Entrevista a Aaron Poon y Richard Vetere, intérpretes de la película «Third Week», de Jordi Torrent, en el marco de la Americana Film Festival, en el hall de los Cinemes Girona en Barcelona, el viernes 8 de marzo de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Aaron Poon y Richard Vetere, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a mi amigo Juan Ignacio, que hizo una gran labor de traducción, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La vida no es sino una continúa sucesión de oportunidades para sobrevivir”.
Gabriel García Márquez
La película se abre con un plano en Staten Island, en New York, al otro lado del río Hudson, donde se ven a lo lejos los rascacielos de Manhattan. Uno de esos lugares que los turistas no conocen, uno de esos lugares que, tiempo atrás, fue próspero, y ahora, se ha convertido en un espacio fantasmal, donde todavía resisten pequeños talleres como el que acoge a Alvin después de dos años de cárcel. Alvin quiere dejar atrás todo aquello, y volver a su vida, regresar al tipo que deseaba ir al Instituto de Arte para dibujar y frecuentar los lugares donde alguna vez estuvo bien. Alvin es un buen chico aunque tropezó y se dejó llevar con las personas que no debía haberse cruzado. Ahora, huye de ellos, quiere paz y tranquilidad en su nueva vida. Trabajar haciendo piezas, vivir junto a su abuela, aunque el pasado siempre se empeña en aparecer, en rendir cuentas, en estar presente y Alvin debe convivir con él, debe aceptarlo y sobre todo, seguir su camino cueste lo que cueste y vencer la estigmatización de algunos, aunque para ello deba enfrentarse a sus miedos e inseguridades.
La cuarta película de Jordi Torrent (Sant Hilari Sacalm, Girona, 1955), después de L’est de la brúixola (2001), La redempció dels peixos (2013), e Invisible Heroes: African-Americans in the Spanish Civil War (2015), amén de trabajar en películas de Raúl Ruiz y en Mi vida sin mí (2003), de Isabel Coixet, se enmarca en el contenido social, el lado humano, y el interés por mostrar a los invisibles, a aquellos que el cine comercial no hace caso, a aquellos como nosotros, a las personas que sufren las mercantilizaciones de una no sociedad empeñada en enriquecerse y ocultar la miseria que provoca. Un tipo como Alvin podría estar en las películas citadas y viceversa, porque como los anteriores personajes de Torrent es alguien que quiere una vida mejor, que trabaja para tener aquella oportunidad de volver a empezar, no es sino la vida eso, como menciona García Márquez en la cita que encabeza este texto. Un marco en el que la historia, escrita por él propio director, se sitúa entre la clase trabajadora, la gran olvidada de mucho cine actual, entre lo que ocurre en esos día en que no aparentemente no pasa nada y en realidad, está ocurriendo la vida con sus cosas, una mirada que se concentra entre los pliegues de la intimidad, de la cercanía, de mostrar lo invisible de la condición humana, todos esos pequeños y cotidianos ratos que van conformando nuestras existencias, todos esos momentos que están ahí y que lo son todo.
La estupenda y sobria cinematografía en blanco y negro tan bien elegida de James Callanan, que ha estado en los equipos de películas tan importantes como Mystic river, de Eastwood, o series como The Americans, con esa cercanía y limpieza visual, donde lo sucio y espectral del lugar deja paso a una especie de poética donde lo mundano se hace único, donde la miseria tanto física como moral funciona como espejo para descifrar el alma de los diferentes personajes, en especial, la de Alvin. La formidable música de Marc Durandeau se desmarca de la típica composición de acompañamiento para posicionarse en otra música, es decir, en una que vaya describiendo los continuos miedos del protagonista que no quiere volver al lado oscuro como antaño. Un conciso y pausado montaje de Ray Hubley, todo un veterano en la materia que ha estado en los equipos de películas como Kramer vs. Kramer, de Benton y directores como Brian de Palma, entre otros, donde la edición da ese ritmo sencillo y muy cercano que tanto necesita una película de estas características, alejándose de las estridencias y piruetas formales de ese cine muy vistoso pero muy vacío.
Un personaje como Alvin, muy del western y del New Wave American, que habla poco y va de aquí para allá con paso firme y tranquilo, debía tener un rostro y un cuerpo de alguien que está dejando atrás mucha oscuridad y desea una vida tan diferente en el mismo lugar, un tipo como Aaron Poon, con una gran interpretación donde transmite toda esa desazón que arrastra, todos sus miedos en una mirada, en un gesto, en un silencio. Todo un gran acierto porque el bueno de Poon es el Alvin perfecto y mucho más, es la película y todo lo que no vemos. Le acompañan toda una retahíla de intérpretes que están en el mismo tono, el de transmitir un microcosmos donde aparecen reflejados toda la multiculturalidad y racialidad existente en un país como Estados Unidos. Encontramos a Lucinda Carr como la Grandma, un faro para Alvin, Richard Vetere es el jefe que le da la oportunidad del trabajo, y al otro lado, Ron Barba, el encargado con malas pulgas, Edu Díaz y Chang Liu son compañeros de trabajo, tan diferentes y tan ellos, Lashonda Corder y Taquan Percy Brown son otros aliados en la causa de Alvin, y Aiysha Flowers es una mujer del pasado que está presente e inquieta al protagonista.
Una película como Third Week, de Jordi Torrent tiene el aroma del no western, el que hablaba de cosas de verdad y con verdad, o de ese cine independiente estadounidense que siempre se ha detenido en visibilizar a los invisibles, fijándose en todo ese cine neorrealista que marcó la mirada de lo social en el cine. No dejen pasar una película así, porque eso hará que podamos ver más relatos sobre el trabajo y los trabajadores, y que sean con esta mirada tan profunda, nada manierista y fingida, sino como lo hace la historia de Torrent, con intimidad, abriendo las puertas y mirando la cotidianidad, eso que vivimos cada día, lo que forma parte de nuestra vida y que refleje nuestros miedos e inseguridades. No podemos olvidar a Toni Espinosa de Toned Media que, a parte del gran trabajo que hace con la exhibición con los Cinemes Girona, también trabaja en el otro lado, el de la distribución y producción, que ya estuvo en la mencionada La redempció dels peixos, y The Golden Boat, y en Mia y Moi, y La última noche de Sandra M., entre otras. Háganme caso, o mejor, háganse caso y acudan a conocer Thrid Week porque descubrirán a Alvin y las vidas que empiezan de nuevo una y otra vez, y también, Staten Island que ni les sonará y eso que anda por New York, la ciudad tan famosa y visitada, aunque siempre se queda atrás esa parte al otro lado del río. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La historia de la mujer tiene que ver más con lo que se calló que con lo que se dijo”.
Irene Muñoz
Érase el verano de 1958, en un valle remoto de las montañas libanesas, una familia muy cristiana y conservadora ha huido de la vorágine revolucionaria de Beirut para refugiarse en la paz y el remanso del pueblo. Layla es la hermana mayor de tres hermanas, casada y madre de un hijo. Su vida es anodina, demasiado cotidiana y anodina, sin más, vive en una falsa libertad e independencia, atrapada en un matrimonio impuesto que soporta con tristeza y desesperanza. Su existencia gira alrededor de un padre y un marido que deciden su destino y sus quehaceres diarios. Todo esa calma aburrida y violenta se ve amenazada con la llegada de unos veraneantes franceses. Hélène, una madre demasiado protectora, y Charles, un joven doctor que despertará en Layla un deseo oculto y reprimido, y quizás, una forma de evadirse de tan triste realidad, porque ese verano donde el joven país está envuelto en encontrar el equilibrio entre la mayoría musulmana y la minoría cristiana, también, hubo otra revolución,la de las mujeres como Layla, más íntima y personal, que quieren vivir su vida a pesar del tremendo machismo y patriarcado en el que les ha tocado vivir.
Su director, Carlos Chahine (Líbano, 1958), al que conocíamos por su trabajo como actor bajo las órdenes de su compatriota Ziad Doueiri en películas tan interesantes como El insulto (2017), hace su puesta de largo mirando al pasado de su país, una tierra de la que se exilió en 1975, y volvió hace en 2018 para dirigir una trilogía sobre la familia a partir de tres cortometrajes. La familia, el pasado de su tierra y las mujeres vuelven a ser las raíces en las que se apoya la trama de El valle de la esperanza, escrita en colaboración con Tristan Benoit, donde todo está contado con pausa, con detalle y extrema sensibilidad, sin caer en lo sensiblero ni el dramatismo efectista, aquí todo se desarrolla bajo la mirada de su protagonista Laya, sin monopolizar la historia, dejando espacio a los demás conflictos que giran en torno a ella, y sus dos hermanas, también encerradas en ese palacio de cristal vacío, como le ocurría a Madame Bovary, de Flaubert, que es la novela que una de las hermanas está leyendo. Tiene el mismo aroma que películas como Mustang (2015), de Deniz Gamze Ergüven, y Papicha (2019), de Mounia Meddour, donde vemos a mujeres jóvenes encerradas en familias patriarcales y los ecos de una revolución interna.
Estamos ante una película que nos desborda con muy poco, dejando que todo se cuente a fuego lento, desde el interior de su principal protagonista, sin prisas y sin exquisiteces que no vengan al caso. Un melodrama sobrio y tranquilo, muy bien filmado y exquisito, como los podían hacer Max Ophüls y Douglas Sir, en que lo íntimo y lo más personal convive y se desenvuelve en una sociedad muy agitada y en proceso de disputa, en que las mujeres reciben por todas partes, porque la revolución nunca va a mejorar su situación vital del país, unos ideales machistas que se preocupan por la libertad del país, y no de las que tienen en casa aprisionadas. La luz brillante y dolorosa de la película, que firma el cinematógrafo Thomas Bataille, ayuda a hacernos partícipes a los espectadores, removiéndonos a partir de los contrastes que se respiran a lo largo del argumento, así como el rítmico y ajustado montaje de Gladys Joujou, de la que hemos visto sus trabajos para Alejandro Magno, de Oliver Stone, Alma mater, de Philippe van Leeuw, entre otros, en un específico trabajo en una película de sólo 83 minutos de metraje, y finalmente, la excelente música de Antonin Tardy, que ayuda a revelarnos aquello que las mujeres sienten y callan por imposición.
Una película que se sostiene a partir de lo que no se dice, de todo lo que callan las distintas mujeres que pululan por su trama, necesitaba un buen plantel de intérpretes que transmitan todo ese silencio impuesto y doloroso, y lo consigue con composiciones de verdad, de esas que se te agarran al alma, porque lo cuentan todo sin apenas palabras, a través de miradas, gestos, y demás. Tenemos a la magnífica Marilyne Naaman, que consigue conmovernos con lo mínimo todo el abanico de complejidad y silencio en el que vive su desdichada Layla, en una mezcla de belleza marchita por su interior, tan desolado como ansioso de romper esa cárcel donde la han obligado a no respirar. Nos encontramos con la gran Nathalie Baye, poco hay que decir de una de las últimas grandes damas de la cinematografía francesa con más de medio siglo de carrera, aquí haciendo de una madre demasiado encima de su hijo pero con ternura, Antoine Merheb Har es el hijo, un doctor llamado Charles, el hombre que despierta el deseo y la pasión a Layla, el forastero que rompe la cotidianidad enfangada en la que vive. Y luego, una retahíla de buenos intérpretes como Pierre Rochefort, Talal Jurdi, Ahmad Kaabour, Christine Choueiri, Joy Hallak y Rubis Ramadan, entre otros y otras, que consiguen esa profundidad tan importante para una película de estas características.
Sólo me queda celebrar una cinta como El valle de la esperanza, y a su director Carlos Chahine, y que en futuro no muy lejano, podamos seguir viendo su cine, porque es un cine que nos habla a nosotros, que nos relata esa intimidad de cuando las puertas de las casas se cierran, de todo eso que se nos oculta, que desconocemos, de todas los pequeños dramas y tristezas como las de una mujer como Layla y sus hermanas, y tantas mujeres que han sufrido y sufren el patriarcado de aquellos que luchan por la libertad y olvidan empezar por su entorno más próximo. Deseo que la película encuentre su público, una audiencia que se emocionará con el relato que nos cuenta, y la sensibilidad y ternura que destila en cada plano, en cada encuadre, su forma de acercarse a una historia compleja sin caer en la estridencia ni el dramatismo exagerado, sino todo lo contrario, con detalle, con sutileza y conmoviendo al espectador, que la disfrutará por su narrativa y la sufrirá por su argumento, porque nos habla de tantos silencios vividos a lo largo de la historia de la humanidad, y que alguna vez, algunos se rompen y ya no hay vuelta atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Alberto Rodríguez, director de la película «Modelo 77», en el marco del ciclo «El gran viaje de la gran pantalla», en La Model Espai Memorial en Barcelona, el jueves 1 de junio de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alberto Rodríguez, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Alexandra Hernández y María Gil de comunicación de la Academia de Cine. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“En este país no ha cambiado nada, siguen mandando los hijos de los dueños”
Si hay un cineasta capital en el cine español de la transición, que se centraba en el cine más incómodo y más arriesgado, ese no es otro que Eloy de la Iglesia (1944-2006), que con películas como Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983) y su secuela de 1984, se acercó de forma transparente, con rigor y de verdad al fenómeno quinqui que asolaba el país, mostrando la cara más cruda de la sociedad española, en películas protagonizadas por delincuentes, en un tiempo de cambios políticos, sociales y culturales del país, De la Iglesia miró hacia los arrabales, hacia los más desfavorecidos y sobre todo, mostrando la rutina de los heroinómanos, y la cárcel y sus injusticias, con toda crudeza y realidad. El séptimo largometraje en solitario de Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971), el sexto que escribe junto a Rafael Cobos, también se detiene en la rutina de la cárcel, llevándonos al período donde el cine De la Iglesia mostraba las miserias del país, y más concretamente al período que abarca de febrero de 1976 hasta octubre de 1978, casi tres años de vida carcelaria de un joven llamado Manuel, acusado de desfalco que entra en la Modelo, la mítica cárcel de Barcelona.
Casi toda la película la veremos a través de la mirada de Manuel, un lugar nuevo para él, un lugar anclado en el pasado a pesar de la transformación que estaba viviendo el país. El director sevillano opta por un estilo marcadamente minimalista, muy austero, y de verdad, sin artificios ni nada que se le parezca, heredando la forma de míticas películas como Un condenado ha muerto se ha escapado (1956), de Robert Bresson, La evasión (1960), de Jacques Becker y El hombre de Alcatraz (1962), de John Frankenheimer, entre otras, donde cada mirada cuenta, cada detalles resulta esencial, y sobre todo, en un espacio muy acotado, donde la celda se convierte en el único universo. No es la primera vez que Rodríguez y Cobos nos hablan del período del tardofranquismo, ya lo hicieron en la estupenda La isla mínima (2014), donde nuevamente construían su narración a través de dos figuras, el veterano y el joven, un método recurrente en la filmografía de los andaluces, y otra vez, uno de los personajes, el más experimentado no es otro que Javier Gutiérrez, basado en una figura real.
La estructura obedece a modo de diario, en que los casi tres años que aborda la trama, nos van testimoniando la lucha de los presos por mejorar su situación personal, atrapados en condenas injustas, con la famosa ley de “vagos y maleantes”, donde entraban desde homosexuales, robos leves, borrachos, gandules y demás ciudadanos que el estado represor y fascista consideraba que debían estar mejor en la cárcel. Vemos la salida de los presos políticos, pero los comunes quedaban ahí dentro, con su reivindicación a partir de motines, cortes de venas y demás trifulcas para protestar por su situación y su mejoría, a través de Copel, una asociación que velaba por sus derechos. Modelo 77 no solo se queda en un diario de las protestas de los presos comunes, sino que va más allá, creando todo un entramado sencillo e íntimo de las normas represivas de la cárcel, que las muestra con crudeza y sin edulcorantes, y también, de las relaciones íntimas y demás que se van produciendo en la prisión, desde la homosexualidad latente, los primeros heroinómanos, los chivatos, las asambleas clandestinas y los continuos tejemanejes de unos y otros por el control de la cárcel o sus “zonas”.
Si la narración resulta verosímil y atractiva, la forma no se queda atrás, porque Rodríguez, muy sabiamente, se hace acompañar por algunos técnicos desde sus principios, como el cinematógrafo Álex Catalán, que está con él desde Bancos, el cortometraje hace veintidós años que rodó junto a Santi Amodeo, que consigue una luz apagada, muy de rostros y miradas, que contribuye a toda esa trama a partir de pequeños gestos y momentos cotidianos de los presos, la gran aportación en el montaje de José M. G. Moyano, que ha trabajado en todas las películas del cineasta sevillano, construyendo una interesantísima narración de personajes y magnética atmósfera para condensar con peripecia los ciento veinticinco minutos del metraje, que pasan con inquietud, intensidad y pausa. El excelente trabajo de Julio de la Rosa con esa música, que opta por alejar los temas populares del momento, para adentrarse en esa línea más intima y personal. Destacar el gran trabajo de Eva Leira y Yolanda Serrano en el apartado de casting, porque la película emana naturalidad y verdad en cada personaje por breve que resulte, y no podemos olvidar otro cómplice esencial en la filmografía del andaluz que no es otro que el productor José Antonio Félez, que ya estaba en El factor Pilgrim (2000), que codirigió junto a Santi Amodeo.
La película se basa en hechos reales pero se ha tomado las licencias habituales para crear su relato de los hechos acontecidos, con un reparto muy interesante, lleno de verdad, que es muy natural y sobre todo, es complejo y muy cercano, empezando por un maravilloso Miguel Hernán en la piel de Manuel, el recién llegado que no se amilanará por las durísimas condiciones de maltrato y vejación de los funcionarios y el sistema medievo carcelario, y protestará, luchará y se enfrentará a las continuas injusticias, además peleará junto a sus compañeros hasta el fin. Junto a él, un formidable Javier Gutiérrez como Pino, qué decir de un intérprete que sin hablar ya lo dice todo, con su “celda” convertida en una especie de oasis para soportar tantos años de condena, con esos libros de ciencia-ficción, sus latitas de conservas y esa pausa que parece tener constantemente. Y luego, están los otros, en un reparto muy coral, con un gran Jesús Carroza como el Negro, que ha estado en unas cuantas de Rodríguez, siempre natural y magnífico, con ese momento impagable de la presentación de Pino, y Xavi Sáez, un actor cabecilla de Copel, homosexual y heroinómano, que luchará codo con codo con sus camaradas de cárcel.
Tenemos breves apariciones pero llenas de encanto y furia, como la de un Fernando Tejero sublime, muy alejado de la comicidad que le caracteriza, en un personaje de mal agüero como El Marbella, un tipo de armas tomar que controla la parte más conflictiva del penal, y la joven Catalina Sopelana dando vida a Lucía, la chica que visita a Manuel, en una historia que ayuda a relajar el ambiente opresivo y difícil de la cárcel, además de la retahíla de otros intérpretes que ayudan a formar toda esa jungla de desgraciados, analfabetos, pobres y miserables que poblaban las cárceles españolas franquistas. Rodríguez vuelve a ponerse el mono de cronista del país, y sobre todo, del tardofranquismo, donde se abría un mundo de esperanza e ilusiones para muchos, pero también, una etapa que arrastraba la violencia estatal de un estado demasiado anclado en el pasado y todavía resistente a la dictadura. Con Modelo 77 se afianza en un director con aplomo, que se mueve en un narración y argumento contenido, que escapa de lo gratuito y las modas, para crear un relato de buena armadura y sólido, donde demuestra su buen hacer por las atmósferas sencillas e hipnóticas, y un grandísimo trabajo de elección de intérpretes lleno de grandes trabajos, composiciones hacia adentro, de las que se recuerdan y de verdad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Arantza Santesteban, directora de la película «918 Gau», en el marco de L’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona, en el Teatre CCCB en Barcelona, el viernes 19 de noviembre de 2021.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Arantza Santesteban, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Sandra Carnota de Begin Again Films, y al equipo de comunicación de L’Alternativa, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El 4 de octubre de 2007 fue el día que nos detuvieron. Estábamos reunidos en Segura. Y los que estábamos en la reunión pertenecíamos a un partido ilegalizado, un partido de izquierdas independentista que un juzgado español había declarado ilegal. En aquella época había conversaciones entre ETA y algunos partidos políticos. También con el Gobierno español. (…) Mientras estábamos en la reunión la Policía Nacional tomó el pueblo y aprovechó para cerrar todos los accesos por carretera. Todos los que estábamos allí sabíamos que nos detendrían tarde o temprano porque llevábamos meses bajo seguimiento policial…”
Hemos visto muchos retratos en primera persona de lo que supone la gestión física y emocional de lo que significa la detención, encarcelamiento y posterior libertad de una persona. La cineasta Arantza Santesteban (Pamplona, 1979), con formación en Historia y documental, es una inquietante investigadora que ya había dirigido piezas profundizando sobre el conflicto vasco desde una perspectiva femenina y sobre la representación cinematográfica.
La directora no solo retrata y describe minuciosamente detalles de su detención, su posterior encarcelamiento y después de 918 Gau, las 918 noches que estuvo en la cárcel, su puesta en libertad, pero lo hace desde una intimidad que resulta escalofriante, porque no hace un recorrido natural, sino que se detiene en pequeños y leves detalles, en todo lo que hace inhumano su experiencia. Santesteban lo hace desde su puesta en libertad, coge una grabadora en mano y nos lo relata, como esa asombrosa apertura desde un automóvil en movimiento y la música que penetra en nuestros sentidos, y corte a la directora sentada dentro del vehículo y empieza a testimoniar su experiencia. La cineasta navarresa nos propone un viaje hacia su intimidad y lo hace desde su interior, muy fragmentado, como decía Gabriel García Márquez que uno recordaba sus cosas, a fragmentos y sin ningún orden cronológico, en el que somos testigos de ese montón de fotografías que le envían sus amigos desde fuera, o esas otras con los y las de adentro, o las peculiaridades de unas y otras, y esos detalles de las locuras de una presa, y demás situaciones dentro de la cárcel, o aquellos primeros momentos de la detención, su comparecencia ante el juez Garzón, y luego, cuando salió, su recibimiento y su estigma por haber estado dentro.
Todo un cúmulo de sensaciones, emociones contradictorias, experiencias sexuales y de otro ámbito, mezcladas, fusionadas y a trozos, como se recuerdan las experiencias traumáticas de una vida o un tiempo de vida. 918 Gau tiene una duración corta, apenas sesenta y cinco minutos, pero sumamente cuidados y con una factura técnica magníficas, con un equipo enteramente femenino, arrancando por el tándem de productoras, Marian Fernández Pascal de Txintxua films, una productora vasca que tiene en su haber directores tan potentes como Asier Altuna, Telmo Esnal y Koldo Almandoz, y Marina Lameiro de Hiruki Filmak, excelente directora con títulos como Young & Beautiful (2018) y Dardara (2021) y el cortometraje Paraíso, del mismo año, codirigido con Maddi Barber, cinematógrafa de Gau 918, y cineasta que, consigue dotar de oscuridad y luz a todos esos momentos de intimidad que propone la película, así como el exquisito y rítmico montaje de Mariona Solé, que tiene experiencia en la edición en los equipos de las películas de Carlos Marqués Marcet y el impecable trabajo sonoro de Alazne Ameztoy, que ha trabajado en los equipos de películas tan interesantes como Amama, Mudar la piel y Maixabel.
Santesteban nos atrapa desde la sencillez y la cercanía de su película, sin artificios ni nada que se le parezca, alejándose de toda empatía y sentimentalismo con el espectador, porque no construye su película desde esa posición, sino desde otra más difícil y a la vez más interesante, porque lo hace desde la experiencia profunda e íntima de una experiencia traumática, generando así un diálogo mucho más íntimo y conmovedor con el espectador, porque lo implica de forma inmersiva y nos sumerge en un infinito puzle de emociones, pensamientos, reflexiones, y sobre todo, muy corpóreos y sensoriales, todo un viaje como dejan evidentes sus primeras imágenes y esas últimas que nos despiden. Un viaje hacia lo más profundo del alma, hacia todos aquellos lugares donde no sirven las palabras, donde hay que hablar desde otros lugares, otros estados, desde el alma, desde lo más oscuro, desde todo aquello que nos duele, que nos acaricia, desde todo aquello que no le contamos a nadie, a partir de contradicciones, ideas y sensaciones, y desde lo personal y lo político.
La cineasta pamplonesa Arantza Santesteban no solo ha construido una película magnífica y sensible sobre su experiencia, sino que ha ido más allá, porque no solo nos habla de ella, sino también de su entorno, aquel que quedó fuera, y aquel otro que se encontró dentro de la cárcel, convirtiendo esa dualidad en una forma de resistencia y carácter ante los acontecimientos adversos de su vida, y resulta ejemplar su entereza y predisposición para enfrentarse a su experiencia a través del cine, de esta película, porque no resulta nada fácil hablar y hablarnos de todo lo pasado, y haciéndolo desde esa postura tan desnuda, tan íntima y con criterio y sabiduría. 918 Gau no quiere ser una película política al uso, porque acaba siendo muchísimo más, acaba sumergiéndose en el ámbito y la postura política desde lo personal y lo íntimo, dialogando desde el alma, desde todos esos detalles sin importancia que acaban formándonos como personas y gestionando las experiencias complejas para seguir creciendo y caminando hacia delante, viendo y viéndonos desde todos los ámbitos, aspectos y situaciones. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Leonardo Di Costanzo, director de la película «Ariaferma», en el marco de la Mostra de Cinema Italià de Barcelona, en el Hotel Condes en Barcelona, el viernes 10 de diciembre de 2021.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Leonardo Di Costanzo, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Alba Laguna y Eva Herrero de Madavenue, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Todos somos reclusos de alguna prisión, pero algunos estamos en celdas con ventanas, y otros no”.
“Arena y espuma” (1926), de Gibran Jalil Gibran.
Nos encontramos en algún indeterminado de Italia, que nunca será desvelado, en el interior de una cárcel del XIX, una prisión que se cierra y todo ha sido trasladado. Los problemas burocráticos impiden su cierre total, y tienen que custodiar doce presos a la espera de su traslado definitivo. Tanto guardias como reclusos deberán compartir las cuatro paredes de un espacio, un lugar en el que nadie quiere estar, y donde la convivencia no será nada fácil, en un extraordinario guion que firman Bruno Oliviero (que ya estuvo en L’intrusa), Valeria Santella, que ha trabajado con Moretti y Bellocchio), y el propio director. Tercer trabajo en la ficción del reputado director Leonardo Di Costanzo (Ischia, Napoli, Italia, 1958), reputado en el campo documental con títulos como A scuola (2000), un forma de trabajo, desde la realidad y para la realidad, porque en sus ficciones están llenas de elementos propios de ese campo, porque la verosimilitud del espacio, al que le da mucha importancia, porque no está construido, sino que son reales las localizaciones, les da un aspecto de realismo cinematográfico donde la realidad se mezcla de forma inteligente con la ficción.
El director italiano vuelve a un espacio aislado y cerrado en el que vuelve a profundizar en los roles de prisionero y carcelero, a partir de personas de diferentes índole deben compartir, y sigue indagando en las relaciones complejas de esa situación incómoda y difícil, como ya hizo en L’intervallo (2012), en la que dos niñas comparten une edificio abandonado de la periferia, y en L’intrusa (2017), donde una maestra de una escuela para niños desfavorecidos, debe ayudar a una mujer de un mafioso y sus dos hijos en plena huida. En Ariaferma, construye su relato a partir de dos hombres, dos personalidades aparentemente opuestas que tienen más en común de los que se imaginan. Por un lado, tenemos a Gaetano Gargiolo, el guardia y jefe de la prisión, y por el otro, nos topamos con Carmine Lagiola, un famoso preso, que podemos imaginar que se trata de la camorra italiana. Entre los dos, sin quererlo y sin buscarlo, se irá creando una relación más íntima y humana en el que sus roles iniciales irán dejando paso a otros más cercanos y profundos, como la puesta en escena con esos barrotes que encuadran a unos como otros, y ese patio central donde se difuminan guardias y reclusos.
Exceptuando un breve prólogo de los guardias en el exterior y alrededor de un fuego, una especie de celebración de despedida de la cárcel, siempre estaremos en el interior de las cuatro paredes de la prisión, donde escucharemos de forma realista y detallada todos los sonidos de puertas que se abren y cierran, en un grandioso trabajo de Xavier Lavorel, un habitual del cine de Alice Rohrwacher, un sonido que recuerda a las películas de Bresson y más concretamente a Un condenado a muerte se ha escapado (1956), de la que Ariaferma bebe mucho. Una cinematografía que nos envuelve en los claroscuros de un espacio que a veces está ensombrecido y velado, en un preciosista trabajo de Luca Bigazzi, uno de los grandes nombres de la cinematografía italiana con películas de Gianni Amelio y Paolo Sorrentino en su haber. El soberbio trabajo de montaje de Carlotta Cristiani, una cómplice habitual de la filmografía de Di Costanzo, que consigue con lo mínimo lo máximo, encerrándonos en esa prisión para todos, y condensando con inteligencia una película que se va casi a las dos horas de metraje, y todo se desenvuelve con agilidad y ritmo.
Finalmente, nos encontramos con la magnífica e intensa música de Pasquale Scialo, debutante en la ficción después de un recorrido por el documental y las series televisivas, otro elemento que destaca sobremanera, con esos estupendos ritmos de fusión con percusión que usa para crear esa atmósfera inquietante que preside la película y su suavización. Mención aparte tiene el ajustadísimo y magnífico reparto de la película con un grupo de experimentados intérpretes italianos que dan vida a los guardianes y reclusos como los Fabrizio Ferracane, Salvatore Striano, Roberto De Francesco y Pietro Giuliano, entre otros, que atravesados por la contención y aplomo que respira toda la película, componen unos individuos que dan esa verosimilitud tan necesaria en una película de estas características, donde la mayor parte de la trama se apoya en la composición de los personajes y sus relaciones. Después tenemos a dos tótems de la actuación italiana como son Toni Servillo en el rol de guardián, un actor con todas sus letras que nos ha dejado excelentes e inolvidables tipos siempre de la mano de Sorrentino como el apesadumbrado y silencioso Titta di Girolamo en Las consecuencias del amor, el siniestro e inquietante Giulio Andreotti en Il divo, y el caradura y decadente Jep Gambardella en Le Grande Bellezza.
Frente a Servillo, más conocido por estos lares, tenemos a otro titán como Silvio Orlando que, es como el otro lado del espejo de Servillo, con el que tiene muchas diferencias y muchas más similitudes, un actor de clase, elegancia y temple como su oponente, al que hemos visto brillar en películas de Daniele Luchetti y Nanni Moretti, y con Sorrentino también, en la serie The Young Pope y su segunda temporada. Resulta curioso que tanto el director como Servillo y Orlando, comparten Napoli como la región de nacimiento, y sus años que van de 1957, 58 y 59, respectivamente, en su primer trabajo juntos. Di Costanzo ha construido una película soberbia y detallista, concisa y profundamente humana, que indaga con sabiduría y aplomo las ambiguas relaciones que se van produciendo entre guardias y reclusos cuando las estrictas y escrupulosas normas carcelarias van dejando paso a los diferentes caracteres y a ir más allá, dándose la oportunidad de conocer al otro, independientemente de las razones que lo han llevado a esa situación, porque en la mayoría de los casos, siempre conocemos su apariencia a través de prejuicios adquiridos y no nos atrevemos a quitarnos las máscaras y tantas leyes y normas que nos sitúan en roles que nada tienen que ver con lo humano. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Lo que duele no es ser homosexual, sino que lo echen en cara como si fueran una peste”
Chavela Vargas
El artículo 175 del código penal alemán estuve vigente desde 1872 hasta 1969, en la que se penaba las relaciones homosexuales entre personas del sexo masculino. El contenido del artículo es la base de la segunda película de ficción de Sebastian Meise (Kitzbükel, Austria, 1976), después de la interesante Still Leben (2011), donde un padre contrataba a prostitutas para que hicieran de su hija, y el documental Outin (2012), en la que la cámara recogía el testimonio de un pedófilo a cara descubierta. El director austriaco que escribe el guion con su escritor habitual Thomas Reider, nos sitúa a finales de la Segunda Guerra Mundial, en la piel de Hans, que es liberado del campo de concentración nazi donde fue encerrado por homosexual y es llevado a una cárcel por la misma razón. Luego, la película tendrá todo su peso en los años sesenta, más concretamente en 1965, cuando Hans otra vez en la cárcel, entablará una relación con Viktor, un asesino convicto heterosexual.
Meise nos encierra entre los barrotes de la cárcel, en la Alemania Federal que heredó el artículo 175 de los nazis. La película pivota entre dos universos: la frialdad y la cotidianidad de la cárcel, y ese amor prohibido, un amor gay que se oculta y vive entre las sombras. La austeridad y concisión en la que se posa la historia, así como la forma, nos interpelan directamente a grandes títulos del género como Un condenado a muerte se ha escapado (1956), de Bresson, y La evasión (1960), de Becker, donde la idea del cineasta afincado en Alemania, es retratar de la forma más documental posible, el día a día de la prisión, y lo fusiona de forma sencilla y soberbia con la historia de amor entre Hans y Viktor, dos personas muy diferentes, porque Hans es joven y homosexual, y Viktor, es mucho más maduro, asesino y heroinómano. El gran trabajo de cinematografía de Crystel Fournier, que ha trabajado con cineastas tan ilustres como Céline Sciamma y Susanna Nicchiarelli, consigue la mezcla perfecta entre lo gélido y la robotización de la cárcel, con ese amor, entre claroscuros y sombras, como la secuencia a oscuras de amor entre Hans y su primera relación, que recuerda tanto a la luz expresionista de Sólo se vive una vez (1937), de Fritz Lang.
El estupendo ejercicio de montaje de Joana Scrinzi, que ya trabajó con Meise en Outing, que estructura con orden una película que pasa por varios tiempos, sin nunca caer en lo reiterativo ni en el desinterés, ayuda al ritmo de una película que llega casi a las dos horas de metraje. Meise huye de la sensiblería y de la típica película de denuncia, para centrarse en sus personajes, en sus historias y conflictos personales, siempre en el interior de la cárcel, del exterior y sus vidas en ese espacio no nos cuentan nada, ni falta que hace, porque ese mundo, o mejor dicho, ese no mundo, ese no lugar, de absoluta privación de libertad, con un amor totalmente prohibido, que debe ocultarse, que vive entre las sombras, acechado por un estado represor, un estado que hereda las malas praxis del totalitarismo, un estado involutivo, que condena a sus ciudadanos por ser diferentes, por no dejarles a amar en libertar a quienes deseen. Great Freedom lo hace todo de forma sutil, todo se cuenta con tiempo, sin prisas, de manera concienzuda, sin caer en atajos argumentales ni en la condescendencia de otras películas, en la cinta de Meise todo huele a autenticidad, a verdad, a naturalidad y a sensibilidad y profundidad.
Una trama clásica y lineal en la que su parte más importante descansa en las magníficas interpretaciones de su grandiosa pareja. Tenemos a Franz Rogowski, quizás el actor alemán más sólido de los últimos años (con una filmografía que tiene a directores de gran talla como Haneke, Malick y Petzold), por citar algunos, dando vida al desdichado y callado Hans, un hombre más de acción, que a pesar de las consecuencias de sus actos, él los sigue llevando a cabo, en un acto de resistencia frente a un estado que habla de democracia y practica terror contra los gais. Frente a él, en un gran duelo de interpretación, tenemos a Georg Friedrich, otro grande de la cinematografía alemana-austriaca, también nacido en Austria como el director, (que ha trabajado con nombres tan ilustres como el mencionado Haneke, Sokurov, Seidl y Glawogger, entre otros), se mete en la piel de Viktor, la antítesis de un personaje como Hans, pero que la vida carcelaria los acercará y los hará convertirse en grandes amigos, o quizás podríamos decir, los hará redescubrirse, y sobre todo, pasar sus años de condena de forma muy diferente. Great Freedom es una película que recoge una de las etapas más negras para los homosexuales de aquella Alemania que quería olvidar el pasado, pero en algunas cuestiones, todavía las recordaba y machacaba a muchos que sentían de formas muy diferentes, como decía aquel, cuanto ha habido que caminar, y seguir caminando, para que se reconozca la libertad en todos sus frentes, formas, texturas y diversidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA