El valle de la esperanza, de Carlos Chahine

LA MUJER TRISTE. 

“La historia de la mujer tiene que ver más con lo que se calló que con lo que se dijo”.

Irene Muñoz 

Érase el verano de 1958, en un valle remoto de las montañas libanesas, una familia muy cristiana y conservadora ha huido de la vorágine revolucionaria de Beirut para refugiarse en la paz y el remanso del pueblo. Layla es la hermana mayor de tres hermanas, casada y madre de un hijo. Su vida es anodina, demasiado cotidiana y anodina, sin más, vive en una falsa libertad e independencia, atrapada en un matrimonio impuesto que soporta con tristeza y desesperanza. Su existencia gira alrededor de un padre y un marido que deciden su destino y sus quehaceres diarios. Todo esa calma aburrida y violenta se ve amenazada con la llegada de unos veraneantes franceses. Hélène, una madre demasiado protectora, y Charles, un joven doctor que despertará en Layla un deseo oculto y reprimido, y quizás, una forma de evadirse de tan triste realidad, porque ese verano donde el joven país está envuelto en encontrar el equilibrio entre la mayoría musulmana y la minoría cristiana, también, hubo otra revolución,la de las mujeres como Layla, más íntima y personal, que quieren vivir su vida a pesar del tremendo machismo y patriarcado en el que les ha tocado vivir. 

Su director, Carlos Chahine (Líbano, 1958), al que conocíamos por su trabajo como actor bajo las órdenes de su compatriota Ziad Doueiri en películas tan interesantes como El insulto (2017), hace su puesta de largo mirando al pasado de su país, una tierra de la que se exilió en 1975, y volvió hace en 2018 para dirigir una trilogía sobre la familia a partir de tres cortometrajes. La familia, el pasado de su tierra y las mujeres vuelven a ser las raíces en las que se apoya la trama de El valle de la esperanza, escrita en colaboración con Tristan Benoit, donde todo está contado con pausa, con detalle y extrema sensibilidad, sin caer en lo sensiblero ni el dramatismo efectista, aquí todo se desarrolla bajo la mirada de su protagonista Laya, sin monopolizar la historia, dejando espacio a los demás conflictos que giran en torno a ella, y sus dos hermanas, también encerradas en ese palacio de cristal vacío, como le ocurría a Madame Bovary, de Flaubert, que es la novela que una de las hermanas está leyendo. Tiene el mismo aroma que películas como Mustang (2015), de Deniz Gamze Ergüven, y Papicha (2019), de Mounia Meddour, donde vemos a mujeres jóvenes encerradas en familias patriarcales y los ecos de una revolución interna. 

Estamos ante una película que nos desborda con muy poco, dejando que todo se cuente a fuego lento, desde el interior de su principal protagonista, sin prisas y sin exquisiteces que no vengan al caso. Un melodrama sobrio y tranquilo, muy bien filmado y exquisito, como los podían hacer Max Ophüls y Douglas Sir, en que lo íntimo y lo más personal convive y se desenvuelve en una sociedad muy agitada y en proceso de disputa, en que las mujeres reciben por todas partes, porque la revolución nunca va a mejorar su situación vital del país, unos ideales machistas que se preocupan por la libertad del país, y no de las que tienen en casa aprisionadas. La luz brillante y dolorosa de la película, que firma el cinematógrafo Thomas Bataille, ayuda a hacernos partícipes a los espectadores, removiéndonos a partir de los contrastes que se respiran a lo largo del argumento, así como el rítmico y ajustado montaje de Gladys Joujou, de la que hemos visto sus trabajos para Alejandro Magno, de Oliver Stone, Alma mater, de Philippe van Leeuw, entre otros, en un específico trabajo en una película de sólo 83 minutos de metraje, y finalmente, la excelente música de Antonin Tardy, que ayuda a revelarnos aquello que las mujeres sienten y callan por imposición. 

Una película que se sostiene a partir de lo que no se dice, de todo lo que callan las distintas mujeres que pululan por su trama, necesitaba un buen plantel de intérpretes que transmitan todo ese silencio impuesto y doloroso, y lo consigue con composiciones de verdad, de esas que se te agarran al alma, porque lo cuentan todo sin apenas palabras, a través de miradas, gestos, y demás. Tenemos a la magnífica Marilyne Naaman, que consigue conmovernos con lo mínimo todo el abanico de complejidad y silencio en el que vive su desdichada Layla, en una mezcla de belleza marchita por su interior, tan desolado como ansioso de romper esa cárcel donde la han obligado a no respirar. Nos encontramos con la gran Nathalie Baye, poco hay que decir de una de las últimas grandes damas de la cinematografía francesa con más de medio siglo de carrera, aquí haciendo de una madre demasiado encima de su hijo pero con ternura, Antoine Merheb Har es el hijo, un doctor llamado Charles, el hombre que despierta el deseo y la pasión a Layla, el forastero que rompe la cotidianidad enfangada en la que vive. Y luego, una retahíla de buenos intérpretes como Pierre Rochefort, Talal Jurdi, Ahmad Kaabour, Christine Choueiri, Joy Hallak y Rubis Ramadan, entre otros y otras, que consiguen esa profundidad tan importante para una película de estas características. 

Sólo me queda celebrar una cinta como El valle de la esperanza, y a su director Carlos Chahine, y que en futuro no muy lejano, podamos seguir viendo su cine, porque es un cine que nos habla a nosotros, que nos relata esa intimidad de cuando las puertas de las casas se cierran, de todo eso que se nos oculta, que desconocemos, de todas los pequeños dramas y tristezas como las de una mujer como Layla y sus hermanas, y tantas mujeres que han sufrido y sufren el patriarcado de aquellos que luchan por la libertad y olvidan empezar por su entorno más próximo. Deseo que la película encuentre su público, una audiencia que se emocionará con el relato que nos cuenta, y la sensibilidad y ternura que destila en cada plano, en cada encuadre, su forma de acercarse a una historia compleja sin caer en la estridencia ni el dramatismo exagerado, sino todo lo contrario, con detalle, con sutileza y conmoviendo al espectador, que la disfrutará por su narrativa y la sufrirá por su argumento, porque nos habla de tantos silencios vividos a lo largo de la historia de la humanidad, y que alguna vez, algunos se rompen y ya no hay vuelta atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Artur Tort

Entrevista a Artur Tort, cinematógrafo y comontador de la película «Pacifiction», de Albert Serra, entre muchas otras, en su domicilio en Barcelona, el martes 6 de septiembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Artur Tort, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por hacernos un retrato tan bonito. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las dos caras de la justicia, de Jeanne Herry

ENFRENTAR EL DOLOR. 

“Qué mecanismo psicológico tan raro, y tan común, el que provoca el sentimiento de culpa y de pudor en la víctima y no en el verdugo”. 

El mundo (2207), de Juan José Millás

Hace dos temporadas nos quedamos sobrecogidos por la elogiada Maixabel, de Icíar Bollaín, donde conocíamos la historia real de la citada mujer, que quiso conocer a los asesinos de su marido. Toda una muestra de coraje, valentía y serenidad de una persona que enfrenta su dolor y rabia frente a las personas que le arrebataron una de las personas más importantes de su vida. La tercera película de Jeanne Henry (Francia, 1978), después de las interesantes Elle l’adore (2014), y En buenas manos (2018), bucea en la denominada justicia restaurativa, una actividad que consiste en enfrentar a autores de delitos enfrentándolos con víctimas de delitos parecidos. Estamos ante una película sobre el habla, sobre el diálogo, sobre el dolor, las heridas, el trauma y la reparación, cerrando todas esas roturas del alma. Una película en la que se habla mucho, peor muy bien, nada banal ni sentimentalista, sino todo lo contrario, incidiendo en los diversos conflictos de cada una de las víctimas y verdugos, con calma y pausa, con tiempo, exponiendo cada problema, cada proceso, cada mirada y cada gesto. 

No estamos ante una película más, es una película cosida a conciencia, porque tiene entre manos un tema delicado y extremadamente sensible, un tema que requiere pausa, profundidad y mucho tacto. En Las dos caras de la justicia (del original Je verrai toujours vos visages, traducido como Siempre veré tus caras), se palpa una tensión parecida a la que palpaba en la magnífica Doce hombres sin piedad (1957), de Sidney Lumet, donde los espectadores nos convertimos en testigos privilegiados que participan en estos encuentros, resulta altamente aleccionador el arranque-prólogo de la película, cuando vemos a los voluntarios en los talleres de aprendizaje, aprendiendo y enfrentándose a futuros conflictos, y el salto a un año después, cuando entramos en materia, y vemos la realización in situ. Y no sólo la película aborda uno de los encuentros, del que hemos hablado, sino que también, explica un caso desde su primigenia, cuando una joven Chloé, se presenta en la oficina y explica su caso, víctima de abusos sexuales por su hermanastro, con el que quiere encontrarse para enfrentar su dolor. No son dos relatos paralelos que van y vienen, sino que van de la mano, porque, tanto en uno como en otro, vemos lo que ocurre después y antes del proceso de justicia restaurativa. 

Herry abandona todo sensacionalismo e impacto, ya sea visual o argumentativo, para centrarse en las personas y en su interior, con ese planos cercanísimos y en interiores, casi en su totalidad, con una narrativa desnuda y sencilla, a modo de documento, en un gran trabajo del cinematógrafo Nicolas Loir, con el que trabaja por primera vez, del que conocemos sus trabajos para Antoine de Bary y Cédric Jimenez, entre otros. Una cámara que mira y está detenida, que sigue a sus personajes del modo clásico, sólo si se mueven, una cámara-testigo como si de una película de Wiseman se tratase, que observa, filma y deja las conclusiones y reflexiones para el espectador. El montaje, construido a partir de planos cortos y cerrados, también trabaja para conseguir esa intimidad y transparencia que encoge el alma, en una película que se va a las dos horas de metraje, y hablada, con nula acción física, contada a través de diálogos que suben y bajan como si estuviéramos en una montaña rusa, elementos que componen un interesantísimo trabajo de Francis Vesin, cómplice de la directora en su tercer trabajo juntos. La estupenda música de Pascal Sangla, que ya estaba en En buenas manos, ejerce ese cruce entre drama íntimo y personal, donde no hay respiro, aparte de algún que otro diálogo entre los voluntarios que participan, consiguiendo esa finísima línea donde drama y tragedia bucea, tocándose levemente, pero sin caer en el dramatismo y la desesperanza, sino encontrando vías de comunicación, empatía y miradas cómplices. 

Una película de estas características necesita un gran plantel de intérpretes, actores y actrices que con una mirada y un gesto transmitan todo ese desequilibrio emocional que sufren sus protagonistas, donde el pasado se haga muy presente, y donde se explique lo necesario sin caer en lo reiterativo ni superfluo. Tenemos a los verdugos: Nassim, que hace Dali Benssalah, del que recientemente vimos La última reina, siendo Barbarroja, Thomas es Fred Testot, especializado en comedias locas y divertidas, Issa es Birane Ba. Frente a ellos, las víctimas: Nawelle que hace Leïla Bekhti, una actriz con amplio recorrido con nombres tan interesantes como Lafosse, Caudel, Mihaileanu, Audiard, etc…, Grégoire en la piel de Gilles Lellouche, un actor muy reconocido en el país vecino, que ya estaba en En buenas manos, y Sabine en la piel de Miou Miou, madre de la directora, también en la mencionada En buenas manos, toda una institución en Francia, que ha trabajado con grandes como Bellocchio, Tanner, Miller, Losey, Malle, Deray, Leconte, Berri, y más. Otra víctima es Chloé que tiene el rostro de Adèle Exarchopoulos, y luego están los voluntarios: Élodie Bouchez, la inolvidable protagonista de La vida soñada de los ángeles, que trabajó en la citada En buenas manos, Sulianne Brahim, que tiene películas con Amalric, Donzelli y Macaigne, y Jean-Pierre Darroussin, poco hay que decir del excelente actor fetiche de Guédiguian, entre muchos otros. 

Sólo nos queda aplaudir y hablar maravillas de uno de los grandes títulos de la temporada que acaba de comenzar, y lo decimos sin ánimo de ser demasiado indulgente ni eufórico, sino porque la película lo merece, porque plantea temas muy complejos y peculiarmente dolorosos, a partir de una forma y un fondo que son dignos de estudio, profundizando de forma digna, humanista y ejemplar, sin manejar al espectador a su antojo, elemento que reiteramos, sino dejándolo libre y generando ese espacio de observación y reflexión, tan vital para no sólo entender sino también comprender, valores en desuso en los tiempos actuales, más dados a la crítica y el desprecio facilón. Debemos quedarnos con el nombre de la cineasta Jeanne Herry no sólo por afrontar temas tan difíciles como la maternidad en su anterior y citadísima película en este texto, y ahora, la culpa, el dolor y el trauma y los caminos para afrontarlos, para mirarlos y curarse, a través de víctimas que han roto esa coraza de autocompasión y se han lanzado a participar, a ser activo, a mirar al verdugo, a enfrentarse al otro, y sobre todo, enfrentarse a su dolor y a sí mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las chicas están bien, de Itsaso Arana

5 CHICAS, 7 DÍAS Y UNA CASA. 

“La única alegría en el mundo es comenzar. Vivir es hermoso porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante”.

Cesare Pavese

Siempre empezar es difícil. Empezar es abrirse a los demás, desnudarse, darse a conocer, exponerse. Empezar una película requiere mucha reflexión. Ese primer encuadre, la distancia precisa, los intérpretes y elementos que lo conformarán. El primer plano que vemos de Las chicas están bien, de Itsaso Arana (Tafalla, Navarra, 1985), es sumamente revelador. vemos a las cinco protagonistas esperando tras una cancela. Una cancela que no pueden abrir. Al rato, aparece una niña, una niña que les da la llave que abre la cancela. Un plano sencillo, sí (que nos recuerda  a aquella otra cancela que se abría para los protagonistas de Pauline en la playa (1983), de Rohmer), pero un plano esperanzador y libre, y digo esto porque esa cancela no está dando la oportunidad a otro mundo, abriéndose al universo de la infancia, de los sueños, de la libertad, de la vida, con ellas, y los muertos, que ellas recuerdan. Como sucede en los cuentos de hadas, la vida se detiene en ese mismo instante cuando cruzan esa puerta, que quizás es mágica, o quizás no, lo que sí que es, y muchas más cosas, la entrada a ser tú, a expresarse, a dejar los miedos tras la puerta, a mirar y mirarse, a ver y qué te vean, a ser una, u otra, y todas las vidas que están y las que estuvieron, a dejarse llevar, y sobre todo, compartir junta a unas amigas-cómplices, una casa, el verano, el teatro, el pueblo, su río y todo lo que el destino nos depare. 

Arana lleva desde el año 2004 peleándose con el mundo de la representación y abriendo nuevas miradas, caminos y destinos en la compañía teatral La Tristura, que comparte junto a Violeta Gil y Celso Giménez, de la que nació la película Los primeros días (2013), de Juan Rayos, sobre el proceso creativo de Materia prima, una de sus obras. También ha dirigido la película John y Gea (2012), un cine hablado y comentado de 52 minutos con la inspiración de Cassavetes y Rowlands, nos enamoró en la maravillosa Las altas presiones (2014), de Ángel Santos, ha sido coguionista de La virgen de agosto (2019), que también protagonizó, así como en La reconquista (2016), y Tenéis que venir a verla (2022), todas ellas de Jonás Trueba. Una mujer de teatro, de cine, un animal de la representación, de la verdad y mentira que reside en el mundo de la creación y demás. Su ópera prima Las chicas están bien se nutre de todos sus universos, miradas y concepciones de la creación y mucho más, porque la película está llena de muchos caminos, cruces, (des) encuentros, destinos e infinidad de situaciones. 

Una película que a su vez no es una película, es y volviendo a ese primer plano que la abre, una entrada a ese híbrido, por decirlo de alguna manera, a ese universo donde todo es posible, un cine caleidoscópico, un cine que profundiza en la ficción, el documento, la realidad, la no verdad, el teatro, en la propia materia cinematográfica, en inventar, en ensayar la ficción y la vida, en exponer y exponerse, tanto en la vida como en la ficción, y viceversa. Una película totalmente libre y ligera, pero llena de reflexiones de las que no agotan, las que están pegadas a la vida, a su cotidianidad, a lo que más nos emociona, a lo que nos alegra o entristece, y a lo que no sabemos definir. Un cuento de verano, que encaja a la perfección con el espíritu de “Los ilusos”,  con sus productores Jonás Trueba y Javier Lafuente, la cinematografía llena de luz, veraniega y nocturna de Sara Gallego, de la que hemos visto hace nada Contando ovejas y Matar cangrejos, y la «ilusa», Marta Velasco, en labores de montaje, siempre medido, lleno de detalles, rítmico, con sus 85 minutos de metraje que tienen dulzura, pausa y moviminto. Un cine descarnado, que se define por sí mismo, no sujeto a ningún dogmatismo ni corriente, sólo acompañando a la vida, al cine que se hace con pocos medios, pero lleno de inteligencia y frescura, transparente, muy reflexivo, que capta con inteligencia las dudas, los miedos e inseguridades del proceso creativo que tiene la vida y la muerte en el centro de la cuestión. 

Su aparente sencillez y ligereza ayuda a reflexionar de verdad sin que tengas la sensación de estar haciéndolo, sólo dejándote llevar por las imágenes libres y vivas de la película, que consigue atraparnos de forma natural y haciéndonos participes en ese mundo íntimo en el que transitan estas cinco mujeres, con sus amores no correspondidos, sus amores que surgen, sus recuerdos de los que no están, la vida que está llegando, y los mal de cap de la escritura, de las dudas y reflexiones y miedos para construir una ficción que tiene mucho de verdad o realidad, como ustedes quieran llamarla. Un cine que se parece a muchas películas en su artefacto desprejuiciado y atento a los sinsabores y alegrías vitales como el que hacen Los Pampero, Matías Piñeiro, la últimas de Miguel Gomes, Joâo Pedro Rodrigues y Rita Azevedo Gomes, y algunos más, donde el cine, en su estado más primitivo, más ingenuo, como si hubiera vuelto a sus orígenes, a ese espacio de experimentación, de sueños, de libertad, de hacer lo que me la gana, de un mundo por descubrir, una aventura de la que sabes cómo entras pero no como saldrás. Una travesía llena de peligros, de incertidumbre, de esperanza, de alegrías, de tristezas. 

Una película como esta necesita la complicidad del grupo de actrices amigas y compañeras que aparecen en la pantalla, siendo ellas mismas, interpretándose a sí mismas, y a otras, o a otras más, donde todas son ellas mismas y todas juntas al unísono. Con dos “tristuras” como Itziar Manero (que hemos visto hace poco en Las tierras del cielo, de Pablo García Canga, en la que está como productor el citado Ángel Santos), y Helena Ezquerro, dos actrices que estuvieron en Future Lovers. Una, la rubia, a vueltas con el recuerdo de su madre, con ese momentazo a “solas con ella”, y la otra, más extrovertida, que se vivirá su enamoramiento, junto a las tres “ilusas”, Barbará Lennie, que protagonizó Todas las canciones hablan de mí, la primera de Jonás Trueba, que sin ser ilusa, ya recogía parte de su espíritu, con su relato de esa vida que está a punto de llegar, Irene Escolar, que estuvo en la mencionada Tenéis que venir a verla, la princesa del cuento, la vitalidad y la sensualidad en estado puro, que tiene uno de los grandes momentos que tiene la película con ese audio-declaración, que recuerda a aquel otro momentazo de Paz Vega en Lucía y el sexo (2001), de Medem.

Finalmente, tenemos a Itsaso Arana, guionista y directora de la película-cuento-ensayo o lo que quieran que sea, o como la miren y sientan, que ahí está la clave de todo su entramado, en funciones de escritora y directora de la obra de teatro que están ensayando, esas mujeres junto a una cama que esperan al lado de una moribunda o muerta, una cama que será el leitmotiv de la película, que cargan a cuestas y que escenifica esas charlas y reflexiones, como si fuese la cama el fuego de antes. Una mujer a vueltas con el azar, la inquietud y la creación como acto de rebeldía, libertad y prisión. No se pierdan una película como Las chicas están bien porque es una delicia, bien acompañada por la música de Bach y otros temas, y no lo digo por decir, ya verán cómo sienten lo mismo que yo, y no lo digo como una amenaza, ni mucho menos, sino como una invitación a disfrutarla, porque es pura energía y puro deseo, amor, y vital, tanto para las cosas buenas y las menos buenas, y magnífica, porque no parece una película y sin embargo, lo es, una película que habla de la vida, de la muerte, de quiénes somos, de cómo sentimos, cómo amamos y cómo nos reímos, como pensamos, como lloramos, como estamos en este mundo que nos ha tocado, y sobre todo, cómo nos relacionamos con los demás y sobre todo, con nosotros mismos. Gracias, Itsaso, por hacerla y compartirla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Diego Llorente

Entrevista a Diego Llorente, director de la película «Notas sobre un verano», en el marco del D’A Film Festival, el Hotel Regina en Barcelona, el viernes 25 de noviembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Diego Llorente, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Marco Polo, de Pablo Riesgo

EL GOLPE QUE MÁS DUELE. 

“Los grandes golpes de la vida no son para joderte, sino para enseñarte una verdad que no percibías…”

(Anónimo)

Se cuenta que había un chaval llamado Marco ensimismado en sus no cosas, y perdía los tediosos días fumando chinos y esnifando coca. Su actitud con su familia, con la que vivía, padres y hermano mayor, era encerrarse en sí mismo y seguir con esa existencia anclada y sin futuro. Un día, todo cambió. Porque, una noche, mientras su hermano mayor, Ángel, lo intentaba localizar porque Marco había huido de la fiesta, Ángel sufre un atropello y fallece. A partir de ahí, la vida de Marco da un cambio brusco, y su única idea es conocer la identidad de quién conducía el coche del atropello que se dió a la fuga. Una tarea difícil y ardua en la que contará con la ayuda de Daniela, la hermana ausente que vuelve, y unos amigos de Ángel. Entre tanto, el pasado irrumpirá de nuevo en las vidas de Marco, Daniela y demás, un pasado al que deberán enfrentarse y rendir cuentas, donde cada uno de ellos deberá exponer sus sentimientos y mirarlos con el de enfrente. 

Pablo Riesgo, un cineasta afincado en Los Ángeles, con diferentes trabajos como en tareas de producción para la productora Anonymous Content, responsable de éxitos como Birdman, Spotlight y la serie True detective, entre otras), es el director del llamativo título Marco Polo, donde vuelve a La Manga del Mar Menor, en Murcia, donde sitúa su historia, y lo hace a través de un joven antisocial, alguien presente pero muy ausente, con una carga demasiado pesada en su vida, que lidia fatal con los conflictos, como casi todos, que la vida lo desbarata de tal manera y lo despierta de un golpe demasiado fuerte. Una película sencilla, mínima y llena de detalles, ambientada en una zona muy turística pero fuera de temporada, convertida en un desierto extraño e inquietante, como casi todos esos espacios cuando no hay turistas. Un lugar raro que ayuda a entender ese vacío y soledad que tiene el personaje principal, una no persona en un proceso de autodestrucción y nada muy tremendo. La cámara de Marko Alonso, que repite con Riesgo después de la experiencia en el cortometraje Tiro dominical (2020), baña con esa luz que contrasta mucho con el día, muy luminoso y mediterráneo, con esa otra de noche, donde van a suceder todas las distensiones que sufren los personajes. 

La película también se alza a través de un montaje de Rubén Navarro, otro cineasta afincado en L. A., que se divide en dos grandes tempos de la historia. Antes de la pérdida de Ángel, y después de ese momento que cruzará la existencia del protagonista. Una película que se nutre de un pedazo de protagonista, como ha demostrado en la serie Veneno y más recientemente, en la película Te estoy amando locamente, un actor que es capaz de meterse en la piel de los individuos más extraños, más oscuros y más luminosos, como evidencian los personajes citados y éste, Marco, alguien que sale de la oscuridad para encontrar a los que atropellaron a su hermano, y de paso, hacer las paces con los demás, y sobre todo, consigo mismo. Le acompañan otros intérpretes, desconocidos en su mayoría, pero que componen unos personajes que transmiten cercanía y transparencia, como el músico Jorge Zuloaga, que da vida a Ángel, y también, ejecuta una agradable canción, que tiene que ver con esa vida de luz que transmitía a los demás, en especial a su hermano pequeño Marco. Carolina Riesgo es Daniela, la hermana que vuelve, la hermana que tiene más de una brecha abierta con el mencionado Marco. Jesús Lloveras, que ya estaba en el citado cortometraje del director, León Molina, Rebecca Badia y Alba Barbero, entre otros. 

Riesgo no ha hecho una película acomodaticia ni cómoda para el espectador, sino todo lo contrario, una historia que escarba en todo aquello que nos hace sufrir y nos distancia de los demás, situaciones con las que debemos de lidiar en nuestras vidas. Pero, alguien podría pensar que estamos hablando de una película dura y llena de negritud, pero no es el caso, porque aunque haya dureza y mucha, también hay ganas de levantarse, de hacer las cosas de otra manera, de seguir y luchar, de no quedarse quieto, de arreglar y de reparar, de esos valores de los que la mayoría suele huir en estos tiempos. Los personajes de Marco Polo tienen miedo, sufren una pérdida irreparable, han de vivir con una ausencia difícil y llena de obstáculos, pero eso no les impide hacer algo, investigar a ese coche huido, a intentarlo cuántas veces sea posible, a no detenerse ante la adversidad, a experimentar el viaje de la oscuridad a la luz que hace el protagonista Marco, alguien que se ha cansado de estar mal, y ha despertado y ha encontrado algo que le va a hacer querer ser mejor y sobre todo, ser la persona que quería su hermano fallecido. Una película pequeña, pero muy grande en emociones, porque nos obliga a ver aquello que duele, aquello que no gusta, y nos abre la puerta para que salgamos de nuestro encierro, para que lidiamos con los demás todos los conflictos que hay que lidiar, y sobre todo, nos hace mejores personas, que en este mundo buena falta nos hace. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Notas sobre un verano, de Diego Llorente

MARTA Y EL AMOR Y GIJÓN. 

“Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos”.

Raymond Carver

La vida de Marta está en Madrid, junto a su pareja Leo, con el que se acaba de mudar, dejó su Gijón natal para mejorar profesionalmente, o eso pensaba en ella. Su realidad es diferente, la precariedad se ha instalado en su existencia, mantiene varios trabajos y no está satisfecha. Es verano y vuelve a Gijón sola, su chico ha de trabajar, para estar con los suyos, salir de noche, ir a la playa, tomar sidra y recuperar viejas relaciones, como las de su ex Pablo. El tercer largometraje de Diego Llorente (Pola de Siero, 1984, Asturias), se mueve dentro del mismo marco de sus anteriores trabajos como Estos días (2013), la ruptura de una pareja y los diferentes caminos de sus componentes, y Entrialgo (2018), documento sobre el pueblo homónimo, con sus adultos y niños, y digo esto, porque vuelve a ser un largometraje producido por él, con historias sencillas, sobre gente de su edad, o lugares que conoce, y además, el amor es la base en el que se desarrollan los avatares e imperfecciones sentimentales de sus atribulados personajes. 

En este caso, tenemos a Marta, y su vida-puente, entre Madrid y Gijón, entre esa precariedad en la que existe, con un amor que parece teñirse de dudas, de diferentes trabajos para subsistir en la mecanización de la gran ciudad, y luego, el reflejo, ese Gijón de la infancia, ahora de la juventud, del verano, de antiguos amores, y deseos difíciles de detener. Dos vidas o dos formas de enfrentarse a una vida que no es la que uno desea, o simplemente, la vida está pero no logramos alcanzarla, porque estamos demasiado lejos de todo aquello que queríamos. Con esa luz tenue y algo fría tan del norte, del mar cantábrico que baña Gijón, obra de Adrían Hernández, que ya se encargó de la citada Estos días, consigue sumergirse, y nunca mejor dicho, como esa maravillosa secuencia de Marta y Pablo bajo las aguas del Cantábrico, en esos días de veraneo, un estío diferente, uno más o no para Marta, porque vivirá, al igual que su vida, entre dos ciudades, entre dos formas de amar y desear, entre las imperfecciones del amor, entre esa vida desplazada en la que ella no acaba de encontrar su sitio y su estabilidad tanto emocional como económica. 

Una vida que va pasando, entre días y noches de compartir con sus amigas, con Pablo, como sí la vida se detuviera, bajo esa Luz de agosto en Gijón, que canta Nacho Vegas, que conversa directamente entre la infelicidad no declarada de Marta, que todavía alberga algo de esperanzas que las cosas cambiarán, como cada verano, como cada viaje de ida y vuelta a Madrid, a no sé sabe qué. Días de verano norteño entre lecturas de Lispector, Berger y Carver, entre mitad del rumor del mar, entre el sexo con Pablo, la llegada de Leo, esperada e incómoda, en la que Marta aún más se sumirá en ese letargo de no saber, de dudas interminables, de caminatas en compañía y no tanto, en esos ratos con el amor o con quién crees que es el amor, o yo qué sé. Llorente no se pierde entre vericuetos ni estridencias, y hace de su modestia su mejor virtud, porque su relato es sencillo, íntimo y transparente, y ofrece una magnífica indagación en el mar de dudas de las vidas de ahora, de esas vidas, sumamente preparadas profesionalmente que no acaba de encontrar su lugar en la vida laboral, y en los sentimientos también andan perdidos, deambulando en un laberinto sin entrada ni salida, como deja en evidencia su equilibrado y rítmico montaje, que firma el propio director, con esos 83 minutos de metraje, donde cabe de todo, esas idas y venidas, esos ratos sexuales, esos otros de amor, o algo que se le parece, y esas complicidades con la familia y las amigas, y todo eso que algún Marta dejó y cada verano recupera y le atormentan las dudas de su vida aquí y allí, o esa otra vida que ni sabe dónde se quedó o se perdió. 

Si hay otro elemento fundamental en la película que brilla con luz propia, es su ajustado, cercano y cómplice reparto, una ramillete de excelentes intérpretes de rostros poco conocidos para el público mayoritario, encabezado por una extraordinaria Katia Borlado, en el papel de Marta, que recuerda a la Léa de Tres días con la familia (2009), de Mar Coll, el hilo conductor de la trama, en ese mar de dudas, en ese mar de sentimientos contradictorios, como espeta en alguna que otra ocasión, una mujer que sabe dar a su personaje esas contradicciones que nos abordan continuamente, aunque no seamos tan honestos de reconocerlas. Junto a ella, Alvaro Quintana como Pablo, el que se quedó, el que sigue con un trabajo que no permite abandonar la casa paterna, el que recupera algo de ese amor con Marta que se quedó atrás. Un amor que está y no está, que está en Gijón, pero no en el Gijón de ahora. Antonio Araque es Leo, que hace poco vimos en Te estoy amando locamente, es Leo, la pareja oficial, con el que vive en Madrid, el que aparece y crea más distensión en todo lo que vemos y sucede. Otros rostros son Rocío Suárez, Laura Montesinos y Elena Palomo, entre otras, que contemplan un elenco desconocido pero que transmite las dudas e imperfecciones del amor, y por ende de la vida. 

Notas sobre un verano, de Diego Llorente es una de esas películas que necesitan una, dos y mil oportunidades para descubrir, saborear y degustar con calma, sin prisas, y en silencio, viajando con la protagonista adónde quiera llevarnos o la vida le vaya llevando, que a veces, es más esto segundo que lo primero. Un viaje cercano y emocional, de esos que nos replantean muchísimas cosas, quizás demasiadas, o esas cosas que siempre dejamos para otro día y un día, que menos esperamos, nos da un sonoro bofetón de dudas y realidad. Una travesía dejándonos llevar por Gijón, por Marta, por todo lo que sucede, tanto lo que se ve como lo que no, con esa complicidad que tienen las películas de Rohmer, Linklater y Jonás Trueba, donde el verano no es sólo la estación de las vacaciones, sino también, la estación donde nos damos la oportunidad, casi sin quererlo, de descubrirnos, de mirarnos hacia adentro y sobre todo, de aclararnos, aunque como casi siempre nos ocurre, una cosa es lo que piensas y otra, muy distinta, las circunstancias de la realidad, esa que no se puede controlar, ni mucho menos comprender, la que va ocurriendo mientras tú… Ya saben de qué les hablo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA