Las cartas de amor no existen, de Jérôme Bonnell

¿QUE FUE DE NUESTRO AMOR?

“¿Acaso podemos cerrar el corazón contra un afecto sentido profundamente? ¿Debemos cerrarlo? ¿Debe hacerlo ella?

James Joyce

Jonas es un tipo de cuarenta y tantos tacos, con encanto pero torpe, como cantaba Sabina, alguien que se encuentra en Stand by, no por decisión propia, sino porque su vidas y los hechos que la rodean parecen ir contra él, o simplemente, las cosas van sucediendo y Jonas va llegando tarde a todo, porque no quiere darse cuenta que las cosas se terminan, o hay gente con la que hay que terminar por nuestro propio bienestar. A Jonas le costó despedirse de la madre de su hijo, una mujer que ya no quería, también de su socio, un aprovechado que le ha metido en un gran lío, y además, le cuesta horrores decir adiós a Léa, su última novia. Jonas ahí anda, a la deriva por su miedo a cerrar, a decir adiós, y sobre todo, el miedo a la incertidumbre que se apodera de uno cuando cierra algo o a alguien y empieza de cero. Donde muchos ven una forma de empezar de nuevo, Jonas lo ve como una decisión que no quiere o no puede tomar, aunque la situación actual lo lleve a la mierda. Y en esas anda.

La historia arranca después de una noche de borrachera, Jonas se levanta más perdido que nunca y no decide otra cosa que visitar a Léa de buena mañana, y hacer lo imposible para recuperarla, una vez más. La cosa no va como espera y se refugia en el café de enfrente de su casa, como si se tratase de un naufrago en una isla desierta, esperando a Léa decide escribirle una carta, una carta para contarlo todo lo que siente por ella, y esta se decida a rescatarlo, porque él no se atreve o simplemente no se lo ha planteado, quizás ha llegado de coger la riendas de su vida y enfrentarse a ese tipo que tanto miedo le da y no es otro que él mismo. Las cartas de amor no existen (del original “Chère Léa”), es el séptimo largometraje de Jérôme Bonnell (París, Francia, 1977), y vuelve a colocarse en el tono que más le gusta al director francés, entre la comedia dramática y el romance, porque estamos ante una comedia romántica, con ese aroma que tenían las del Hollywood clásico, sin olvidarnos de Becker y Truffaut, donde el amor y su perdición es el trasunto real de la trama, una estructura que se desmarca acomodándose en el suspense hitchcockiano, con el inquietante macguffin, que no es otro que la citada carta, ya que su contenido nunca nos será revelado.

La acción, más propia del thriller psicológico que de la comedia al uso, juego mucho con los inequívocos y las subtramas que solo hacen más difícil la no aventura y no decisión del protagonista, jugando mucho con la información, porque se nos da poca información del pasado del protagonista y las personas que lo pululan, en una especie de radiografía emocional que sin querer se practica el propio Jonas que, al igual que le ocurría al dickensiano Ebenezer Scrooge, sus fantasmas del pasado comenzarán a revolotearle el alma, donde el café será el centro neurálgico de su catarsis personal, y saldrá a unas visitas como la de su ex en la cafetería de una estación, que recuerda a una de sus películas El tiempo de los amantes, de dos desconocidos que se conocían en un tren, y la peculiar relación con el dueño del café, el amante de Léa, su socio con el que se comunica vía móvil, al igual que su hijo, y algún que otro cliente y los habituales del barrio. Las cartas de amor no existen habla de amor, o quizás podríamos decir, de todo ese amor que creemos sentir, de las historias que hay que dejar, decir adiós, y del tiempo.

El tiempo real de la película acotada a un solo día, a una única jornada, veinticuatro horas donde casualmente Jonas hará balance de los hechos vitales hasta ahora, y en un lugar ajeno al suyo, en cierta manera, Jonas está en una especie de laberinto emocional en el que él mismo ha puesto sus obstáculos para no salir. La estupenda cinematografía de Pascal Lagriffoul, responsable de toda la filmografía de Bonnell, le da ese toque cercano y naturalista sin caer en ningún instante en el embellecimiento ni la condescendencia, la excelente música de David Sztanke va detallando todos los estados emocionales de Jonas en una especie de montaña rusa de nunca acabar, y el ágil y formidable montaje de Julie Dupré, que ya trabajó con el director parisino en À trois on y va y en la citada El tiempo de los amantes – amén de aquella maravilla que era Dos otoños, tres inviernos (2013), de Sébastien Betbeder – que rompe con habilidad ese único escenario donde se desarrolla casi toda la trama.

El maravilloso reparto de la película encabezado por Grégory Montel, un magnífico y desconocido para el público de por aquí, pero muy popular en Francia por su éxito televisivo por Call My Agent!, una serie que ha dado la vuelta al mundo. El actor se mete en la piel de Jonas, y nunca mejor dicho, porque la cámara se posa en él y dentro de él, dando vida a un tipo que tiene muchos frentes abiertos por miedo o por no atreverse: un trabajo que odio, porque en realidad le encantaría escribir, y mira tú, ha empezado por una carta, una carta que no puede parar de escribir, con relaciones pasadas que cree todavía estar ahí, con relaciones actuales, más de lo mismo, y enganchado a todo y nada, a un pasado que lo machaca y a un presente, de bólido, que repite patrones anteriores, un caso, en fin, quizás ese día, ese día tan loco, surrealista y extraño, le abra los ojos, depende de él. Le acompañan la siempre fascinante y natural Anaïs Demoustier como Léa, el eficaz Grégory Gadebois como dueño del café, Léa Drucker como al ex esposa, y finalmente, una sorprendente Nadège Beausson-Diagne, una cliente particular del café. Bonnell ha construido una película de verdad, auténtica, que no solo retrata a un tipo-náufrago de sí mismo, sino de su propia vida, y ya no digamos del amor, y lo hace desde dentro a fuera y al revés, contándonos ese París, ese otro París, el muy alejado de su estereotipo de ciudad del amor y mandangas por el estilo, aquí vemos su día a día, su cotidianidad, sus gentes y el amor, ¡Ayyy…! El amor,,,, Que seríamos sin él y con él. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dear Werner (Walking on Cinema), de Pablo Maqueda

LA SOLEDAD DEL CINEASTA EN CAMINO.

“Camina por los bosques. Camina por la niebla. Camina por tus sueños. Camina hasta alcanzar la cima de cada una de las grandiosas montañas en tu camino”

Werner Herzog

En el invierno de 1974, Werner Herzog (Múnich, República Federal Alemania, 1944), con motivo de la grave enfermedad que padecía Lotte Eisner (1896-1983), crítica, historia y escritora cinematográfica, y mentora del cineasta alemán. Herzog emprendió una marcha a pie, recorriendo en 23 días los 775 kilómetros que separan Múnich de París.  Una travesía que el director teutón recogió en el diario De caminar sobre hielo, en el que leemos reflexiones y pensamientos sobre la creación, la soledad del cineasta, el tiempo y la historia de los lugares que visitó y muchas ideas acerca de la vida, del caminar, y sobre todo, de la frustración y el miedo ante el rechazo y la decepción. Cuarenta y cinco años más tarde, y dominado por el deseo de librar una carta de amor a su guía cinematográfico, el cineasta Pablo Maqueda (Madrid, 1985), sigue los pasos y huellas de Werzog, como hizo el director alemán, con la película Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin (2019), donde volvía a los lugares e ideas del amigo fallecido.

El director madrileño invoca la vida y obra de Herzog, y recorre su mismo viaje-aventura, acercándose a la figura del cineasta y removido por una necesidad de rendir homenaje al maestro, aquel que provocó sus pasos en el cine. Dear Werner (Walking on Cinema), es un documento-carta-diario que tiene mucho del espíritu del clásico programa de la televisión francesa “Cinéastes de notre temps”, ideado en 1964 por Janine Bazin y André S. Labarthe, en el que jóvenes aspirantes al cine homenajearon a los grandes cineastas, o aquellas cartas filmadas bajo el título de “Correspondencias”, en la que también los más jóvenes rendían sinceros homenajes a sus maestros o mentores. Maqueda, que lleva muchos años produciendo a gentes como Chema García Ibarra o Marçal Forés, entre muchos otros, y dirigiendo películas para multiplataformas, empujado por el espíritu de Herzog, como una espacie de invocación al maestro, plasma en este viaje-ensayo todas sus reflexiones sobre el cine, la dificultad de encontrar financiación, la soledad del cineasta, y demás asuntos derivados de la existencia, los paisajes, las historias que encierran, y demás cuestiones, impregnándose del legado y la sabiduría de Herzog, al que escuchamos en algunos instantes de la película, y leemos en sus extractos del citado libro.

Una narración dividida por capítulos, filmada con cámara en mano, casi en plano subjetivo, en que el tiempo y la historia se van mezclando, donde recorremos los pasos y huellas de Herzog, de la mano y a través de los pasos de Maqueda, mirando y caminando por esos lugares, paisajes y pueblos, recorriendo su historia, como el pueblo natal de Juana de Arco, los fallecidos de la Primera Guerra Mundial, algunos personajes que recuerdan a la vida de Herzog, y filmando con ese espíritu aventurero, viajero, místico, poético y existencialista, tan del cineasta alemán, con sus instantes naturalistas o abstractos, homenajeando sus películas más bellas, aterradoras y psicóticas como Aguirre, la cólera de Dios, Fitzcarraldo, La cueva de los sueños olvidados, el gran éxtasis del escultor de madera Steiner, Encuentros en el fin del mundo, y otras de sus obras, impregnándose de la idea de creación del cine del alemán como una idea muy profunda, reveladora y muy personal de la representación artística, como una forma de autoconocimiento constante ante las frustraciones y decepciones de un oficio cruel y bonito, de un trabajo que requiere paciencia, seguridad, superación y sobre todo, no bajarse nunca del barco, seguir fuertes ante la adversidad, ante el no, ante los innumerables obstáculos, con esa idea interior del camino, con esa idea que recorre el universo de Herzog “El mundo se revela a quienes viajan a pie”.

Maqueda no solo ha hecho su particular y personal homenaje al cineasta que le empujó al cine, sino que además, ha conseguido una película honesta, sencilla y poética, y espectral, con esas brumas, neblinas y oscuridades, y la excelente partitura de José Venditii, que consigue evocarnos a esas atmósferas tan personales del genio alemán, muy fiel al espíritu de Herzog, que se revela como una aproximación muy profunda y realista a la soledad del cineasta, a todos esos momentos donde la búsqueda de financiación se convierte en una odisea cruel y maldita, aunque también, como todo en la vida, hay espacio para el goce y disfrute de la creación, donde todo está por hacer, donde la imaginación nos revela imágenes que todavía no han sido filmadas, cuando la vida y el cine se funden y convierten un espacio en algo fascinante, espiritual y místico, más allá del paisaje realista que estamos viendo, donde los sentidos viajan de forma que cine y vida conforman uno solo, una misma cosa, difícil de explicar y entender, que únicamente obedece a los sentidos, a todo aquello que está formado del material de los sueños, de ver más allá, de sentir más allá, de volar más allá, de que, a pesar de las dificultades y sinsabores, cuando nos atrapa ese misterio, ya no hay vuelta atrás, y no tenemos otro camino que seguir caminando. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA