vemos asistir a los entrenamientos para convertirse en un futuro soldado de la yihad (son escalofriantes el adoctrinamiento por parte de los adultos y todas las pruebas que les hacen pasar) en cambio, Ayman, desea volver a la escuela cuando la guerra se lo permita.

Derki nos habla de guerra, violencia, deshumanización y educación, sobre un padre que cree profundamente en una sociedad que vive bajo las leyes de la sharía, y educa a sus hijos bajo esa doctrina religiosa, donde su fe y sus armas son las únicas y válidas herramientas contra los infieles y enemigos que luchan contra ellos, en una guerra cruenta, compleja y demoledora, que está acabando con el país y sus habitantes. Derki ha construido una película necesaria y valiente, una cinta terrible sobre la intimidad de los radicales, sobre la guerra desde lo más profundo, y sobre todo, una película sobre la educación, ese adoctrinamiento de los padres a los hijos, al terrible legado que les dejarán en sus vidas, esas semillas de odio a los demás, a esos supuestos enemigos, pesadas huellas violentas que deberán arrastrar durante todas sus vidas, unas existencias condenadas por un destino atroz y salvaje, en el que tendrán que convivir con la muerte diariamente, en unos niños que no han conocido otra cosa que no sea la muerte, la destrucción y las armas como compañeras de juegos, unos inocentes que han crecido a través de la ignominia y el odio hacia el otro, convirtiéndose en seres abyectos y miserables donde matar es lo normal, donde matar forma parte de sus vidas, como comer, jugar o amar.

Comandante Arian, de Alba Sotorra

 ¡JIN, JIYAN, AZADI! (¡MUJERES, VIDA, LIBERTAD!)

«Echo de menos a mis compañeras, la lucha, la guerra. Echo de menos compartir su dolor y sus dificultades, y compartir también la alegría de la liberación. Sufrir y luego disfrutar de la libertad es algo increíble».

Comandante Arian

Hace tres años, Alba Sotorra (Reus, 1980) sorprendía a propios y extraños con Game Over, en el que nos hablaba de Djalal, un joven que desde pequeño soñaba con ser soldado profesional, pero cuando estuvo en primera línea de fuego, se sintió decepcionado de la guerra que vio y que sólo conocía a través de los videojuegos y su alter ego online, un soldado de élite que se enfrentaba a peligrosos enemigos en sus misiones secretas. Un ejercicio contundente, personal y reflexivo sobre la fascinación de la guerra, la violencia y las imágenes que nos invaden constantemente sobre temas bélicos y violentos. Ahora, Sotorra vuelve con una película que tiene la guerra como foco de atención, pero desde otro punto de vista, el de un grupo de mujeres combatientes en la guerra de Siria, las YPJ (Unidades de Defensa de Mujeres) un grupo  formado en el año 2013 sólo de mujeres, en su mayoría kurdas, para combatir al Dáesh (Isis), para defender su tierra y su condición como mujeres libres.

La película se introduce en la piel de estas mujeres a través de una de sus líderes, Arian Afrîn, la “Comandante Arian”, y nos cuenta de un modo íntimo y personal, su diario de guerra en el asedio de la ciudad de Kobane para reconquistarla y acabar con el Estado Islámico. La película se estructura a través de dos tiempos, en el presente, estamos en el 2016, cuando Arian, que ha recibido cinco heridas de bala, se recupera lejos del frente, y en el pasado, cuando Arian y su batallón de combatientes, emprenden el asedio para liberar Kobane. La cámara de Sotorra, y ella misma,  se camuflan junta a las mujeres, convirtiéndose en unas combatientes más, dejando fiel testimonio de las experiencias sanas y terribles que iremos viendo a lo largo de sus 80 minutos de metraje, en las que habrá momentos de paz interior, o violencia bélica, y también, tiempo para compartir, recordar y sentir, en las que escucharemos sus conversaciones, sus inquietudes, sus soledades, (des) ilusiones, sacrificios e ideales, su pasado bajo el yugo machista, y su futuro, al que todas lo encaran con esperanza por una tierra mejor, más justa, igualitaria y solidaria.

Vemos con detalle y profundo análisis su cotidianidad, su entorno y los compañeros masculinos que las acompañan luchando codo a codo en el campo de batalla, donde escuchamos con precisión el ruido de las bombas, el silbido de las balas, y las continuas refriegas que se van produciendo, dentro de un entorno de camaradería, compañerismo y libertad, una libertad que se ganan diariamente con su kalashnikov y valentía. La directora catalana nos habla de guerra, de vida y muerte, sin caer en el heroísmo y la plasticidad de unas imágenes que no son bellas o complacientes, sino duras, ásperas, y en ocasiones, tremendas, que quitan el aliento por su terrible dureza, pero la película nunca cae en eso, se mantiene firme en contar con alegrías y tristezas las vidas de este batallón feminista de manera clara y precisa, en el que nos la presenta como mujeres de carne y hueso, mujeres que nos podríamos encontrar por la calle en otras circunstancias, despojándolas de cualquier aura de espiritualidad o por el estilo, la cinta extrae su humanidad, su fuerza y su voluntad, esa voluntad de hierro y determinación que las dejar a sus familias, y por ende, su destino marcado como esposas y madres, para liberarse de sus porvenires anulados, y vivir libremente y como ellas quieren, aunque para ello tengan que pegar tiros y jugarse la vida cada día.

Arian y su batallón de mujeres despierta una fuerza brutal y unos ideales perdidos por nuestros lares, donde la fuerza del equipo y la fraternidad se convierten en sólo uno, donde van todas a una, ayudándose y levantándose unas a otras, siguiendo en pie a pesar de las bajas y los problemas de la guerra, porque todas juntas llegarán hasta donde las armas y el coraje les aguante. Sotorra nos brinda una película humanista y cercana, donde se explora con claridad y detalle la condición humana, donde el término libertad adquiere significados distintos a los que nosotros conocemos, donde la individualidad y los conflictos a los que nos enfrentamos diariamente, se diluyen en la nada, observando a estas mujeres y sus circunstancias, unas mujeres de gran fortaleza y virtud, que rompen estereotipos y tradiciones milenarias para ser ellas mismas, y sobre todo, defender aquello que consideran importante para ellas y su tierra, defendiendo a tiros valores humanos que aquí hemos olvidado hace demasiado tiempo.

La directora reusense nos brinda una película necesaria y valiente, una película que le ha llevado tres años de filmaciones, entre idas y venidas, un documento muy alejado de la visión de los informativos occidentales, en los que parece que la guerra siempre la hacen los hombres, y nunca sabemos nada de las mujeres. Un trabajo sincero y honesto, que recuerda a las películas de Rithy Panh o Wang Bing, en la forma de colocar la cámara y filmar las conversaciones y el entorno de estas combatientes kurdas, en las que la relación entre cineasta y el objeto filmado acaba diluyéndose y creando una relación diferente e íntima, en el que todo se mezcla y adquiere una proximidad que nos traspasa y nos acaba convirtiendo a los espectadores en seres activos y reflexivos de las imágenes que estamos viendo, y creando ese vínculo mental entre la cineasta y sus personas. Sotorra construye una cinta emocionante y bella en sus valores humanísticos sobre unas mujeres que viven y guerrean diariamente por su libertad, por su identidad y por vivir en una tierra mejor, aunque para ello tengan que perder su vida o ver como la pierden algunas de sus compañeras.


<p><a href=»https://vimeo.com/290442289″>Comandante Arian – Trailer Oficial</a> from <a href=»https://vimeo.com/albasotorra»>Alba Sotorra Clua</a> on <a href=»https://vimeo.com»>Vimeo</a>.</p>

Alma Mater, de Philippe Van Leeuw

LA GUERRA COTIDIANA.

“Me gusta pensar que los momentos más importantes de la historia no tienen lugar en los campos de batalla o en los palacios, sino en las cocinas, los dormitorios o las habitaciones de los niños”

David Grossman

La película se abre y se cierra de la misma forma, con un amanecer, la cámara se apoya en el rostro de un abuelo encendiéndose un cigarrillo y mirando a través de la ventana, no vemos el exterior, sólo su mirada perdida y expirando el humo, así sin más. La cotidianidad se define frágil e incierta, como si el cigarro que se va consumiendo fuese una metáfora de ese tiempo que se vive sin vivir, que se está sin estar. El cineasta Philippe Van Leeuw (Bruselas, Bélgica, 1954) ha desempeñado toda su carrera en la cinematografía con autores tan prestigiosos como Bruno Dumont, Laurent Achard o Claire Simon, entre otros. Fue en el año 2009 cuando debutaba en la dirección con El día en el que Dios se fue de viaje, en la que filmaba el retrato íntimo y humanista de un niño en mitad del genocidio de Ruanda.

Casi una década después, vuelve a ponerse tras las cámaras con otra historia rasgada por la tragedia, situándonos en el interior de un piso en mitad de una ciudad cualquiera en Siria, y acotándonos el relato a una solo jornada. Un solo día, donde viviremos con una familia siriana, que acoge a una pareja de vecinos con su bebé, su cotidianidad, sus miedos, sus esperanzas y (des) ilusiones. La señora de la casa, Oum Yazan, una espectacular y maravillosa Hiam Abbass, capitanea y dirige a los suyos y a los acogidos, está alerta de cualquier situación o ruido extraño que se produzca en las cercanías, y mantiene el aliento cuando este decae y el espíritu combativo entre la pequeña comunidad que resiste a pesar de todo y todos. Oum se convierte en la guardiana y protectora de esta familia de circunstancias, una familia de supervivientes en el caos de la guerra, vemos sus rostros, que se mueven entre la incertidumbre y el miedo, en un retrato que el fuera de campo se convierte en esencial para la trama, ya que el exterior se convierte en un desierto desafiante y peligroso, sólo vemos lo que proporciona alguna ventana.

Así que, el piso, con sus habitaciones y sus moradores, se convierten en el rostro humano que vive o mejor dicho, malvive en esa maldita guerra. Van Leeuw propone un retrato femenino, ya que los hombres se hallan fuera por diversos motivos. El marido de Oum está fuera, intentando ayudar en lo que sea fuera, a los que más lo necesitan, y el marido de Halima (los vecinos del bebé) ha tenido que salir y no vuelve, y ella se angustia porque no sabe nada de él. Una película estructurada a través de dos mujeres, la señora que mantiene el orden del hogar, o lo que queda de él, en mitad del caos, en una especie de matrona resistente en la que sacrificará lo que haga falta para mantener su hogar como especificará en algún momento: “Nací sin hogar. Nadie me sacará de aquí”, por otro lado, Halima (estupenda Diamand Abou Abboud dando la réplica a Hiam Abbas) ha planeado su fuga con su marido y bebé, ya que no resiste más en ese espacio y en mitad de tanto peligro. Dos formas de enfrentarse a la guerra, a la supervivencia, a soportar el miedo y a sacar fuerzas de donde haga falta para seguir hacia delante.

El cineasta belga se centra en el retrato humano, en la dignidad humana, y no lo hace desde la condescendencia o el sentimentalismo, nada de eso, su posición es la del humanismo y el retrato serio y sincero de unas almas enjauladas expuestas a todo tipo de peligros en los que su vida se mantiene de un hilo muy frágil que puede romperse en cualquier momento. Van Leeuw compone una trama en el que el terror y el drama íntimo se mezclan de manera realista y sorprendente, en una película que nos sobrecoge, y nos mantiene en todo momento compungidos y aterrorizados por todo lo que sucede a sus personajes, aunque todo hay que decirlo, y eso es mérito de la dirección y la puesta en escena, Leeuw no trata en ningún momento de lanzar ningún discurso paternalista ni nada por el estilo, al contrario, mira esos rostros y les concede su protagonismo, devolviéndoles la garra y fuerza de esos rostros humanos que los medios invisibilizan de manera escandalosa, centrándose en los datos y demás aspectos que deshumanizan el horror cotidiano que sufren las personas anónimas en mitad de una guerra. Van Leeuw no sólo ha construido una película humanista, como las que hacía Rossellini sobre la guerra, sino también pone rostros a todos los seres humanos que han vivido, viven y vivirán una guerra, centrándose en su cotidianidad, en sus miedos, inseguridades, peligros y sobre todo, en su humanidad, aunque sea tan difícil de mantener en ese tipo de situaciones.