El acontecimiento, de Audrey Diwan

ANNE SE HA QUEDADO EMBARAZADA. 

“El tiempo ya no era una serie de días que llenar con clases y papeles, se había convertido en una cosa informe que iba creciendo dentro de mí”.

“El acontecimiento”, de Annie Ernaux

En la magnífica e inolvidable 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), de Cristian Mungiu, nos mostraban de manera realista las penurias y la represión por las que tenían que pasar las estudiantes embarazadas en la Rumania de 1987. El acontecimiento transita por los mismos lares, esta vez trasladándose a la puritana Francia de 1963. Nos encontramos con otra estudiante universitaria, Anne, de 20 años, perteneciente a la clase obrera, que descubre que está embarazada y encontrándose con la terrible tesitura de no tenerlo en un país que castiga con cárcel la interrupción voluntaria del embarazo. Segundo trabajo de la directora Audrey Diwan, después de su opera prima Mais vous étes fous (2019), en la que relataba la adicción de un padre en el seno de una familia bien avenida. En su segunda película, adapta la novela homónima y autobiográfica de Annie Ernaux, en un guion en el que vuelve a coescribir junto a Marcia Romano (una guionista que ha trabajado con cineastas tan importantes como Ozon, Emmanuel Bourdieu y Rebecca Zlotowksi, entre otros), y la colaboración de Anne Berest, que tiene en su filmografía a la directora Valérie Donzelli.

Desde sus primeras imágenes, con el aspecto de 1:37, ese formato cuadrado y asfixiante, en el que no solo encaja al personaje en su interior, sino que asistiremos a su peculiar vía crucis siempre desde su mirada, su cuerpo, y su alma, siguiéndola a todas partes, sufriendo y maldiciendo con ella, en una carrera contrarreloj, como nos irá marcando, a modo de diario, las semanas de embarazo que van cayendo como una losa en los tres meses en los que encajona la película. Aunque la atmósfera de la historia nos remite a aquellos años sesenta en Francia, la película huye de la recreación histórica al uso, porque lo que pretende y consigue es hacer un retrato de todas las mujeres que, en algún momento de sus existencias, han querido abortar y las leyes no se le permitían. La cinematografía de Laurent Tangy construye un relato angustiante y lleno de terror, en un marco de thriller psicológico, donde la tensión y el dolor van en un impresionante in crescendo, con esa cámara que sigue, amordaza y escruta a la protagonista, generando ese miedo ante el abismo que persigue continuamente a Anne.

El magnífico montaje de Géraldine Mangenet (de la que hemos visto las interesantes Porto, de Gabe Klinger, y Mi hija, mi hermana, de Thomas Bidegain), actúa como un ejercicio cortante, abrupto y frío, recurriendo a unos impresionantes planos secuencia para mostrar con toda su crudeza todos los momentos hardcore de la película. El grandísimo trabajo con la música, que firman los talentosos hermanos Evgeni y Sacha Galperine (que tienen en su trayectoria a nombres ilustres como Farhadi, Ozon, Zvyagintsev y Jan Komasa, entre otros), consiguen una banda sonora diferente, que actúa como la respiración del personaje, situándonos en un mosaico de sonidos  y silencios, que duelen y rasgan la existencia de la joven Anne, con los que sentimos con el personaje todo lo que le ocurre, porque los espectadores somos los únicos que conocemos todo el drama que vive, o mejor dicho, que sufre. El acontecimiento huye de la típica película de denuncia, no en el sentido literal de la palabra, sino que nos pone en el interior de una mujer que ve su vida acabada con un embarazo que no desea, que le rompe la vida y sobre todo, el futuro.

Anne es una mujer que hará lo imposible, poniendo su vida en serio peligro, intentando por todos los medios a su alcance de parar el embarazo. La luz de la película se irá ensombreciendo a medida que avance en su particular descenso a los infiernos, rodeado de esa mentalidad conservadora de entonces, con esos médicos que se niegan a ayudarla, esos hombres amigos que o se desentienden del problema o quieren aprovecharse de él, y esas amigas más pendientes de perder la virginidad que otra cosa, que hablan de todas sus cosas, pero obvian las más importantes, o los padres de Anne, orgullosos de su hija y ella, muerta de miedo, sin saber qué hacer, guarda silencio, por toda la vergüenza, el miedo y la falta de información. Un plantel artístico maravilloso arrancando por los intérpretes más experimentados como la inolvidable Sandrine Bonnaire (que nunca la olvidaremos por sus trabajos con Pialat y Varda), como la madre de la protagonista, tan provinciana ella, y Anne Mouglais, la femme fatale de Romanzo criminale, entre otras, en un personaje importante en la trama que mejor no desvelar.

Los protagonistas jóvenes, todos estudiantes, tan felices ellos y ellas, con ganas de bailar rock y beber coca-colas, y deseosos de echar unos cuantos polvos con el chico o la chica más guapos o guapas de la pista, alejados del drama de Anne y alejados de todos los dramas en los que pueden verse inmersos. Tenemos a Kacey Mottet Klein como Jean, un amigo fiel, pero también, con esa mentalidad tan machista y sus dos amigas del alma, como Louise Orry-Diquéro en Brigitte, la rubia que lo sabe todo del sexo y todavía no lo ha hecho, o eso dice ella, al igual que la callada Luàna Bajrami que hace de Hélène. Para el personaje protagonista, nos encontramos con la grandísima presencia y composición de Anamaria Vartolomei, que muchos recordamos por ser una de las jóvenes alumnas de Manual de la buena esposa, y en Cambio de reinas. Su Anne es un persona complejo, una joven que lleva la terrible desgracia de su embarazo en silencio, en su camino tortuoso enfrentándose a una realidad dramática para ella, donde todo se pone en su contra, donde todo se vuelve una quimera, pero demostrando su resistencia, su coraje y su valor.

El acontecimiento es una película apabullante y brutal, donde brilla su implacable honestidad, su transparencia. No quiere ser una película de buenos y malos, sino retratar un período de aquella Francia que se enorgullecía de libertad y otras cosas, pero que en realidad nada de eso se materializaba, y las jóvenes con deseos de experimentar, porque la película habla de la confrontación entre el deseo y la realidad, entre descubrir el sexo y luego, enfrentarse a un embarazo no deseado y las barreras habidas y por haber que significaba abortar y enfrentarse a la cárcel, un sin sentido y una liberación, esta vez sí, para todas las mujeres que llegó en 1975, con la ley “Loi Veil”, que despenalizaba el aborto en Francia, así que hasta entonces cuantas Anne se vieron sometidas a semejante drama en sus vidas, y cuántas se ven en la misma tesitura en tantos países que todavía son perseguidas. Cuanto camino queda por recorrer y sobre todo, cuanto camino queda para que seamos humanos de verdad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La hija oscura, de Maggie Gyllenhaal

NO VOLVERÍA A SER MADRE.

“La maternidad es una responsabilidad aplastante”

Hace ya unos años que muchas madres se han alzado contra el mito de la madre perfecta, y han explicado las tremendas dificultades de la maternidad, construyendo una imagen real de la experiencia de ser madre, desterrando el maldito sentimiento de culpa, y luchando por una sociedad más igualitaria. Muchas de estas reflexiones las podemos encontrar en gran cantidad de trabajos como el de la novela “La hija oscura”, de la italiana Elena Ferrante, la escritora más enigmática de la literatura actual, en la que nos habla a tumba abierta del arrepentimiento de la maternidad y todas las sombras que persiguen a su protagonista. La actriz Maggie Gyllenhaal (Lower East Side, Nueva York, 1977), que la recordamos por títulos tan significativos como los que interpretó en Donnie Darko (2001), de Richard Kelly y Secretary (2002), de Steven Shainberg, amén de trabajar con nombres tan ilustres como los de Sam Mendes, Christopher Nolan, Oliver Stone, Sidney Lumet, John Sayles y John Waters, entre otros. La actriz neoyorquina se pasa a la dirección con la adaptación de la novela de Ferrante, en la que nos sitúa en la ficticia isla de Kyopeli, que podría ser cualquiera de las islas mediterráneas, en pleno verano, siguiendo los pasos de Leda, una profesora de literatura comparada, que se está tomando unos días de descanso. Pero todo cambiará, con la llegada a la playa de una familia autóctona tan diferentes y tan toscos y sobre todo, con Nina, una joven madre agobiada por su pequeña.

Las relaciones con esa madre primeriza, provocarán un efecto espejo en Leda, que comenzará a recordar sus difíciles años de madre joven con sus dos hijas y un marido demasiado ausente. La película pivotará entre estos dos tiempos y dos lugares, en los que tanto pasado y presente generarán un único espacio donde se analizarán todas las experiencias negativas del hecho de ser madre joven y trabajadora, todas las cosas que debe una madre rechazar, perder y sentir en pos a su nuevo rol, tan agobiante y rompedor. Gyllenhaal consigue una buena película, en la que juega con el drama personal de Leda y esos toques de terror y suspense que se engarzan con seguridad y aplomo a todo lo que se cuenta. La romántica y paradisiaca isla en la que se desarrolla la trama, chica frontalmente con las emociones invisibles y soterradas que se disparan como un tsunami en las dos madres, tanto en Leda, con la que se contará la historia, y Nina, esa madre que Leda se recuerda en ella, en ese mundo asfixiante en el que tanto una como la otra, encontrarán una vía de escape para soportar esa maternidad sin tiempo, sin vida, sin nada.

La película está apoyada en dos elementos muy importantes. Primero, el que vemos, donde los personajes van de un lado a otro y en apariencia, disfrutando del mar, de las cenas nocturnas, y de los paseos aprovechando las cálidas noches, y segundo, lo otro, lo que no vemos pero también pasa en el interior de estas dos mujeres, atrapadas en su rol de madres y perdidas en el limbo de no saber qué hacer ante tanto desbarajuste emocional, porque quieren a sus hijas, pero están deseando largarse y descansar de tanta cotidianidad. Un buen equipo técnico entre los que destacan la cinematógrafa Hélène Louvart, que tiene en su filmografía nombres ilustres como los de Varda, Doillon, Recha, Rosales, Rohrwacher, Hansen-Love, entre muchos otros, con esa luz que mezcla de forma maravillosa esa luz mediterránea con esa otra luz oscura más penetrante e inquietante, y Affonso Gonçalves en la edición, que ha trabajado con Haynes, Jarmusch, Tod Williams e Ira Sachs, amén de otro, que maneja con buen ritmo y agilidad los ciento veinticuatro minutos que abarca la película.

Si la parte técnica brilla con luz propia, las interpretaciones no se quedan atrás en absoluto, porque la directora neoyorquina, con buen criterio e inteligencia, basa su entramado argumental en unas interpretaciones donde se mira mucho y se habla menos, donde las diferentes composiciones de los personajes son cruciales para conseguir esa justa medida en la que se dicen las cosas de forma sutil, sin estridencias, como una brisa de verano al atardecer, casi sin darnos cuenta, todo cociéndose a fuego lento, con un ritmo pausado pero no detenido, contando con una inconmensurable y vital Oliva Colman, en el rol de Leda, la madre arrepentida y extraña, una de esas actrices muy british, que recuerda tanto a las Helen Mirren, Maggie Smith o Emma Thompson, entre otras, con el aplomo y la concisión perfectas, y una naturalidad desbordantes, con esa mirada y esos silencios que encogen el alma. Bien acompañada por una Dakota Johnson, olvidando esos papeles más comerciales que le conocíamos en los últimos tiempos, muy atractiva y rota, que se convierte en la otra madre, o visto como el pasado de Leda, con los mismos conflictos, terrores y esas irresistibles ganas de largarse y respirar, sin remordimientos de conciencia ni nada que se le parezca.

Luego, todo una retahíla de buenos intérpretes con una grandísima Jessie Buckley, la actriz irlandesa nos había encantado con su mirada, su porte delicado pero intenso y su preciosa melena pelirroja en cintas difíciles de olvidar como Beast y I’m Thinking of Ending Things, del gran Charlie Kaufman, metiéndose en la piel de la joven Leda, donde vamos descubriendo todos los pormenores de su experiencia como madre joven y trabajadora, y todo lo que ocurrió. Tenemos a Ed Harris, en un rol breve pero muy interesante, Paul Mescal es Will, el camarero del chiringuito con un peso importante en la trama, y luego, dos apariciones intensas como las de Alba Rohrwacher y Peter Sarsgaard, que no nos dejarán indiferentes. Maggie Gyllenhaal aprueba con nota muy alta su primera incursión como directora, porque se pone al servicio de la historia completamente, construyendo una mirada sensible, intensa y brutal sobre el hecho de ser madre, la maternidad, y una lanza a favor de todas esas mujeres que se han sentido culpables más de una vez por querer huir de sus hijas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Apples, de Christos Nikou

LA NUEVA IDENTIDAD.

“Me pregunto si la identidad personal consiste precisamente en la posesión de ciertos recuerdos que nunca se olvidan”.

Jorge Luis Borges

En el hermosísimo plano que cierra la magistral Primavera tardía (1949) de Yasujiro Ozu, en el que observamos como el anciano Shukichi pela pacientemente una manzana, metáfora de la inminente soledad que le espera después de la ruptura con su hija Noriko. El mismo sentimiento recorre la existencia de Aris cuando hace la misma acción, una soledad de alguien que no recuerda quién es. Dos almas solitarias que, en circunstancias completamente diferentes, deben hacer frente a lo que son sin el amparo de alguien a su lado. Muchos conocemos la trayectoria de Christos Nikou (Atenas, Grecia, 1984), por la excelente acogida internacional de KM (2012), un cortometraje que protagonizaba Aris Servetalis, y de sus trabajos como ayudante de dirección con Yorgos Lanthimos en Canino (2009), y con Richard Linklater en Antes del anochecer (2013). Para su opera prima, el cineasta griego nos sitúa en una sociedad muy parecida a la nuestra, en la que imagina una pandemia que ha afectado en la memoria de la mayoría de ciudadanos, una dolencia que ha provocado amnesias masivas en la población.

Apples («Manzanas», en el original), con un guion que firman Stavros Raptis y el propio director, y tiene a la gran actriz Cate Blanchett como productora ejecutiva, nos sitúa en el aquí y ahora de la existencia de Aris, interpretado por Servetalis, que vuelve a ponerse a las órdenes de Nikou, en un personaje del que solo conocemos su presente, no sabemos nada de su pasado, solo que no lo recuerda. La película se enfunda en clave de thriller psicológico, pero muy emocional, lleno de quietud y pausa, donde un equipo de médicos ha diseñado una serie de actividades muy curiosas y rutinarias para que los pacientes aprendan o mejor dicho, reconstruyan su “Nueva identidad”. La película navega de forma transparente y natural por el drama íntimo, la comedia negra, el romanticismo, la ciencia-ficción, y el citado thriller, y la atemporalidad como marco muy identificable, creando una atmósfera fría, grisácea y surrealista en muchos tramos, una excelente cinematografía que firma Bartosz Swiniarski, donde destaca el formato 4:3, en la que hay cercanía pero también frialdad, y el preciso trabajo de montaje de Giorgos Zafeiris, y la música de Alexander Voulgaris, y el añadido de las canciones rockeras americanas que alimentan ese aspecto de no tiempo y no sociedad que tanto se busca, después del apocalipsis al que se han enfrentado del que nosotros solo conocemos sus traumas y consecuencias.

Apples ni reniega ni escapa de los marcos psicológicos y extraños de muchas de las películas surgidas de Grecia en la última década como las dirigidas por el citado Lanthimos, Xenia (2014), de Panos H. Koutras, Chevalier (2015), de Athina Rachel Tsangari o Love me Not (2017), de Alexandros Avranas, entre otras. Un cine pegado a lu realidad más inmediata de la catástrofe económica de su país, pero con propuestas, formatos y texturas propias del cine de género, construyen todo un discurso sobre los males ancestrales de la sociedad, y sobre todo, las terribles consecuencias en los habitantes. Otro elemento extraordinario de Apples, como ocurre en todo el cine griego actual, es su trabajado y formidable reparto, empezando por su inolvidable protagonista, el mencionado Aris Servetalis, al que habíamos visto en Alps (2011), de Lanthimos, en un rol de tipo perdido, con esa barba frondosa, y esa ropa tan corta, con esos movimientos mecánicos, convertido en una especie de espectro automatizado, realizando con exactitud y voluntad todas las actividades rutinarias, con esas fotografías Polaroid, a la vez que divertidas e inquietantes.

A su lado, Sofia Georgovassilli como Anna, la mujer con el mantiene una relación que no logramos definir, ni falta que le hace, y luego, dos de los encargados del método médico como Anna Kalaitzidou, que ya estuvo en Canino, y Argyris Bakirtzis. Nikou ha construido una película con carácter y humana, que bucea en los laberintos imposibles de la mente humana, pero no a partir de la explicación, sino de la acción, una acción emocional y también, física, adentrándose en la irracional condición humana, huyendo completamente de la identificación del espectador, sino generando sensaciones y emociones contradictorias en el público, tendiendo ideas y reflexiones muy reveladoras para los tiempos de pandemia que estamos viviendo, y esa idea malvada y alineadora del gobierno, la de llenar de actividades rutinarias a los amnésicos, no para que recuerden la vida de antes, sino para que se construyan una nueva, una que sea más manejable para el poder, porque lo que la película deja muy claro que, a pesar de todo lo ocurrido, la amnesia es solo una desesperanzadora metáfora de una sociedad que no cambiará, y seguirá generando muchos pacientes con problemas mentales. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Miki Esparbé

Entrevista a Miki Esparbé, actor de la película «Tres», de Juanjo Giménez, en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 27 de octubre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Miki Esparbé, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Herrero y Marina Cisa de Madavenue, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Juanjo Giménez

Entrevista a Juanjo Giménez, director de la película «Tres», en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 27 de octubre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Juanjo Giménez, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Herrero y Marina Cisa de Madavenue, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tres, de Juanjo Giménez

ESTOY FUERA DE SINCRO. 

“Un sonido nunca debe acudir en auxilio de una imagen, ni una imagen en auxilio del sonido (…) La imagen y el sonido no tienen que prestarse ayuda, sino que han de trabajar cada uno a su vez por una suerte de relevo”.

Robert Bresson

La carrera cinematográfica de Juanjo Giménez (Barcelona, 1963), ha tocado todos los palos, como dirían en el flamenco, porque ha sido muy heterogénea y movida. Ha dirigido cortos y largos, indistintamente, tanto de ficción como documental, también, ha producido varias películas, entre ellas las de Adán Aliaga tan interesantes como La casa de mi abuela, Estigmas y El arca de Noé, y sobre todo, ha cimentado una originalísima y peculiar filmografía donde cada trabajo tenía un peldaño más, una forma de experimentar tanto con la imagen como el sonido. Sus reveladores y magníficos trabajos en este campo son Nitbus (2007), magnífica pieza de nueve minutos, filmada en un plano fijo, donde la profundidad de campo es fundamental, en un relato sobre un trío sentimental, donde imagen y sonido se confabulaban para mostrarnos una realidad oculta. En Timecode (2016), un cortometraje de 15 minutos que le llevó a ganar el primer premio del prestigioso Festival de Cannes, en un relato sobre la imagen, a través de las cámaras de circuito cerrado, en una historia de amor, a través del movimiento y la danza, donde no había sonido.

En Tres, escrita por Pere Altimira, junto al propio director, con el que ya había escrito las fundamentales Nitbus y Timecode, Giménez parece ponerse al otro lado del espejo de Timecode, porque en su nuevo trabajo lo que prevalece es el sonido, y todas sus laberínticos caminos. Todo lo que había experimentado y reconocido en Nitbus, vuelve en Tres con muchísima fuerza, sumergiéndonos en la existencia de una mujer, al que se le llama C., o una mujer sin nombre, y sin identidad, claves en la trama, que trabaja como ingeniera de sonido, y descubre que el sonido va a con tres frames de retraso, y más adelante, la mujer escucha el sonido minuto y medio después, y el problema irá en aumento, adentrándose en un relato sobre la identidad y la memoria, donde la absoluta protagonista es C., en el que la película no solo nos muestra de forma física y corporal, sino también, emocional y sensorial, con esos silencios inquietantes, que dicen mucho más que las imágenes, aunque eso sí, la película nos envuelve en un enigmático ejercicio donde todo adquiere situaciones surrealistas y de corte fantástico.

Una película filmada en Barcelona y alrededores, en esos espacios no comunes de la ciudad, con esas calles empinadas, esos lugares no lugares, faltos de identidad y lúgubres, con esa luz mortecina, donde los cielos grises y plomizos y la levedad de la luz en el estudio, van apoderándose de la vida y el conflicto de C., en un grandioso trabajo de luz del cinematógrafo Javier Arrontes, que ya había sido el responsable de Nitbus, y de la película tu vida en 65 minutos, de María Ripoll, y la excelente música del lituano Domas Strupinskas, que nos va envolviendo en una trama personal y profunda donde el pasado de C., y su identidad, serán claves para enfrentarse a su problema y poder resolverlo. El estupendo trabajo de montaje de un grande como Cristóbal Fernández (autor entre otras, de trabajos de Oliver Laxe, León Siminiani, y la reciente My Mexican Bretzel, de Núria Giménez Lorang), clave en un trabajo donde imagen y sonido están desincronizados, y vemos las cosas y todo lo que sucede, a través de C. y su problema, con el sonido que le viene más tarde, en una absorbente fusión entre cotidianidad, intimidad y terror naturalista, donde los monstruos que nos atacan no vienen de fuera, sino de nuestro interior.

Tres tiene el aroma del cine polaco de los ochenta, como Kiéslowski, donde lo personal, lo político y lo fantástico, casaban de forma eficaz y brillantísima en títulos como Sin fin (1985), y La doble vida de Verónica (1991), y otros, como La posesión (1981), de Zulawski, películas en los que penetrábamos en el mundo de la protagonista, en ese nuevo estado físico y mental, donde las cosas, los objetos, la existencia, y sobre todo, la memoria se volvían del revés, diferente, sumidos en una extrañeza terrorífica, donde todo se tornaba enfermizo y perturbador, y había que bucear en la memoria para comprender todo lo que estaba sucediendo, y sobre todo, hacia donde íbamos, en un viaje psíquico sobre nuestra identidad y memoria. La magnífica e hipnótica Marta Nieto es nuestra anti heroína que se mete en la piel y en la mente de C., una mujer obsesionada con su trabajo, que deberá lidiar con el conflicto que tiene, que la someterá y aislará, y la llevará a reencontrarse consigo misma, y emprender un viaje hacia lo más profundo de su alma y reconocerse en el espejo como le ocurría a Alicia, a verse de otra manera, y ver de otra manera, porque ella había cambiado, y todo había que mirar y sobre todo, relacionarse de formas diferentes.

C., a pesar de su envoltorio de rigidez y soledad, tiene a Iván, ese compañero que la quiere ayudar, una especie de ángel de la guarda para C., que interpreta con oficio y brillantez un estupendo Miki Esparbé, un tipo que estará a su lado, a pesar del aislamiento que se impone una mujer tan independiente como C., con esa maravillosa secuencia de la cafetería y el cine, que revela mucho tanto del problema de C., como de la relación que hay entre ellos dos, y otro personaje también revelador en la vida de C., como el de su madre, que hace Cristina García, que le ayudará a entender y a mirar en su pasado, donde se origina todo y es clave para entender que le ocurre. Giménez ha construido una película que no deja indiferente en absoluto, que sigue la senda de Nitbus y Timecode, donde la experimentación con la imagen y el sonido convierten lo más mínimo y el detalle más insignificante en algo extraordinario, done lo cotidiano se vuelve diferente porque uno se detiene a mirarlo desde otra perspectiva, donde el sonido es más un objeto físico, una especie de memoria en continuo movimiento, que nos puede ayudar a saber quiénes somos y sobre todo, quiénes son aquellos que nos rodean. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Madres paralelas, de Pedro Almodóvar

MADRE HAY MÁS QUE UNA.

“Madre es un verbo. Es algo que haces, no algo que eres”.

Dorothy Canfield Fisher

El universo cinematográfico de Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, Ciudad Real, 1949), está plagado de madres, madres de todo tipo, algunas dulces, otras oscuras. Madres amargadas y condenadas con familias egoístas como la Gloria de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?. Madres emocionales como la transexual Tina de La ley del deseo, o la madre castrante de Antonio en la misma película. Las madres madrazas a la que echan de menos tanto Pepa en Mujeres al borde de una ataque de nervios y Marina en ¡Átame!. La madre rival de Rebeca, a la que se idolatra y se odia a partes iguales en Tacones Lejanos, y esa otra, anclada en una cama, entre la locura y la ironía del juez Domínguez. La madre del pueblo que siempre da paz a la Amanda Gris de La flor de mi secreto. Manuela, la madre rota por la pérdida de su hijo que la vida da otra oportunidad en Todo sobre mi madre. La madre Raimunda que quiere recuperar a su madre, aunque sea en modo fantasma en Volver. La madre que pierde a una hija que no la quiere de Julieta, o esa madre sincera que le reprocha a su hijo Salvador que no ha sido lo que esperaba en Dolor y gloria.

Madres paralelas va sobre madres, dos madres muy diferentes entre sí, que se conocen en el hospital a punto de parir. Janis, pasa de los cuarenta, y recibe a su hija Cecilia con esperanza y amor. En cambio, Ana, adolescente, espera a su hijo con rencor, miedo y desilusión. Janis es fotógrafa, independiente, y una mujer libre y sin ataduras, como le explica al padre de su hijo, Arturo Buendía, un antropólogo forense que ayuda a Janis a abrir la fosa donde está su bisabuelo que fue fusilado por los falangistas. Ana es una niña no querida, sus padres separados, un padre ausente, una constante en el cine de Almodóvar, y Teresa, una madre imperfecta y actriz, que es la antítesis de la madre que será Janis. El director manchego sigue en el melodrama, en el de rompe y rasga, con ese aroma de piel y cuerpo de las películas de John M. Stahl, Douglas Sirk y el Ophüls de Almas desnudas, pero repasando sus anteriores melodramas protagonizados por madres, en su nuevo trabajo, la cosa va muchísimo más allá, porque el instinto maternal que plantea la película, nunca se había visto en su cine, porque aquí se detiene en esos primeros años donde la madre y la recién nacida es solo una, y con mucha intensidad, puro amor y pura vida. Aunque los melodramas de Almodóvar no son de corte clásico sino que lo mezcla con todos los elementos, a modo de gazpacho, porque hay elementos de romanticismo, con las varias historias de amor interrumpidas que van y vienen por la vida de los personajes, los elementos de thriller que tanto le gustan al cineasta, con esos toques de comedia negra o cine negro al uso, donde lo más cotidiano se vierte en oscuridad, y luego, la comedia, esos puntos de humor tan necesarios, que consiguen respirar después de tantos momentos de corazón en un puño.

Madres paralelas obedece a una estructura lineal, la historia se cuenta de forma cronológica, eso sí, con continuas elipsis, donde el director es todo un maestro, como demuestra en cierta secuencia, que no desvelaremos su contenido, por supuesto, en la que necesita que el espectador sepamos cierta información, y demuestra sus grandísimas dotes de narrador y un uso muy brillante del espacio, donde casa objeto, cada mirada y cada pausa, siempre ha de estar al servicio de lo que se cuenta y sobre todo, como se cuenta. El elemento que más llama la atención en la nueva película de Almodóvar no es otro que su especial acercamiento a la memoria histórica, porque es su primera vez, una novedad que se agradece mucho, porque la repercusión es instantánea, y lo hace desde la persona preocupada por su pasado, por todo lo que ocurrió, que abre y cierra su película, bien complementado con las dos madres que estructuran y mueven el relato. Podríamos decir que tanto La mala educación (2004), Los abrazos rotos (2009), en mayor medida, y Dolor y gloria (2019), desde otro ángulo, son películas que abordan el cine dentro del cine, y donde el director repasa su cine de antes, de ahora y quizás, de su futuro, como advertía un cartel de una película llamada Madres paralelas en Los abrazos rotos.

El rostro y las emociones de un personaje como Janis, un alma de rompe y rasga, uno de los personajes más difíciles y complejos en la filmografía de Almodóvar, porque en el interior de esa madre hay toda una batalla emocional, una guerra interna de mil pares de cojones. Un mujer debatiéndose en esa doble moral que la angustia y destroza, y que no puede compartir con nadie, debe vivirla en soledad, porque hay algo que ha sucedido y la mujer no sabe qué hacer, si contar lo que sabe o callarse, situación que la hace polvo. Además, lo que sabe, cambiará su vida para siempre, y por eso, hay anda entre dudas de dar el paso o seguir martirizándose. Uno de esos personajes capitales en el cine del director, que tanto le gustan, movidos por la pasión y el deseo como motor de sus vidas, quizás lo único por lo que vale la pena luchar, lo único que tenemos y a lo que podemos aspirar, aunque nos haga daño y sobre todo, en muchas ocasiones, no sepamos qué hacer con todo lo que tenemos encima y seamos incapaces de poner en orden tantos sentimientos, si es que se puede. El equipo técnico vuelve a brillar como es habitual en el cine del director. José Luis Alcaine, un colaborador imprescindible que consigue esa textura de alma que tanto le gusta al cineasta, una cinematografía luminosa y sombría, mezclando esas dos pieles que contaminan las vidas de los protagonistas, tanto la que vemos, como la que ocultan. El montaje que vuelve a firmar Teresa Font como sucedía en Dolor y gloria, sigue siendo sublime, con esas brillantes elipsis, y esa capacidad de condensar el espacio, en un relato de pocos lugares, donde casi siempre hay interiores, como lo que les pasa a los personajes, unas vidas muy hacia adentro, porque en realidad, todo lo que les sucede vive y muere dentro. Y la música de Alberto Iglesias, una compañía íntima y sin agobiar que engrandecen cada encuadre y cada mirada.

El reparto que reúne Madres paralelas tiene esa marca que tanto caracteriza el cine de Almodóvar, personajes de ahora y aquí, que siempre se están moviendo entre el quiero y no puedo, con una extraordinaria Penélope Cruz en la piel de Janis, y nunca mejor dicho, capaz de todo y de nada, una mujer que hace fotos, que mira y investiga a los demás, que hace y deshace, y que ser madre la ha hecho muy feliz, y ahora, debe saber vivir, pase lo que pase. A su lado, Milena Smit, que nos encandiló en No matarás, en un personaje muy diferente, la desvalida Ana,  alguien atrapado, alguien perdido que, encontrará en Janis una especie de madre, de hermana mayor y de algo más. Estupendísima Aitana Sánchez Gijón como Teresa, la madre de Ana, que nos recuerda a la Emma Suárez de Julieta, pero esta vez más cabrona, más dura e igual de elegante y sofisticada. Israel Elejalde hace de Arturo Buendía, el hombre presente de la película, antropólogo forense y amante de Janis, que entra y sale de la película, convirtiéndose en una especie de guía en la vida de Janis, tanto cuando está como cuando no. Y finalmente, dos breves presencias marcas de la casa del cineasta manchega, Rossy de Palma y Julieta Serrano.

Un director que después de más de cuarenta años de carrera haciendo películas ha cimentado todo un imaginario desde la comedia madrileña loca, sexual y divertida que llenaron sus ochenta, al melodrama que se ha apropiado de su mirada a medida que ha cumplido años, sin olvidar de sus orígenes en sus veintidós títulos, que no solo nos dan una imagen de lo que ha sido el devenir de aquella España que dejaba el franquismo y ah crecido en una democracia todavía débil, peor con otro tono, donde abunda el color, y donde, aunque todavía de forma residual, mira a su pasado e intenta poner las cosas en su sitio. Almodóvar ha logrado una grandísima película, con su elegancia y sobriedad habituales, donde el melodrama marca el tono y la textura, donde nos invita a  mirar el pasado como necesidad para cerrar sus heridas y poder mirar con esperanza a lo que vendrá, de forma clara, valiente y sin condescendencia, con amor y sin miedo, acompañando a unas madres muy reales, muy alejadas de esa perfección que tanto nos venden y tan falsa. Sus madres son de carne y hueso, felices y tristes, brillantes y torpes, sinceras y mentirosas, independientes y dependientes, bellas y feas, amantes y solas, mujeres que en las películas del manchego sienten y lloran, se ríen, follan, y además, viven. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La noche de los reyes, de Philippe Lacôte

BIENVENIDOS A LA MACA.

“Si Dios dice que sí, nadie puede decir que no.”

El cine africano resulta casi invisible en nuestras pantallas, por eso el estreno de una película como La noche de los reyes, de Philippe Lacôte (Abiyán, Costa de Marfil, 1969), no es solo un hecho extraordinario, sino que es una oportunidad inmejorable, casi única, de ver una obra concebida en el continente africano, además, por sus singularidades tanto formales como narrativas, nos encontramos ante una obra de una belleza plástica y argumental, con esa estructura de muñecas rusas y fusionando realidad con ficción, la hacen muy interesante y espectacular. De Lacôte conocíamos la película Run (2014), el relato de la huida imposible de un joven que asesina al Primer Ministro de Costa de Marfil. En La noche de los reyes, vuelve a ponernos en la piel de un joven metido en un berenjenal de muy y señor mío, ya que entra en una de las cárceles más grandes de toda África occidental, situada en pleno bosque en Costa de Marfil. “La Maca” es un lugar inhóspito y salvaje que se rige por sus propias reglas, donde existe Barbanegra, el jefe de todos, en un reino donde hay príncipes y lacayos.

El director marfileño nos coloca en un día especial, el de la Luna Roja, donde Barbanegra, aquejado de una grave enfermedad respiratoria que le impide seguir ejerciendo sus funciones de liderazgo, debe acabar con su vida, y que el resto encuentre un sucesor. Antes, decide nombrar como “El Roman” al recién llegado. Un fabulador que deberá entretener al personal contando una historia. El joven trovador elige la historia de Zama King, un chico de 19 años gánster ídolo en la prisión, y lo mezcla con una historia de su país precolonial donde existen reyes y reinas, en el que se mezclan realidad social, política, cultura, luchas y anacronismos, donde los demás reclusos y oyentes van representándola a través de música, canto y baile. Lacôte parte de la tradición oral de su tierra, y del funcionamiento real de “La Maca”, para desarrollar una película absorbente, fascinante y con un ritmo febril, alucinante, donde nunca hay descanso, y todo se desarrolla a través de los diferentes tiempos que cohabitan en el film. Tenemos esa noche oscura e inquietante, donde el pasado va a dejar paso a otro tiempo, diferente y regido por otro jefe, y el tiempo de la narración del joven orador, en el que coexisten dos tiempos, el del delincuente Zama King, y el otro, el del pasado donde sin caer en ningún tipo de realismo se cuentan relatos donde la riqueza y los grandes espectáculos eran la nota predominante, con la referencia de Sherezade, la narradora principal de “Las mil y una noches”.

La magnífica parte técnica de la película, donde destaca la brutal cinematografía del canadiense Tobie Marier Robitaille, que sabe manejar las continuas corredizas y la luz negra que se apodera de esa noche larga e incierta que se espera en la cárcel. Y el no menos contundente y trabajadísimo montaje que firma la también canadiense Aube Foglia, componiendo un relato que aunque centrado en un par de personajes, es también un relato coral, donde intervienen un gran grupo de figurantes que son el núcleo de los reclusos de la prisión. La parte artística del conjunto es maravillosa, encabezada por el debutante Koné Bakary, dando vida al narrador que acepta con agrado su rol y hace lo imposible para gustar, aunque no resulte nada sencillo, transmitiendo una naturalidad que hiela la sangre, bien acompañada de una mirada llena de humanidad y contenida. Le acompañan Steve Tientcheu en el papel de Barbanegra (al que conocíamos de su rol en la imprescindible Los miserables, de Ladj Ly, de hace un par de temporadas), en un personaje que se va muriendo, que debe dejar espacio a otros, de un jefe que se despide de su vida y de La Maca.

Cabe destacar dos presencias magníficas en La noche de los reyes, la del veterano intérprete Rasmané Ouédraogo, toda una institución del cine africano, que ha trabajado con uno de los grandes nombres del cine africano como Idrissa Ouédraogo, y en La promesa, de los Dardenne. Y otra presencia, esta de uno de esos actores de raza y piel, capaz de metamorfosearse en cualquier individuo por muy raro y peculiar que parezca, y no es otro que Denis Lavant, con un personaje no muy extenso, pero muy interesante, el Silencioso, un personaje testigo que parece de otro mundo y el único blanco del lugar. El actor francés es un actor dotado de un cuerpo camaleónico, una mirada y una forma de interpretar única y llena de magnetismo y fabulación. Lacôte ha construido una película fascinante y muy física, llena de corporeidad y muy sonora, con una atmósfera asfixiante y liberadora, que consigue atraparnos con todas esas historias y relatos orales muy de la tradición africana, sumergiéndonos en un universo que mezcla con naturalidad y sabiduría la realidad más cercana de África, con sus desigualdades e injusticias, con ese mundo de ficción, de fábula, de mentira, donde todo es posible, donde todo puede ocurrir, donde todo se puede soñar, y llenar de ilusión y esperanza, en un lugar como una cárcel donde todo parece haberse detenido y donde todo tiene la apariencia de un reino en decadencia, a punto de desmoronarse, proponiendo como su única salvación la de imaginar otros mundos, otras realidades más bellas, llenas de color y de luz, muy diferente a la cotidiana de la cárcel. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

No odiarás, de Mauro Mancini

LA GESTIÓN DE LA CULPA.

“Ninguna culpa se olvida mientras la conciencia lo recuerde”.

Stefan Zweig

Después de leer la noticia del hecho real que ocurrió en 2010 en la ciudad de Paderborn, Alemania, en la que un cirujano de origen judío se negó a operar a un hombre que tenía un tatuaje nazi. El director italiano Mauro Mancini y su coguionista Davide Lisino, encontraron la materia prima para elaborar el guion de No odiarás, una cinta que pone en cuestión las enormes dificultades de alguien que debe gestionar su dolor y sobre todo, su culpa. La premisa es sencilla y muy directa. Una película que nos relata la cotidianidad de Simone Segre, un reconocido cirujano de la ciudad de Trieste, al noroeste de Italia. Un día, mientras realiza sus entrenamientos en piragua, presencia un accidente de tráfico. Cuando mientras socorre a uno de los heridos, descubre una esvástica nazi que lo paraliza por completo y decide pedir ayuda. Pero la cosa no acaba ahí, reconcomido por la culpa, contacta con la hija del fallecido, la joven veinteañera Marica Minervini y la contrata como asistenta. Aunque, la cosa se complicará muchísimo, cuando Luka, el otro hijo del fallecido, un joven nazi fanático, se opondrá con fuerza cuando sabe que el cirujano es hebreo.

El director italiano sitúa su película en una ciudad como Trieste, donde ha aumentado la inmigración, y no solo nos habla de una historia muy actual, sino que remite constantemente al pasado de la Segunda Guerra Mundial, en un ir y venir que deberá procesar el protagonista, ya que su padre, recientemente fallecido, fue deportado como judío y convertido en dentista en los campos de exterminio nazis. No odiarás está construida a través de estos tres personajes, individuos que el destino ha querido mezclarlos, donde deben lidiar con la herencia paterna y gestionar como pueden emociones tan complejas como la culpa, que les hace meterse en berenjenales de difícil solución. La sutileza y la neblina de esa luz que inunda toda la película, que firma el cinematógrafo Mike Stern Sterzynski, consigue dotar a la composición de esa oscuridad que tanto emanan sus protagonistas, con un montaje medido y ajustado de Paola Freddi (a la que conocemos por su labor en Hannah, de Andrea Pallaoro, durísimo drama de una mujer madura que se queda sola después que su marido sea encarcelado, protagonizada por la grandísima Charlotte Rampling).

Mancini, con experiencia en cortometrajes y televisión, elabora con paciencia y reposo un drama íntimo, una cinta sobre el odio al otro, sobre comprender y mirar de frente al diferente, a aprender a convivir con el otro, a lidiar con la oscura herencia familiar, a liberarnos de la culpa para seguir avanzando y entender a los otros, y sobre todo, a nosotros mismos, y todo contado desde la sutileza, desde los impactantes silencios, y desde las emociones de unos personajes atrapados por su pasado que gestionan un presente muy herido, como la relación que tiene el protagonista con el perro de su padre y la evolución que tienen. Un actor con la presencia y el aplomo de Alessandro Gasmann, hijo del carismático intérprete italiano Vittorio Gasmann, con el que debutó en el cine siendo una adolescente (al que hemos visto en películas tan interesantes dirigidas por nombres de renombre como Franco Rossi, Bigas Luna, John Irvin y Ferzan Ozpetek, entre otros), que compone un hombre aparentemente tranquilo, pero que arrastra demasiado dolor, y una carga muy pesada con un padre de difícil carácter, encuentra en los hijos del nazi fallecido, una forma de redención y de liberarse de tanta culpa que lo atormenta. Excelentemente bien acompañado por los jóvenes Sara Serraiocco y Luka Zunic, interpretando a Marica y Marcello Minervini, respectivamente, escenificando las dos formas de gestionar la muerte y el dolor, con ella, volviendo de una vida dura y haciéndose de sus dos hermanos menores, y él, usando el rencor y la violencia para ahuyentar tantas heridas sin cicatrizar.

El director transalpino observa a sus individuos sin entrar en juicios ni nada que se le parezca, huyendo completamente del manierismo de muchas producciones que abordan temas de la misma índole, esa función, si es que resulta adecuada, la deja al espectador. La película está tejida con detalle, sobriedad y tensión en sus estupendos 95 minutos. Un retrato que podría desarrollarse en cualquier ciudad europea donde se generan conflictos de odio que desatan en violencia, ahondando el antisemitismo imperante en muchos países, que devuelven a la actualidad las tragedias del pasado, unas tragedias que solo pueden curarse con educación, comprensión y tomando medidas para que esas exaltaciones de violencia no se produzcan contra nada ni nadie. No odiarás escarba de forma intensa y profunda en la condición humana, todo aquello que nos hace diferentes e iguales a los demás, todo aquello que debemos curar y debemos hacerlo de frente, sin atajos ni buscando culpables, sino siendo sinceros con uno mismo, y sobre todo, mirar sin rencor el pasado, ni a nuestros padres, perdonando y perdonándonos, mirando con amor a las personas que le debemos la vida, para bien o para mal. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pearl, de Elsa Amiel

LA SOLEDAD DE LA CULTURISTA.   

“La belleza exterior no es más que el encanto de un instante. La apariencia del cuerpo no siempre es el reflejo del alma”.

George Sand

La película se abre a través de un plano secuencia donde la cámara sigue a Al (un personaje sesentón que lo fue todo en el mundo del culturismo, y ahora, se dedica a trabajar con jóvenes valores como Léa Pearl). Un plano largo que observa e inspecciona en el lugar, por el que vamos accediendo a los diferentes espacios donde se desarrollará la película, en los que vemos a diferentes culturistas preparándose para el campeonato que se celebrará en el hotel donde nos encontramos en 48 horas. Esas imágenes se nos van intercalando con las partes del cuerpo de Léa Pearl, fragmentadas y cortantes, mientras escuchamos la estruendosa y pegadiza música que acompaña a Al, y la agitada respiración de Pearl mientras trabaja su cuerpo. Un inicio brutal y atmosférico, que seguirá en toda la película, donde nos encontraremos muchas sombras, habitaciones oscuras, paseos por el espacio del hotel, cuerpos esculturales en bañador, y el ruido de música eléctrica, acompasadas por las respiraciones de los culturistas.

La directora Elsa Amiel (París, Francia, 1979), había dirigido un par de cortometrajes sobre un boxeador olvidado y el amor intenso de una pareja, y posee una larga trayectoria como asistente de cineastas tan nombrados como Raoul Ruiz, Mathieu Amalric, Bertrand Bonello y Julia Bertucelli, entre muchos otros. Con Pearl, Amiel construye una ópera prima insólita y audaz, llena de sensibilidad y crudeza, escrita en colaboración con Laurent Larivière, donde sobresale una planificación formal absorbente y ejemplar,  muy fragmentada en una primera mitad, y luego, planos más abiertos en su segunda parte, donde la tensión, las máquinas y el ruido van dejando espacio más a las miradas, a las personas y los gestos. Un grandísimo trabajo del cinematógrafo Colin Lévêque, del que habíamos visto su estupendo trabajo en blanco y negro en Fortuna, de Germinal Roux, donde impera una atmósfera densa e intensa, donde todo brilla alrededor de la protagonista, acentuado por la soledad y el aislamiento en la que vive la protagonista. Como su cortante y abrumador montaje de Sylvie Lager & Carolina Detournay, el portentoso trabajo de sonido de Marc Von Stürler, y la música de Fred Avril, que ayudan a integrase en la piel, el cuerpo y el alma de una mujer isla.

Pearl es una historia que habla de muchas cosas: el universo desconocido del culturismo y el de las mujeres que se dedican a esta disciplina, la identidad femenina, que huye completamente de lo normativo, y descubre formas de ser, sentir y estar que nada tienen que ver con esa idea de la mujer que nos han impuesto desde la sociedad capitalista, también, nos habla de toda la soledad y las sombras que suelen ir de la mano del éxito, de los tremendos sacrificios corporales y mentales del culturista, de la adicción a la perfección de un cuerpo que constantemente se trabaja, se machaca y se consume para lograr el éxito cueste lo que cueste, y sobre todo, la película nos habla de quiénes somos, de todo ese pasado del que constantemente huimos, y del abismo al que nos enfrentamos diariamente por no enfrentarnos a los demás y a nosotros mismos, por ser quiénes queremos ser. Amiel construye una película llena de neón, de ruido y de espectáculo, pero mostrando el backstage de toda esa fiesta, que nada tiene que ver con todos los aplausos, la pasta y el reconocimiento.

Una película de aquí y ahora, que se encuadra en esas 48 horas límite, con un personaje como Léa Pearl, que arranca siendo un cuerpo para ir convirtiéndose en una mujer, a raíz de la inesperada visita de su ex novio Ben, un tirado impulsivo que rechaza toda esa vida de apariencia en la que vive Pearl, y aparece con Joseph, el hijo de ambos, de seis años, que la mujer lleva cuatro años sin ver. El pasado llega y tensiona a Pearl, la desconcentra, la aparta de su vida, del campeonato, de Al, y la devuelve de golpe a ese pasado que nadie conoce, un pasado que le hará replantearse toda su existencia, porque el cuerpo, su herramienta de vida pasa a un segundo plano y florece la mujer y luego, la madre. La cineasta parisina cimenta su película de 82 minutos en su protagonista, en su interior, nunca se detiene en los porqués de la situación, sino que mueve a sus personajes a medida que se va generando el conflicto, porque el relato va construyéndose, sin saber muy bien adónde nos llevará todo, tampoco se detiene en mostrar el motivo de los personajes, solo los vemos actuar, ir de aquí para allá, centrándose eso sí en Pearl, que antes era Julia, donde lo cotidiano a veces toca el fantástico, en que el drama es sutil, casi imperceptible, con unos personajes varados, tanto Al, que lo fue todo, y ahora, tullido, se arrastra por un mundo, su mundo al que le queda poco, al igual que el personaje de Serena, una antigua amante y protegida de Al, a la que los años de éxitos y sonrisas le han pasado por encima relegándola a una sombra.

Un relato tan de piel, de cuerpos, de miradas rotas, y vidas en tránsito no se sabe donde, debía tener un reparto capaz de interpretar unos personajes de los que sabemos muy poco, como sucede en los westerns, con algunas pinceladas del pasado y poco más, como Al, magistralmente interpretado por un inconmensurable Peter Mullan, que nunca está mal, un actor con múltiples registros y visto en mil batallas, Arieh Worthalter como Ben, el ex novio, un tirado de tomo y lomo, que hemos visto como actor de reparto en una treinta de títulos, la citada Serena a la que da vida una gran Agata Buzek, una actriz con muchos registros con más de medio centenar de películas en su filmografía, y por último, la gran revelación de la película, una Julia Föry que es Pearl, culturista amateur que debuta en el cine con un impresionante rol, una mujer que debe buscar su sitio, descubrir su verdadera identidad, lidiar con ese pasado convulso que ha tocado a su vida, y sobre todo, debe buscar en su interior, que mujer es ahora, y la que va a ser de aquí en adelante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA