FILMAR AL OTRO.
“Nos equivocamos al decir: yo pienso. Deberíamos decir: alguien me piensa”
Arthur Rimbaud
La primera imagen con la que se abre la película no es una imagen baladí. Es una imagen en la que vemos a dos personas, el Mbah Jhiwo, el “Alma anciana” de la película, junto a su esposa. Están en silencio, no se miran, los dos están cabizbajos, presentes/ausentes sin saber qué decir y mucho menos que hacer. La cámara fija recoge el plano secuencia. Escuchamos en off como la mujer le ha comunicado que debe marcharse, no sabe por qué motivo, pero debe hacerlo. A partir de ese instante, Alma anciana emprenderá un periplo espiritual por los ritos y mitos de su pueblo, una tierra colonizada por diferentes invasores y culturas, en la que perviven sus huellas: el animismo hinduista, el islam y el capitalismo. La forma de esta primera secuencia seguirá indemne durante todo su metraje. Una cámara que observa desde el silencio, desde la intimidad de las vidas que retrata, unas vidas que mira con respeto y humildad. Una cámara que no está muy lejos de aquella otra de Moi, un noir (1958), de Jean Rouch, en aquello que el maestro francés llamaba “etnoficción”, en esa forma de cámara-ojo que mira y retrata al otro desde el yo, en un acercamiento desde la sencillez, frente a frente, retratando su vida, su cotidianidad y sobre todo, su parte emocional.
El cineasta Alvaro Gurrea (Barcelona, 1988), que sin buscarlo, se encontró con Mbah Jhiwo, un minero que transporta grandes rocas de azufre ladera arriba por el cráter del Kawah Ijen, y no se quedó en esa imagen impactante que tanto han explotado otros “turistas invasores”, sino que se acercó a él, y a su entorno del pequeño pueblo de Bulusari, de Central Java, en Indonesia, y durante cuatro años lo ha filmado, lo ha conocido, lo ha seguido, y aún más, lo ha convertido en la razón de su primer largometraje. Un proyecto con el que hizo el prestigioso Máster en Documental de Creación de la Universidad de Pompeu Fabra en Barcelona. Una película que tiene en la producción a Rocío Mesa que dirigió el largometraje Orensanz (2013), sobre la figura del artista contemporáneo Ángel Orensanz, y hacer las Américas, ayudando a difundir el cine español de vanguardia en los EE.UU., promocionándolo a través de una organización y presentándolo en el Festival La Ola. En el montaje nos encontramos con Manuel Muñoz Rivas, que ha editado en films tan estimulantes como los de Eloy Enciso, Mauro Herce, Théo Court, entre otros, y la reciente Eles transportan a morte, de Helena Girón y Samuel M. Delgado, amén de dirigir películas tan especiales como El mar nos mira de lejos (2017), y a Alejandra Molina en diseño de sonido, una máster en estas lides como lo atestiguan películas con Carolina Astudillo, Carla Subirana y Pilar Palomero, entre otras.
Gurrea observa el entorno y construye su película, a partir un retrato que se va cociendo a fuego lento que, un viaje espiritual y físico, que fusiona con acierto y sabiduría el documento y la ficción, siempre fundiéndolas de manera sutil, vamos mirando la vida y el trabajo y los conflictos de Mbah Jhiwo, porque la historia se adapta a las circunstancias de cada instante, nunca al revés, por eso, en ocasiones, estamos en una de Rouch, en un documental observacional al uso, con esas imágenes de los mineros acarreando las grandes rocas de azufre, mientras los turistas se retratan, en una película de Apichatpong Weerasethakul, con la naturaleza y la selva engullendo al personaje, donde el misterio y lo espiritual se funden de manera natural y sin estridencias, o en una de Tsai Ming-liang, con esas motos en plena efervescencia y las calles de las urbes asiáticas. Gurrea ha construido una película que parece dirigida por un indonesio, por alguien que conoce los tiempos y las cotidianidades de sus personajes y de los lugares que filma, convirtiéndose en uno más, donde la cámara filma desde esos encuadres fijos secuenciales, con el mejor aroma de Ozu, donde la vida pasa o simplemente pasa lentamente, deteniéndose, donde vemos de un modo natural la coexistencia de todas las creencias, mitologías y demás formas de espiritualidad, asistiendo a ritos y danzas y formas de comunicarse con los ausentes.
Alma anciana se aleja completamente del documental que invade y sobre todo, contamina al otro. Aquí no hay nada de eso, todo fluye, todo se mira de forma tranquila, reposada, adaptándose a los ritmos y la cadencia de las vidas de estas personas, con esa mina avasalladora con esos hombres arrastrando esos bloques de azufre, donde la importancia del sonido es brutal, porque todo acaba inundado por ese sonoridad que va aplastando a todos, y los sonidos del pueblo y la naturaleza, engullendo a sus habitantes y sus formas de ser y hacer, donde el nuevo capitalismo, con esa idea de hacerse rico rápidamente, también ha entrado en esos universos que parecían ajenos a ese monstruo dominante. Celebramos y nos emocionamos con el primer largometraje de Alvaro Gurrea y esperamos que le sigan otros, donde de buen seguro seguiremos admirando su forma de trabajar y de filmar al otro desde el yo, desde la experiencia y sobre todo, desde el amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA