LAS NIÑAS NO QUERIDAS.
“El llanto es, a veces, el modo de expresar las cosas que no pueden decirse con palabras”.
Concepción Arenal
En septiembre pasado se estrenaba el film Noemí dice que si (2022), de Geneviève Albert, de nacionalidad canadiense, que denunciaba como las menores tuteladas se veían abocadas a la indefensión y la prostitución como vía de escape. En Las chicas de la estación, de Juana Macías (Madrid, 1971), se cuenta una historia parecida, también basada en un hecho real, en la que tres chicas usan la prostitución para ganarse unos euros y salir un poco del centro de menores y de unos padres y madres que no los quieren. Las dos películas se mueven en terrenos fangosos, mostrando, sin caer en sensiblerías y racanería estética, una realidad dura, áspera y nada humana, donde las mencionadas jóvenes se mueven en el filo de la navaja, donde todo está en venta, incluso sus abandonadas vidas. Unas existencias difíciles, sin futuro o con muy poco, meras sombras de vidas, de aquí para allá, muy agitadas e inquietas, que transitan entre la poca tutela de los centros y la calle, como vida y muerte, es decir, un lugar donde conocerán el lado oscuro de las personas y sus actividades delictivas.

De Macías conocíamos su gran ópera prima Planes para mañana (2010), para después dirigir películas industriales con vocación comercial como Embarazados (2016), Bajo el mismo techo (2019), Fuimos canciones (2021) y El favor (2023). Este año ha vuelto al cine de autor y más personal que estructuraban su debut como la serie Las abogadas y Las chicas de la estación, a partir de un guion con Isa Sánchez, que ha trabajado en series tan exitosas como El ministerio del tiempo, Malaka, y películas de Enrique García, donde a través de las miradas y las no vidas de las tres protagonistas: Jara, Alex y Miranda, vamos conociendo sus cotidianidades, sus sueños e ilusiones, y también, sus zonas oscuras, tristes y malas, incluyendo unas voces interiores muy presentes que acorta mucho la empatía con estas vidas tan maltrechas, con una cámara que las sigue, las traspasa y es una parte corporal de ellas, en un gran trabajo de cinematografía de Guillermo Sempere, que ha trabajado en 2 cortos y 3 largos con Macías, imponiendo ese aroma de inmediatez y velocidad de crucero en el que viven las tres protagonistas. Otro cómplice como Maria Macías, se encarga del vertiginoso montaje que captura con acierto y naturalidad todo ese enjambre de movimientos, texturas y colores que se mueven por una trama que se va a casi las dos horas de metraje. Al igual que la música de Isabel Royán, que ayuda a conectarse, con cero enfatizaciones, con los altibajos emocionales que pasan por estas tres niñas.

Si la parte técnica gestiona de forma creíble lo que cuenta la película, la parte interpretativa resulta magnífica, porque es un grandísimo acierto haber escogido a tres debutantes para encarnar a las tres protagonistas. Tenemos a Julieta Tobio como Jara, Salua Hadra como Alex y María Steelman como Miranda que, al igual que Kelly Depeault y Emi Chicoine, protagonistas de Noemí dice que si, transmiten toda la fuerza y vulnerabilidad de sus personajes. Las tres son la película. Las tres transmiten verdad, la que traspasa y emociona. Sus vidas son nuestras vidas, con la citada cámara que las acompaña en sus respectivos viajes a la tristeza, a la soledad y el desamparo. Tres mujeres que solo se tienen a ellas mismas, y eso lo es todo, con la omnipresente música y bailes como herramientas donde transmiten lo que no se puede con palabras. Bien acompañadas por los adultos Elena Gallardo, Xóan Fórneas, Daniel Mantero, Saida Santana, Pepo Llopis y Arantxa Aranguren, entre otros. Un grupo de intérpretes que captan muy bien el espíritu de la película, con todos los detalles y matices, destilando esa verdad que mencionamos con anterioridad, elemento crucial porque si no la película no sería auténtica y mucho menos caería en el panfleto y no en la denuncia que pretende. La trama nos cuenta una verdad demasiado real, pero no por eso va a caer en estereotipos ni lugares comunes, sino en transmitir esa desazón de soledad y callejón sin salida en el que se encuentran las niñas.

Una película como Las chicas de la estación no es una película agradable ni mucho menos, pero tampoco es una película desesperanzadora, porque aunque la historia que nos cuenta y su trama sean duras, ásperas y muy oscuras, con una atmósfera parecida a la que había en Hardcore (1979), de Paul Schrader, en la que un padre buscaba a su hija desaparecida en el mundo del cine de adultos. Aunque se mueva por esos espacios sin vida, donde los adultos se aprovechan sexualmente de los niños y niñas, la película denuncia y cuenta esas oscuridades de la condición humana, pero lo hace para que el respetable lo sepa y lanzar un grito de auxilio para que estas cosas no sucedan, o que pasen menos, o quizás, es mucho pedir, pero, entre otras cosas, el cine sirve para contar verdades, o al menos, explicarlas con la mayor verdad posible, y la película de Macías lo hace y no duda en mostrar una realidad demasiado cercana, demasiado pública, que la mayoría ha decidio no mirarla o simplemente, hacerse el despistada, sea como fuere, el cine hace bueno en explicarlas y explicarlas así, con verdad, con intimidad y sin condescendencia, y siendo fiel a sus personajes, sus verdades y todo lo que le rodea. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA





LA BALSA DEL HORROR. 


