Entrevista a Natalia de Molina, actriz de la película «Desmontando un elefante», de Aitor Echevarría, en la terraza del Pol&Grace Hotel en Barcelona, el jueves 9 de enero de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Natalia de Molina, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Sandra Ejarque de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Aitor Echeverría, director de la película «Desmontando un elefante», en la terraza del Pol&Grace Hotel en Barcelona, el jueves 9 de enero de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Aitor Echeverría, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Sandra Ejarque de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Alba Guilera, actriz de la película «Desmontando un elefante», de Aitor Echevarría, en la terraza del Pol&Grace Hotel en Barcelona, el jueves 9 de enero de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alba Guilera, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Sandra Ejarque de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“¿Qué es lo que me ha ocurrido en mi vida que me ha convertido en un inválido en el plano de los sentimientos?.
Frase recogida en “Cuaderno de trabajo”, de Ingmar Bergman
La película se abre con una imagen reveladora donde vemos a Marga, la madre echada en un sofá durmiendo la mona y en la cocina se ha producido un fuego que vemos borroso en segundo plano. En ese instante, irrumpe en la casa Blanca, la hija, que intenta infructuosamente despertar a su madre y se dirige con premura a la habitación de al lado a intentar apagar el fuego. Dos figuras, la madre y la hija, son las que se asienta la primera película de Aitor Echeverría (Barcelona, 1977), al que conocíamos por su faceta como cinematógrafo junto a interesantes cineastas como Nely Reguera, Jo Sol y Cesc Cabot y Pep Garrido. Su ópera prima nace en el cortometraje Morir cada día (2010), en el que vimos los primeros pasos de una familia que debe enfrentar un problema al que todos sus miembros deciden no afrontar por su incapacidad emocional. En Desmontando un elefante, que nos remite a eso mismo, se centra en la familia y en esas dos figuras de madre e hija, de cómo actúan cuando el problema es tan grande que ya no hay manera de esconderlo por más tiempo.
El cineasta barcelonés firma un guion junto al citado Pep Garrido, en el que nos plantea una película de muy pocos escenarios, en que la magnífica casa familiar con jardín emerge como el epicentro de la trama. Un relato marcadamente frío, elegante y nada empático, porque el director nos propone una mirada muy íntima y para nada sensiblera, sino todo lo contrario, a través de una historia donde vemos como actúa cada miembro de esta familia, tan diferentes y tan esquivos para relacionarse con el problema del alcohol que padece la madre. Habíamos visto muchas películas sobre el tema del alcoholismo, pero pocas, muy pocas, ahora yo no recuerdo ninguna, que nos habla que ocurre después de la desintoxicación, de esos días y meses después de salir del problema, de ese período de adaptación a la vida, al trabajo y a tu entorno. No se busca la empatía con el espectador y sí la reflexión, donde la emoción se resignifique y sea una espiral que nos lleve a hacernos preguntas sobre nuestra inútil forma de relacionarnos ante los problemas de los que nos rodean. De nuestra incapacidad emocional, como citaba Bergman, de todo lo que no somos emocionalmente hablando, de la terrible incomunicación entre los más cercanos, y la estúpida capacidad para centrarnos en temas menos incómodos, menos duros y sobre todo, menos dolorosos.
Echeverría opta por el cinematógrafo Pau castejón Úbeda, que ya trabajó en el mencionado cortometraje, amén de los hermanos Pastor, Elena Trapé y Alejo Levis, entre otros, en una luz fría y belle a la vez, que usa con inteligencia todos los espacios de la casa, muy cortados y segmentados, para generar todas las barreras físicas y sobre todo, emocionales que separan a los integrantes de esta familia. La ausencia de música original también ayuda a crear esa atmósfera de película polaca, es decir, de construir casi un thriller psicológico, lleno de miradas, silencios y gestos donde la intimidad cotidiana se torna oscura y terrorífica como hacían los Zuwalski, Skolimowski, Polanski y Kieslowski, entre otros. En los mismos términos juega un gran papel el fantástico trabajo del montaje de Sofi Escudé, habitual de Pilar Palomero, Liliana Torres, Mar Coll y Elena Trapé, porque logra ajustar una cinta que se va a los 82 de metraje sólido y sobrio, en el que se mantiene una especie de calma en apariencia que está apunto de estallar. El sonido sutil y nada invasor, pero muy efectivo, obra del tándem Marianne Roussy, que tiene a Costa-Gavras, Ferrara y Chema García Ibarra, entre sus directores, y Philippe Grivel, toda una institución con más de 200 títulos.
En el campo artístico, el director catalán ha escogido muy bien, porque Emma Suárez como Marga es una gran elección en otro de sus grandes interpretaciones, porque casi sin hablar lo dice todo con ese rostro y mirada tan rotos, dando vida a una madre que acaba de salir de la clínica de desintoxicación y debe aprender a vivir sin alcohol, retomando su vida, o lo que queda de ella, su familia, en la que todos deben ayudarse, y su trabajo, evitando todos los juicios de los otros. Frente a Suárez, encontramos a una siempre generosa y estupenda Natalia de Molina es Blanca, la hija que no sabe cómo ayudar a su madre, a la que sobre protege, descuidando su vida y su trabajo con el baile, donde la danza se erige como contraplano para exorcizar todos los elementos interiores que bullen sin encontrar una salida catalizadora. Les acompañan unos formidables Darío Grandinetti como padre, más metido en su trabajo y en el arreglo de la cocina, para de esa manera hacer que como que nada ha cambiado, cuando en realidad, todo ha cambiado. Y por último, la presencia de Alba Guilera, que nos encantó en Un año, una noche (2022), de Isaki Lacuesta, aquí es la hermana mayor que vive en París y acaba de ser madre y opta por una actitud diferente.
Me ha hecho reflexionar mucho Desmontando un elefante, de Aitor Echeverría, porque dentro de su modestia y de su primera vez, nos habla desde el corazón y el alma, sin caer en una historia demasiado explicativa y sensiblera, sino en todo lo contrario, en un relato que mira de cerca y de verdad a sus personajes, y nos obliga a los espectadores a mirar en ese reflejo que nos devuelve la película, en cómo nos relacionamos con los que tenemos más cerca, en cómo afrontamos los problemas de los otros, y cómo evitamos los conflictos aunque nos pisoteen la vida, en cómo no miramos al elefante, que hace referencia el título, aunque nos esté aplastando nuestra vida. Una película que en cierta manera, tiene el aroma de la magnífica Tots volem el millor per a ella (2013), de Mar Coll, porque la Geni, que ha sufrido un accidente y debe volver a su vida, se parece a la Marga que interpreta Emma Suárez, porque las dos sufren la incapacidad de la familia, porque no saben cómo ayudarla y encima, actúan como si nada hubiese ocurrido, un desmadre que tiene consecuencias fatales. Celebramos la primera vez de Echeverría y su coraje para hablar de temas que nos duelen demasiado, y sobre todo, hacerlo desde la mirada y la emoción que lo hace. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Aina Picarolo, actriz de la película «Nina», de Andrea Jaurrieta, en el hall del Room Mate Gerard Hotel en Barcelona, el lunes 6 de mayo de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Aina Picarolo, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Andrea Jaurrieta, directora de la película «Nina», en el marco del D’A Film Festival, en la Sala Raval del Teatre CCCB en Barcelona, el viernes 12 de abril de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Andrea Jaurrieta, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Si pensamos en westerns donde las mujeres llevan la voz cantante, por desgracia, encontramos muy pocos. Hay dos grandes excepciones: la Altar Keane que hacía Marlene Dietrich en Rancho Notorious (1952), de Fritz Lang, y la Vienna con Joan Crawford en Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray. Dos mujeres que no se amedrentaban por las sacudidas machistas de pistoleros y se hacían valer y de qué manera. Las directoras contemporáneas han venido a hacer cine, y sobre todo, a contar sus historias, muchas de ellas con mujeres fuertes y rotas, valientes y con miedo, y sobre todo, mujeres que se enfrenten a quién haga falta, mujeres que sientan el peso de la historia, como tantas veces a ocurrido con los hombres. Porque ellas también están, ellas no se esconden, como le ocurre a Nina, la protagonista de la película homónima de Andrea Jaurrieta (Pamplona, 1986), una mujer que viene de un pasado muy oscuro, que vuelve a su pueblo natal, al lugar de los hechos, a un paisaje hostil y frío, vuelve a la niña que fue, a la niña que se atacó, vuelve a recuperar lo perdido, pero ahora adulta, con ganas de justicia y de todo.
Partiendo del texto “Nina”, de José Ramón Fernández, que a su vez, ya adapta libremente el clásico “La Gaviota”, de Chéjov, la directora navarra lo lleva a su terreno, y lo sitúa en el norte que conoce tan bien, en el pequeño pueblo costero de Arteire, arrancando en una noche negra y lluviosa, donde la citada Nina llega a lo que fue su vida hasta los 15 años. La película navega por los dos tiempos indistintamente, con la Nina adolescente del pasado y la Nina adulta en la actualidad. Un entramado narrativo en el que Jaurrieta no oculta sus referencias, el western y su clasicismo, con su amigo que le ayuda y la escucha como Blas, un pueblo ocupado en sus tradiciones y fiestas, y un objetivo: Pedro, el escritor, el maduro que se aprovechó de su ingenuidad y su soledad con un padre tan ausente. Un western con tintes de melodrama, un western contemporáneo sin caballos pero con venganza, con pasado tortuoso, donde se arrastran muchas cargas y mucho dolor. Segundo trabajo de la directora, después de su sorprendente Ana de día (2018), donde investigaba los aspectos psicológicos sobre la identidad de una mujer enfrentada a una réplica idéntica.
Con Nina no se aleja de su aspecto psicológico, aunque añade otros elementos como lo espiritual y lo filosófico, en una interesante mezcla de género con profundidad y complejidad, en una intenso y detallista trama que se agarra y no te suelta, con mucha tensión y oscuridad, con la inquietante atmósfera gélida y silenciosa de su entorno y personajes, con ese estado de ánimo tan propio de los tipos que pululan las películas de Melville, tan callados y tan torturados, porque Nina es un personaje muy melvilleniano, tanto en su aspecto, su silencio y su dolor. Una parte técnica que brilla con ejemplaridad, con dos cómplices que ya estuvieron en la mencionada Ana de día, como el cinematógrafo Juli Carné Martorell, donde el rojo copa la película que contrasta con ese tono frío y neutro del norte, un rojo que acapara el sentir de su protagonista, como ocurría en el cine de Sirk, ahí volvemos al melodrama, que también capturó Fassbinder, y desarrolló Almodóvar en su obra cumbre Mujeres al borde de un ataque de nervios, un rojo de la pasión, de la sangre, del corazón y sobre todo, de la venganza. El otro habitual es el editor Miguel A. Trudu, que mantiene el ritmo entre el reposo y la agitación en un relato de poquísimos días pero muy intensos donde nunca hay respiro, o lo que hay poco, en un trama que se va a los 105 minutos de metraje.
La nueva incorporación al universo de la navarra es la gran Zeltia Montes, como nos gustaron sus trabajos para Que nadie duerma y El buen patrón, tan diferentes y tan geniales, que compone una soundtrack que debería estudiarse al detalle en cualquier lugar con estudiantes de música, porque sus cuerdas y su composición son magníficas, creando la mejor compañía para la historia que quiere contarse, con esa lija que incómoda y aturde yendo al compás de la protagonista. Si en Ana de día, Ingrid García Jonsson tenía un reto por delante que solventaba con claridad y naturalidad, no digamos de la Nina que hace Patricia López Arnaiz, otro reto mayúsculo encarnar a un personaje que habla tan poco, que siempre está en silencio, que mira mucho y desprende muchas sombras sombras e inquietud, pero la actriz lo agarra del pescuezo con firmeza y valentía, en una composición memorable, otra más de l actriz vitoriana, que bien interpreta, con tanta sutileza, con tanta carga y con tanta fuerza, y tanta tristeza, como los pistoleros que cabalgaban meses para volver a su casa, con todo lo que habían dejado atrás y con tantas derrotas, y si no que le pregunten al Jeff McCloud de Hombres errantes (1952), otra vez volvemos a Ray, y a Ethan Edwards de The Searchers (1965), de Ford, dos tipos que si hubiesen sido mujeres serían interpretados por actrices como López Arnaiz.
Bien acompañada por un enorme y sobrio Darío Grandinetti, ¿alguna vez está mal este inmenso actor?, haciendo el “malo”, pero no un villano público, sino uno que se esconde, que son los peores, que además no se siente malvado, que es mucho peor, porque entonces era un maduro escritor, cuando se aprovechó impunemente de una adolescente y ahora un anciano venerado en el pueblo, un monstruo bien considerado como suele pasar, que la gente no quiere ver ni escuchar. La joven Aina Picarolo hace de Nina adolescente, que vimos en un papel corto en La casa entre los cactus, en una gran interpretación, con todo ese candor e inocencia de su edad, de gran parecido con su Nina adulta, en una composición estupenda de una actriz que le deseamos un gran futuro, porque se lo ha ganado con creces con su espectacular Nina, con su sutileza y esa sonrisa que llena todo el cuadro. Como buen western que se tercie, la película tiene esos individuos de reparto tan bien compuestos como Iñigo Aramburu como Blas, que hemos visto en películas vascas tan interesantes como Handia, HIl Kanpaiak e Irati, entre otras, Mar Sodupe, Ramón Agirre y Silvia de Pé, entre otros.
No dejen escapar una película como Nina, y no lo digo para que acuden al cine a verla, que sí, pero también, porque se atreve a romper muchas cosas, y a tejer con paciencia y angustia un relato noir, de los que se recuerdan mucho más con los años, un western con la rabia, la melancolía y la pérdida que tenían los crepusculares que empezaron a adueñarse de las carteleras a partir de los cincuenta, cuando el cine dejó de épicas y empezó a mirar el alma de sus cowboys, unos tipos solitarios, alejados de todo, y empeñados en luchar por un amor perdido que nunca llegaron a tener. La Nina de Andrea Jaurrieta también nos habla de alguien con alma oscura, no porque no haya intentado olvidar, pero es un olvido que duele demasiado, y el destino le tiene guardada un último aliento, una vuelta a los hechos, a su pasado, a ese pasado que un día huyó de él, un pasado que grita mucho, incluso demasiado, y ella sólo sabe que podrá callarlo haciendo lo que tiene que hacer, o quizás no, vean la película para salir de dudas, y si pueden, hablen de ella, porque les aseguro que la experiencia de ver esta película queda en el alma, y su protagonista y su viaje no deja nada indiferente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
La primera imagen de La isla de las mentiras nos muestra un recorrido por un mar agitado rompiendo contra las rocas afiladas y duras de la isla de Sálvora, en la ría de Arosa (Galicia), a 3 km de tierra firme. Una isla que en 1921, la poblaban aldeanos analfabetos que trabajaban duramente la tierra, y sobre todo, el mar, siervos del noble del turno, que los esclavizaba a su antojo. Aunque, la noche del 2 de enero de 1921, todo cambió para ellos, y sobre todo, para tres mujeres que, al ver el naufragio frente a sus costas del Santa Isabel, un vapor cargado de inmigrantes con rumbo a la Argentina. Las tres mujeres, a pesar de la espesa niebla, se lanzaron al mar, y lograron rescatar 53 personas de las 213 que perecieron en el accidente. La noticia voló como la pólvora, y las tres heroínas de Sálvora, como las llamó la prensa de entonces, fueron agasajadas por las autoridades gallegas. Luego, las acusaron de robar a los fallecidos, y el tiempo borró su heroicidad y las condenó al silencio.
La isla de las mentiras, de la gallega Paula Cons, las rescata del tiempo y las devuelve al lugar que nunca debieron perder. Cons se ha fogueado como productora en televisión y cine, tanto en ficción con títulos como Lobos sucios, en la que además era coguionista, o en no ficción, dirigiendo La batalla desconocida, en la que se exploraba la participación de España durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora, debuta en la ficción con una cinta enclavada en el después del naufragio, en las terribles consecuencias de aquella noche aciaga del 2 de enero de 1921, a través de las tres mujeres, y concretamente, en una de ellas, en María, una mujer de carácter, dura y valiente, que deberá enfrentarse a la isla, a todos aquellos que hacen y se callan a favor al marqués. El relato, oscuro e inquietante, con un guión que firman la propia directora y un veterano como Luis Marías (escritor de Urbizu, Barroso, Eva Lesmes o Gracias Querejeta, entre muchos otros), nos va contando de forma sobria y pausada, la cotidianidad de la isla, y sobre todo, la idiosincrasia de sus habitantes, a través del personaje de León, un periodista argentino que recoge el suceso y sospecha que la isla encierra demasiados silencios.
La elegante y cuidadísima composición de los encuadres y la luz, obra de Aitor Mantxola (autor de películas como Alas de mariposa, Aunque tú no lo sepas o Bajo la piel del lobo), que recuerda a la pintura romántica del XIX, en obras como “El caminante sobre el mar de las nubes”, de Friedrich, o la expresividad y los encuadres de Zurbarán, donde el espacio acorrala y somete al personaje. Una luz que baña en forma de misterio, tanto la isla, convertida en un personaje esencial más. Un paisaje romántico, y a la vez, terrorífico, que guarda demasiadas historias y verdades, verdades como personajes aparecen en la película. La sutileza y la profundidad del magnífico montaje de una grande como Julia Juaniz, ayuda a esa idea de tenebrosidad y mentira que se extiende por el lugar, donde todos los personas hablan poco y callan más, hablan aquello que les conviene y sobre todo, callan lo que es mejor ocultar y que las cosas sigan como están, con esos días grises, ese trabajo rutinario, y esa isla convertida en prisión y silencio.
Una obra que sugiere más en imágenes que en palabras, en que el silencio impone su ley, necesitaba un plantel de intérpretes a la altura de sus composiciones y relato como la inconmensurable capacidad de una estupenda actriz como Nerea Barros como María, el alma mater de la historia, bruta en sus formas pero decidida en su voluntad férrea, bien acompañada por Darío Grandinetti como el periodista convertido en la búsqueda de la verdad, en ese extraño que hace estallar la armonía aparente de la isla y hará lo imposible para desenterrar lo que allí se esconde, Aitor Luna, el intelectual del lugar, alguien que está fuera de sitio o tal vez, no, y una plantilla de intérpretes gallegos entre los que destacan la mirada y el porte de Victoria Teijeiro como Josefa, la compañera de fatigas de María, o la enorme capacidad de Milo Taboada como Pepe, que compone un magnífico “retrasao” que sabe demasiado, una actuación que coloca al actor en primera plana, Ana Oca como Cipriana, la otra heroína, más joven e inexperta, Leyre Berrocal como la madre náufraga convertida en un espectro, y las presencias de María Costas y Celso Bullago, y otros intérpretes, excelentemente caracterizados, con esa gestualidad ruda y bruta, que escenifican sabiamente como se vivía y sobre todo, como se relacionan unos con otros, bajo el amparo del caciquismo del explotador de turno.
La isla de las mentiras es un excelente debut de Cons, que cuenta un hecho histórico, que lo rescata del olvido y coloca a las verdaderas heroínas del relato en su contexto y en su lugar en la historia, a María, Josefa y Cipriana, que no solo nos habla de cómo se cocían las cosas en aquella España analfabeta y caciquil de los años veinte, y su telaraña de poder, en la que nos muestra la imagen de la mujer y de su sometimiento y desencanto, sino que también, es un relato que aborda las mentiras y las verdades que se cuentan, se dicen o se ocultan, bajo el manto de un thriller oscuro y lleno de sombras, con esos ropajes negros que rompen contra la luz tenebrosa y tenue de la isla y ese mar embravecido que los encierra, que recuerda al expresionismo alemán o la novela gótica de la época victoriana, o a películas como El secreto de la isla de las focas, de John Sayles, en su halo de misterio con una isla de por medio, o Visionarios, de Manuel Gutiérrez Aragón, en que unas visiones de la Virgen en la España republicana, convertía a los aldeanos privilegiados en objetivo de las autoridades para silenciarlo. Un cine bien contado y mejor consumado, que nos transporta a la oscuridad del comportamiento humano, a las entrañas de lo más aterrador del alma humana, y al cúmulo de intereses que nos empujan a los seres humanos a ser y actuar de una manera u otra, siempre con el convencimiento que es lo mejor que podemos hacer o lo que más nos conviene. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Un incidente en un restaurante por la noche. Quizás, un incidente más. Un incidente protagonizado por Claudio, un abogado reconocido y un desconocido, en uno de esos pueblos perdidos de la provincia en la Argentina en 1975. Todo hubiera acabado ahí, pero no, porque el abogado humilla al extraño y es expulsado de malas maneras del local. A la salida, volviendo a casa, el desconocido asalta a Claudio y a Susana, su mujer, y después de una pelea, el extraño, al que nadie conoce, se dispara y queda gravemente herido. El abogado se hace cargo y lo lleva en su automóvil con la intención de salvarle la vida, pero no lo hace, en cambio, lo hace desaparecer en un desierto de la zona. ¿Por qué motivo un abogado reconocido y de vida acomodada hace semejante acto de crueldad abandonando a alguien a una muerte segura? El director Benjamín Naishtat (Buenos Aires, Argentina, 1986) vuelve a indagar en la condición humana como ya lo había hecho en sus dos anteriores trabajos. En Historia del tiempo (2015) nos situaba en la psicosis y temores actuales de buena parte de la ciudadanía, y en El movimiento (2016) se trasladaba al rural del siglo XIX para sumergirnos en un relato sobre el abuso de poder que unos ejercían sobre los campesinos.
Ahora, y nuevamente en una película de corte histórico y ambientada en la zona rural, nos sumerge en esa Argentina en los albores de la dictadura, mostrándonos la impunidad y la violencia que ejercen unos contra otros para continuar siendo “buenos ciudadanos” a los ojos de todos, retratando esa violencia oculta y soterrada que convive con naturalidad, con una élite dispuesta a todo para mantener sus privilegios y sus ejemplares vidas. El director argentino nos guía por su relato a través de la mirada de Claudio, un abogado de buenas intenciones y familia, aunque de moral oscura, como veremos a lo largo de la película, porque cuando ha de elegir acerca de hacer el bien o su conveniencia no tendrá dudas y siempre opta por su beneficio personal, una idea que se impondrá meses después con el estallido de la dictadura militar donde una parte poderosa del país someterá a todo aquel que piensa diferente. La película ahonda en las contradicciones y miserias humanas, explorando todos esos tejes manejes del abogado y sus amigotes, como ese instante que define a las maneras oscuras de los personajes, cuando apoyándose en triquiñuelas legales se apropian de un inmueble que nadie reclama.
El relato se enmarca en aspecto de thriller setentero donde predominan los rojos, ocres y verdes, con esa característica atmósfera del cine negro que también supo retratar cineastas como Coppola, Friedkin, Lumet o Peckinpah, dónde el género era una mera excusa para sacar a la luz todos los males sociales y políticos que anidaban en lo más profundo de la sociedad. La exquisita ambientación, cargada de detalles y elementos que nos llevan a la textura y colores que tan de moda estaban en los setenta, y a través de esa forma tan contrastada con zooms, fundidos encadenados o esas cámaras lentas, nos colocan de manera sencilla y ejemplar en esa época, en todo aquello que se respiraba y esa violencia oculta y a punto de estallar que ya daba cuenta de sus inexistentes principios morales y de más, en una idea espeluznante en que la sociedad se divide entre unos que ejercen poder sobre otros, cueste lo que cueste y no existan escrúpulos de ninguna clase para llevarla a cabo.
Una composición de altura y sobria del siempre magnífico Darío Grandinetti dando vida a esa abogado que parece una cosa y en realidad es otra, como tantos en aquel momento, como demostrará el trato que ejerce cuando está con aquellos más desfavorecidos y cuando trata con sus amigotes de clase, un ser miserable, si, pero también, un profesional ejemplar, dentro de sus principios, y esposo y padre en su sitio, cariñoso y bondadoso, con esos trajes inmaculados, ese bigotito que le da pulcritud, y esa mirada serena y bien pensante. Frente a él, el detective Sinclair, extraordinariamente interpretado por el chileno Alfredo Castro, con esas gafotas, su gabardina y su peinado inmaculado, con esos aires de policía de Scotland Yard, inteligente, observador e impertérrito, que fue policía, pero ahora se gana la vida buscando a desaparecidos para gente acomodada, que investiga con ojo avizor y astucia brillantes. Y Susana, la mujer del abogado, interpretada por Andrea Frigeiro, la esposa comprometida y buena compañera, que seguirá fiel a su esposa y su hogar, aunque viva en otra situación real muy diferente.
Naishtat ha construido una película valiente, inteligente y necesaria que explora la maldad desde la condición humana más miserable, devolviéndonos tiempos atroces que en muchos instantes parece que siguen ahí, de otra forma y a través de otros hilos invisibles y más enmascarados, desenterrando el pasado que tanto nos interpela en estos tiempos confusos, contradictorios y oscuros, explorando con acierto y sobriedad todos los aspectos más oscuros de lo humano, aquellos que a primera vista no se ven, y mucho menos se reconocen, aquellos que hay que sumergirse en las profundidades del alma para toparse con ellos, definirlos moralmente, y sobre todo, conocerlos para conocernos más, y así descubrir ciertas actitudes de muchas personas en la actualidad, porque la historia siempre se acomoda a sus tiempos, porque las cosas del pasado siempre vuelven con otras caras y cosas, pero lo más intrínseco vuelve a nosotros, porque el tiempo pasa, pero hay cosas que permanecen en nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Mireia Oriol, actriz de la película «El pacto». El encuentro tuvo lugar el jueves 26 de julio de 2018 en el hall del Cine Phenomena en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Mireia Oriol, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sandra Ejarque y Ainhoa Pernaute de Vasaver, por su tiempo, generosidad, paciencia y cariño.