Papicha, de Mounia Meddour

UN ESPÍRITU REBELDE.

“Un verdadero espíritu de rebeldía es aquel que busca la felicidad en esta vida”

Henrik Johan Ibsen

En sus primeros instantes, Papicha, la opera prima de Mounia Meddour (Moscú, Rusia, 1978) deja claros su forma y fondo, cuando arranca en mitad de la noche, filmando de forma inquieta la huida de dos jóvenes universitarias, Nedjma y Wassila, que salen a hurtadillas de la residencia donde viven. Cogen un taxi que les espera y las lleva a una discoteca en plena ebullición, donde en sus lavabos venderán la ropa que diseña y fabrica Nedjma. Estamos en la Argelia de 1997, el peor año de la escalada de violencia que arrancó a principios de la década de los noventa, cuando grupos extremistas religiosos se enfrentaron al gobierno, sembrando el terror en la sociedad con secuestros y asesinatos, la llamada “Década negra”. En ese contexto de conservadurismo atroz y horror, la película cuenta la realidad de Nedjam, a la que todos llaman “Papicha” (palabra típicamente argelina que significa “mujer divertida, bonita, liberada”) una joven universitaria que sueña con ser diseñadora de moda.

La cineasta argelina plasma buena parte de sus experiencias personales para hablarnos de un grupo de jóvenes rebeldes, combativas y resistentes en un país azotado por la violencia extrema, en el que reina el caos y la intolerancia a lo diferente, que persigue a todo aquel o aquella que protesta y crítica los abusos y la violencia que se hace en nombre de Dios. La cámara de Léo Levéfre (debutante en la ficción con Papicha, con amplia experiencia como cámara en las películas de Loach) consigue de forma intuitiva y transparente penetrar en el alma de Papicha y sus amigas, escrutando todas sus ilusiones y esperanzas a pesar del contexto tan hostil en el que viven, desde la mencionada Papicha, la citada Wassila que es una romántica empedernida, Samira, que sueña con exiliarse a Canadá o Mehdi, que desea respirar un poco más ante su inminente boda de conveniencia. Una luz tenue y llena de claroscuros que le viene como anillo al dedo a este relato de luces y sombras, que sigue a una joven que quiere romper las normas establecidas o el menos luchar contra ellas.

El montaje nervioso e incisivo de Damien Keyeux (estrecho cómplice del cineasta Nabyl Ayouch, un cineasta marroquí que crítica con dureza la falta de libertad en su país) se convierte en un elemento primordial, ya que se inserta con astucia y energía a ese rompecabezas troceado que demanda la historia de la película. Una fábula febril y combativa que no descansa en un solo instante, llevándonos de forma concisa e incisiva por todos los lugares en los que se desarrolla la película, en que cada vez la amenaza se cierne sobre Papicha y sus amigas, ya que la violencia extrema de los integristas va acercándose a ellas, como el elemento de los carteles que ordenan vestir el velo negro islámico radical a las mujeres, ejemplificando todo lo que va sucediendo, si en un principio aparece en las calles, pronto en las paredes de la residencia, hasta entrar en la habitación de Papicha y las demás, violentando e invadiendo sus espacios de libertad, donde sueñan, cantan, se visten y vibran, donde son ellas mismas sin ningún tipo de condena y mandato religioso. Meddour capta los detalles de la vida cotidiana de forma especial e íntima, recogiendo todo ese espíritu de documento de aquellos instantes que respira la película, bien enlazados con la ficción que explica la narración.

La joven Papicha tiene garra y fuerza, no se detiene ante las adversidades y la tragedia, su espíritu rebelde y resistente contagia a las demás y todas ellas se rebelan con el desfile de moda que quieren hacer, convertido en una acción política y de protesta contra la injusticia en la que están viviendo, enfrentando el “haik”, la pieza de tela de colores vivos que las mujeres se enrollan sobre el cuerpo, contra el “nicab”, el velo negro islámico importado del golfo, que escenifica la violencia, y el extremismo que quieren implantar los sectores más radicales de la sociedad. Aunque quizás el elemento que eleva la película, a parte de su estupendo y ágil guión firmado por Fadette Drouard y la propia directora, no sea otro que la maravillosa y naturalista composición de la joven intérprete Lyna Khoudri, que al igual que la cineasta vivió en sus carnes el exilio de Argelia, actriz de carácter y muy cercana, que ya había despuntado en la película Les bienheureux, de Sofia Djama. En Papicha se convierte en el alma de la función, en la guía y el motor que necesita la película para explicarnos los deseos y las ilusiones más íntimas de una mujer que no desea abandonar su país para estar bien, sino que quiere quedarse y construir su espacio de felicidad a pesar de todo, una elección que conmueve por su carácter rebelde y sobre todo, por sus ansías de cambiar las normas y luchar contra la injusticia.

Al lado de la magnífica Lyna Khoudri, destacan sus compañeras de rebelión que despuntan igual que ella, aportando naturalidad, energía y transparencia,  como Shirine Boutella como Wassila, la amiga inseparable y compañera de fatigas, muy diferente a Papicha, ya que cree en el amor como acto romántico y lleno de ilusión, aceptando la imposición masculina, bien acompañadas por Hilda Douaouda como Samira y Yasin Houicha en el rol de Mehdi, todas ellas reclutadas a través de las redes sociales. Papicha es una película humanista y certera en su discurso, con ese aroma que recogían las películas iraníes de Kiarostami o Panahi, o las más contemporáneas Bar Bahar, de Maysaloun Hamoud, La bicicleta verde, de Haifaa Al-Mansour o El pan de la guerra, de Nora Twomey, entre muchas otras historias que han querido mostrar la lucha cotidiana y resistente de muchas mujeres árabes que se plantan ante el patriarcado y el extremismo religioso, que imponen su forma de vivir a través de una violencia atroz y horrible. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entendiendo a Ingmar Bergman, de Margarethe von Trotta

EL LEGADO DEL MAESTRO.

“Fue uno de los pocos directores de cine  que  se  interesaba  honestamente  en  lo  que  ocurría  en  el  interior  de  los personajes femeninos”.

Gunnel Lindblom

Mucho se ha escrito y reflexionado sobre Ingmar Begman (1918-2017) y su cine, quizás mucho para algunos y poco para otros, lo que si estamos de acuerdo es que el universo cinematográfico del director sueco es muy amplio, complejo, profundo y magnífico, y son incuestionables los motivos que convierten a Bergman en uno de los mayores revolucionarios de la historia del cine, tanto en su concepción formal, narrativa y emocional, siendo uno de los cineastas que más han inspirado a legiones de cineastas alrededor del mundo. Una de esas cineastas es Margarethe von Trotta (Berlín, Alemania, 1942) una de las miradas más interesantes y críticas de aquellos “Nuevos Cines” surgida a finales de los sesenta y principios de los setenta, y más concretamente, perteneciente a la “Nueva Ola Alemana”, junto a otros nombres ilustres como Fassbinder, Wenders, Kluge, Schlöndorff. La cineasta berlinesa autora de 24 films de ficción, arranca su aventura en el documental, como si emulase el viaje al pasado igual que Isak Borg, el médico retirado de Fresas salvajes, y muy parecido al realizado por Wenders en Tokio-Ga, en el que realizaba su personal homenaje al maestro Yasujiro Ozu y recorría sus huellas. Von Trotta recoge el testigo de su coetáneo y también homenajea al maestro Bergman en el centenario de su nacimiento, mirando, analizando, reflexionando y entendiendo, como reza el título, la obra del cineasta que más le ha inspirado en su carrera, y como punto de partida la película que alumbró a Bergman y el cine a finales de los cincuenta con El séptimo sello, con la que Von Trotta inicia su película describiéndonos a modo de narrador como se hacía en las películas silentes, analizando su arranque en esa playa con ese caballero, su escudero, los caballos y la presencia de la muerte y cómo no, la partida de ajedrez, uno de los instantes míticos de la historia del cine.

Seguidamente nos trasladaremos a la ciudad de París, lugar emblemático del cine de autor, done aquellos jovenzuelos críticos de “Cahiers du Cinema” acuñaron el término de “autor” y abrieron una ventana maravillosa en la que el cine empezó a ser mirado de otra forma, desde otro punto de vista, más personal y profundo, donde el director se convertía en el autor de la película. Y cómo no podría ser de otra manera, alguien como Ingmar Bergman se convirtió en una especie de Sancta Sanctorum para muchos de aquellos amantes del cine y de los autores. Von Trotta nos conduce como narradora omnipresente por el universo cinematográfico de Bergman desde la admiración profunda al maestro inspirador y siempre presente en sus películas, también lo escucharemos en imágenes de archivo, lo recordaremos por aquellos lugares por donde transitó tanto en su vida personal como profesional, recorriendo las ciudades de Múnich, donde Von Trotta conoció personalmente a Bergman que trabaja en teatro, Estocolmo, Göteborg, y los espacios emblemáticos del cineasta como cafés, teatros, hogares, etc…

No solo eso, la cineasta alemana hace un recorrido espacial cronológico, explicándonos las vicisitudes personales que se vieron reflejadas en las películas que hacía, dando voz a personas que lo conocieron de primera mano como las actrices Liv Ullmann o Gunnel Lindblom, u otros cineastas de diferentes generaciones que reconocen su inestimable y brutal inspiración como Carlos Saura, François ozon, Mia Hansen-Love o Ruben Östlund, entre otros, mezclándolo todo con su obra, fragmentos de sus películas como  El  séptimo  sello,  Persona,  Fresas  salvajes, Noche  de  circo,  Juegos  de  verano,  Los  comulgantes,  Gritos  y  susurros,  y Fanny y Alexander, entre muchas otras, momentos que se analizan desde varias miradas y extrayendo esas conclusiones pertinentes para conocer la personalidad del cineasta de infancia difícil como nos detallará Daniel Bergman, uno de esos hijos, que nos habla de un padre ausente, de alguien que no reconocía como tal y con el que tuvo una relación compleja, como se evidencian en sus películas, siempre llenas de dificultades y oscuridad.

Veremos fragmentos de películas de Von Trotta como el de Las hermanas alemanas, película muy valorada por Bergman, e incluida en la lista de mejores películas que elaboró el cineasta sueco junto a otras de Kurosawa, Fellini, Chaplin, Wilder o Victor Sjöström y La carreta fantasma, la mejor película de la historia del cine para Bergman, y su inestimable homenaje a Sjöström dirigiéndole en su emblemático personaje en Fresas salvajes. Trotta invoca al maestro, su obra y sus fantasmas y obsesiones como la Edad Media,  la  hermandad  entre  mujeres,  Chéjov, y muchos otros de sus temas predilectos y recurrentes en su cine. Y como no podía ser menos visitaremos la pequeña isla de Farö, lugar mítico en el cine de Bergman y su vida personal, un espacio lleno de fantasmas, algunos errantes y otros no tanto, donde el cineasta se recogía del mundanal ruido y escribía y pensaba en futuras películas, en obras de teatro, donde se recoge su experiencia y trayectoria en el momento que visitamos Múnich.

Descubrimos aquello oculto y desconocido, diferentes miradas y visiones de cineastas, colaboradores y demás que nos explicarán sus relaciones, sus conflictos y tantas otras cosas que descubrimos por primera vez sobre Bergman, conociendo al obsesivo cineasta, su mirada más íntima y personal, sus miedos y angustias, sus incapacidades y aciertos, como sus personajes, todo ese mundo que nacía cuando se apagaban las luces, cuando el reconocido e inspirador cineasta dejaba paso al hombre, a la persona que debía de batallar con sus problemas, alegrías y demás. Un documento-homenaje sobre Ingmar Bergman magnífico e íntimo, desde la premisa del cineasta hijo que recuerda el legado del maestro padre, viendo su vida, como si fuera por una mirilla, acercándose a aquellos que lo conocieron y trataron, ofreciéndonos un análisis amplio y profundo de su carácter y como nacían y se desarrollaban sus ideas, sus proyectos y sus películas, como influyeron, como influyen y como influirán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Apuntes para una película de atracos, de Léon Siminiani

EL CINEASTA Y EL ATRACADOR.

No se puede concebir ver y oír la realidad en su transcurrir más que desde un solo ángulo visual: y este ángulo visual siempre es el de un sujeto que ve y oye. Este sujeto es un sujeto de carne y hueso. Porque si nosotros en un film de acción también elegimos un punto de vista ideal y, por lo tanto, en cierto modo abstracto y no naturalista, desde el momento en que colocamos en ese punto de vista una cámara y un magnetófono, siempre resultará algo visto y oído por un sujeto de carne y hueso (es decir, con ojos y oídos).”

Pier Paolo Pasolini

La película nos da la bienvenida con la voz del propio autor explicándonos que siempre ha querido hacer una película de atracos, mientras vemos algunos de esos títulos clásicos que han creado su memoria cinematografía, como Rififí, de Jules Dassin, el clásico por excelencia del método del butrón (en el cual los atracadores utilizan el alcantarillado público para perpetrar sus delitos) también veremos secuencias de atracos de películas españolas como Apartados de correos 1001, de Julio Salvador, El ojo de cristal, de A. Santillán, Los atracadores, de Rovira Beleta o A tiro limpio, de Pérez-Dolz, entre otras, películas referentes para el autor que además, le sirven para introducirnos en su elemento esencial, el cine como reflejo de una sociedad y de su tiempo.

El autor es Léon Siminiani (Santander, 1971) que lleva dos décadas construyendo relatos de ficción, y también, de auto-ficción, enmarcados en el ensayo, en una simbiosis perfecta entre realidad y ficción, en la que nos introduce en su universo cinematográfico donde hay cabida para todo, para la ficción convencional, la autoreferencia, la vida propia, y sus acompañantes que van construyendo su propia realidad ficcionada a medida que avanza el metraje, en el que se interpretan a sí mismos y a otros, en un maravilloso y fascinante juego de espejos donde todo se cruza, y se retroalimenta, en que vida y cine acaban siendo uno sólo, y los dos elementos o medios se lanzan de la mano en pos de la historia que contar. Su serie de Conceptos clave de la vida moderna, con su grupo de cortometraje, evidenciaba esa forma tan natural y personal de abordar temas candentes de los tiempos de ahora, o en su trabajo en Límites 1ª Persona, en el que documentaba la última imagen del ser amado, en su cierre de aventuras junto, un viaje por el desierto. Todas estas reflexiones y pensamientos que ya anidaban en su cine, desembocaron en su primer largo, Mapa (2012) en el cual capturaba el final de una relación sentimental y el posterior desamor del protagonista, interpretado por sí mismo, que vivía su duelo a través de un viaje por la India.

Ahora, para su segundo largo, vuelve a transitar por sus lugares conocidos y nos sumerge en la historia de una amistad, entre el propio director y Flako, un atracador de bancos por el método del butrón, desde sus inicios, cuando supo de su existencia a través de los medios por su detención en el verano del 2013, pasando por sus correspondencias en forma de carta y visitas a la cárcel, hasta sus encuentros face to face cuando Flako empezó a disponer de permisos. Mediante un tono documental, entre la vida y el cine, Siminiani construye una película sobre la representación cinematográfica, cuando las imágenes ideadas no son posibles de materializarlas por no disponer de uno de los personajes en cuestión, también, sobre los límites del propio elemento cinematográfico, en que la visibilidad de ese mismo protagonista podría atentar contra sí mismo, en que la película a modo de diario-ensayo, como ya existe en buena parte del cine de Siminiani, va recogiendo todos los avances, obstáculos y pormenores de estos apuntes, que hace referencia a aquellas películas sesenteras de Pasolini amén de Localizaciones en Palestina para el evangelio según San Mateo (1965) donde recogía el viaje a Tierra Santa y las huellas de Cristo, en Apuntes para una película en la India (1968) viajaba hasta el país asiático para capturar su idiosincrasia, y finalmente, en Apuntes para una Orestíada africana (1970) explicaba los trabajos de preparación para la película frustrada que finalmente no pudo hacer.

Para Siminiani, el ensayo-prueba de la posible película se convierte en la película, donde convergen todo aquello que quería hacer, una película con atracos pasados, y atracadores presentes, y su modus operandi, tanto del atracador como del cineasta, donde la reconstrucción y reelaboración de la pre-película adquiere la dimensión de la película en sí misma, donde la reconstrucción de la biografía de Flako desde su infancia en Vallecas, la compleja relación con sus padres, y más con su progenitor, donde la figura paterna se erige como elemento distorsionador en la vida de Flako y su entorno, y su propio mito, acentúan más si cabe todo el entramado de Siminiani, en que director y personaje se acaban fusionando en uno mismo, en que se reflexiona sobre la paternidad y el legado a los hijos desde todos los ángulos posibles, de los padres ausentes, y los que vendrán, ya que Flako es padre y Siminiani lo va a ser.

Una película sencilla y personal, íntima y transparente, que registra el pre-encuentro y luego, la amistad construida, en el que hay fascinación y rechazo sobre alguien que atraca bancos con violencia y determinación, pero también, es un padre de familia y un esposo enamorado, y quiere llevar otra vida. La cinta rezuma verdad y ficción por los cuatro costados, en que también hay comedia y reflexión, tanto de los límites cinematográficos como de su representación, su reconstrucción y la propia ficción dentro del documento, donde todo se utiliza al servicio de la historia, en una película inquieta, llena de energía y magnética, en el que se narra el encuentro emocionante del cineasta que quiere contar su historia, la del otro y la suya propia, y la del otro, el atracador condenado que (que con esa máscara que utiliza para ocultar su identidad, aún los encuentros adquieres dimensiones más cinematográficas e íntimas) debe confiar y lanzarse al vacío para rememorar y reconstruir sus hazañas delictivas y reflexionar sobre sí mismo, y sobre su futuro.

Caras y lugares, de Agnès Varda y JR

¡VIVA EL CINE! ¡VIVA LA VIDA!

Hay películas que sólo el mero hecho de verlas, uno se reconcilia, aunque sea un poco, con la humanidad, con aquello que nos hace peculiares, únicos y diferentes a todo aquello que nos rodea, eso sí, mirándolas sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, y sobre todo, dejándose llevar por su interior, por aquello que la obra muestra, por aquel viaje que nos lleva a conocer personas, lugares y estados de ánimo. Visages, Villages es una de esas películas, que nos atrapa y nos hipnotiza con sus imágenes cotidianas, con gentes corrientes, y situaciones sencillas. De sus autores podríamos decir que tenemos a JR (París, Francia, 1983) un fotógrafo urbano especializado en murales y por el otro, nada más y nada menos que Agnès Varda (Ixelles, Bélgica, 1928) una de las grandes cineastas de todos los tiempos, que lleva más de medio siglo construyendo cortometrajes, documentales y ficción, en los que ha hablado de su contexto político, social, económico y cultural de su tiempo, desde aquel maravilloso debut La pointe courte (1954) donde siguiendo los postulados Rossellinianos avanzaba lo que será la Nouvelle Vague.

El cine de varda se caracteriza, tanto en sus celebradas obras de ficción como Cleo de 5 a 7 (1962) o Sin techo ni ley (1985) en un cine híbrido que tiene un fondo de documento, de filmar lo más frágil y aquello invisible, un cine sobre la memoria, lleno de cotidianidad, de personas cercanas, y de lugares a tiro de piedra, con especial dedicación a lo femenino, a lo oculto, y a aquello que la frenética sociedad deja de lado, con especial dedicación al trabajo de las clases obreras y a lo popular de la cultura francesa, como así lo muestran títulos como Daguerréotypes (1976) en la que filmaba las personas de la calle donde vivía, o Mur Murs (1980) donde mostraba los murales de la ciudad de Los Ángeles, desde sus autores, sus reivindicaciones y vidas. En el nuevo milenio, son my celebrados trabajos como Los espigadores y la espigadora (2000) y su secuela Dos años después (2002), en la que registraba con su cámara de video, el mundo oculto de aquellos que vivían de lo que tiraba el resto, a través de un canto a la vida, capturando a las gentes anónimas, sus casas y sus vidas particulares. En Las playas de Agnès (2008) hacía un recorrido de su propia vida como cineasta, siempre con delicadeza y un gran sentido del humor que recorre toda su filmografía.

Ahora, Agnès, junto a la compañía de JR y su furgoneta-estudio fotográfica, emprenden un viaje por la Francia rural, acercándose a las vidas de aquellas personas anónimas y sencillas, con el propósito de hacerles un retrato de sus rostros, expresiones y miradas, imprimirlo y luego, colgarlo en alguna de las paredes, ya sea su casa o algo que tenga que ver con su persona. De esa manera, llegan a un pueblo de mineros ya abandonado, donde encuentran algunos familiares y a la única mujer, una hija de minero que sigue en su casa. Luego, irán a otro pueblo y así sucesivamente, por su cámara posan trabajadores de todo tipo: camareras, estibadores y estibadoras, agricultores, ganaderos y toda una serie de aldeanos del mundo rural, en el que la película rescata un muestrario de vidas anónimas, sencillas e invisibles, a las que Varda y JR, se acercan a ellas, les preguntan y las retratan para que decoren las paredes y muros de su pueblo. Tanto Varda y Jr, reflexionan de aquello que ven, y dialogan, en un viaje donde vida y cine se dan la mano, se mezclan, y se alimentan, donde la imagen fija y la imagen en movimiento se fusionan, se entremezclan y disfrutan una de la otra, en una perfecta simbiosis, en el que las vidas de los cineastas y su trabajo se convierten en uno sólo, donde la vida y lo que vemos se cuela de forma sencilla.

Toda la película está bañada de un gran sentido del humor, en el que las cosas más pequeñas o minúsculas tienen su grado de importancia y son esenciales para aquellas personas que nos transmiten alegría, tristeza y honestidad, como la señora que no quema los cuernos de sus cabras, como hacen el resto, sabiendo que será perjudicial para su negocio, o los estibadores, enfrascados en una huelga para defender sus trabajos, se prestan a relajarse un rato y hacerse el retrato que les sacará por unos instantes de la tensión, o la imposibilidad de que uno de los retratos-murales resista al embate de la marea, o aquellos peces retratados en el mercado que decorarán un depósito de agua, o finalmente, esos ojos de los autores que viajarán en tren mirando todo aquello que se encuentren. Varda y JR se complementan a la perfección, la sabiduría y el talento de los años con la energía y la mirada de la juventud, en el que logran retratar la Francia rural o una parte de ella, desde el azar, sus encuentros y el descubrimiento, esa mirada curiosa e inquieta de conocer lo cotidiano, lo más cercano a la tierra, a nuestros ancestros, olvidando el ruido y el frenesí de las ciudades.

Varda y JR han construido una película llena de vida, de cine, que nos emociona desde su intimidad y cercanía, en la que nos proponen dejarnos llevar por sus imágenes, en las que descubriremos una vida alejada a la nuestra, basada en la sencillez, done escucharemos historias olvidadas y presentes, donde hijos y nietos nos hablan de un tiempo que ya se fue, un tiempo que sigue en ellos, un tiempo siempre fugaz, incierto y esquivo, que la cámara recoge desde el respeto y la calidez, a través de una propuesta delicada y humanista, convertida en una road movie rural maravillosa y sentida, un cuaderno de viaje sobre la memoria de lo rural, dejándose llevar por aquello misterioso que encuentran por azar o a través de amigos, casi sin ningún itinerario preconcebido, lanzándose a la aventura, a descubrir y asombrarse por lo sencillo, con personas, relatos, lugares y objetos que les llenan, que los alegra, pero que también los entristece, como los momentos en los que rinden homenaje a los que no están como Nathalie Sarraute, Guy Bourdin o Cartier-Bresson, autores y fotógrafos que también se dejaron llevar por el azar, el asombro de lo cotidiano y la necesidad de vivir, descubriendo y descubriéndose, asombrándose por los pequeños detalles, con las gentes y sus costumbres, con amor, alegría, tristeza y mucho humor.

Dede, de Mariam Khatchvani

UN ESPÍRITU INDOMABLE.

En un instante de la película, donde asistimos a una carrera de caballos, Dina, la protagonista, cabalga a lomos de un corcel negro, su determinación y sus maneras guiando al caballo, nos devuelven ese aire de libertad y determinación que tienen ciertas personas, desvelándonos algo que ruge en su interior, mostrándonos ese espíritu indomable y rebelde que demostrará a lo largo del metraje, un alma inquieta y fuerte que no se arrodillará frente a nadie ni nada que se le interponga en su camino. La puesta de largo en la ficción de Mariam Khatchvani (Ushguli, Georgia, 1986) después de un período dedicada al documental y al cortometraje, donde ha sido reconocida internacionalmente, es una película inspirada en la vida de su abuela, donde la directora pone el foco en una mujer, la joven Dina, que vive en una de esas aldeas, en la región de Svanetia, entre las montañas del Cáucaso, en Georgia. La directora nos sitúa en los albores de 1992, después del amparo soviético, los georgianos se enfrentaban a una guerra interna y a sus propios conflictos territoriales.

Aunque, Khatchvani nos habla de otra guerra, la que sufre Dina, que obligada por la familia a casarse con David, que vuelve de la guerra, aunque la joven está enamorada de Gegi, compañero de armas de David. Dina no es de esas mujeres obedientes y que se dejan amilanar, su carácter le hará enfrentarse a su familia y su futuro esposo, negándose a seguir la tradición y dispuesta a romper las normas y decidir su propia vida. La directora georgiana construye una ficción, pero que la hermana con el documental en muchos aspectos, y a las formas cinematográficas de Rossellini (por ejemplo en Stromboli, terra di Dio, cuando encerraba en esa isla-cárcel a Ingrid Bergman, extraña de sí misma y extraña para los lugareños) desde la elección del reparto, en el que sólo hay un actor profesional, George Babluani que da vida a Gegi (al que vimos en 13 Tzameti) el resto del elenco lo componen habitantes de la región donde se filmó la película, también, donde pasó la directora su infancia,  y otro dato significativo, la película se rodó en georgiano y en svano, un dialecto hablado por unas 30000 personas muy propio de la zona.

La película obedece a la tragedia clásica, donde alguien que sigue su propio instinto, se enfrenta al poder, aquí el sistema patriarcal atávico que impone su poder al de las mujeres, meros seres obedientes, esposas a su pesar (cuando no acceden son secuestradas, práctica deleznable que sigue vigente en las zonas rurales de otras repúblicas próximas como la de Kirguistán, como explicaba el documental Grab and Run, de Roser Corella) y sobre todo, madres bondadosas al servicio de su esposo y la familia de éste. Dina rompe esas reglas y lucha incansablemente para vivir su propia vida, aunque las cosas no serán nada fáciles y deberá estar alerta en todo momento. La cineasta georgiana compone un retrato fiel y sincero sobre la mujer rural georgiana de finales del siglo XX, sin caer en ningún discurso panfletario o condescendiente, la trama es dura y compleja, y crea una atmósfera inquietante y cruel, ya que mezcla la belleza de sus paisajes tanto primaverales como hibernales, mezclado con la execrable tradición machista que sigue vigente en las diferentes aldeas.

Dina, bellísima y magnífica la interpretación contenida de la debutante Natia Vibliani, que lo expresa todo de manera sobria, nos conduce por su historia, por encontrar su lugar en el mundo, a través de su perseverancia, sus conflictos interiores, y ese entorno conservador, tradicionalista y violento, una mujer vital, llena de energía, de amor y de vida, que no cejará en su empeño, a pesar de todos los reveses y palos que va encontrando en su existencia. Khatchvani construye una película que puede verse como una experiencia antropológica, retratando las formas y costumbres de vida de los habitantes de la zona, en la que hace gala de un gusto exquisito en su forma, combinando excelentemente los colores y el paisaje que rodea los pueblos, desde esos colores apagados y oscuros de las ropas rurales, a ese vestido rojo, que alberga todo el significado de libertad que desprende la protagonista, o esos planos, en sus mayoría fijos, que nos remiten a la prisión en vida que sufren las mujeres del relato, donde la cabeza más visible sería Dina, ya que ella ha decidido enfrentarse a lo inamovible para ser ella misma, tomar sus propias decisiones y mantenerse en pie, cueste lo que cuesto, y a pesar de quién sea, de su familia, su pueblo y sus malditas tradiciones.