Romería, de Carla Simón

LA MEMORIA EXILIADA. 

“Cuando pasa el tiempo todo lo real adopta un aspecto de ficción”. 

Javier Marías 

Hace unos años en la Filmoteca de Cataluña la cineasta Carla Simón (Barcelona, 1986) presentó una sesión donde pudimos ver Llacunes (2015), un cortometraje de 14 minutos donde construía la memoria de su madre Neus Pipó a través de sus cartas en las que recorría los lugares donde fueron escritas, entre ellos, Vigo. La ciudad portuaria gallega es el escenario de su tercer largometraje Romería, donde recupera el personaje de Frida, la niña de Estiu 1993 (2017), ahora reconvertida en Marina con 18 años que, como sucedía en el citado corto, emprende el viaje a la citada Vigo para reconstruir la memoria de sus padres junto a la familia paterna. La familia y sus avatares emocionales vuelven a estar presentes en el cine de Simón como en Alcarràs (2022), aunque en aquella su alter ego no estaba presente, pero sí la institución familiar como reflejo de nuestras felicidades, tristezas y demás. Este tercer capítulo no sólo se detiene en la memoria silenciada de aquellos años ochenta donde muchos jóvenes cayeron en la heroína y el sida, sino que, a través de la mirada de Marina recorre todo el silencio y las sombras de una generación totalmente silenciada y exiliada.  

La directora barcelonesa impone un tono y una atmósfera naturalista e íntima, en que la llegada de Marina revuelve un tiempo escondido, un tiempo en que los diferentes personajes de la familia paterna recuerdan a medias, inventando o simplemente ignorándolo, donde estamos frente a una familia que es la antítesis de Estiu 1993, donde todo era acogida, comprensión y cercanía, aquí es tensión, silencios y gestos malintencionados, donde el misterio y el miedo se ha impuesto en la “oveja negra” de la familia. La trama se instala en la imposibilidad de Marina de reconstruir aquellos días de verano de los ochenta de sus padres, mediante los testimonios confusos de todos y todas, las cartas reales de su madre, convertidas en un diario de ficción, y sobre todo, la imaginación o la invención, como ustedes prefieran, porque todo lo que desconocemos, por los motivos que sean, también podemos inventarlo, y así aproximarnos a lo que creemos que sucedió, o tal vez, no es más que otra ficción como aquello que llamamos realidad. Quizás, con este ejercicio de pura invención podemos acercarnos a la verdad de los hechos, que también tienen algo de ficción. 

La cineasta catalana se ha acompañado en este viaje a la memoria instalada en la ausencia de los otros, de las que ya no están, de sus huellas y sombras. Tenemos a la gran Hélène Louvart como cinematógrafa en un trabajo extraordinario donde los pasados, tanto el de  2004 como los ochenta están construidos a través de un luz muy natural, que ayuda a la idea que todo es un presente continuo, donde la realidad, los sueños y la ficción se mezclan y fusionan creando no un tiempo definido, sino un caleidoscopio donde las fronteras convencional se desvanecen creando una verdad muy íntima que, además, se va fabricando mediante las imágenes que va capturando la inquieta Marina, donde realidad y ficción se van haciendo uno, a través de las diferentes texturas y grosores. La maravillosa música de Ernest Pipó también acoge la historia desde lo más profundo e invisible generando todas esas amalgamas de sensaciones, inquietudes, sabores y atmósferas por las que transita la travesía emocional de la protagonista. El gran trabajo de sonido que firman el dúo Eva Valiño y Alejandro Castillo, que va muy bien para adentrarse en el universo real y onírico por el que atraviesa Marina con ese mar y ese olor como metáfora-testigo de todos y todo.  El montaje de Sergio Jiménez y Ana Pfaff opta por el cuidado y el detalle en un viaje tranquilo y reposado donde Maria se adentra en un laberinto muy oscuro y enterrado donde nadie habla y si hablan aún transmiten más inquietud y misterio, en unos poderosos y bellos 114 minutos de metraje. 

La excelencia en la parte interpretativa es una de las marcas de la casa del universo de Simón, en Romería, vuelve a contar con un elenco que brilla sin necesidad de aspavientos ni estridencias, adoptando una naturalidad que traspasa la pantalla, transmitiendo desde la mirada y el gesto todo el batiburrillo de emociones. La magnífica y debutante Llucía Garcia se hace con Marina, una joven que quiere saber o simplemente hacer las preguntas que nadie ha hecho de una familia obligada a vivir en la mentira o en el silencio que es lo mismo. Mitch es Nuno, primo de Marina, otro debutante, siendo esa especie de llave, esa intimidad y complicidad que necesita la joven, al igual que el tío Iago, que hace estupendamente el cineasta Alberto García. Encontramos a otros intérpretes de la talla de Tristán Ulloa, Myriam Gallego, Sara Casasnovas, Janet Novas, José Angel Egido, todos gallegos que ayudan a reflejar esa autenticidad que tanto busca en su cine la cineasta. Este viaje-romería que emprende Marina no sólo es al pasado de sus padres que no vivió, sino también a una verdad, como sucedía en Paisaje en la niebla (1988), de Theo Angelopoulos, en el que dos hermanos buscaban a su padre en una travesía en la que se enfrentarán a la vida, y a todas las esperanzas y tristezas que la rodean. 

Estamos ante una película que en su entramado formal y narrativo busca acercar al espectador sin agobiarlo, a partir de una historia llena de ausencias, silencios y muchos misterios, pero que en ningún momento resulta pesada y demasiado alejada, encuentra el equilibrio para contar el deseo de Marina de saber, de conocer, de desenterrar muertos y heridas que, por otro lado, nadie quiere desenterrar porque la desconocen o la callan por temor o vergüenza, y menos su abuelo que la trata como una extraña, una desconocida e incluso como una molesta forastera. Con sólo tres películas Carla Simón ha construido un meticuloso universo donde sus jóvenes protagonistas se relacionan con su familia, sea nueva o pasada o simplemente, ausente, de formas diversas y en eterna lucha, eso sí, desde lo que no se dice o lo que se oculta. Romería no responde todas las preguntas ni mucho menos, algunas sí, y otras, generan más interrogantes o silencios, porque la memoria es lo que tiene, y más cuando es la de otros, la de los ausentes, de los que ya no están, que no podemo preguntarles, y los que quedan, apenas saben y él que sabe, prefiere callar, silenciar y exiliar esa memoria, aunque ahí está Marina para reconstruirla ya sea con testimonios, con un diario, con una cámara o con su imaginación. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Puan, de María Alché y Benjamín Naishat

LAS RAZONES DE MI INEXISTENCIA. 

“El único conocimiento verdadero es saber que no sabes nada”.

Sócrates 

El cine debería ser un reflejo de la situación política y social de los tiempos que nos han tocado vivir, o al menos, el buen cine. Pienso en ese cine que mira a su alrededor y nos explica historias sobre personajes que hacen cosas como nosotros, que sobreviven a duras penas en una realidad muy hostil, incluso violenta, que no les ayuda a ser ellos mismos y sobre todo, a vivir digna y honestamente. La película Puan es ese cine. Porque es una película que nace por muchos motivos. El primero sería el más claro y evidente, el de reivindicar la enseñanza pública frente a esos burócratas elitistas que nunca la conocieron, luego, porque el tema a tratar es la filosofía, la rama educativa más dañada y violentada por esos mismos que se hacen llamar demócratas y en realidad, sólo son un esbirros de lo privado y sus triquiñuelas ilegales. Ante este panorama, la película nos muestra una serie de vidas en continua precariedad, que deben hacer miles de trabajitos para llegar, y sobre todo, para seguir haciendo lo que aman, a pesar de todos aquellos políticos que defienden lo contrario. 

Puan nace como reivindicación a las políticas fascistas de un tipo como Milei, el nuevo mesías derechista que venderá su país al mejor postor. De su pareja de directores tenía algunas referencias. María Alché (Buenos Aires, Argentina, 1983), que empezó como actriz en La niña santa, de Lucrecia Martel, hace 20 años, y trabajó en otras películas, e hizo cortos y dirigió una cinta en solitario, Familia sumergida (2018), un drama protagonizado por Mercedes Morán. De Benjamín Naishat (Buenos Aires, Argentina, 1986), director de tres títulos, entre el que conozco Rojo (2018), un thriller político en los albores de la dictadura argentina con unos formidables Darío Grandinetti y Alfredo Castro. Con Puan, nos sitúan en la famosa calle homónima del barrio Caballito, centro neurálgico de la capital, donde en el número 480 encontramos la Facultad de Filosofía y Letras, centro de lucha reivindicativa y resistencia por antonomasia. La trama es sencilla y muy intensa, muy reflexiva y tremendamente física, y está protagonizada por Marcelo Pena, uno de esos profesores tímidos, academicistas y llenos de dudas y miedos, a la sombra siempre de alguien, de su mujer, luchadora y resistente, y de su mentor, que acaba de morir. La muerte provoca un vacío que coloca a Pena en un disyuntiva, no sólo profesional sino también existencial. La cosa se pone más dura con la aparición de su némesis, el tal Rafael Sujarchuk, un profesor con don de gentes, apasionado, con trayectoria internacional, un hombre de mundo y renovador, que además también opta a la cátedra como Pena. 

Como mencionaba Azcona aquello que: “La comedia es el mejor invento para soportar la realidad triste y gris”. Alché y Naishat optan por mirar esa realidad difícil de profes que no cobran y cuando lo hacen no les llega para vivir, donde Pena debe hacer unas cuántas actividades para sacar dinero extra. Una universidad en dificultades económicas y un país en estado de inquietud constante. La comedia alivia tanto desastre social, una comedia punzante, corrosiva, muy divertida, y a veces, tremendamente negrísima, en la que seguimos las andanzas de Pena, un personaje quijotesco y nada atrayente, pero dentro de su torpeza y su desorientación, encontramos a un hombre que ama su trabajo, que debe reivindicarse, aunque le cueste, y hacerse fuerte ahora que su puesto se ve seriamente amenazado por los nuevos vientos. Una historia directa, sincera y nada artificial, con la luz de una grande como la cinematógrafa Hélène Louvert, que ya estuvo en Familia sumergida, amén de grandes como Varda, Denis, Doillon, Klotz, Rohrwacher, entre otros. Su luz es cotidiana, íntima y acogedora, donde se mezcla con astucia la realidad dura con la comedia más irreverente. 

La excelente música de Santiago Dolan, con ese aroma de comedia italiana a lo Monicelli, De Sica y Risi, en que la música no sólo sirve para explicar, sino para mirar hacia dentro de los personajes y las situaciones que viven. En el mismo tono se encuentra el montaje que firma la brasileña Livia Serpa, otra reclutada de Familia Sumergida, donde prima el caleidoscópico de la trama, con mucho movimiento y diferentes espacios, donde abundan lo acotado y lo mínimo, para aumentar el acoso físico y mental en el que se encuentra el omnipresente protagonista Marcelo Pena. Un gran actor como Marcelo Subiotto, en su primer protagonista, que también estaba en Familia sumergida, bien acompañado, y también sufrido, por un profe más moderno y más diferente en todo como Leonardo Sbaraglia en su papel de Rafael Sujarchuk, todo un lince en ese mundo de profes carcas con olor a naftalina. Y otros intérpretes importantes como Mara Bestelli y Andrea Frigerio, que vimos en Rojo, y demás actrices, con oficio y experiencia como Julieta Zylberger, Alejandra Flechner, Cristina Banegas, entre otros, forman un reparto que transmite transparencia y naturalidad. 

No dejen escapar una película como Puan, de María Alché y Benjamín Naishat, porque les hará pasar un rato divertido, pero no el de risa fácil, sin más, no, aquí hay mucho que rascar, porque se habla de cosas importantes pero sin ser trascendentes ni mucho menos, aburridos. Los directores argentinos se lo montan estupendamente, porque nos hablan de temas importantísimos como la enseñanza pública, la filosofía como herramienta indispensable para resistir ante una sociedad sin valores y obsesionada con la apariencia y el materialismo. Películas como Puan son muy reconfortantes y llenas de valores y muchas más cosas. Agradecemos que existan porque su financiación no ha resultada nada sencilla, ya que encontramos hasta cinco países envueltos en su producción, y eso, aún la hace más fundamental, por su arrojo y su valentía para hablar de temas, que históricamente han sido demasiado profundos y alejados de todos, y ellos los hacen cercanos y cotidianos, y le ponen ese punto de comedia tan de verdad y tan zavattiniana y azconiana, de las que nos han de la “realidad” y sus cosas, sus tristezas y esperanzas de gentes que viven en nuestra misma calle o en la calle de atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Giacomo Abbruzzese

Entrevista a Giacomo Abbruzzese, director de la película «Disco Boy», en el Instituto Francés en Barcelona, el lunes 11 de diciembre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Giacomo Abbruzzese, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento, a Luca Di Leonardo y a Violeta Cussac de Madavenue, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Disco Boy, de Giacomo Abbruzzese

LA HISTORIA DEL OTRO. 

“Vivimos igual que soñamos: solos”.

Frase de “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad

Hay abundante cine bélico, pero hay muy poco que nos hable de la guerra desde las dos miradas en ciernes, es decir, que nos muestre los dos puntos de vista, que no solo nos hablen del invasor sino también del invadido, que la mirada no sea únicamente de aquí, sino también del de allá. Disco Boy, la ópera prima de Giacomo Abbruzzese (Taranto, Apulia, Italia, 1983), con formación en la prestigiosa escuela de cine Le Fresnoy, es una de esas películas que nos habla directamente de la guerra, pero huye de las escenas bélicas para adentrarse en el alma de los combatientes, de los verdugos y víctimas a la vez, y lo hace de una forma muy estética, pero sin caer en el efectismo ni mucho menos en lo bello, sino en lo que no vemos, en el alma de los soldados. Un face to face que junta a un legionario francés, que es un inmigrante bielorruso llamado Aleksei (del que somos testigos de su periplo hasta llegar a Francia, en un inmenso  prólogo), y por el otro lado, tenemos a un guerrillero convertido en activista ecologista en el río Níger que recibe el nombre de Jomo. 

Una historia que arranca en un bus de bielorrusos con destino a un partido de fútbol. Dos de ellos, el mencionado Aleksei y Mikhail, dos jóvenes que ven en Francia y su legión una forma de huir para encontrarse con un futuro mejor. Estamos ante una película muy física y naturalista en su primera mitad, donde abundan los cuerpos, los rostros y el continuo movimiento de los soldados franceses y su preparación, y luego, en su segundo segmento, entramos en un estado diferente, donde lo físico deja pasó a lo emocional, a lo onírico, a las alucinaciones y a los fantasmas, donde el horror y sinsentido de la guerra se vuelve contra Aleksei y lo encierra en una vorágine de sufrimiento, soledad y espectral. Una película apoyada en una estética oscura y nocturna, donde priman los destellos de luz fluorescente, las sombras y los espectros que no se ven pero ahí están, en un grandísimo trabajo de una de las grandes de la cinematografía actuales como Hélêne Louvart (que tiene en su haber nombres tan potentes como Varda, Doillon, Denis, Recha, Rosales, Rohrwacher, Wenders y Hansen-Love, entre otros), con una luz que evidencia el estado emocional que sufre el protagonista, y como todo su alrededor se va convirtiendo en un universo dentro de este plagado de monstruos acechantes que son los que provoca nuestra mente cuando no estamos bien. 

El magnífico trabajo de montaje que firman Fabrizio Federico, del que conocemos por sus películas con Pietro Marcello y Gianfranco Rosi, Ariane Boukerche (que ya estuvo en Il Santi, el cortometraje de Abbruzzese), y el propio director, en un estupendo ejercicio donde priman las secuencias profundas e  hipnóticas para someternos tanto al personaje como a los espectadores a ese estado entre la vida y la muerte escenificados en la terna de los ríos fronterizos por donde deambulará Aleksei: Oder (que separa Polonia de Alemania), Níger (que separa de las empresas petrolíferas que lo contaminan frente a los autóctonos que lo necesitan para vivir, y el Sena (que convierte a París en ese mundo donde hay gente que se va de fiesta y otra que vive en condiciones infrahumanas). La música del dj y productor de música electrónica Vitalic, del que conocíamos su única soundtrack para la película La leyenda de Kaspar Gauser, de Davide Manuli en 2012, ayuda a crear ese universo de sombras y fantasmas, en que nos movemos al paso aletargado y doloroso de Aleksei, con la añadidura de otros temas que generan esa sensación de miedo, locura y soledad en el que está el protagonista. 

Una película muy visceral, donde lo sonoro y lo visual se fusionan para construir un relato donde prima lo invisible y lo oculto, que bebe mucho de la literatura de Joseph Conrad y más concretamente su memorable novela “El corazón de las tinieblas”, en esa no aventura en que el horror se va apropiando de los seres convirtiéndolos en meros desechos completamente deshumanizados sin razón y sin alma. Disco Boy es un viaje hacia lo más profundo de cada uno de nosotros, siguiendo el itinerario de Aleksei, magníficamente interpretado por Franz Rogowski, que nos cautivó junto al director Christian Petzold, y en algunas otras como A la vuelta de la esquina y Great Freedom, que define mucho la Europa actual, que no cesa de construir muros y leyes en contra de inmigrantes y por otro lado, sigue su abusiva política internacional donde permite que sus empresas sigan destrozando vidas y ecosistemas en pos de una riqueza explotadora y esclavista. Le acompañan dos intérpretes muy desconocidos para el que suscribe, el actor gambiano Morr Ndiaye como el activista ecológico Jomo, y la influencer feminista activista Laëtitia Ky como Udoka, la hermana de Jomo. Dos personajes que tendrán mucho que ver con Aleksei, en ese frente al otro, donde todos son víctimas de un sistema occidental podrido y lleno de basura, hipócrita y salvaje con los otros. También encontramos al actor serbio Leon Lucev, que conocemos por haber trabajado con nombres tan interesantes como los de Jasmila Zbanic, Ognjen Glavonic y Dalibor Matanic, entre otros, dando vida a un duro instructor legionario, el italiano Matteo Olivetti, como compañero de fatigas de Aleksei, y el actor polaco Robert Wieckiewicz en un rol muy inquietante. 

Si están interesados en películas nada complacientes, con una imagen muy atmosférica y densa, que habla de la guerra desde el rostro y sus cuerpos y sus almas como lo hacía la citada Denis en la impresionante Beau travail (1999), con la que la cinta de Abbruzzese tiene muchas conexiones, que escarban en lo más oculto e invisible del alma humana, todo aquello que no mostramos a los demás, y que lo haga de forma tan poética y de verdad. Un film que nos habla de nosotros y de la Europa que vivimos, donde se profundiza en las oscuridades que perpetran nuestros gobiernos en países que nunca salen en el informativo, y de los horrores que ocasiona la guerra en el individuo, en todo su engranaje no científico, sino más bien, en todo lo que le sucede en la mente, en el alma al enfrentarse a una situación muy hostil en pos de la paz de unos blancos con dinero que creen que el mundo se divide en los que explotan y los explotados. Una película de una estética alucinógena, que nos va sometiendo a la psicosis de Aleksei, un tipo que viaja en el mismo tren que Juan, el exiliado que volvía en busca de “El Andarín”, en El corazón del bosque (1978), de Manuel Gutiérrez Aragón, y que el capitán Willard de Apocalypse Now (1979), de F. F. Coppola. Tres individuos que se perderán en los horrores de la guerra y el sinsentido de la condición humana, y se perderán en lo más profundo y oscuro del alma. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mi hermano pequeño, de Léonor Serraille

UNA MADRE Y SUS DOS HIJOS. 

“Los inmigrantes no pueden escapar de su historia más de lo que uno puede escapar de su sombra.”

Zadie Smith

La película se abre de forma abrupta y de frente, con esa madre Rose y sus dos hijos pequeños de 10 y 5 años, recién llegados de Costa de Marfil, metidos en esa pequeña habitación de sus paisanos en uno de esos barrios suburbios de París. No hay tiempo para lamentaciones ni para regodearse en la lástima y la pena, sino todo lo contrario, porque la película nos habla con claridad y de frente de una situación difícil y compleja, pero nunca recurre a lo previsible ni mucho menos a la sensiblería ni al condescendencia. A su directora Léonor Serraille (Lyon, Francia, 1986), la conocíamos por su ópera prima Jeune Femme (2017), que aquí se título Bienvenida a Montparnasse, en la que recogía la experiencia de Paula, que sin dinero ni expectativas se encontraba en París y decidía sumergirse en los ambientes de sus largas noches. Ese mismo espíritu sigue a Rose, una mujer que limpia hoteles y que no se detendrá ante nada ni nadie para sacar a sus hijos adelante, eso sí, sin dejar pasar oportunidades de conocer a hombres y disfrutar de la vida. 

Mi hermano pequeño, basada en la experiencia del padre de los hijos de Serraile, no es una película esquemática sobre la inmigración, sino que va muchísimo más allá en sus planteamientos y resolución, porque habla de las dificultades de la integración, de las problemáticas de la identidad, y sobre todo, de las difíciles relaciones familiares de un grupo humano que no sabe de dónde es, si costamarfileños o franceses, y se encuentran en una especie de limbo que aún cuestiona las relaciones entre ellos, entre los otros y con ellos mismos. Otro elemento que hace especial la película es que no se queda en la cotidianidad de un momento, sino que sigue durante veinte años las tres vidas mencionadas y los avatares que las continúan, y lo hace a partir de tres momentos: a finales de los ochenta cuando llegan a Francia, luego pasa cinco años más tardes, y finalmente, los concentra en la actualidad. Una historia contada en tres momentos, en tres partes, donde vemos su crecimiento, su construcción y su posterior deconstrucción, y todo desde la más absoluta profundidad, desde las emociones, y desde la complejidad de las situaciones, los diferentes roles y las actitudes cambiantes, con una brillantez que sobresale de la media.

La cinta y sus personajes se asemeja a esas películas sociales con carácter y sin edulcorantes, traspasadas por esa realidad, tanto social como doméstica, como las hacían Mike Leigh, Ken Loach y Stephen Frears, profundizando en el espíritu triste y desolador y también esperanzador de clase obrera británica, y por ende, de cualquier país occidental, con sus problemas diarios y sus ilusiones tan cercanas. La poderosa y marcada cinematografía de una grandísima como Hélène Louvert, sobran las presentaciones, porque una vez más consigue una luz potentísima, donde abundan los interiores con esos espacios domésticos de tan íntimos que encogen el alma, y como la luz va cambiando en función del tiempo que va pasando y los diferentes estados de ánimo, para el montaje, la directora francesa vuelve a contar con Clémence Carré, que ya estuvo en su primera película, que consigue un gran trabajo en una película contada en tre tiempos cruciales en las existencias de los tres protagonistas, y no sólo eso, tiene esa grupalidad en una historia tan cambiante, que además se va casi a las dos horas de metraje, y que en ningún momento aburre o resulta repetitiva, sino todo lo contrario, construye sencillez y transparencia esa madeja caleidoscópica de emociones. 

La fortaleza de la película recae en su acertadísimo reparto capitaneado por una asombrosa y magnífica Anabelle Lengronne, a la que hemos visto en películas de Cédric Kahn, Magaly Richard-Serrano, entre otros, interpreta de forma contundente a una Rose, que se convierte en la auténtica heroína del relato, y de todas esas antiheroínas que nos cruzamos cada día en las grandes ciudades, construyendo uno de esos personajes que no se olvidan, con sus aciertos y sus desaciertos, como todas las madres y todas las inmigrantes que desean una vida mejor, o lo que es lo mismo, una vida que no sólo sea trabajo y nada más. A su lado, otro monstruo como Stéphane Bak en la piel de Jean, el hijo mayor, en su etapa de 19 años, que conocemos por sus trabajos en La profesora de historia, Elle, de Verhoeven, Mali Twist, de Guédiguian, y algunas más, Ahmed Sylla, en la piel de Ernst de adulto, con más de una decena de títulos a sus espaldas, y los debutantes Sidy Fofana y Milan Doucansi, que hacen los hermanos cuando son pequeños. Celebramos y compartimos una película como Mi hermano pequeño, y seguiremos muy atentos a la filmografía de Léonor Serraille, porque nos ha encantado su mirada a la hora de afrontar las dificultades de los invisibles y los ocultos, de la humanidad que hay detrás de tantos prejuicios y opiniones construidas por los medios, y de esa forma de tratar las dificultades sociales como las personales, las que se producen cuando se cierran las puertas de las casas, que luchan incansablemente para construir hogares y familias aunque esta nunca sea una tarea nada fácil, y sino compruebenlo viendo la película, que no les dejará nada indiferentes, y quizás, cuando vuelvan a cruzarse con un inmigrante lo traten como la persona que es, y se dejen de estupideces, porque al igual que todos nosotros quiere lo mismo, trabajar y ser feliz, aunque sólo se conforme con vivir, que ya es mucho, como todos nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Girasoles silvestres, de Jaime Rosales

EL ROSTRO DE JULIA.

“No filmar para ilustrar una tesis o para mostrar a hombres y mujeres limitados a su aspecto externo, sino para descubrir la materia de la que están hechos. Alcanzar “ese corazón” que no se deja atrapar ni por la poesía, ni por la filosofía, ni por la dramaturgia”.

Robert Bresson

Vistas las siete películas que forman la filmografía de Jaime Rosales (Barcelona, 1970), podríamos decir que existen dos etapas bien diferenciadas. En la primera, la que va de Las horas del día (2003), La soledad (2007), Tiro en la cabeza (2008) y finaliza con Sueño y silencio (2012). Cuatro trabajos donde prima el rigor estético, tanto formal como narrativo, donde su cine explora la condición humana atravesada por la irrupción violenta de un hecho que trastoca las vidas de sus personajes. Un cine que le dio una enorme reputación internacional en los festivales más prestigiosos. Con Hermosa juventud (2014), abre una nueva senda en su cine, donde las formas se suavizan, sin perder un ápice de interés, pero abriéndose más al público. Le siguen Petra (2018), y la que nos ocupa Girasoles silvestres. Un cine anclado en la mirada de tres mujeres, tres mujeres que buscan su lugar en el mundo, que sienten diferente y que no se detendrán ante nada ni nadie. Una mirada que sigue profundizando en esos brotes violentes que sacuden la aparente tranquilidad de sus individuos. Una mirada crítica de las alegrías y tristezas cotidianas en el nexo familiar, y sobre todo, un análisis certero sobre uno de los males ancestrales del ser humano y no es otro que la terrible incomunicación que padecemos, nuestra incapacidad para expresar aquello que sentimos y compartirlo con los demás.

Con su nueva película, coescrita junto a Bárbara Diez (que debuta en labores de guionista después de una carrera como jefa de producción desde Tiro en la cabeza y ejecutiva desde Hermosa juventud), Rosales hace un fiel y certero retrato de Julia, una joven de veintidós años y madre sola de dos niños pequeños. Una de esas mujeres que vive en la periferia barcelonesa, con una capacidad enorme pa’ tirar palante, y también, una luchadora incansable en su búsqueda del amor. El retrato de Julia lo hace a través de tres hombres que pasan por su vida. Óscar, es el típico nini de barrio, sin oficio ni beneficio, obsesionado con los tatoos, con su físico que se machaca haciendo deporte, y muy apasionado, posesivo y ido de la olla. También, están Marcos, el joven militar, padre de sus dos hijos, ese amor juvenil alocado y del momento, que no es capaz de asumir sus responsabilidades paternas ni tampoco emocionales, y finalmente, Alex, el tipo más centrado, más trabajador, y más racional, pero con sus defectos e inseguridades, como todos.

El director barcelonés recupera los ambientes periféricos, precarios y difíciles que ya transitó en Hermosa juventud. La Natalia que interpretaba maravillosamente Ingrid García Jonsson, no está muy lejos de Julia, pasando por el mismo momento emocional de pasión y vitalidad, a pesar de los problemas de ganarse la vida, encontrar a un hombre de verdad y tirar palante con una familia. Julia es una hermana gemela de Natalia, un ser que, a pesar de su temprana maternidad, no se rinde, sigue tirando hacia adelante, con ánimo, a pesar de los obstáculos que se va encontrando, su dependencia al amor, una especie de yonqui del amor, o mejor dicho, de la pareja, con esas emociones “montaña rusa”, que van y vienen, donde todo nace y muere cada día, en un torbellino de emociones incontroladas para bien y para mal, porque la película nunca hace un retrato maniqueo y sentimentalista de Julia y su entorno, sino todo lo contrario, imprimiendo una realidad construida que emana una naturalidad y cercanía de verdad, en la que ayuda el 35 mm de una experta como Hélène Louvart, que vuelve a trabajar con Rosales, después de las experiencia de Petra, donde se traspasa la piel y el cuerpo de los personajes para buscar esa emoción, sobre todo, la del personaje de Julia, epicentro de la trama y todo lo que vemos y lo que no.

El exquisito e inteligente montaje de Lucía Casal, en su tercer trabajo con el director después de Hermosa juventud y Petra, que condensa con sabiduría y estupendo ritmo los ciento seis minutos que abarca el metraje, donde no cesan de suceder cosas, con esos grandes espacios elípticos, marcas de la casa del universo Rosales. El gran trabajo de sonido de una grande como Eva Valiño, en la cuarta película junto al director catalán, en que el sonido se convierte en un personaje más, porque lo escuchamos todo, como ocurría en el cine de los cincuenta, sesenta y setenta europeo donde la verdad también se construía con lo que escuchábamos y con lo que no. Destaca, como ocurre en el cine de Rosales, la elección de los temas musicales, temas que escuchan los personajes al igual que nosotros, exceptuando tres canciones de Triana, que obviaremos sus títulos por el bien de la experiencia del espectador, que estructuran con inteligencia los tres segmentos en los que se sustenta el relato.

Otro de los elementos destacables en el universo cinematográfico de Rosales es su elección del reparto. Un elenco que está siempre muy bien elegido, como esos breves papeles de Manolo Solo y Carolina Yuste, como padre y hermana de Julia, que no hace falta decir palabra para saber la relación que tienen con la protagonista, con esos intervalos tan significativos que tienen entre ellos, como olvidar esa despedida en la estación, se puede decir más con tan poco, con esos maravillosos cruces de miradas y nada más, que no es poco, y ese entorno de caravanas donde se dice tanto sin subrayar nada. Tenemos a los tres tipos que se cruzarán en la vida de Julia, con un Lluís Marqués que hace de Alex, que recordamos de Isla bonita y Chavalas, aquí dando ese contrapunto de serenidad y madurez, con sus cositas que todos las tenemos,  a Quim Àvila, que nos divirtió siendo el tontaina de Poliamor para principiantes, aquí siendo Marcos, un tipo que parece centrado como militar, pero en el fondo está lleno de inmadureces que le siguen desde su adolescencia, y finalmente, Oriol Pla, que repite con Rosales como Óscar, después de su inolvidable Pau en Petra, en un rol completamente diferente a lo que le habíamos visto, un especie de macarrilla de barrio, lleno de pájaros y tremendamente pasional y descerebrado.

Mención aparte tiene el extraordinario trabajo del personaje de Julia, alma mater de Girasoles silvestres, con la mirada y la vitalidad de una apabullante Anna Castillo, una actriz dotada de una naturalidad, ingenuidad y pasión que le imprime a un personaje que vive con todas las de la ley, que ha tenido que madurar demasiado rápido debido a su pronta maternidad, pero que la asume con brío y fuerza, sin achicarse lo más mínimo. Una mujer de raza, algo alocada, pero también, llena de coraje y energía ante los avatares de la vida, alegre y triste, ingenua y madura en el amor, y sobre todo, una tía de verdad, que quiere estar bien y estar junto a un hombre con el que crear una relación con sus altibajos pero de verdad, compartiendo amor y problemas como debe ser. Nos encanta este viraje hacia formas menos rígidas que hace con cada película Jaime Rosales, porque no ha perdido aquello que le caracterizaba y le ha hecho grande que, no es otra cosa, que su mirada de observador inquieto y curioso hacia esas vidas anónimas e invisibles que se cruzan cada día con nosotros, unas existencias que su cámara recoge con sensibilidad y humanidad, explorando todos sus conflictos, complejidades y alientos, en el mismo rumbo que estarían el Free Cinema y los Dardenne, donde su Rosetta (1999), no estaría muy lejos de Julia. Un magnífico cine social y humano, que describa realidades incómodas y emociones íntimas, que tanta falta hace en la cinematografía, que no solo describa el ánimo y la situación de muchos y muchas personas, sino que deje un legado de cómo se vivía, se trabajaba cuando lo hay, y sobre todo, como nos relacionamos con los demás y con nuestro entorno, y sobre todo, con nosotros mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La hija oscura, de Maggie Gyllenhaal

NO VOLVERÍA A SER MADRE.

“La maternidad es una responsabilidad aplastante”

Hace ya unos años que muchas madres se han alzado contra el mito de la madre perfecta, y han explicado las tremendas dificultades de la maternidad, construyendo una imagen real de la experiencia de ser madre, desterrando el maldito sentimiento de culpa, y luchando por una sociedad más igualitaria. Muchas de estas reflexiones las podemos encontrar en gran cantidad de trabajos como el de la novela “La hija oscura”, de la italiana Elena Ferrante, la escritora más enigmática de la literatura actual, en la que nos habla a tumba abierta del arrepentimiento de la maternidad y todas las sombras que persiguen a su protagonista. La actriz Maggie Gyllenhaal (Lower East Side, Nueva York, 1977), que la recordamos por títulos tan significativos como los que interpretó en Donnie Darko (2001), de Richard Kelly y Secretary (2002), de Steven Shainberg, amén de trabajar con nombres tan ilustres como los de Sam Mendes, Christopher Nolan, Oliver Stone, Sidney Lumet, John Sayles y John Waters, entre otros. La actriz neoyorquina se pasa a la dirección con la adaptación de la novela de Ferrante, en la que nos sitúa en la ficticia isla de Kyopeli, que podría ser cualquiera de las islas mediterráneas, en pleno verano, siguiendo los pasos de Leda, una profesora de literatura comparada, que se está tomando unos días de descanso. Pero todo cambiará, con la llegada a la playa de una familia autóctona tan diferentes y tan toscos y sobre todo, con Nina, una joven madre agobiada por su pequeña.

Las relaciones con esa madre primeriza, provocarán un efecto espejo en Leda, que comenzará a recordar sus difíciles años de madre joven con sus dos hijas y un marido demasiado ausente. La película pivotará entre estos dos tiempos y dos lugares, en los que tanto pasado y presente generarán un único espacio donde se analizarán todas las experiencias negativas del hecho de ser madre joven y trabajadora, todas las cosas que debe una madre rechazar, perder y sentir en pos a su nuevo rol, tan agobiante y rompedor. Gyllenhaal consigue una buena película, en la que juega con el drama personal de Leda y esos toques de terror y suspense que se engarzan con seguridad y aplomo a todo lo que se cuenta. La romántica y paradisiaca isla en la que se desarrolla la trama, chica frontalmente con las emociones invisibles y soterradas que se disparan como un tsunami en las dos madres, tanto en Leda, con la que se contará la historia, y Nina, esa madre que Leda se recuerda en ella, en ese mundo asfixiante en el que tanto una como la otra, encontrarán una vía de escape para soportar esa maternidad sin tiempo, sin vida, sin nada.

La película está apoyada en dos elementos muy importantes. Primero, el que vemos, donde los personajes van de un lado a otro y en apariencia, disfrutando del mar, de las cenas nocturnas, y de los paseos aprovechando las cálidas noches, y segundo, lo otro, lo que no vemos pero también pasa en el interior de estas dos mujeres, atrapadas en su rol de madres y perdidas en el limbo de no saber qué hacer ante tanto desbarajuste emocional, porque quieren a sus hijas, pero están deseando largarse y descansar de tanta cotidianidad. Un buen equipo técnico entre los que destacan la cinematógrafa Hélène Louvart, que tiene en su filmografía nombres ilustres como los de Varda, Doillon, Recha, Rosales, Rohrwacher, Hansen-Love, entre muchos otros, con esa luz que mezcla de forma maravillosa esa luz mediterránea con esa otra luz oscura más penetrante e inquietante, y Affonso Gonçalves en la edición, que ha trabajado con Haynes, Jarmusch, Tod Williams e Ira Sachs, amén de otro, que maneja con buen ritmo y agilidad los ciento veinticuatro minutos que abarca la película.

Si la parte técnica brilla con luz propia, las interpretaciones no se quedan atrás en absoluto, porque la directora neoyorquina, con buen criterio e inteligencia, basa su entramado argumental en unas interpretaciones donde se mira mucho y se habla menos, donde las diferentes composiciones de los personajes son cruciales para conseguir esa justa medida en la que se dicen las cosas de forma sutil, sin estridencias, como una brisa de verano al atardecer, casi sin darnos cuenta, todo cociéndose a fuego lento, con un ritmo pausado pero no detenido, contando con una inconmensurable y vital Oliva Colman, en el rol de Leda, la madre arrepentida y extraña, una de esas actrices muy british, que recuerda tanto a las Helen Mirren, Maggie Smith o Emma Thompson, entre otras, con el aplomo y la concisión perfectas, y una naturalidad desbordantes, con esa mirada y esos silencios que encogen el alma. Bien acompañada por una Dakota Johnson, olvidando esos papeles más comerciales que le conocíamos en los últimos tiempos, muy atractiva y rota, que se convierte en la otra madre, o visto como el pasado de Leda, con los mismos conflictos, terrores y esas irresistibles ganas de largarse y respirar, sin remordimientos de conciencia ni nada que se le parezca.

Luego, todo una retahíla de buenos intérpretes con una grandísima Jessie Buckley, la actriz irlandesa nos había encantado con su mirada, su porte delicado pero intenso y su preciosa melena pelirroja en cintas difíciles de olvidar como Beast y I’m Thinking of Ending Things, del gran Charlie Kaufman, metiéndose en la piel de la joven Leda, donde vamos descubriendo todos los pormenores de su experiencia como madre joven y trabajadora, y todo lo que ocurrió. Tenemos a Ed Harris, en un rol breve pero muy interesante, Paul Mescal es Will, el camarero del chiringuito con un peso importante en la trama, y luego, dos apariciones intensas como las de Alba Rohrwacher y Peter Sarsgaard, que no nos dejarán indiferentes. Maggie Gyllenhaal aprueba con nota muy alta su primera incursión como directora, porque se pone al servicio de la historia completamente, construyendo una mirada sensible, intensa y brutal sobre el hecho de ser madre, la maternidad, y una lanza a favor de todas esas mujeres que se han sentido culpables más de una vez por querer huir de sus hijas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA