Entrevista a Manolo Solo y Avelina Prat

Entrevista a Manolo solo y Avelina Prat, actor y directora de la película «Una quinta portuguesa», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el viernes 2 de mayo de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Manolo Solo y Avelina Prat, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Anabel Mateo de Relabel Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una quinta portuguesa, de Avelina Prat

UN LUGAR PARA OLVIDARSE DEL MUNDO. 

“Cuanto más te disfraces, más te parecerás a ti mismo”. 

De la novela “El hombre duplicado”, de José Saramago

Temas sobre mirar al otro, observarlo, reconocerse y en pocos casos, relacionarse con él de forma que los muros desaparezcan y encontrar todo aquello que compartimos o no, todo aquello que queda fuera de lo que creemos que somos. Muchas de estas cuestiones ya se planteaban en la brillante y magnética Vasil (2022), la ópera prima de Avelina Prat (Valencia, 1972), que relataba la extraña relación entre Alfredo, un jubilado profesor de matemáticas y un recién llegado de Bulgaria. Lo humano explicado a través de la cotidianidad y sencillez de unas personas que rompían sus moldes establecidos para reencontrarse con su otro yo, para mirar hacia afuera, para tropezarse con otras realidades muy cercanas a ellos. Muchos de esos elementos los volvemos a encontrar en Una quinta portuguesa, la segunda película de Prat, en el pone el foco en la existencia de Fernando, un reservado y silencioso profesor de geografía que un día, sin mediar palabra y sin ningún conflicto aparente, Milena, su mujer serbia coge la maleta y se marcha. Fernando deja su vida y se va a Portugal, donde todo virará hacia otra idea. 

La peripecia de Vasil es parecida a la de Fernando, ya que se encuentra en un lugar extraño con gentes extrañas y a modo de Robinson Crusoe explorará su nueva realidad adentrándose en el otro convirtiéndose en otro y otros, como forma de supervivencia emocional para olvidarse de quién eres y encontrarse con lo que deseas o simplemente, huyendo de uno mismo y de quién eras. Las ideas que planean sobre la película son muy trascendentales y profundas, pero la película no lo es, porque adopta un forma y relato muy sencillo, donde las relaciones copan el entramado, contado a partir de una home movie, en esa casa que es el centro de todo y de todos, a través de poquísimas palabras llenas de silencios e interludios que nos dicen mucho más de los personas que el diálogo, con sus acciones, sus momentos en soledad y sus miradas y gestos diarios. Una quinta portuguesa es de esas películas tranquilas y reposadas, en las que el conflicto se puede contar en una frase pero que todo lo que cuenta, y su peculiar forma de hacerlo, la hace muy grande, porque vuelve al cine donde todo lo rodeaba el misterio, el cine como herramienta de profundizar en el interior de las personas, en lo que somos, en lo que creen los demás que somos, y sobre todo, en esas partes calladas en las que sabemos quiénes somos y nos encantaría ser otro u otros.  

Para su segundo trabajo, la directora valenciana se ha vuelto a rodear de los técnicos que la acompañaron en su debut como el cinematógrafo Santiago Racaj, un gran director de fotografía con más de medio centenar de películas al lado de grandes nombres como Javier Rebollo, Jonás Trueba, Fernando Franco, Celia Rico y Carla Simón. Una luz cercana que traspasa la intimidad de los personajes y del espacio generando un paisaje humano donde cada elemento resulta reconocible y misterioso. La estupenda música de Vincent Barrière, que ha trabajado mucho en el cine valenciano junto a Adán Aliaga, coproductor de la cinta, Roser Aguilar, Claudia Pinto y la reciente Un bany propi, de Lucía Casañ Rodríguez, con esos toques de quietud e inquietud que ayudan a crear esa atmósfera que va entre lo doméstico y las sombras. La mezcla de sonido de Iván Martínez-Rufat resulta esencial para crear ese pequeño universo entre lo misterioso y lo mundano. El montaje de Juliana Montañés que, en sus inquietantes 114 minutos de metraje, nos van cogiendo de la mano, sin prisas, pero con extrañeza y misterio para ir descubriendo el lugar, la casa y los habitantes que por allí se mueven. 

Como sucedía en Vasil con un plantel encabezado por unos magníficos Karra Elejalde e Ivan Barnev acompañados de un elenco que transmitía veracidad y una cercanía que traspasaba la pantalla. En Una quinta portuguesa pasa lo mismo, con personajes que se instalan en lo misterioso, en esos lados donde todos actuamos, donde somos quiénes nos gustaría ser y no lo que nos ha tocado en suerte, con un gran Manolo Solo, tan conciso, sobrio y silencioso, que se asemeja al Delon de Le samurai, de Melville, alejado de sus oscuros personajes para encarnar a Fernando en una encrucijada en la que se deja llevar y convertirse en otro o en otros, huyendo de sí mismo, en un tipo parecido al que hizo en Cerrar los ojos, de Erice, porque si allí buscaba a otro, aquí se busca a su otro yo. Le acompañan los portugueses capitaneados por una extraordinaria María de Medeiros, como la mestressa de la casa, Rita Cabaço como la que cocina y limpia, Luisa Cruz, que tiene en su haber trabajos con Lisandro Alonso, Joâo Nicolao y Miguel Gomes, y Rui Morrison con Benoît Jacquot y Raoul Ruiz, son dos jugadores de cartas, las cartas otra vez haciendo presencia en el universo de Prat, y Branka Katic, la actriz que interpreta a un personaje inolvidable que ha trabajado con Kusturica, entre muchos otros. 

Si tuviéramos que hermanar la película con otras que reúnan algunas de sus singularidades podríamos pensar en el cine de Chabrol y Losey, y no lo digo por el lado policíaco que, en cierta medida, podríamos encontrar en la película de Prat, aunque los tiros y nunca mejor dicho, no van por ese lado, sino por cómo plantea la construcción de los lugares y la interacción de los personajes, encajados en una normalidad y sencillez poderosísimas, en el que las cosas y muchos menos las situaciones, son lo que parecen, donde los distintos individuos siempre andan ocultando cosas de ellos y de sus pasados, donde el misterio hace mover la trama que, es muy mínima, porque lo interesante de estas películas no es lo que cuenta, eso sólo es una excusa, lo que importa es cómo se cuentan, y cómo reaccionan los personajes ante los diferentes hechos, en un relato que los espectadores sabemos lo que ocurre y tenemos la información, siguiendo el patrón que mencionaba Hitchcock que de esa manera se creaba mucho más inquietud e interés cuando se sabía un poco más que algún personaje. No se lo piensen y descubran Una quinta portuguesa, de Avelina Prat y quédense con su nombre porque dará mucho que hablar, ya que nos devuelve el cine que hacía del misterio su razón de ser, donde sus personajes y sus hechos se erigían como misterios que había que resolver o no.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cerrar los ojos, de Víctor Erice

LA MEMORIA DEL CINE. 

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”

Isabel a Ana en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice 

Fue el pasado martes 12 de septiembre en Barcelona. Los Cinemes Girona acogían el pase de prensa de Cerrar los ojos, de Víctor Erice (Valle de Carranza, Vizcaya, 1940). La expectación entre los allí reunidos era enorme, como ustedes pueden imaginar. Entramos en la sala como los feligreses que entran a una iglesia los domingos, excitados e inquietos y en silencio, ante una película de la que yo, personalmente, no he querido conocer ni ver nada de antemano, que sea de Erice ya es razón y emoción más que suficiente para descubrirla con la mayor virginidad posible. Porque no casó con esa idea tan integrada en estos tiempos de informarse y hablar tanto de las películas que todavía no se han visto, porque a mi modo de parecer, se pierde la esencia del cine, se pierde toda esa imaginación previa, la de soñar con esas imágenes que todavía no has experimentado, como les ocurre a Ana e Isabel en ese momento mágico en la mencionada película, donde ven por primera vez una película y la van descubriendo y asombrándose, una experiencia que en este mundo sobreinformado y opinador estamos perdiendo y olvidándonos de toda esa primera vez que debemos conservar y rememorar cada vez que nos adentramos en el misterio que encierra una película. 

La película a partir de un guion de Michel Gaztambide (guiones para Medem, Urbizu y Rosales, entre otros), y del propio Erice, se abre de un modo inquietante y muy revelador. Una apertura rodada en 16mm, que ya reivindica ese amor por el celuloide en el tiempo de la dictadura digital. Aparece el título que nos indica que estamos en un lugar de Francia en 1947, en una especie de jardín de otro tiempo alrededor de una casa señorial. La imagen fija capta una pequeña estatua subida en un pilar. Una cabeza con dos rostros. Dos rostros que pueden ser de la misma persona o quizás, son dos rostros de dos personas totalmente diferentes. Una primera imagen, sencilla e hipnótica, que nos acompañará a lo largo del filme. Inmediatamente después, en el interior de la casa, un personaje de más de 50 años se reúne con el señor de la casa cuidado por un oriental. Se trata de un hombre enfermo, postrado en una silla, que habla con dificultad. Le explica que debe ir a Shanghai a buscar a su hija a la que quiere ver antes de morir. Una escena sacada de la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (1933-2020), publicada en 1993, de la que Erice trabajó en un proyecto entre 1996 y 1998 con el título de La promesa de Shanghai, que finalmente no pudo realizar. Después de esta información, debemos detenernos y hacer un leve inciso, ya que este detalle es sumamente importante. Cerrar los ojos es una película caleidoscópica, es decir, en su proceso creativo tiene todas esas películas imaginadas que Erice, por los motivos que sean, no ha podido filmar. Todas esas imágenes pensadas con el fin de capturar, de embalsamar, tienen en la película una oportunidad para ser recogidas y sobre todo, mostradas. 

Volvemos a la película. Después de esa secuencia de apertura, y ya en el exterior, cuando el actor cruza el jardín, dejando la casa a sus espaldas, la imagen se detiene y el narrador, que no es otro que Erice, nos explica que ese fue el último plano que rodó el actor Julio Arenas, antes de desaparecer sin dejar rastro, en la película inacabada La mirada del adiós, de la que se conservan un par de secuencias nada más. Eso ocurrió en el año 1990. La trama se desarrolla en el año 2012, cuando Miguel Garay, el director de aquella película, es invitado a un programa de televisión que habla de casos sin resolver como el de Julio Arenas. A partir de ahí, la historia se centra en Garay, un director que ya no hace películas, sólo escribe a ratos, y vive, o al menos lo intenta. Como una película de antes, porque Cerrar los ojos, tiene el misterio que tenían los títulos clásicos, donde había un desaparecido o desaparecida, un misterio o no que resolver, y donde nada parecía lo que nuestros ojos veían. Seguimos a Garay, no como un detective a la caza de su amigo actor desvanecido, sino encontrándose con viejas amistades como la de Ana Arenas, hija del actor, alguien que conoció poco a su padre, al que ve como alguien misterioso y demasiado alejado de ella. Tiene un encuentro con Lola, un antiguo amor de ambos amigos, como el que tenían Ditirambo y Rocabruno en Epílogo, de Suárez. También, se encuentra con Max Roca, su montador, un encuentro espectral de dos fantasmas que vagan por un presente desconocido, es un archivero del cine, como aquella secuencia del director de cine y el señor de la filmoteca en la inolvidable La mirada de Ulises (1995), de Angelopoulos, y digo cine, de aquellas películas clásicas enlatadas en su cinemateca particular, con el olor de celuloide, con ese amor de quién conoció la felicidad y ahora la almacena como oro en paño, con esos carteles colgados como reliquias santificadas como el de They Live by Night, de Ray. 

La película se mueve entre dos rostros, entre dos mundos, el que proponía el cine clásico, y el otro, el que propone el cine de ahora, un cine bien contado, interesante, pero que ha perdido la fantasmagoría, es decir, que las imágenes no son filmadas sino descubiertas y posteriormente capturadas después de un proceso incansable de misterio y búsqueda. El cine de los Bergman, Tarkovski, Dreyer, Rossellini… Un cine límbico que se mueve entre el mundo de los sueños, la imaginación y los fantasmas, ese cine que no sabe qué descubrirá, movido por la inquietud, por una incertidumbre en que cada imagen resultante se movía entre las tinieblas, entre lo oscuro y lo oscilante, entre todo aquello que no se podría atrapar, sólo capturar, y en sí misma, no tenía un significado concreto, sino una infinidad de interpretaciones, donde no había nada cerrado y comprendido, sino una suerte de imágenes y personajes que nos llevaban por unas existencias emocionantes, sí, pero sumamente complejas, llenas de silencios, grietas y soledades. Volviendo al inciso. Erice ha construido su película a partir de todos esos retazos y esbozos, e imágenes no capturadas, porque en Cerrar los ojos encontramos muchas de esas imágenes como las que formarían parte de la segunda parte de El sur, una película que el cineasta considera inevitablemente, ya que faltaba la parte andaluza, la de Carmona. No en la localidad sevillana, pero si en otros municipios andaluces se desarrolla parte de la película, como en la casa vieja y humilde junto al mar, a punto de desaparecer, que vive Garay, como uno de esos pistoleros o vaqueros de las películas del oeste crepusculares, donde asistimos a una secuencia muy de ese cine, y hasta aquí puedo contar. 

Un cine envuelto en el misterio de cada plano y encuadre, un cine que revela pero también, oculta, porque navega entre aguas turbulentas, entre la vigilia y el sueño, entre la razón y la emoción, entre la desesperanza y la ilusión, entre la vida y la ficción, como aquella primera imagen que voló la cabeza de Erice, la de la  niña y el monstruo de Frankenstein junto al río en la película homónima de James Whale de 1931, que tuvo su espejo en la mencionada El espíritu de la colmena, cuando Ana, la protagonista, se encontraba con el monstruo en un encuadre semejante. Una imagen que describe el cine que siempre ha perseguido el cineasta vizcaíno, un cine que se mueva entre lo irreal, entre lo fantasmagórico, un cine que ensalza la vida y la ficción en un solo encuadre, transportándonos a esos otros universos parecidos a este, pero muy diferentes a este. Podríamos pensar que tanto Garay como Max son trasuntos del propio Erice, como lo eran los personajes de El sabor del sake (1962), para Ozu en su última película, no ya en su imagen física, con la vejez a cuestas, con esa frase: “Envejecer sin temor ni esperanza”, sino también en la otra idea, la de dos amantes del cine de antes, en una vida ya no de presente, sino de pasado, de tiempo vivido, de recuerdos y sobre todo, de memoria, de nostalgia por un tiempo que ya no les pertenece y está lleno de recuerdos, sueños irrealizables y melancolía. 

A nivel técnico la película está muy pensada como ya nos tiene acostumbrados Erice, desde la luz, que se mueve entre esos márgenes del cine y la vida, que firma Valentín Álvarez, que ya había hecho con él las películas cortas de La morte rouge (2006) y Vidrios rotos (2012), el montaje de Ascen Marchena, que mantiene ese tempo pausado y detallista, donde cada plano se toma su tiempo, donde la información que almacena va resignificando no sólo lo que vemos, sino el tiempo que hay en él, en una película que se elabora con intimidad, cuidado y sensibilidad en sus 169 minutos de metraje. La música del argentino Federico Jusid, mantiene ese tono entre esos dos mundos y esos dos rostros, o incluso esas dos miradas, por las que se mueve la historia, no acompañando, sino explicando, moviéndose entre las múltiples capas que oculta la película. En relación a los intérpretes, podemos encontrar a José Coronado como el desaparecido Julio Arenas, tan enigmático como desconocido, que no está muy lejos del hermano de Agustín, el protagonista de El sur. Un personaje del que apenas sabemos, y como ocurría en la citada, es a partir de los recuerdos de los demás personajes, que vamos reconstruyendo su vida y milagros, siempre desde miradas ajenas, no propias, que no hace otra cosa que elevar el misterio que se cierne sobre su persona. 

Después tenemos a los “otros”, los que conocieron a Julio. Su amigo el director Miguel Garay, que hace de manera sobria y sencilla un actor tan potente como Manolo Solo, el director que ya no rueda, que sólo escribe, perdido en el tiempo, en aquel tiempo, cuando el cine era lo que era, con sus recuerdos y su memoria, rodeado de viejos amigos como Max, y de nuevos, como sus vecinos, todos viviendo una vida que se termina, en suspenso, a punto de la desaparición. Ana Arenas, la hija del actor, la interpreta Ana Torrent, volviendo a esa primera imagen del cine de Erice, acompañada de la primera mirada, o mejor dicho, construyendo a partir de esa primera imagen, de su primera vez, transitando a través de ella, y volviendo a soñar con esa inocencia, donde todo está por hacer, por descubrir, por soñar. La primera de la que han surgido todas las demás. Mario Pardo, uno de esos actores de la vieja escuela, tan naturales y bufones, hace de Max, el carcelero del cine, de las películas de antes, el soñador más soñador, el inquebrantable hombre del cine y por el cine, que sigue en pie de guerra. Petra Martínez es una monja curiosa que deja poso. María León es una mujer que cuida de la vejez, con su naturalidad y desparpajo. Helena Miquel y Antonio Dechent también hacen acto de presencia. José María Pou es el viejo enfermo de la primera secuencia que abre la película, y la argentina Soledad Villamil es uno de esos personajes que se cruzarán en las vidas de Julio y Miguel. 

Nos gustaría soñar como nos demanda Erice, que Cerrar los ojos no sea su última película, aunque viéndola todo nos hace pensar que pueda ser que sí, porque no se ha dejado nada en el baúl de la memoria, en ese espacio que ha ido guardando, muy a su pesar, todas esas imágenes soñadas que no pudieron materializarse, pero que siempre han estado ahí, esperando su instante, su revelación. Aunque siempre podemos volver a ver sus anteriores trabajos, porque es un cine que siempre está vivo, y sus películas tienen esa cosa tan extraña qué pasa con el cine, que es como si se transformará con el tiempo, como aquellas palabras tan certeras que decía mi querido Ángel Fernández-Santos, coguionista de El espíritu de la colmena, como no: “Las películas siguen manteniendo su misterio mientras haya un espectador que quiera descubrirlo”. Por favor, no dejen pasar una película como Cerrar los ojos, de Víctor Erice, que quizás, tiene la una de las reflexiones más conmovedoras que ha dado el cine en años, la de ese espacio de memoria y sentimientos, que vuelve a renacer cada vez que sea proyectado, como aquellos niños de pueblo de hace medio siglo, porque está filmada por uno de esos cineastas que miran el cine como lo mira Ana, con la misma inocencia que su primera vez, cuando descubrió la magia con La garra escarlata, esa primera imagen que construyeron todas las que han venido después, en las que el espectador descubre, participa, se emociona y siente… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El hombre del saco, de Ángel Gómez Hernández

ÉRASE UNA VEZ EN GÁDOR EN 1910…

“Llega temprano a casa porque si no te va a llevar el hombre del Saco”.

La leyenda del Hombre del Saco es de sobra conocida, pero muy pocos conocen de dónde viene la famosa retahíla paterna para infundir temor a sus hijos rebeldes. El segundo largometraje de Ángel Gómez Hernández (Algeciras, Cádiz, 1988), da buena cuenta de ello, haciendo referencia al caso real de Francisco Ortega conocido como “EL Moruno” que, enfermo de tuberculosis, secuestró y asesinó a un niño de siete años con el fin de curarse con su sangre en Gádor, un pueblo de Almería allá por 1910. El asesino fue detenido y ejecutado por Garrote Vil. El caso se convirtió en leyenda y ha pasado de generaciones en generaciones. Del director conocíamos la estimable y sugerente Voces (2020), interesante cuento de terror clásico y psicológico protagonizado por una familia y su pequeño que escucha las mencionadas voces. Ahora, nos llega una vuelta de tuerca, porque deja el terror adulto para centrarse, a partir de la citada leyenda, en una mezcla de misterio juvenil, con el mejor aroma de Los cinco, la serie de novelas para chavales de la escritora británica Enid Blython, y el film Los goonies (1985), de Richard Donner, y el cuento de terror clásico, con pueblo de por medio, y protagonizado por chicos y chicos, los del lugar, y unos recién llegados. 

La película está destinada para un público infantil y juvenil, teniendo en cuenta la edad de sus jóvenes protagonistas, y la índole del enredo oscuro en el que están metidos. Tiene lugares comunes como el verano, las bicicletas, la casa abandonada, niños y niñas desaparecidos que siguen aumentando la leyenda más de un siglo después, adultos muy escépticos, y algún que otro extraño personaje que malvive escondido y muerto de miedo. La resolución del misterio se cuenta mediante la aventura tras este grupo de detectives amateurs que siempre van más allá, y desafían su propio miedo y rebeldía, para adentrarse en la oscuridad que se cierne sobre el citado pueblo, las inquietantes afueras y sobre todo, los hermanos y amigos desaparecidos. La trama nace a partir de una idea de Manuel Facal, Ignacio García Cucucovich y el propio director, con guion de Juma Fodde, del que hemos visto No dormirás y Lobo feroz, dos sendos viajes al terror. Esta vez, se centran en los niños y niñas y en sus pesquisas detectivescas, en una trama convencional, que sorprende poco, aunque contiene algún que otro momento interesante, como la aparición de cierto personaje que da a la historia una dosis de tensión e inquietud que le viene muy bien, o ese breve flashback en el que, muy inteligentemente, nos ponen en conocimiento del origen real de la leyenda, y la rareza de cierto personaje, una especie de “rara avis” dentro del pueblo, una activista de las causas perdidas. 

El director gaditano confía la parte técnica en monstruos del panorama español como el cinematógrafo Javier Salmones, todo un veterano con con más de 40 años de carrera y más de 80 títulos, con directores de la talla de Fernando Colomo, Gonzalo Suárez, José Luis Cuerda y Paco Plaza, entre otros. El montaje de Luis de la Madrid, con más de medio centenar de películas, entre los que destaca el terror al lado de nombres consumados como los de Jaume Balagueró, Guillermo del Toro y Miguel Ángel Vivas, que curiosamente hizo un corto llamado El hombre del Saco (2002). La música de Jesús Díaz, que vuelve a colaborar con el director, después de la experiencia de Voces, es una de las mejores bazas de la cinta. El reparto, una interesante mezcla de jóvenes intérpretes con experiencia en el género, en su mayoría, con otros, los adultos, llenos de rostros con experiencia. Entre los menores nos encontramos a Luna Fulgencio que, a pesar de su corta edad, sólo 12 años, ya ha trabajado en más de 20 títulos, entre los que destaca las comedias con Santiago Segura, series como El ministerio del tiempo, La valla y La caza, entre otras, y thrillers como Durante la tormenta, La casa de caracol, y más. Lucas de Blas, que era el niño de la citada Voces, Carlos González Morollón, que recordamos por ser uno de los hermanos albinos de la reciente Tin & Tina, amén de varias comedias, Claudia Placer, que hemos visto en las terroríficas Verónica y La influencia, Lorca Prada, que estaba en la intensa Adiós, de Paco Cabezas, Iván Renedo, con experiencia en la serie Estoy vivo, y otra de terror como Malasaña 32, Carla Tous, en la serie 30 monedas, de Álex de la Iglesia, y el debutante Guillermo Novillo. 

Los adultos son viejos conocidos de Gómez Hernández como Macarena Gómez y Javier Botet, que fueron habituales en sus cortometrajes, encarnando, respectivamente, la madre recién llegada con la idea de empezar de nuevo con sus tres hijos, y Botet, del que mejor no desvelamos nada, y Manolo Solo que, como ocurre con Botet, mejor mantenemos la incógnita de su identidad. Las mejores bazas de El hombre del Saco son su atmósfera, algunas apariciones, y nunca mejor dicho, el misterio, que mantiene el interés, y el concepto de la amistad cuando eres chaval, quizás la mejor época para saber qué es la amistad de verdad, a pesar de los conflictos, tan humanos. Las cosas a mejorar podrían ser la de anunciar a Javier Botet en el cartel le resta sorpresa e interés, porque ya sabemos de su historial cinematográfico, no todos los personajes de niños y niñas están definidos y hay un poco de caos con tanto rostro y conflicto, la trama, aunque no plana, resulta demasiado convencional y poco sorpresiva, aunque, insisto, la película está destinada al público más joven, y quizás, la película les gustará y les hará pasar un buen rato, porque por mucho que se diga, entretenerse también está muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Paco Bezerra

Entrevista a Paco Bezerra, dramaturgo y coguionista de la película «La desconocida», de Pablo Maqueda, en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el viernes 21 de abril de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Paco Bezerra, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego y Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Pablo Maqueda

Entrevista a Pablo Maqueda, director de la película «La desconocida», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el viernes 21 de abril de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Pablo Maqueda, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego y Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Laia Manzanares

Entrevista a Laia Manzanares, actriz de la película «La desconocida», de Pablo Maqueda, en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el viernes 21 de abril de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laia Manzanares, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego y Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La desconocida, de Pablo Maqueda

UN PARQUE EN LAS AFUERAS. 

“La cosa más aterradora es aceptarse a sí mismo por completo”,

Carl Jung

Imaginen un parque en las afueras de cualquier ciudad, uno de esos parques que por las tardes se llenan de niños que juegan y padres que los vigilan, y en sus caminos de alrededor hay otros corriendo y otros en bici. En uno de esos parques, donde hay juego y vida, cerca de esa cotidianidad, también hay otras cosas, se han citado un hombre y una adolescente, están sentados, uno habla y la otra escucha, no sabemos para qué están ahí, pero podemos imaginarlo. Con este arranque, tan incómodo e inquietante, arranca la tercera película como director de Pablo Maqueda (Madrid, 1985), después de #RealMovie y Manic Pixie Dream Girl, ambas del 2013, y Dear Werner (Walking on Cinema) (2020), un documento que el propio repetía el viaje a pie de finales de los setenta del famoso cineasta. Vamos a quedarnos con las dos primeras, porque ya ponían de manifiesto los oscuros y peligrosos mecanismos internet, sus identidades y el ciberacoso, porque con La desconocida, vuelve a los espacios de las redes sociales y a todos los adultos-cazadores que las usan para captar adolescentes-presas, y lo hace basándose en la pieza teatral Grooming (2009), de Paco Bezerra, que coescribe el guion junto a Haizea G. Viana (que conocimos su faceta como productora junto a Maqueda apoyando películas de Chema García Ibarra, Marçal Forés, entre otros), también coproductora, y el propio director.

Una historia que, a modo de matrioska rusa, oculta muchas otras cosas que, no vamos a desvelar, ni siquiera a intuir, obedeciendo el texto anti-spoilers que actúa como advertencia al comienzo de la película. Lo que sí podemos decir es que tenemos a un tipo que se hace llamar Leo, que se nos presenta como esposo y padre de una niña, que tiene un trabajo sin más, como vemos en la cuidada y estupenda presentación a ritmo de Julio Iglesias, que recuerda a aquella otra de José Sacristán en Magical Girl, de Vermut, con el que Maqueda comparte muchos tonos y aromas a la hora de abordar los espacios oscuros y terroríficos de la condición humana desde la más absoluta cotidianidad. Frente a Leo, tenemos a Carolina, una de esas adolescentes solitarias que pierde el tiempo en los interminables chats y contacta con el adulto, y se cita en el citado parque. A partir de ahí la película se disfraza de thriller psicológico, como aquellos de los sesenta y setenta que hacían los Hitchcock, Fleischer y demás demiurgos de la tensión, la inquietud y el miedo, porque no sé los demás espectadores, pero un servidor lo ha pasado mal viendo la película, tanto por lo que se ve como lo que se intuye, y también, lo que se imagina, en este macabro juego sobre lo que somos, lo que nos gustaría ocultas y sobre todo, lo que no ocultamos. 

El director madrileño se ha acompañado de grandes como la cinematografía de Santiago Racaj, que consigue inquietarnos y encerrarnos en la madriguera que propone el relato, un agujero en el que nos metemos abducidos por el ímpetu de unos diálogos que explican mucho más de lo aparentemente significan, el exquisito y conciso montaje de Marta Velasco, porque no nos damos cuenta de los giros y virajes de su trama, ya que todo se cuenta de forma directa y sin piruetas enrevesadas, todo queda claro y por eso, da más acojone, como la excelente música de Elena Hidalgo, que nos va sumergiéndonos hacia ese bosque y esos bosques que son los personajes. Maqueda ya nos había demostrado su buen hacer en la elección de sus intérpretes. Todos recordamos a la composición maravillosa de Rocío León en sus películas-internet citadas, por eso no nos extraña que para encarnar a los misteriosos y cercanos personajes de La desconocida, se haya decantado por un actor de la talla de Manolo Solo, que puede hacer lo que se le antoje, con esa mirada, esos gestos y sobre todo el palomo que le imprime a sus criaturas. 

No era fácil encontrar una actriz que tuviese que batallar con un actor como Solo, pero la ha encontrado en una de las mejores actrices de su generación, en la piel de una brillante Laia Manzanares, una de esas actrices capaz de hacer personajes con una franja de edad grande, porque puedes creerla como adolescente y como adulta, y eso es mérito de una actriz con una dicción perfecta y una mirada que traspasa la pantalla, como demostró en su rol en Temps salvatge, la obra con la que deslumbró en el Teatre Nacional de Catalunya. Y después, nos encontramos con Eva Llorach, que ya había estado en #RealMovie, en el rol de Elisa, la mujer de Solo, y madre de su pequeña hija, con ese buen hacer que tiene una actriz que demuestra naturalidad por sus cuatro costados. El director madrileño no esconde sus referencias, al contrario, los expone como muestra del cine como medio de legado y transmisión para los que vendrán, ahí nos cruzamos con Hard Candy (2005), de David Slade, quizás el más evidente, porque también abordaba el tema del ciberacoso desde una perspectiva realista y noir, los ya citados, y Carlos Vermut, que mencionamos nuevamente, porque ahí se emparenta y mucho con Maqueda, porque construye una fábula brutal y lo hace desde la cotidianidad más pura y elegante, sin entrar en embellecimientos ni trampas estúpidas a los espectadores. 

Más referencias como las de los universos sucios, solitarios e inquietantes del Fincher de Zodiac y Perdida, con esos personajes de muchas piezas. No podemos olvidarnos de Caroll y su inmortal Alicia, sus maravillas, su a través del espejo, y demás. La mirada crítica y devastadora de la novelista Elfride Jelinek está muy presente, así como La pianista (2001), de Michael Haneke, que adaptó su libro homónimo, donde también se abundaba en el universo de la parafilia. Y ya lo dejamos, haciendo caso al texto introductorio de la película, dejando que los espectadores que quieran asomarse a esos mundos terroríficos que se cruzan cada día con los nuestros, puedan descubrir una película como La desconocida, de Pablo Maqueda, un cuento de terror no con casa encantada, sino con paisajes y personajes inquietantes, una de esas películas que no dejan indiferente, por su osadía, por los temas que toca y sobre todo, por como los plantea y los desarrolla, una pieza clave que hace que una película interesante sea una gran película. No lo olviden, no desvelen nada del contenido de la película, porque dejarán que otros como ustedes pierdan el sentido de cualquier película, descubran su contenido, un contenido que quizás, tiene mucho de nosotros, o quizás no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El buen patrón, de Fernando León de Aranoa

UNA GRAN FAMILIA.

“A veces, hay que trucar la báscula para que sea la medida exacta”

Recuerdan Familia (1996), la primera película que rodó Fernando León de Aranoa, (Madrid, 1968), en la que nos contaba la existencia de Santiago, un tipo como otro cualquiera, o quizás, con alguna peculiaridad, que festejaba su 55 cumpleaños rodeados de los suyos, que no eran otros que un grupo de teatro que hacían de su familia. Una familia ficticia, una familia de mentira, posiblemente esa familia no está muy lejos de esta “otra” familia, la que forman Blanco y sus empleados de “Básculas Blanco”, que fabrican básculas industriales, en ese discurso del patrón con el que se abre la película, hablando de las excelencias de la empresa, y como no, de la comunidad que forma con sus trabajadores. Esa unión perfecta entre jefe y empleados. Aunque, la realidad siempre es caprichosa, y difiere muchísimo de lo que en apariencia pueda deducirse, porque una cosa es lo que el jefe cree, y otra bien distinta, la “puta realidad” con la que nos encontraremos. Ocho películas forman la trayectoria del director madrileño, amén de sus cinco trabajos en el campo documental. Su cine de ficción se ha centrado principalmente en la periferia, tanto física como emocional, individuos apartados de todo, desubicados de lugar y tiempo, con mucho tiempo con poco o nada que hacer, expulsados de ese paraíso consumista y superficial, y perdidos a la deriva, como náufragos de un mundo que los ha dejado olvidados en algún rincón oscuro de vete tú saber dónde. Nos acordamos de los tres chavales sin dinero y con un verano por delante en Barrio (1998), los parados de Los lunes al sol (2002), las putas de Princesas (2005), el abuelo y su cuidadora de Amador (2010), los cooperantes de A Perfect Day (2015), y Virginia Vallejo, Pablo Escobar y los suyos acosados por la ley en Loving Pablo (2017).

El buen patrón, ya desde su irónico título, presenta a un jefe, el tal Blanco, como un tipo cercano y preocupado por sus trabajadores. Todo apariencia, porque la realidad es otra bien distinta, todo es una maniobra para que una de las semanas más cruciales para el devenir de la empresa, concursa aun premio importante, todo salga como Dios manda. La película de estructura férrea y sibilina, acotada a una semana que, arrancará con el domingo, y nos llevará hasta el lunes de la siguiente semana, donde en apenas ocho días, la vida en Básculas Blanco pasará por muchos vaivenes, empezando por Miralles, el jefe de producción, amargado y enloquecido porque su mujer se la pega con alguien, José, un despedido, que acampa delante de la empresa reclamando sus derechos y su vuelta a la empresa, Liliana, la nueva becaria, al que Blanco no le quita ojo, generará más de un quebradero de cabeza al susodicho. Tres frentes a los que se unirán otros, menos angustiosos pero también de armas tomar, para un Blanco que lidiará con ellos de forma amable en principio, pero poco a poco, irá cruzando todas las líneas habidas y por haber, y se mostrará implacable con todos y todo para que su empresa presente la mejor imagen el día de la visita de la comisión que da el premio a la excelencia empresarial.

La película tiene el mismo tono que las anteriores de León de Aranoa. Dramas intensos e íntimos en los que la comedia ácida, corrosiva y muy negra, ayuda a paliar tanta tragedia, porque su cine siempre se mueve entre una extraña ligereza en el que se van sucediendo las situaciones y en la que vamos observando todas las actitudes de sus personajes, donde la mirada del director insiste en la coralidad, acercándose a un grupo de individuos, muy diferentes entre sí, que por circunstancias, deben compartir tiempo, trabajo u otra cosa entre sí. El buen patrón tiene ese aroma de las comedias de la Factory Ealling, donde la comedia crítica ayudaba a desenterrar las miserias y negruras de aquella Inglaterra de posguerra, y cómo no, tiene también mucho del universo Berlanga-Azcona, con todos esos conflictos que van derivando hacia lo impredecible, y unos personajes muy cercanos pero con grandes problemas, que finalmente no solo no resolverán, sino que se irán engrandeciendo. Si bien la película, apoyada en el devenir de Blanco, nos irá mostrando las miserias cotidianas del trabajo, donde cada uno va a la suya y esa “gran familia” del principio, es una especie de falsedad en la que todos creen y nadie practica. El “principio de incertidumbre”, de Heisenberg, del que la trama da buena cuenta, es un pilar fundamental en la sucesión de los hechos y las acciones de cada uno de los personajes en cuestión, porque todo parece indicar una cosa y en realidad, nunca sabremos que conocen o no los otros, en esta espiral que arranca como una comedia ligera y hasta divertida, para ir proponiendo un argumento cada vez más oscuro, siniestro y mordaz, donde se tornará a drama y finalmente, en tragedia, eso sí, sin nunca perder el humor, un humor negro, que a veces duele y molesta, pero siempre eficaz para hablar de todas las barbaridades que asumimos en el trabajo y entre nosotros mismos.

La cámara plantada que luego derivará en cámara en mano, a medida que los problemas de Blanco vayan en aumento y él se vea incapaz de sujetarlos, y tienda a las viles canalladas, es una gran trabajo de Pau Esteve Birba, que debuta con Aranoa, y el eficaz y pausado montaje del inicio para ese más veloz de la segunda parte que firma Vanessa Marimbert, el excelente trabajo de dos que repiten con el cineasta madrileño, como César Macarrón en arte, convirtiendo en calidez toda esa frialdad de la periferia donde se instala la factoría Blanco, e Iván Marín en sonido, capital en una película donde son tan importantes los diálogos como esos silencios que llenan la pantalla, y finalmente, la magnífica banda sonora de Zeltia Montes, que sigue in crescendo, después de los excelentes trabajos en Adiós y Uno para todos, firma una composición que recuerda a aquellas comedias negras como El pisito y Atraco a las tres. El grandísimo reparto de la película encabezado por un enorme Javier Bardem (en su tercera película con León de Aranoa, siempre en roles mucho más mayores de su edad), con esa faceta de comicidad que poco le habíamos visto, si exceptuamos en la lejana Boca a boca, pero aquí en un rol mucho más retorcido, dando vida a Blanco, ese patrón paternalista, mediocre, bobo, que empieza con buenas palabras y acaba sacando el látigo sin piedad, por el bien de la empresa y el suyo, sobre todo, el suyo, en un personaje que recuerda a esos empresarios, en apariencia listos, pero en el fondo unos idiotas de mucho cuidado, que acaban metiéndose en mil líos porque no saben más, y cada problema que pretenden resolver, aún lo hacen mayor, tantos tipejos con dinero que han poblado tanto este país, que no hace falta decir sus nombres, porque todos sabemos de quiénes se trata.

Acompañando a Bardem, todo un lujo de reparto con algunos que repiten con el director como Manolo Solo en la piel de Miralles, un pobre diablo, cínico y estúpido, que se pierde sin tener fondo, también, Sonia Almarcha (que al igual que Solo estuvieron en Amador), es la mujer de Blanco, una señora de los pies a la cabeza, olvidadiza, y una esposa ejemplar, quizás demasiado ensimismada en su rol, o quizás, haciendo el papel que se le espera. Celso Bugallo, que fue Amador tanto en Los lunes al sol, como en Amador, aquí da vida a Fortuna, soldador en la empresa, y también, el que le mete la mierda bajo la alfombra a Blanco, la presencia de una estupenda Almudena Amor, debutante en el largo, en la piel de Liliana, bellísima, de aspecto frágil, pero que sabe manejarse en ese mundo de hombres depredadores y trepas, en la piel de una becaria que tendrá mucho protagonismo en la vida de Blanco, y le generará muchos problemas, más de lo que le gustarían al patrón, lo mismo que el personaje de José que hace Óscar de la Fuente, el despedido que montará la de Dios al frente de su campamento de lucha que ha instalado frente a la empresa. Y por último, Román que hace Fernando Albizu, el de seguridad, que quiere querer a todos pero olvida de quién le paga, Rubio, el mano derecha de Blanco que hace Rafa Castejón, y finalmente, Tarik Rmili, el de transportes, y alguien con mucho peso en los problemas de Blanco.

León de Aranoa se mueve de forma inteligente y brillante en ese tono de tragicomedia crítica y agridulce, como demuestra el tema con la balanza que hay en la entrada, todo un símbolo de la perfección y la idiotez del personaje principal, conduciendo con maestría a todos sus personajes, y explicando con brevedad e intensidad sus existencias y sus conflictos, a veces, solo con un inteligente diálogo, otras con una mirada, y también, con esos silencios tan densos que dicen tanto. El director madrileño ha construido una película no solo sobre las miserias y tragedias del empleo actualmente, sino sobre la estupidez y mediocridad humana, sobre todos esos jefes miserables que creen ayudar, que explotan, martillean y amenazan a sus empleados, aunque también, la película no deja títere con cabeza, y atiza con dureza a todos y todo, a toda la condición humana, a los viles, canallas, idiotas y torpes que llegamos a ser, a la vulnerabilidad que nos vapulea cuando menos lo esperamos, al poco coraje que tenemos para enfrentarnos a la vida, y los problemas diarios, a lo fácil que es perderlo todo, el trabajo, la dignidad y la humanidad, si es todavía algo de todo eso queda en esta sociedad tan vacía y superficial, y sobre todo, si algo de todo eso queda en nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Elisa y Marcela, de Isabel Coixet

HE SOÑADO CONTIGO.

“No busques por qué, en el amor no hay por qué, no hay razón, no hay explicación, no hay solución”.

Anaïs Nin

Las mujeres que pueblan el universo cinematográfico de Isabel Coixet (Barcelona, 1960) son mujeres decididas, fuertes y con coraje, no se amilanan frente a la adversidad, frente a los prejuicios sociales, frente a aquellos que harán lo imposible para impedir sus deseos, ilusiones y sueños. Mujeres que se ponen en pie y luchan encarnizadamente contra el poder establecido, contra la injusticia, para hacer valer aquello en lo creen, en lo que consideran justo, en lo que se sienten. Muchos recordaréis a la Ann de Mi vida sin mí, que hizo lo indecible para dejar bien a su familia cuando ella no estuviera, o la mujer solitaria que se enfrentaba a su pasado y a su dolor en La vida secreta de las palabras, o Consuelo Castillo que luchaba contra su amor y su enfermedad en Elegy, o Wendy, la neoyorquina que empezaba de nuevo a vivir después de su divorcio en Aprendiendo a conducir, o Josephine Peary, la aventurera que se enfrentaba al frío esquimal y todo en su contra para reunirse con su marido, y finalmente, Florence Green, la solitaria y decidida emprendedora que luchaba contra todos para abrir su librería en el ambiente más hostil en La librería. Coixet lleva más de tres décadas contándonos historias, en sus trece películas de ficción, amén de un buen puñado de documentales de contenido social y político.

En sus ficciones, sus historias giran en torno a mujeres de toda clase social, tiempo, carácter y deseo, como lo son sus nuevas heroínas, Elisa y Marcela, las primeras mujeres que contrajeron matrimonio en España, Elisa vive en un colegio de monjas que dirige su tía, en cambio, Marcela, junto a sus padres, en la Galicia de finales del XIX, más concretamente la de 1898, esa Galicia de gran devoción religiosa, prejuicios sociales, e implacable contra todo aquello que sea diferente, libre o alejado de lo establecido o convencional, también, la otra Galicia, la de Emilia Pardo Bazán, como su libro La cuestión palpitante, que le regalará Elisa a Marcela. Ya desde el plano inicial, en el que vemos la imagen de Elisa de espaldas a nosotros, en el que se va superponiendo la imagen, también de espaldas, de Marcela, mientras escuchamos la voz de Elisa explicando lo que siente y todo aquello que se interpone entre sus sentimientos y aquello que se impone, esa sociedad religiosa, oscura e inquisitoria.

La primera parte, Coixet nos habla del nacimiento del amor entre las dos mujeres, entre los corredores de la escuela, entre la lluvia incesante que moja las calles empedradas, entre atardeceres bañándose en los riachuelos cerca de la playa, mirándose, tocándose, jugando, riendo, y sobre todo, empezando a sentir la una por la otra, sintiéndose libres en un mundo tan ajeno a ellas, tan hostil, como nos irá recordando la magnífica forma de Coixet, con esos barrotes constantes que aparecen entre ellas, incluso los tentáculos del pulpo, que se cuelan en el encuadre escenificando esa cárcel en la que viven las dos jóvenes y a la que deberán enfrentarse más adelante cuando su amor se consuma. Cuando escenifican su amor y se casan, haciéndose Elisa pasar por hombre, tres años más tarde, en la Galicia rural de 1901, empezarán sus problemas cuando ley religiosa destapa el engaño, las mujeres huirán y serán apresadas en la localidad de Oporto, en la vecina Portugal, allí son encarceladas y descubriremos el embarazo de Marcela.

La cineasta catalana envuelve su relato en un primoroso y apabullante blanco y negro cinematografiado por Jennifer Cox (que ya había trabajado con la cineasta en el documental El espíritu del tiempo, sobre el trabajo del artista chino Cai Guo-Quiang en el Museo del Prado) con ese juego de sombras, propio del expresionismo alemán, o esas luces mortecinas para dar calidez y negrura a esos interiores, con el exquisito montaje de Bernat Aragonés, que ya estuvo en La librería, ayuda a contarnos con ritmo y pasión un relato que se va a los 124 minutos, quizás el ritmo se resienta durante la segunda parte cuando las mujeres viven en la cárcel, aunque la aparición de la subtrama del alcaide de la prisión y su mujer, alienta convincentemente el relato, cuando la cárcel de Portugal escenifica la libertad de la que no tienen en el exterior. Coixet nos habla de un amor puro, libre a pesar de los pesares, y muy sentido, protagonizado por dos mujeres, dos almas libres, dos mujeres cultas, que ejercen la docencia, que sienten el amor que se procesan como un compromiso tanto personal como íntimo, como las maravillosas secuencias eróticas, elegantemente bien filmadas, con ese toque de surrealismo como el instante con el pulpo, ahora ya no representa la cárcel, sino el erotismo libre y sin ataduras, o ese otro momento con las algas, donde los cuerpos de las mujeres desnudos se aman, se entrecruzan y sienten la libertad de amarse y experimentar sus deseos alejadas del alcance de esas miradas inquisitorias y malvadas de ese pueblo ignorante, rudo y sometido por los poderes fácticos como el gobierno de turno conservador y la iglesia.

Un reparto que brilla a la altura del relato como Natalia de Molina que da vida a Elisa, creciendo mucho en cada película y demostrando toda su valía, junto a Greta Fernández que interpreta a Marcela, cum laude que después de algunos breves papeles aquí se despega como una de las grandes actrices jóvenes del momento, y esos secundarios como Francesc Orella y María Pujalte, como los padres de Marcela, dejando claro el machismo y la intransigencia del padre y el sometimiento y servilismo de la madre, aunque hay momentos de respiro leyendo a escondidas, Tamar Novas como el joven pretendiente de Marcela, hombre rural de gran hombría, rudo y de carácter. Manolo Solo como Alcaide de la prisión de Oporto, que se sensibiliza con la causa de las mujeres y les comprende, junto a su mujer negra, y finalmente, Lluís Homar como gobernador en una breve secuencia, que deja claro la animadversión hacia sus vecinos. Coixet ha hecho una película necesaria, valiente y comprometida, que gustará más o menos, pero es indudable su generosidad y aplomo para contarnos con astucia y sensibilidad esta historia de amor libre, que desafió los cánones conservadores de la época para ser libres, para amarse sin reservas, para sentirse todo, disfrutando de sus cuerpos, su deseo y su erotismo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA