La buena letra, de Celia Rico Clavellino

LAS MUJERES QUE VIVIERON EN SILENCIO. 

“Nos habíamos convertido en mulos de noria. Empujábamos, mudos y ciegos, buscando sobrevivir, y, a pesar que nos dábamos todos unos a otros, era como si sólo el egoísmo nos moviese. Ese egoísmo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos. Lo veíamos a nuestro alrededor”. 

De “La buena letra”, de Rafael Chirbes

Películas sobre la guerra y sus consecuencias hay muchas, no hay tantas sobre lo que sucedía en el interior de las casas. Esos espacios donde se imponía el silencio y la amargura, en los que se amontonaban recuerdos de un tiempo que ya no volverá. Hablar de las cotidianidades de la España de posguerra en un pequeño pueblo valenciano, que podría ser como cualquiera, con la mirada y el gesto de Ana, una mujer que sobrevive entre guisos, costuras y callada, levantándose diariamente para hacer de la vida un lugar digno aunque no siempre sea posible. La historia que cuenta La buena letra, la tercera novela publicada de Rafael Chirbes (1949-2015) en 1992 sirve de base para, también, la tercera película de Celia Rico Clavellino (Sevilla, 1982), en la que se centra en los interiores domésticos y del alma que jalonan su corta y excelente filmografía.

Si en sus dos primeros largos, la cineasta sevillana nos hablaba de las aristas que se producen entre madre e hija, ya sea en el abandono del nido como sucedía en Viaje al cuarto de una madre (2018), o la vuelta al citado nido de la hija cuando la madre necesita ayuda. En su tercer largo, a priori, la cosa va por otro derrotero, porque se detiene en una madre, esposa y pilar de una casa sumida en la tristeza de la dura posguerra, aunque no deja su forma de contar, porque seguimos en las cuatro paredes de la casa, con esa luz tenue y claroscura que describe las tristezas del alma o dicho de otra forma, toda eso que queda tan maltrecho después de pasar por una guerra, por la muerte, por las ausencias, y por toda esa juventud que borró la tragedia que vino después. La vuelta de Antonio, el cuñado, después de una larga temporada en la cárcel, añade más leña a una situación tan triste como desoladora. Tomás, el marido de Ana, tiene sus diferencias con el hermano recién llegado, sumido en una desolación y amargura patentes. La vida pasa, quizás va pasando demasiado para unos personajes que deciden sobrevivir, callarse y hacer que la vida sea un poco digna, aunque eso resulte un espejismo, o más aún, un tiempo pasado que cada día se entierra más. 

Rico Clavellino se ha rodeado de un equipo de gran calidad para sumergirnos en un pueblo de posguerra con la presencia de la cinematógrafa Sara Gallego, que estaba detrás de El año del descubrimiento, Matar cangrejos y Las chicas están bien, entre otras, construyendo una luz apagada y velada que contribuye a fomentar esas sombras y leves quicios de luz en los que viven físicamente y emocionalmente los diferentes personajes. El sobrio y austero arte que firma un grande como Miguel Ángel Rebollo, detrás de las películas de Javier Rebollo, Jonás Trueba y Rodrigo Sorogoyen, así como el vestuario de Giovanna Ribes, que ha trabajado mucho en el cine valenciano con Avelina Prat, Lucía Alemany e Icíar Bollaín, donde destaca la sencillez y la “verdad” de cada prenda de ropa. El magnífico montaje de Andrés Gil, habitual del cine de Alauda Ruiz de Azúa que, en sus callados y concisos 110 minutos de metraje, nos sumerge en esa cotidianidad que duele, que intenta abrazar sin conseguirlo, en una casa que habla lo que sus personajes no hablan, en un tiempo de silencio, que escribió Luis Martín-Santos, instalada en la mirada y los gestos de una mujer como Ana que se parece mucho a aquellas otras mujeres que poblaban la inmensa Silencio roto (2001), de Montxo Armendáriz. 

La parte artística requería contención y sobriedad, y en ese sentido, las anteriores películas de Celia Rico ya contenían estos elementos, porque los personajes de sus historias dicen mucho con el gesto más que con la palabra, y sobre todo, lo hacen en hurtadillas, sin hacer ruido y haciendo todo el ruido interior del mundo. Ana es Loreto Mauleón, una actriz que ya había demostrado su gran valía como hacía en Los renglones torcidos de Dios y La quietud de la tormenta, pero en ésta hace su cum laude en interpretación dotando de humanidad a su Ana, uno de esos personajes que se te incrustan en el alma. Le acompañan unos excelentes Roger Casamajor haciendo de Tomás, un tipo anulado por todo y por todos, y que bien lo hace el actor catalán que nunca está mal. Enric Auquer es Antonio, un hombre depresivo, sin vida y sin nada al que Auquer le da una gran emocionalidad, y por último, Ana Rujas que vimos brillante en la reciente 8, de Medem hace de la otra, la antítesis de Ana, una mujer que hará todo para salir de pobre, para salir de la miseria, con todo su egoísmo a su alcance. Unos personajes resquebrajados por la guerra que huyen de sus miserias y tristezas como pueden, quizás con la poca humanidad que les queda o les quedó.

Celia Rico Clavellino tenía un gran reto por delante. El más gordo era adaptar el universo de Chirbes, una novela que es una confesión de una madre Ana que hace a su hija de la historia de su familia, y consigue trasladar ese testimonio duro y desgarrador en una película donde la emoción está ahí, llena de leves gestos, miradas a contraluz, y sobre todo, en una existencia que tiene más de espectral como queda impregnada en las fotos borradas en los retratados están como desvanecidos, en otro lugar y en otro tiempo. La directora sevillana hace suya la prosa de Chirbes, del que sólo se había adaptado su gran Crematorio en una brillante serie en 2011 de la mano de Fernando Bovaria, coproductor de La buena letra, y consigue situar su película en una de las cumbres de cómo explicar con detalles, silencios y emociones lo que significó la posguerra y lo que quedaba en las casas cuando se cerraban las puertas a cal y canto. Una no vida en la que algunos sobrevivían y otros, los pocos, se aprovechan de los sueños frustrados y las amarguras de los otros, robando la poca vida que les quedaba, como ocurre en algunas secuencias memorables como las del cine, el baile y la playa, tres momentos que ya verán ustedes los espectadores y escenifican todo lo que se fue con la guerra. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Jone Laspiur

Entrevista a Jone Laspiur, actriz de la película «Faisaien Irla (La isla de los faisanes)», de Asier Urbieta, en el marco del D’A Film Festival en el Teatre CCCB en Barcelona, el lunes 31 de marzo de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jone Laspiur, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Asier Iturrate de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Asier Urbieta y Andoni de Carlos

Entrevista a Asier Urbieta y andoni de Carlos, director y guionista de la película «Faisaien Irla (La isla de los faisanes)», en el marco del D’A Film Festival en el Teatre CCCB en Barcelona, el lunes 31 de marzo de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Asier Urbieta y Andoni de Carlos, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Asier Iturrate de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Faisaien Irla (La isla de los faisanes), de Asier Urbieta

LA FRONTERA QUE NOS SEPARA.  

“En la naturaleza no existen fronteras. No están más que en nuestra mente. Toda tierra es de todos, y toda cultura no es más que ideas que nos separan”. 

Anthony de Mello

El impresionante plano secuencia cenital que abre Faisaien Irla (La isla de los faisanes, en castellano), de Asier Urbieta (Errenteria, Guipúzcoa, 1979), que sigue el curso del río Bidasoa, en el que vemos los límites de la frontera hasta llegar a la citada Isla de los Faisanes, el condominio más pequeño del mundo que se reparten la soberanía España y Francia cada seis meses. Después de semejante obertura, la película se instala en la peculiar idiosincrasia del lugar y más concretamente, en la pareja que forman Leida y Sambou, de padres africanos, y el suceso que les situará en mitad de una frontera cuando ella salva a un inmigrante de las aguas del río, mientras él se queda paralizada mirando la escena. Ante ese hecho y las reacciones tan diferentes de cada uno, y aún más, cuando Leida decide emprender una investigación para conocer la suerte del otro. A medias del cine social, el thriller de investigación y sobre todo, la de una forma de transitar por los dos países de los autóctonos en total libertad, y la de los inmigrantes, siempre huidos y ocultados. 

La puesta de largo de Urbieta, después de los cortometrajes Pim, Pam, Pum (2008), y False Flag (2016), y la miniserie Alsasu (2020), es un cinta con hechuras y sólida, que retrata un lugar poco conocido y sobre todo, los sucesos que allí ocurren, y lo hace desde el prisma de un cine social de “verdad”, es decir, que no recurre a las estridencias argumentales ni a la algarabía formal, sino que construye con brillantez y sobriedad un relato humano, que toca temas morales y además, lo hace desde la honestidad y la seriedad, adoptando una mirada observadora donde encontramos complejidad y confusión por parte de los diferentes personajes que optan por vías antagónicas. Un guion que firman el propio director junto a Andoni de Carlos, que ya trabajó con Urbieta en anteriores trabajos, amén de Handia (2017), de los Moriarti, consigue esas dosis de cine policíaco desde la cotidianidad protagonizada por individuos que pasaban por allí y tienen la necesidad de saber más, de hacer algo ante tremebundo drama y no mirar a otro lado. En ese sentido, la película sabe explorar las diferentes visiones que residen en la zona, y no cae en la condescendencia ni en la típica historia facilona y bien intencionada, aquí hay miedo y humanidad en cada gesto y cada mirada. 

Un gran trabajo técnico ayuda a transmitir toda la absorbente atmósfera que respira la historia empezando por la extraordinaria cinematografía de Pau Castejón, del que hemos visto buenos trabajos como Todo parecía perfecto, de Alejo Levis, Hogar, de los hermanos Pastor, la serie Apagón, y la reciente Desmontando un elefante, de Aitor Echevarría, en un ejercicio que traspasa la pantalla transmitiéndonos toda la inquietud y temor que viven los inmigrantes y la desesperanza que hay entre los vascos. La música de Rüdiger y Elena Setién construyen esa desazón entre tanta zona oscura y sombría que recorre toda la película, así como el magnífico trabajo de montaje de Maialen Sarasua, una grande con películas con Samu Fuentes, Estibaliz Urresola, y con los mencionados Moriarti ha hecho sus últimos trabajos, la serie Cristóbal Balenciaga y la reciente Marco, con un gran dominio del tempo cinematográfico con sus 98 minutos de metraje en una narración in crescendo que nos va llevando con gran intensidad y terror, por ese paisaje físico y emocional que atraviesan los personajes, tan cercanos como llenos de miedo por lo que están experimentando. Destacar el trabajo como ayudante de dirección de Telmo Esnal, director de las comedias Aupa, Etxebeste! y su secuela, de la película colectiva Kalebegiak y la fantástica Dantza

En una película de estas características es capital la parte interpretativa donde brilla la pareja protagonista que forman Jone Laspiur de la que volvemos a ver un gran trabajo como ya hiciese en Akelarre, Ane, Negu hurbilak, en una composición que traspasa la pantalla dotando a su Leida de gran humanidad y complejidad y sus ganas de cambiar el mundo aunque sea más despacio de lo que imaginaba. Le acompaña Sambou Diaby, con poca experiencia que aquí hace un personaje brutal, que no actúa en el momento citado y debe hacer entender a su pareja su postura, en la que transmite toda esa confusión que tiene a partir de ese instante. Ibrahima Kone hace de Nassim, el africano huido que salva Leida de morir ahogado.  Tenemos a dos grandes como Itziar Ortuño, que hace un personaje de una asociación que ayuda a los inmigrantes, y Josean Bengoetxea, haciendo de padre de Leida, siempre tan bien los dos. Y otros intérpretes como Aia Kruse, Ximun Fuchs, Jon Olivares y Rodonny Perriere, entre otros, que consiguen dar profundidad a la historia mostrando todas las realidades, culturas y relaciones que se van estableciendo en la frontera humana y en las otras, más emociones y prejuiciosas. 

Celebramos que Arcadia Motion Pictures siga apostando por cineastas como Asier Urbieta y produzcan su ópera prima, porque estamos ante un narrador muy interesante que sabe manejar el paisaje fronterizo generando esas otras fronteras y límites que nos vamos construyendo los seres humanos, tejiendo esos espacios de seguridad y de peligro. Nos alegramos que se estrene una historia social, hablando de inmigración desde una mirada poco transitada por el cine como es la del río Bidasoa, y lo haga con el aroma de las películas de Fritz Lang, que también maneja las fronteras físicas y emocionales y la complejidad que se producían en esos lugares inventados y legalizados. El célebre personaje que hacía Orson Welles en la inolvidable Touch of Evil (1958), el tal Quinlan, un policía amargado y cansado que soltaba aquella sentencia tan real como triste: “Las fronteras son los lugares donde van a parar el estiércol de los países”. Una frase que podría casar muy bien con Faisaien Irla, porque aunque parezca que la frontera no existe para unos, para otros, los más necesitados y derrotados si que sigue y muy vigente, quizás no se puede hacer nada ante tanta injusticia, aunque quizás sí, aunque para ello tengamos que armarnos de valor y muchísima paciencia como le sucede a Leida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Entrevista a Aitor Echeverría

Entrevista a Aitor Echeverría, director de la película «Desmontando un elefante», en la terraza del Pol&Grace Hotel en Barcelona, el jueves 9 de enero de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Aitor Echeverría, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Sandra Ejarque de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Alba Guilera

Entrevista a Alba Guilera, actriz de la película «Desmontando un elefante», de Aitor Echevarría, en la terraza del Pol&Grace Hotel en Barcelona, el jueves 9 de enero de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alba Guilera, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Sandra Ejarque de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Desmontando un elefante, de Aitor Echeverría

CUIDARNOS PARA CUIDAR.  

“¿Qué es lo que me ha ocurrido en mi vida que me ha convertido en un inválido en el plano de los sentimientos?.

Frase recogida en “Cuaderno de trabajo”, de Ingmar Bergman

La película se abre con una imagen reveladora donde vemos a Marga, la madre echada en un sofá durmiendo la mona y en la cocina se ha producido un fuego que vemos borroso en segundo plano. En ese instante, irrumpe en la casa Blanca, la hija, que intenta infructuosamente despertar a su madre y se dirige con premura a la habitación de al lado a intentar apagar el fuego. Dos figuras, la madre y la hija, son las que se asienta la primera película de Aitor Echeverría (Barcelona, 1977), al que conocíamos por su faceta como cinematógrafo junto a interesantes cineastas como Nely Reguera, Jo Sol y Cesc Cabot y Pep Garrido. Su ópera prima nace en el cortometraje Morir cada día (2010), en el que vimos los primeros pasos de una familia que debe enfrentar un problema al que todos sus miembros deciden no afrontar por su incapacidad emocional. En Desmontando un elefante, que nos remite a eso mismo, se centra en la familia y en esas dos figuras de madre e hija, de cómo actúan cuando el problema es tan grande que ya no hay manera de esconderlo por más tiempo. 

El cineasta barcelonés firma un guion junto al citado Pep Garrido, en el que nos plantea una película de muy pocos escenarios, en que la magnífica casa familiar con jardín emerge como el epicentro de la trama. Un relato marcadamente frío, elegante y nada empático, porque el director nos propone una mirada muy íntima y para nada sensiblera, sino todo lo contrario, a través de una historia donde vemos como actúa cada miembro de esta familia, tan diferentes y tan esquivos para relacionarse con el problema del alcohol que padece la madre. Habíamos visto muchas películas sobre el tema del alcoholismo, pero pocas, muy pocas, ahora yo no recuerdo ninguna, que nos habla que ocurre después de la desintoxicación, de esos días y meses después de salir del problema, de ese período de adaptación a la vida, al trabajo y a tu entorno. No se busca la empatía con el espectador y sí la reflexión, donde la emoción se resignifique y sea una espiral que nos lleve a hacernos preguntas sobre nuestra inútil forma de relacionarnos ante los problemas de los que nos rodean. De nuestra incapacidad emocional, como citaba Bergman, de todo lo que no somos emocionalmente hablando, de la terrible incomunicación entre los más cercanos, y la estúpida capacidad para centrarnos en temas menos incómodos, menos duros y sobre todo, menos dolorosos. 

Echeverría opta por el cinematógrafo Pau castejón Úbeda, que ya trabajó en el mencionado cortometraje, amén de los hermanos Pastor, Elena Trapé y Alejo Levis, entre otros, en una luz fría y belle a la vez, que usa con inteligencia todos los espacios de la casa, muy cortados y segmentados, para generar todas las barreras físicas y sobre todo, emocionales que separan a los integrantes de esta familia. La ausencia de música original también ayuda a crear esa atmósfera de película polaca, es decir, de construir casi un thriller psicológico, lleno de miradas, silencios y gestos donde la intimidad cotidiana se torna oscura y terrorífica como hacían los Zuwalski, Skolimowski, Polanski y Kieslowski, entre otros. En los mismos términos juega un gran papel el fantástico trabajo del montaje de Sofi Escudé, habitual de Pilar Palomero, Liliana Torres, Mar Coll y Elena Trapé, porque logra ajustar una cinta que se va a los 82 de metraje sólido y sobrio, en el que se mantiene una especie de calma en apariencia que está apunto de estallar. El sonido sutil y nada invasor, pero muy efectivo, obra del tándem Marianne Roussy, que tiene a Costa-Gavras, Ferrara y Chema García Ibarra, entre sus directores, y Philippe Grivel, toda una institución con más de 200 títulos.

En el campo artístico, el director catalán ha escogido muy bien, porque Emma Suárez como Marga es una gran elección en otro de sus grandes interpretaciones, porque casi sin hablar lo dice todo con ese rostro y mirada tan rotos, dando vida a una madre que acaba de salir de la clínica de desintoxicación y debe aprender a vivir sin alcohol, retomando su vida, o lo que queda de ella, su familia, en la que todos deben ayudarse, y su trabajo, evitando todos los juicios de los otros. Frente a Suárez, encontramos a una siempre generosa y estupenda Natalia de Molina es Blanca, la hija que no sabe cómo ayudar a su madre, a la que sobre protege, descuidando su vida y su trabajo con el baile, donde la danza se erige como contraplano para exorcizar todos los elementos interiores que bullen sin encontrar una salida catalizadora. Les acompañan unos formidables Darío Grandinetti como padre, más metido en su trabajo y en el arreglo de la cocina, para de esa manera hacer que como que nada ha cambiado, cuando en realidad, todo ha cambiado. Y por último, la presencia de Alba Guilera, que nos encantó en Un año, una noche (2022), de Isaki Lacuesta, aquí es la hermana mayor que vive en París y acaba de ser madre y opta por una actitud diferente. 

Me ha hecho reflexionar mucho Desmontando un elefante, de Aitor Echeverría, porque dentro de su modestia y de su primera vez, nos habla desde el corazón y el alma, sin caer en una historia demasiado explicativa y sensiblera, sino en todo lo contrario, en un relato que mira de cerca y de verdad a sus personajes, y nos obliga a los espectadores a mirar en ese reflejo que nos devuelve la película, en cómo nos relacionamos con los que tenemos más cerca, en cómo afrontamos los problemas de los otros, y cómo evitamos los conflictos aunque nos pisoteen la vida, en cómo no miramos al elefante, que hace referencia el título, aunque nos esté aplastando nuestra vida. Una película que en cierta manera, tiene el aroma de la magnífica Tots volem el millor per a ella (2013), de Mar Coll, porque la Geni, que ha sufrido un accidente y debe volver a su vida, se parece a la Marga que interpreta Emma Suárez, porque las dos sufren la incapacidad de la familia, porque no saben cómo ayudarla y encima, actúan como si nada hubiese ocurrido, un desmadre que tiene consecuencias fatales. Celebramos la primera vez de Echeverría y su coraje para hablar de temas que nos duelen demasiado, y sobre todo, hacerlo desde la mirada y la emoción que lo hace. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

 

Entrevista a Ibon Cormenzana y Pablo Scapigliati

Entrevista a Ibon Cormenzana y Pablo Scapigliati, directo/productor y actor de la película «El bus de la vida» en la Sala 1 de los Cines Verdi en Barcelona, el martes 2 de julio de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ibon Cormenzana y Pablo Scapigliati, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Sandra Ejarque de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El bus de la vida, de Ibon Cormenzana

CUANDO LA VIDA SE VUELVE DEL REVÉS. 

“Es recomendable reírse de todo aquello que uno no puede remediar”

Voltaire

Ya lo he mencionado en algún que otro texto, pero está bien remarcar para que no se olvide. La cinematografía francesa es muy diversa e interesante, pero en lo que refiere al cine para todos los públicos han encontrado una fórmula muy efectiva, es decir, una forma de hacer cine comercial que no sólo se queda en la anécdota y en la intención de mercantilizar como sea la película entre manos. En algunas de estas películas encontramos ese toque de distinción, una mirada humana en la que no cortan en absoluto en el abordaje de ciertos temas incómodos, ya sea enfermedad, suicidio y conflictos que, en otras producciones, serían un mar de lágrimas constante, en las francesas, la comedia ayuda a paliar temas tan duros y tristes, y no lo sólo se quedan ahí, sino que se enfrentan al lado humano de las situaciones, creando, para el que suscribe, un género en sí mismo. Dicho esto, por estos lares, nos cuesta horrores hacer un cine parecido, o nos vamos a la risa floja con rostros muy populares de la televisión, o por otro lado, un tipo de comedia profunda que no conecta con el público, salvo algunas honorables excepciones. 

La sexta película de Ibon Cormenzana (Portugalete, Vizcaya, 1972), es una de estas películas que fusiona con acierto el cine para todos los públicos con temas tan duros como el cáncer usando un tono de comedia vitalista y nada oscura. Una cinta que es una vuelta al País Vasco del director, desde su ópera prima Jaizkibel (2000), y su gran faceta como productor con casi 40 títulos para cineastas tan importantes como Pablo Berger, Rodrigo Sorogoyen, Celia Rico, entre otros. La premisa es directa y sencilla. Andrés, un músico frustrado llega a un pueblo del norte para dar clases de música como sustituto, le diagnostican cáncer, y se convierte en un viajero de un bus muy peculiar, los enfermos del pueblo que van a quimioterapia a la ciudad. Esta vez, el guion del director, basado en hechos reales, ha tenido como cómplice a Eduard Solá, que ha trabajado para Nely Reguera, Clara Roquet, Pol Rodríguez y Gemma Ferraté, en un relato que aborda muchos temas difíciles: los sueños olvidados, el miedo, el dolor, compartir como base para no estar sólo, y muchos más, siempre desde el lado humano, nada maniqueo y sobre todo, sin caer en la retahíla del positivismo y demás, mirando de frente a la tristeza y la oscuridad, pero con valentía y fuerza, mezclando las diferentes emociones y construyendo personajes de verdad, de carne y hueso. 

Un relato bien conducido, con sus montañas rusas y demás circunstancias, con un excelente equipo técnico, lleno de cómplices del director, como el cinematógrafo Albert Pascual, que ya le acompañó en Alegría, tristeza (2018) y La cima (2022), con una luz ligera y nada impositiva, que deja espacio para los personajes y los increíbles espacios naturales de la película. Paula Olatz en la música, también en La cima que, captura toda esa complejidad de las emociones por las que pasan los diferentes individuos, acompañados por temas de Rigoberta Bandini, Los chicos del maíz o uno original de Manuela Vellés y Dani Rovira, entre otros, donde la música se convierte en un espacio importantísimo para el devenir de la historia. Una edición de David Gallart, compartiendo La cima, habitual de Paco Plaza, Sílvia Munt y Leticia Dolera, entre otras, que consigue poner ese tono entre la comedia y el drama, y la ligereza, que casan también en la historia que se nos cuenta, en sus interesantes casi 99 minutos de metraje. Antes de ponernos a hablar de su buen escogido reparto, déjenme finalizar este párrafo con un actor como Dani Rovira, todo un desafío el personaje de Andrés, en un composición espejo-reflejo de la propia vida del intérprete, que padeció cáncer, en su mejor trabajo para el cine hasta la fecha, para un servidor, porque es un tipo que debe aprender tantas cosas y dejar tantos complejos, miedos y demás mierdas. Chapeau! para el bueno de Rovira. 

El resto del reparto encabezado por la maravillosa Susana Abaitua, tan natural, tan humana y tan bella como persona, es la conductora del bus, tan destartalado como vital, bien acompañada por Elena Irureta, una crack de nuestro cine, Antonio “Durán” Morris, Nagore Aramburu, Andrés Gertrudix, en la piel de un músico después de su aparición en Culpa, la anterior de Cormenzana, amancay Gaztañaga y los debutantes Pablo Scapigliati como Unai, uno de esos personajes inolvidables que se merecen una película para él, y Julen Castillo y Miriam Rubio. No dejen escapar una película como El bus de la vida, porque como les he mencionado, aunque hable de cáncer, es palabra que da tanto miedo, no es una película sólo sobre el cáncer, es también, y esto no es una broma, sobre la vida, sobre quiénes somos y qué nos gustaría ser, sobre los sueños, sobre las oportunidades, sobre quiénes son nuestros lugares o nuestro lugar, porque la vida como la enfermedad, a veces, siempre llega de golpe, sin tiempo para pensar, sin tiempo para nada, porque todo se detiene, y la vida nos muestra su lado más tenebroso, sí, pero todavía estamos vivos, y eso sería razón suficiente para seguir soñando, y sobre todo, compartirlo, porque, compartir es lo mejor, eso sí, no corran en encontrar a “la persona”, porque la persona llegará cuando menos lo esperemos, como todo en la vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los pequeños amores, de Celia Rico Clavellino

LOS AFECTOS COTIDIANOS.   

“Los sentimientos son sólo experiencias que nos informan acerca de cómo se están comportando nuestros proyectos o deseos en su enfrentamiento con la realidad”.

José Antonio Marina

La última película que rodó la gran Chantal Akerman (1950-2015) fue No Home Movie (2015), un documento-retrato de la cineasta belga a través de su madre. A partir de conversaciones presenciales y on line, madre e hija repasaban su vida, su relación, sus pliegues, afectos y fragilidades. Akerman no sólo se sumerge en su progenitora sino que también lo hace en ella misma, en una radiografía emocional directa y profunda para rastrear la mirada interior que todos llevamos y ocultamos a los demás y a nosotros mismos. El cine doméstico y cotidiano de los sentimientos de Akerman impregna el par de películas de la cineasta Celia Rico Clavellino (Constantina, Sevilla, 1982), un cine sobre madres e hijas, un cine sobre los afectos y las fragilidades interiores de las que estamos hechos. En su impecable debut, Viaje al cuarto de una madre (2018), la cosa iba de Leonor, una hija que, harta de la falta de oportunidades en su pueblo, quería escapar a Londres para abrirse camino, y le costaba enfrentarlo a Estrella, su madre con la que convive. 

Estrella y Leonor, madre e hija, no están muy lejos de Teresa y Ani, la hija y madre de Los pequeños amores, su segundo largo, donde vuelve a hablarnos de forma tranquila y reposada de las grietas emocionales entre las dos mujeres. Podríamos ver esta segunda película como la continuación de la primera, o como el contraplano, unos años después, porque hay muchos elementos que se repiten en las dos películas. Volvemos a situarnos en un pueblo, ahora hay más exteriores, y si en aquella el invierno era la estación escogida, ahora, es el verano, la estación predilecta para parar, para hablar y sobre todo, no hacer nada, aunque a veces se convierte en un tiempo de reflexión en que nos resignifica y nos obliga a mirarnos al espejo y mirar el reflejo. A Teresa, profesora en Madrid y con novio lejos, volver al pueblo y a la casa de su madre (en esta, como en la anterior, la ausencia del padre vuelve a estar presente), es también abrir su personal “Caja de Pandora”, entre ellas dos. Teresa vuelve porque su madre se ha caído y necesita ayuda. Una situación que le incomoda y no le gusta, pero las cosas son así, y la película con trama tranquila y sin estridencias ni aspavientos emocionales ni argumentales, va tejiendo con intensidad pausada y transparencia, con desnudez y sensibilidad. 

La sombra de Akerman vuelve a estar en cada elemento de la película, con ese cine doméstico que parece tan cercano y en realidad, es tan lejano, porque siempre huimos de nosotros y de los demás a la hora de enfrentar nuestras emociones y aquello que no nos gusta de nosotros. Ani es una madre difícil, crítica y reprocha demasiadas cosas a su hija, quizás la soledad (sólo camuflada por la compañía de un perro), y cierta amargura la han convertido en alguien así. No obstante, Teresa intenta capear los temporales como puede, no es una mujer feliz, se siente frustrada por un trabajo que no ama, y un amor que no acaba de encontrar y además, está en esos 40 y algo en que la vida se vuelve demasiado reflexiva y se empeña o nos empeñamos a pasar cuentas con nuestra vida hasta entonces, y con todo lo que vendrá, que ya no parece tan lejano como a los veintitantos. Rico Clavellino huy de la trama convencional y a este dúo alejado, le introduce un vértice, un joven pintor llamado Jonás que sueña con ser actor, alguien que devolverá a Teresa a tiempos pasados o quizás, a aquellos años donde todo parecía posible, en los que las cosas no eran tan complicadas o tal vez, no las veíamos de esa forma. La cineasta sevillana se vuelve a rodear de mucha parte del equipo que le ayudó a que Viaje al cuarto de una madre se convirtiese en una película, porque encontramos a la terna de productores Sandra Tapia, Ibon Gormenzana e Ignasi Estapé, la cinematografía de Santiago Racaj, que acogedora, sutil y especial es su luz, que no está muy lejos de aquella que hizo para La virgen de agosto (2019), de Jonás Trueba, y el montaje de Fernando Franco, que acoge con serenidad, tacto y brillantez sus sensibles y naturales 93 minutos de metraje, donde va ocurriendo la cotidianidad rodeada de miradas y gestos y en realidad, lo que ocurre es la vida aunque desearíamos esquivarla inútilmente. 

Las dos mujeres parecen dos islas que se irán acercando, cada una a su manera, entre reproches de la madre, soledades de la hija, entre las ficciones de la literatura, que divertidos resultan los diálogos en relación a los libros, las canciones que nos remiten tiempos y personas, entre (des) encuentros del pasado de la hija, esos cines de verano en la plaza, el insoportable calor de las noches veraniegas, los baños en el estanque y demás días, tardes y noches de verano en soledad y compañía. Como sucedía en su ópera prima, Rico Clavellino vuelve a contar con un par de magníficas actrices, la Lola Dueñas y Ana Castillo dejan paso a Adriana Ozores como Ani y María Vázquez como Teresa. Una madre muy suya en la piel de una actriz que con poco dice mucho, en otro buen personaje como el que tenía en Invisibles, metiéndose en la piel de una mujer tan acostumbrada a la soledad y las indecisiones de su hija que constantemente le recuerda, pero también, una mujer que se deja cuidar a regañadientes, que tiene su corazoncito porque recuerda tiempos lejanos donde costaba poco ser feliz. Una hija con la mirada triste y perdida de María Vázquez, que vuelve a emocionarnos con otro peazo de personaje como el que hizo en la asombrosa Matria, siendo esa mujer limbo porque está en Madrid y en el pueblo, porque tiene un amor y a la vez, no lo tiene, y que cuida de una madre que no se deja cuidar, y de paso se cuida poco ella. Con esa idea de huir sin saber dónde. Y Aimar Vega, el testigo pintor, que aporta frescura, que no está muy lejos del personaje de Leonor, que habíamos visto en películas como Amor eterno, de Marçal Forés, y en Modelo 77, de Alberto Rodríguez, entre otras. 

No dejen pasar una película como Los pequeños amores (gran título como el de Viaje al cuarto de una madre), porque sin explicar demasiado, aunque esta es una película que no se puede explicar, porque todos sus espacios y elementos invisibles tienen mucha presencia y se van construyendo un diálogo muy honesto entre ficción y realidad, al igual que entre lo que estamos viendo los espectadores y lo que vamos sintiendo. Una cinta que deja una ventana entreabierta a descubrir esos “pequeños amores” que hemos olvidado o practicamos nada, porque la vida y esas cosas que nos pasan, casi siempre tienen un sentimiento de tristeza y frustración, y debemos detenernos y mirar y mirarnos y sentir que esos amores a los que no dedicamos ninguna atención son tan importantes como los otros que, en muchos casos, van y vienen y no acaban de quedarse, por eso, es tan fundamental, prestarnos más la atención y sumergirnos en nosotros y lo que sentimos, y no olvidarnos de los amores cotidianos, tan cercanos y tan íntimos como los que sentimos hacía una madre, porque esos no durarán siempre y un día, quizás, nos despertemos y no podremos tenerlos. La película de Celia Rico Clavellino nos invita a vernos en esos espejos que descuidamos, en esos amores que nos hacen estar tan bien con muy poco. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA