Robot Dreams, de Pablo Berger

CUANDO DOG ENCONTRÓ A ROBOT. 

“En un mundo de sueños, nuestra única realidad es el amor”. 

De “Tokyo Blues”, Haruki Murakami

Había una vez un perro llamado Dog, que vivía en East Village, uno de esos barrios cosmopolitas del New York de los ochenta. Su vida es cotidiana, algo aburrida y muy solitaria. El tiempo pasa sin necesidad de llenar plenamente y la vida se ha instalado en algún sin más muy lejos de allí. Un día pasa algo diferente, como suceden la mayoría de las cosas, y es que después de ver un anuncio en la insulsa programación televisiva. Un día Dog encarga un robot a domicilio y se construye su propio amigo. La vida vacía y solitaria de Dog se llena de Robot, un ser de otro mundo que se convierte en la parte más importante del mundo de Dog, alguien con quién jugar, patinar por Central Park, comerse un hot dog en cualquier esquina del barrio, sentarse en silencio mientras observan la fauna de la ciudad, y un compañero con el que pasar un día en la playa de Long Island. Un amigo del alma para saborear la vida y sobre todo, para llevar los sinsabores de la existencia de forma más reconfortante, aunque la vida también tiene su lado menos amable y otras circunstancias, provocan que Dog debe despedirse de Robot, quizás algún día vuelvan a encontrarse o no, sólo el tiempo y sus avatares responderán a esa cuestión. 

El cuarto largometraje de Pablo Berger (Bilbao, 1963), basado en la novela gráfica homónima de Sara Varon, como hizo en su premiadísimo cortometraje Mama (1988), inspirado en el cómic de Vuillemin, sigue el mismo camino que trazó con la maravillosa Blancanieves (2012), porque si en aquella volvía a los orígenes del cine construyendo una historia muda, en blanco y negro, y adaptando el famoso cuento trasladando la trama al Madrid de los años veinte en un entorno de amor, circo y toros. Ahora, también vuelve a los orígenes del cine, porque Robot Dreams opta por el mudo y la animación para contarnos una nueva fábula, llena de animales en el que conviven razas y etnias en esa city extraordinariamente diversa, en una comedia en el que vuelve a su ópera prima Torremolinos 73 (2003), y Abracadabra (2017), y una comedia en la que tocó diversos palos como el slapstick, recordando a los pioneros como Chaplin, Keaton y Lloyd, entre otros, la romántica, y la negra, así como el musical emulando a las sirenas de la Williams, o ese otro de los grandes tiempos de la Metro, o el más casolà, en que la cotidianidad se mezcla con lo cotidiano, y el mundo de los sueños, el verdadero leitmotiv de la trama, donde la comedia indie existencialista hace acto de presencia, en el que está muy cerca de los Jarmusch, Wes Anderson y Baumbach y demás. 

El cineasta vasco se acompaña de algunos de los grandes de la ilustración y la animación como el ilustrador José Luis Agreda, del que conocemos por su trabajo en Buñuel en el laberinto de las tortugas, y el diseñador de personajes Daniel Fernández Casas, que estuvo en Klaus, y el gran director de animación Benoît Feroumont, del que hemos visto Les triplettes de Belleville y The Secret of Kells, dos monumentos de la animación europea de las últimas dos décadas. Para la música vuelve a contar con un cómplice como Alfonso de Vilallonga, que consigue componer una delicia de banda sonora, a la altura de sus bellas e íntimas imágenes, porque la película demandaba una música heterogénea ya que su historia va por muchos derroteros emocionales. Con el acompañamiento de algunos hits ochenteros como “September”, de Earth, Wind and Fire, y “Let’s Go”, de The Feelies, entre otros, que conjugan a la perfección con las melodías del músico barcelonés. Para el diseño de sonido otra cómplice como Fabiola Ordoyo, que ya estuvo en Abracadabra, consiguiendo esa sonoridad tan especial que da la oportunidad profundidad a una película de estas características. El montaje de otro “colega” como Fernando Franco, que sabe condensar de ritmo y pausa a una película que va del llanto a la alegría en cuestión de un instante, en una trama estándar que se va a los 95 minutos de metraje. 

La mirada de Berger a ese New York ochentero, que conoció las huellas que dejó cuando se pasó una década en la ciudad estudiante cine en los noventa, se mueve entre la realidad y la fantasía, esa mezcla que funciona tan bien en una trama que habla en profundidad sobre temas tan humanos como la amistad, el amor, la pérdida, la ausencia, la memoria y el olvido, y sobre todo, la aceptación de aquello que perdemos y el proceso de duelo de alguien que estuvo en nuestras vidas, que significó y significa muchísimo, pero las circunstancias hicieron que les dijéramos adiós, un adiós que cuesta, que hace desprenderse una parte de nosotros, pero no sabíamos como no lo sabía Dog, el protagonista, que las cosas suceden muy a pesar nuestro, a pesar de nuestra voluntad férrea y demás fantasías, porque la vida y sus circunstancias son lo que son, y nada ni nadie puede evitar que se produzcan, y sólo podemos aceptarlas y seguir caminando aunque sea lejos de aquellos que amamos en un tiempo, siempre nos quedará su recuerdo, unos días más fuerte que otros, y quizás, el tiempo, el juez más implacable, nos dirá si esa persona vuelve o no a nuestras vidas, mientras eso se produce, si alguna vez se produce, debemos seguir con nuestras vidas, unos días mejores que otros. 

Robot Dreams es una película de dibujos animados para todos los públicos y están muy bien realizada y mejor contada, porque tiene ese alma de las cosas sencillas, pequeñas y honestas hechas con amor y de verdad, desde adentro, como las películas de Ghibli como Nausicaä del valle del viento, Mi vecino Totoro y La princesa Mononoke, entre otras, donde la fantasía y los sueños nos ayudan a soportar las oscuridades de la existencia que, a veces se pone muy difícil y trabajosa, pero que en otras, la vida es más amable, porque nos pone en el camino a esa persona que nos cambiará para siempre, y casi siempre para mejor, que nos ayuda a crecer, a ser mejores, a sentirnos, a ayudarnos, a vernos, a nos escapar de nosotros mismos, a ser quiénes deseamos ser y no nos atrevemos, a mirarnos en esos espejos que no queremos mirarnos por miedo a no ver lo que queremos ver, a compartirnos, a seguir creyéndonos en nosotros y en las cosas que hacemos, a vivir lo que sentimos, a no tener miedo, ese miedo a fracasar que nos impide a ser nosotros mismos, a disfrutar la vida, a levantarnos cuando nos caemos, a ser quiénes somos, y sobre todo, y esto lo más importante, personas que un día se cruzan por nuestra vida y nos enseñan a querernos, posiblemente nos harán daño, pero un dolor tan necesario para despertarnos y afrontar la vida y sus consecuencias, y algo así nunca se olvida, como le sucede a nuestro Dog con Robot. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La abuela, de Paco Plaza

SUSANA Y LA VEJEZ.

“Todo el mundo quisiera vivir largo tiempo, pero nadie querría ser viejo”.

Jonathan Swift

Uno de los primeros trabajos de Paco Plaza (Valencia, 1973), fue el cortometraje Abuelitos (1999), una excelente fábula de terror sobre una misteriosa residencia de ancianos, cargada de una atmósfera inquietante, en la que se sugería mucho, se hablaba poco y se decía más. El tema de la vejez siempre ha estado presente en la filmografía del cineasta valenciano, de una forma u otra, aunque en La abuela, parecen haber convergido dos de los temas que ya había tratado en dos de sus anteriores filmes. En Verónica (2017), producida por Enrique López Lavigne, una adolescente debía hacerse cargo de sus pequeños hermanos en un espacio donde lo doméstico se convertía en una cárcel, donde el más allá irrumpía con fuerza, y en Quién a hierro mata (2019), la vejez en forma de residencia de ancianos era una parte fundamental de la trama, así como el legado y la herencia de nuestros mayores. En La abuela, escrita por el cineasta Carlos Vermut, vuelve a la vejez y al espacio único de lo doméstico, un piso donde habita el tiempo, la memoria y sobre todo, la cárcel de la vejez, y como los jóvenes se relacionan con ella.

La acción es bien sencilla y directa, Pilar, octogenaria sufre un derrame cerebral, y su único pariente es Susana, una modelo que vive en París de su belleza y su cuerpo. Susana viaja a Madrid y cuida de la abuela, como ella hizo a su vez cuando la joven era niña y perdió sus padres. Todos los intentos de Susana se encaminan en deshacerse de esa carga y buscar a alguien que cuide de la abuela, totalmente ausente y dependiente. Con el mismo aroma y tono de las películas inquietantes y domésticas de Polanski, amén de Repulsión, La semilla del diablo y La locataire, el terror irá tomando la casa, igual que le ocurría a Verónica, y convertirá la existencia de Susana en una pesadilla terrorífica, donde confluirán el tiempo, la memoria, la vejez, y sobre todo, la vivienda se tornará una cárcel imposible de escapar de ella. Todos los elementos confluyen para que todo cuadre de forma tenue y cotidiana, empezando por su luz, que en películas de este estilo es fundamental, la textura del 35 mm consigue esa sensibilidad en el espacio, tanto de sus objetos como su atmósfera, con ese peso en el aire y en cada espacio de la casa, un gran trabajo de cinematografía de Daniel Fernández Abelló, que había estado en los equipos de cámara de películas tan interesantes como Blog y Buried.

El ágil y preciso ejercicio de edición que firma David Gallart, un cómplice estrecho de Plaza, que ha estado en varias de sus películas, que usa con pausa e intensidad los cien minutos del metraje, la música de Fátima Al Qadiri, que puntúa con sabiduría y llena todos los silencios que explican mucho más de lo aparentemente parecen, una de las marcas más características que encontramos en la filmografía del autor levantino, como la presencia de esos temas musicales, que tanto dicen, como los de Vainica Doble, Estopa y Los panchos. La gran labor de arte de Laia Ateca, que repite después de Quién a hierro mata, adornada con todos objetos como los espejos y sus reflejos, los objetos del pasado común, y demás detalles que pululan por toda la casa, así como su impactante sonido, que viene de la mano de Diana Sagrista, que en una película de este calibre, donde se sugiere más que se muestra, como el terror más auténtico y clásico, el que hizo grande el género, sino que se lo digan a los monstruos de los treinta de la Universal, o a los grandes títulos de Tourneur o la Hammer. Una producción elegante y cuidadosamente bien ejecutada que corre a cargo del ya citado Lavigne, y la incursión de Sylvie Pialat, mujer del desparecido director francés, con hechuras de una película que toca temas muy cercanos y a la vez, universales y sin tiempo.

La abuela nos habla de grandes temas de ahora y siempre como el inexorable paso del tiempo, con la vejez convertida en una prisión que nos dificulta lo físico y lo emocional, dependiendo de los otros, y convirtiéndonos en espectros de nosotros mismos, y también, como nos relacionamos con todos esos problemas, como los más jóvenes, los que fuimos cuidados, hacemos lo impensable para quitarnos el conflicto de encima, no queriendo ver, no queriendo participar, sacándolo de nuestras vidas, donde la culpa y la traición entran en juego, como bien introduce la trama de la película. Como planteaba Verónica y Quién a hierro mata, la presencia de pocos personajes y dotados de una complejidad que casará con todo lo que se está contando, y lo consigue con dos actrices completamente desconocidas. Por un lado, tenemos a la brasileña Vera Valdez, modelo de profesión que enamoró a Chanel y compañía, con pocos títulos en el cine, consigue con Pilar una interpretación inconmensurable, en un rol mudo, que apenas emite sonidos o algunas risas inquietantes, escenifica una anciana llena de pasado y un presente que lo domina todo, un grandioso acierto de la película, porque llena la pantalla sin emitir ninguna línea de texto, como ocurría con las grandes heroínas del mundo como la Gish o la Swanson.

Frente a Valdez tenemos a la no debutante Almudena Amor, que ya vimos no hace mucho en la mordaz El buen patrón, de Fernando Léon de Aranoa, siendo una paternaire excelente de Javier Bardem, en un personaje de loba con piel de cordera, en La abuela, tiene un rol completamente diferente, siendo esa mujer joven que vive de su cuerpo y belleza, tiene que afrontar la vejez de su abuela, los secretos que se ocultan en esa casa y sobre todo, en la relación enigmática que irá descubriendo a medida que avance la acción. Con muchos elementos que la relacionan con la Verónica que hacía Sandra Escacena, su Susana es otra joven enfrentada a lo maligno, a lo desconocido, pero en su casa, en su pasado, en todo lo que ella fu y es, y no se atreve a reconocerse y admitir. Plaza ha construido un extraordinario cuento de terror, donde se huye del efectismo y lo espectacular, para adentrarse en una atmósfera muy terrorífica, todo muy bien contado, con su ritmo y su pausa, con tranquilidad, con ese tono en el que nada parece estar sucediendo, pero en realidad todo sucede, con ese toque psicológico que hiela la sangre, con ese crujir de puertas y sonidos que no sabemos de dónde proceden, quizás, todo viene de nosotros, o quizás somos nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El creyente, de Cédric Kahn

REDIMIRSE CON DIOS.

“Eres como los demás, no hay ninguna razón para que no lo logres”.

Thomas tiene 22 años, es un joven impetuoso y rebelde, acarrea una grave adicción a las drogas debido a un pasado familiar tortuoso que lo ha convertido en alguien solitario, irascible y con un fuerte carácter violento. Thomas llega al centro de recogimiento religioso y espiritual para enderezar su vida, para dejar todo mal y empezar de nuevo. Un centro donde jóvenes adictos viven internos y son separados por sexos y trabajan en hermandad, cultivando amistades y sobre todo, estudian y rezan a Dios como único camino de salvación. La octava película de Cédric Kahn (Crest, Francia, 1966) vuelve a sus individuos, sobre todo, jóvenes que pueblan su filmografía, jóvenes de vidas difíciles, angustiosas y a contra corriente como el chaval que espía a su vecina en Bar des rails (1991) su debut en el cine. O aquella que se enamoraba del adulto y lo transportaba por un mundo de obsesiones sin retorno en Tedio (1998) o el Kurt que se escondía en la personalidad de un asesino en Roberto Succo (2001) o los hermanos que se escondían con su padre huido en Vida salvaje (2014). Chavales solitarios, de vidas en continuo conflicto y sobre todo, de personalidad difícil como el joven Thomas.

El cineasta francés nos cuenta el relato a través de la mirada de Thomas, su llegada al centro, en mitad de unas cimas rodeadas de montañas afiladas, sus primeros días, muy difíciles y problemáticos, llenos de situaciones violentas tanto con Marco, uno de los tutores como con algún que otro interno como él. Poco a poco, vamos viendo su apertura a los demás, la revelación de sus traumas y la forma de encararlos, generando esos vínculos con aquellos que conviven con él, como el propio Marco, y sobre todo, con Pierre, un interno más longevo que él, que se convertirá en una especie de hermano mayor que lo acogerá y lo guiará. O el momento crucial en su estancia en el centro, cuando conoce a Sybille, la hija de unos proveedores, que sueña con ser antropóloga y viajar a España. Entre los jóvenes nacerá un amor que cambiará soberanamente la actitud de Thomas.

Kahn nos habla de fe católica, de métodos educativos y redención, pero sin hacer alabanzas de la religión, sino dejando que la duda se convierta en el centro de la película, exponiendo las verdades y mentiras de cada personaje, con sus dudas correspondientes, dejando al espectador que tome sus propias decisiones respecto a lo que se cuenta en la película, decisión muy acertada para el manejo de la historia y los temas que trata, que no son baladí. Quizás, el camino redentor que experimenta Thomas pudiera resultar demasiado evidente, pero la película sabe manejar y sorprender con el entuerto, ya que nos tiene guardadas algunos interesantes giros de guión en la trama que la hace más compleja aún si cabe, y mucho más atractiva para el espectador. La obra recoge muchos de los ambientes y personajes que rigen en el universo de los hermanos Dardenne, ya que Thomas podría ser uno de esos chicos perdidos y de fuerte carácter que tan bien describen y cuentan los cineastas belgas. También, el centro religioso, que en algunos instantes de la película, tenemos la sensación de estar viendo un documental sobre el centro, por la veracidad que se nos cuentan los hechos, su cotidianidad, poblaba de cantos espirituales y oraciones, y la fraternidad que hacen gala sus internos, así como el retrato de sus personajes, nos lleva a pensar en esa atmósfera que reina en el cine de Ulrich Seidl, en su retrato de esos espacios de fe y redención donde más que redimir abundan las taras de una forma casi castrense y sectaria.

Kahn nos lleva de la mano por el camino redentor o no que experimenta su joven protagonista, en unos momentos nos agarra con fuerza y en otras, nos deja libres, filmando al sorprendente y brillante Anthony Bajon (que ya había trabajado con autores de renombre como Techiné o Doillon) componiendo un chaval de gran personalidad, con muchas capas y formas de expresarse y relacionarse. A su lado, Damiene Chapelle dando vida a Pierre, casi un guía redentor de Thomas y su fiel compañero, el siempre convincente y sobrio Alex Brendemühl como Marco, Louise Grinberg dando vida a Sybille, esa luz que guía a Thomas, y finalmente, la veterana Hannah Schygulla, como la Hermana Myriam, fundadora del centro, en uno de esas intervenciones que se recuerdan. Kahn ha construido una película sobre el amor, la fe, la amistad y la fuerza interior de cada uno, de esas cosas que tenemos en nuestro mundo interior, que en ocasiones, quizás muchas, nos negamos a ver, nos auto engañamos para creernos lo que no es, para seguir caminando aunque sepamos que no es nuestro camino. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Carlos Vermut

Entrevista a Carlos Vermut, director de la película “Quién te cantará”. El encuentro tuvo lugar el martes 23 de octubre de 2018 en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Carlos Vermut, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Nadia López y Ainhoa Pernaute de Caramel Films, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Entrevista a Eva Llorach

Entrevista a Eva Llorach, actriz de “Quién te cantará”, de Carlos Vermut. El encuentro tuvo lugar el martes 23 de octubre de 2018 en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Eva Llorach, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Nadia López y Ainhoa Pernaute de Caramel Films, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Entrevista a Carme Elías

Entrevista a Carme Elías, actriz de “Quién te cantará”, de Carlos Vermut. El encuentro tuvo lugar el martes 23 de octubre de 2018 en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Carme Elías, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Nadia López y Ainhoa Pernaute de Caramel Films, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Quién te cantará, de Carlos Vermut

LA PIEL DEL OTRO.

“Somos nuestra memoria, somos ese museo quimérico de formas cambiantes, ese montón de espejos rotos.”

Jorge Luis Borges

Hay una especie de aroma que impregna el cine de Carlos Vermut (Madrid, 1980) invisible a nuestros ojos y difícil de describir y mucho menos de desvelar, que nos atrapa de manera hipnótica, sumergiéndonos en ese universo de formas y texturas invisibles, de gestos y miradas de otra dimensión, como si pudiéramos reconocernos en algunos elementos, aunque en otras ocasiones, asistimos a una serie de acontecimientos que nos revelan más de nosotros mismos de lo que quisiéramos. Un cine construido desde el alma, desde las entrañas de un creador fascinante y revelador, que consigue transmitirnos el miedo y el dolor de unos personajes heridos y a la deriva, criaturas que siempre están buscando algo o alguien, y en muchos casos, esa búsqueda, física y emocional, arrastrando un pasado doloroso, que les lleva a sumergirse en mundos oscuros, dolorosos y sobre todo, terroríficos, donde las más bajas pasiones del alma se apoderarán de esos entornos y espacios vacíos y carentes de alma. Ya demostró sus buenas dotes de narrador visual con la fantástica y enigmática Diamond Flash (2011) una cinta filmada con escasos medios, pero ataviada de una factura y narrativa visual de extraordinario poderío, en la que nos retrataba a cinco mujeres perdidas y rotas que andaban tras de algo, un conflicto que las relacionaría con un complejo personaje que recibía el nombre del título de la película. Tres años después, y con una producción profesional, nos regalaba Magical Girl, que se alzó con la Concha de Oro de San Sebastián, un gran premio que venía a corroborar el estilo y la profundidad del cine de Vermut, en una historia que nos sumergía a los infiernos particulares de tres personajes que se cruzaban en un oscuro y penetrante cuento de dolor y miedos.

Ahora, cuatro más tarde, conoceremos los destinos de cuatro mujeres en Quién te cantará, cuatro almas heridas, cuatro criaturas que parecen existir en esos mundos complejos y oscuros de los que tanto le gusta acercarse al director madrileño. La cinta dividida en tres partes, arranca con Lila Cassen, una cantante que no canta, lleva diez años sin hacerlo, que se recupera de un accidente, alguien que ha olvidado quién era, alguien que tiene que tiene que volver a recordar quién fue, alguien que ha olvidado sus canciones y sobre todo, su vida. Lila obligada por su manager y casi madre, Blanca, acepta prepararse para volver a cantar con la ayuda de Violeta, donde arranca la segunda parte de la cinta, donde conoceremos la existencia de Violeta, una frustrada cantante que tuvo que dejar de hacer su pasión siendo una adolescente ya que nació su hija Marta, una rebelde y amargada hija, que no entiende que su madre le tenga rencor por abandonar su vocación. Violeta se sacude su amargura vital trabajando las noches en un karaoke donde imita a Lila Cassen. En el tercer segmento, Vermut nos habla del encuentro de Lila y Violeta, donde una, Violeta, ayudará a Lila a volver a ser Lila, a cantar sus canciones y a imitar sus movimientos, envueltas en esa enorme casa con el rumor del mar presente, rodeadas del aroma del peso del pasado, los ausentes y las vidas no vividas.

La película se mueve entre las sombras, entre espíritus que vagan sin rumbo a la espera de saber quiénes son y seguir hacia algún lugar mejor, en una madeja de identidades y vidas pasadas, personajes que viven una existencia extraña, como si otros les hubieran robado el alma y viviera por ellos, que sintiera por ellos y fuera feliz por ellos, unas vidas sin paz, en continuo movimiento haciendo cosas por hacerlas, imbuidas en la desazón y la amargura, recordando un tiempo donde sí que fueron ellas, un tiempo imposible de olvidar, pero lejano en el tiempo, como si el recuerdo que les viene fuera de otro, como impostado, de una vida que recuerdan pero no pueden detallarla. Vermut es un director de atmósferas y espacios, sabe sumergirnos con suavidad en sus universos sin tiempo, en esos enredos argumentales de manera sencilla, en el que se toma su tiempo para construir el conflicto, moviendo a sus personajes en una especie de laberinto emocional y físico hasta llegar a esa catarsis donde todos ellos encontrarán alguna cosa, algo diferente pero no aquello que esperaban o creían encontrarse.

El cineasta madrileño disecciona nuestras emociones como si fuera un cirujano preciso, a través de esas imágenes que siempre encierran un enigma, con esa luz cegadora y anímica (grandioso el trabajo de Edu Grau, que ya había firmado a autores tan diversos como Albert Serra, Rodrigo Cortés o Tom Ford) una luz que recuerda el aroma del cine de Antonioni, donde realidad y sueño o pesadilla se fundían en unos personajes que acaban perdidos en su propia identidad, o la excelente música de Alberto Iglesias, en la que nos embulle hacia ese mundo oscuro y cegador en la que pivota toda la trama de la película, creando ese universo cotidiano pero lleno de fantasmas, de sombras que nos envuelven a la luz del sol. Vermut coloca con maestría a sus personajes en el cuadro, solitarios y a la expectativa, como criaturas a la espera de algo, de alguien, pero atormentadas psicológicamente, sin ningún atisbo de mejoría, sólo esperando a que las circunstancias, aunque en la mayoría de los casos, saben que continuarán así, como siempre, en ese eterna espera, amarga y sin futuro.

Unas secuencias que van de un género a otro, con el cambio de encuadre, en el los géneros se mezclan y fusionan, con una simplicidad maravillosa, con unos diálogos escuetos, brillantes y laberínticos que sacuden nuestra alma y convierten a sus personajes en enigmas a descifrar, donde cada palabra que sale de sus bocas parece destinada a provocarnos más rompecabezas en nosotros mismos. Unos personajes que se mueven como almas sin descanso por unos espacios amplios y llenos de luz, pero que no parecen acogerlos, como si nos lo reconociesen, como si fueran de otro. Los referentes en Vermut son amplios y diversos, empezando por clásicos del estilo de Eva al desnudoa través del espejo, con personajes con identidades falsas reflejados en espejos deformantes, pasando por el cine psicológico de los sesenta, con esos personajes propios de Bergman o Antonioni, perdidos y alejados de la realidad y de su propia realidad, que desconocen de cual se trata, que buscan sin saber que buscan, y viven sin saber qué hacer, incluso el cine de Jess Franco, con esas texturas y colores, y esas mujeres heridas y amnésicas perdidas en la inmensidad, o el cancionero popular español, donde caben lo más clásico, lo moderno, y lo kitsch, pasando por los personajes femeninos atormentados e inadaptados de Sirk, Fassbinder o Almodóvar, en la que es tan importante lo que hacen cómo lo que no, en una profunda disección de esos mundos interiores, almas rotas que buscan amar y qué las amen, aunque sea por última vez.

Otro de sus elementos destacados son sus intérpretes, con una fantástica amnésica y perdida Najwa Nimri (que además compone muchas de las canciones que se escuchan) bien acompañada por la magnífica revelación de Eva Llorach, en las tres películas de Vermut, con un personaje llamado Violeta, como el que hacía en Diamond Flash, que buscaba a su hija desaparecida, aquí, otra madre con problemas con su hija, pero en otro contexto, un alma amargada por aquel tren de la música que dejó pasar, aunque ahora la vida le da otra oportunidad, bien secundadas por una elegante y maravillosa Carme Elías, con el papel de Blanca, como la madrastra del cuento, un ser que necesita las canciones de Lila para mantener su status de vida, y finalmente, Natalia de Molina como Marta, esa hija adolescente no querida de Violeta en esa edad difícil y compleja. Vermut ha logrado una película magnífica, envolvente y brutal, manejando espacios que podríamos relacionar con el drama, el thriller o lo romántico, que agarra al espectador durante sus más de dos horas de metraje, para llevarlo de su mano por ese mundo fascinante y atroz, por esos universos cálidos y terroríficos, por esas vidas rotas y ajadas que siguen respirando sin vivir, que miran sin mirar, y sienten por sentir sin saber qué sienten.