Aro Berria, de Irati Gorostidi Agirretxe

SER LA REVOLUCIÓN. 

“No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu o no está en ninguna parte”. 

Ursula K. Le Guin

Algunos cineastas emprenden una búsqueda de su forma de mirar y narrar a través de las huellas del pasado tanto físico como emocional. El caso de Irati Gorostidi Agirretxe (Eguesibar, Navarra, 1988), es paradigmático en este sentido, porque en sus películas siempre ha observado su pasado y la relación que tenía con él de un modo reflexivo, crítico y nada complaciente, donde lo obrero, lo humano y lo político han sido el centro de la cuestión.  Ahí tenemos el mediometraje Pasaia Bitartean (2016), que recorre el citado puerto y sus cambios del esplendor obrero de los setenta hasta nuestros días. En sus cortometrajes como Unicornio (2020), una joven huía hacía una casa aislada en ruinas y tiene un compañero muy especial, con el aroma de Sin techo ni ley (1985), de Agnès Varda. Con San Simón 62 (2023), codirigido con Mirari Echávarri, volvían a los valles de Navarro donde se ubicó la comunidad Arco Iris, recorrieron los pasos de sus respectivas madres y su experiencia, y en Contadores (2024), reflexionaba del movimiento obrero de San Sebastián de 1978 en la fábrica de contadores. 

Para su primer largometraje, Aro Berria (en el original, “Nueva Era”), la directora navarresa continúa lo que ya expusó en el citado Contadores, y en su primer tercio asistimos a la actividad asamblearia y política de los mencionados trabajadores/as y su desencanto en aquella España de finales de los setenta en la que, después de meses de huelga y movilizaciones no acaban de conseguir sus objetivos como clase obrera. Algunos de aquellos deciden huir del mundanal ruido y convertirse en un miembro más de la comunidad “Arco Iris”, en Lizaso, en el valle de Ultzama, en Navarra, y vivir en una comunidad alejada de lo material y centrada en lo espiritual, siguiendo los preceptos del Tantra, explorando la sexualidad, la respiración, el yoga y la meditación para estar conectados con el alma y tener una conciencia profunda. La película es una ficción, aunque está filmada como si fuese un documental del momento, a partir de la llegada de dos amigas, seguimos la actividad diaria del centro, las continuas performances, ejercicios y movimientos de sus participantes, los continuos diálogos entre unos y otros, y sobre todo, las continuas discusiones entre lo que significa la política, la revolución, lo sexual, la igualdad y distintos términos tan cuestionados en aquellos momentos y en cualquier momento. 

La textura y la intimidad que da el 16mm contribuye a que los espectadores seamos uno más de la comunidad, en una cámara muy corpórea e invisible que se mueve entre ellos y ellas, en una cinematografía poderosa y llena de matices que firma Ion de Sosa, que ya estuvo en las citadas Unicornio y Contadores, también filmadas en 16mm. La música es otra cuestión a resaltar de la película, porque consigue ese estado espiritual y sexual que emana toda la trama, en la que el movimiento del cuerpo y todos sus fluidos son esenciales para entender lo que significa la actitud de cada personaje y su forma de gestionarlo. Las melodías de Beatriz Vaca (Narcoleptica), y la música adicional de Xabier Erkizia (que ha trabajado en interesantes films como Meseta, Dardara, Samsara y Negu Hurbilak), hacen que la película entre en una especie de hipnotismo catártico en que las almas bailan, cantan y se mueven al son de una idea y de un sentimiento en espectaculares akelarres alrededor de la piedra y el fuego. El montaje de una grande como Ariadna Ribas ayuda a implicarnos en la cotidianidad y la intimidad que se vive y respira en la comunidad, con esa fusión entre movimiento y palabra que potencia el ideario de vivir de forma diferente en aquellos tiempos, en sus intensos 100 minutos de metraje. 

Una película tan a contracorriente, que busca verdad en cada una de sus imágenes, en la que cada secuencia deviene una experiencia catártica, sumergidos en un trance donde cuerpos y almas danzan al son de sus impulsos sin ataduras y alejados de convencionalismos, el que cada uno de los personajes experimenta su propio camino era preciso tener unos rostros y cuerpos que expresan todas esas emociones descubiertas que hay que gestionar. Tenemos un grupo de intérpretes lleno de caras desconocidas que dan ese toque de verosimilitud y “verdad” que tanto tiene Aro Berria. Empezamos por la artista Maite Muguerza Ronse, que fue una de las actrices de Contadores que da vida a Eme, una de las recién llegadas, Edurne Azkarate coprotagonista de Irati, de Paul Urkijo Alijo, como una de las activistas políticas. Los hombres  Óscar Pascual Pérez, Aimar Uribesalgo Urzlai y Jon Ander Urresti Ugalde. Y los cameos que amplían la nómina de la cinta con un Jan Cornet desatado y guía de las actividades, Javier Barandiaran como sindicalista, que hemos visto en series como La línea invisible y Cristóbal Balenciaga y películas como La infiltrada y la reciente Karmele, y el cineasta Oliver Laxe como una especie de gurú de lo tántrico.  

Si llegados a este punto del texto, todavía están diciendo en sí ven una película como Aro Berria, quizás piensen que la cosa de una comunidad espiritual perdida en Navarra allá por finales de los setenta no va mucho en estos tiempos, permítanme decirles que se equivocan, porque aquella experiencia en comunidad sigue tan vigente como entonces, ya que aquellos jóvenes después de cuatro décadas de dictad, oscuridad y violencia, y desencantados con la política y la imposibilidad de vivir dignamente de su trabajo, decidieron abrir una nueva vida y poner en práctica todos los ideales de libertad, de contracultura y experimentación ya vividos en otros países. Temas que siguen tan vigentes como entonces, la idea de una sociedad diferente, más humana, más vital y más interior. La película coge un vuelo alucinante cuando la idea de comunidad y libertad sexual choca con las contradicciones de esos mismos elementos y las diferentes experiencias de hombres y mujeres y sobre todo, la llegada de los hijos a un lugar idealizado donde no pensaban en niños y niñas. Me gustaron mucho los anteriores trabajos de Irati Gorostidi Agirretxe y me ha encantado Aro Berria, por su libertad, lo salvaje de sus situaciones e ideas, y su experiencia alucinante de cada uno de sus imágenes listas para hacer reflexionar, preguntarse y sobre todo, cuestionar una sociedad cada vez más simple, superficial, de tanta experiencia materialista y muy alejada de lo interior y el espíritu. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Negu Hurbilak, de Colectivo Negu

LA JOVEN ESCONDIDA. 

“No me preguntéis dónde estoy. Este lugar no aparece fácilmente en los mapas. No me preguntéis dónde estoy. Este lugar no entiende de altitudes ni latitudes. No me preguntéis dónde estoy. Estoy bailando en un lugar mutable. Y aunque me busquéis nunca me encontraréis”.

“Non”, del libro de poemas “Alde erantzira nabil” (2016), de Ekhine Eizagirre

Los primeros minutos de Negu Hurbilak (traducida como “Cercano invierno”), ya nos muestra la honestidad de la película, es decir, nos sitúan en la actividad de un aserradero donde el ruido de las máquinas se confunden con el de las maderas, el barro acumulado y la lluvia fina que cae, en una zona montañosa, la que pertenece al Valle de Santesteban en Navarra. La cámara filma como un documento, aunque también está ese aroma de lo oculto, como veremos en el siguiente capítulo, en mitad de la noche, uno de los camiones que transportan madera, se detiene en un pueblo y se baja una joven, que es recogida por alguien. La película se mueve, muy sigilosamente, por diferentes texturas y géneros, como el documento, el thriller, lo social y sobre todo, todos esos momentos cotidianos e íntimos que ocurrieron después del cese de actividad de ETA en 2011. 

Los cineastas que se recogen bajo el Colectivo Negu (Ekain Albite, Mikel Ibarguren, Adrià Roca y Nicolau Mallofré), vascos y catalanes que se conocieron mientras estudiaban en la Escac, y en sus cortos han explorado el País Vasco y Cataluña a través del 16mm con Erroitz, Uhara y A rabassa morta, y en el mediometraje Laiotz (2023), con el viaje interior como motor de la trama. En su primer largo, el mencionado Negu Hurbilak, inspirada en una canción homónima de Mikel Laboa, también exploran en el viaje interior de una joven de la izquierda abertzale por Zubieta, un pueblo fronterizo, último paso para pasar a Francia y huir. Como ya hacían en sus anteriores trabajos, vuelven a filmar en 16mm, con un aspecto formal de 1.66:1, que ayuda a componer esa atmósfera densa y asfixiante de un lugar detenido al igual que la protagonista, apoyada en silencios como estado de ánimo, como una idiosincrasia de tantos años de callar, porque no se podía hablar, y en la cotidianidad de gentes dedicadas al campo y al ganado, y a sus quehaceres diarios, con sus fiestas, tradiciones y costumbres, y demás, como si nada de lo que sucediese fuera con ellos, pero nada que ver, en una forma de vivir a pesar de todo. 

Mucho del equipo que participó en sus obras anteriores, vuelve a estar en esta, como el cinematógrafo Javier Seva, el montaje de Edu V. Romero y Ezkain Albite, uno de los directores y guionistas, y el sonido de Iosu Martínez, conforman un espacio natural y transparente, pero también misterioso, más propio del género fantástico, devolviendo al cine esa fantasmagoría que fue protagonista en sus inicios, creando un estado en que se bucea en un espacio límbico entre lo físico y lo emocional, donde la frontera juega un papel importante, que describe ese ánimo donde ya nada tiene sentido y todo lo tiene, con un personaje escondido, oculto a los demás, y a la vez, presente y ausente, que vive y muere cada día, mirado por los vecinos de Zubieta, y que se mira a sí mismo, encontrando o no su nuevo lugar, perdido, en soledad y en compañía, en una abstracción que más parece un muerto viviente que alguien con identidad, encarcelado en un lugar y no lugar que no reconoce y que no se reconoce. Estamos ante una película que no estaría muy lejos de Stromboli, terra di Dio (1950), de Rossellini, en la que Karin huye de una prisión para meterse en otra, algo parecido le sucede a la joven protagonista de Negu Hurbilak, en un situación intermedia y límbica, en el que nada ni nadie parece cercano y lejano a la vez.

Una película apoyada en el paisaje y en lo doméstico, necesitaba una presencia capaz de revelar estos misterios y sombras que tan presentes están en el relato, y lo consigue con la gran elección de una actriz como Jone Laspiur, que desde lo íntimo y lo conciso, sin alardes de ningún tipo, consigue esa sensación de miedo y desconcierto de su personaje. Una actriz que nos encantó en Akelarre, Anne y Cuerdas, demuestra una extraordinaria capacidad para hacer grande lo mínimo, en un personaje del que apenas sabemos nada, en un presente continuo donde el pasado está muerto y el futuro parece muy confuso y totalmente incierto. Una joven que viene de un lugar y quizás, no puede seguir hacia adelante, y se ha quedado en un tiempo del que está atrapada, sin posibilidades de escapar, al igual que le ocurría a Ingrid Bergman en la extraordinaria película de Rossellini. Sería irrespetuoso no hacer una mención especial a los otros, los vecinos de Zubieta, que conforman toda esa población vasca que ha sufrido tantos años de conflicto, tantos años de silencio, de miradas, de frases no dichas y de apariencias y de ocultamientos, de un tiempo de silencio que mencionaba Luis Martín-Santos, un tiempo que ya finalizó, y la película profundiza en ese otro tiempo que todavía no ha llegado, en ese tiempo intermedio en el que todavía los actores implicados desconocen que vendrá. 

No dejen pasar una película como Negu Hurbilak, porque traza una mirada desde lo personal después de todo lo que significó los años de ETA, como hacía la magnífica Ander eta Yul (1989), de Ana Díez, donde enfrentaba lo humano con lo colectivo, las huellas del conflicto, en una de las mejores obras que se han filmado sobre el conflicto vasco. Quédense con estos cuatro nombres: Ekain Albite, Mikel Ibarguren, Adrià Roca y Nicolau Mallofré del Colectivo Negu que, ya sea en conjunto o por separado, sigan trabajando en el cine y reflexionando sobre los temas que forman parte de la condición humana, guiándonos por todos esos rescoldos y grietas que dejan tantos años de silencio y dolor, tantos años de incertidumbre y de miedo, tantos años de ausencias y presencias no queridas, tantos años que ahora parecen tan visibles como invisibles, en películas que se detengan y miren a su alrededor, en este tiempo de prisas y estupideces, da inmensa alegría que existan películas como Negu Hurbilak, donde hay tiempo para no hablar, para perderse en pueblos y bosques, para mirar hacia afuera y hacia adentro, para estar y no estar, para ser y no ser. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Natura Bizia, de Lexeia Larrañaga

EL ALMA DE LA NATURALEZA.  

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.

Henry David Throeau

La serie “El hombre y la tierra”, del grandísimo Félix Rodríguez de la Fuente (1928-1980), emitida en Televisión Española desde 1974 a 1981, ayudó a cientos de miles de generaciones de este país, a experimentar la naturaleza y su biodiversidad con otra mirada, descubriéndonos mundos ocultos, y nos educó a admirar y respetar nuestro entorno natural y animal. Un legado impresionante que todavía perdura a día de hoy. A partir del siglo XXI, y a partir de la instauración de Wanda Natura, productora dedicada al documental sobre naturaleza, han aparecido películas que recogen el legado del enorme divulgador y defensor de la naturaleza Rodríguez de la Fuente, como los Joaquín Gutiérrez Acha que ha dirigido los interesantísimos Guadalquivir (2013), Cantábrico (2017), y Dehesa, el bosque del lince ibérico (2020), o Arturo Menor con su aplaudidísimo Barbacana, la huella del lobo (2018), películas que vienen a alimentar y renovar nuestra mirada a la naturaleza, y todo aquello que nos rodea.

A este grupo de cineastas, ha llegado Lexeia Larrañaga (Oñati, Guipuzkoa, 1985), que junto a Alex Gutiérrez han creado Avis Producciones para desarrollar películas documentales sobre naturaleza. Su primer trabajo es Natura Bizia (que podríamos traducir como “Naturaleza Viva”), una película que se sitúa en Eusakdi y Navarra, y nos hace un recorrido extenso, profundo, detallado y magnífico por su biodiversidad, arrancando en las profundidades del Mar Cantábrico, desde el microorganismo más invisible y oculto, pasando por los cetáceos más enormes de todas las profundidades del mar, deteniéndose en las aves marinas, y adentrándose en tierra firme, para seguir con las aves y sus dificultades para tener descendencia y los peligros a los que se enfrentan. Luego, descubriéndonos la vida en las altas cumbres empinadas y las cabras que habitan en lugares tan hostiles, y nos adentramos en los bosques, con sus ríos, sus plantas, sus animales, su supervivencia, y también, en las montañas calizas y erosionadas por el viento y el agua, y en su peculiar estructuras y formas, creando imposibles dibujos e ilustraciones.

La película nos invita a un viaje infinito, de una belleza sobrecogedora, arrancando durante lo más crudo del invierno y llegamos hasta el esplendor de la primavera, bien acompañados por una voz en off de José María del Río, que no solo detalla de manera admirable y concisa, sino que escarba en su memoria e historia, haciéndonos todo un proceso vital entre lo que fue y lo que es, dejándonos llevar por sus admirables y maravillosos 81 minutos de metraje, que saben a muy poco, porque la película nos habla de naturaleza salvaje y sobre todo, vital, de una vida que se nos escapa, que no llegamos a admirar, y sobre todo, que sobrevive a pesar de nosotros, en toda su belleza, en todo su esplendor, y crudeza, deteniéndose en transformaciones como la radiante metamorfosis de un gusano hasta llegar a la exultante belleza de la mariposa, el hábitat de los visones, en peligro de extinción, la berrea de los ciervos, los quebrantahuesos esperando carroña, o los pequeños animalillos que sirven de comida a las aves y demás depredadores.

El grandioso trabajo de cinematografía y montaje que firma Alex Gutiérrez, ayuda a mirar con detalle y armonía tanto descubrimiento y huecos inaccesibles, con el tiempo necesario para descubrir, para mirar y absorberse por la inmensidad de la naturaleza viva, como indica su ejemplar título, o la excelente composición de Julio Veiga, una música que se nos clava en el alma que posibilita que todo aquello que vemos, lo miremos con atención y asombro constante, dejándonos llevar por la belleza y el esplendor de la vida y la muerte. Natura Bizia entra con carácter, solidez e inteligencia a ese grupo de películas citadas anteriormente, que no solo muestran nuestra naturaleza en toda su biodiversidad y complejidad, sino que se convierten en muestras documentales únicas de un grandísimo interés divulgativo y científico, y no solo eso, sino en magníficas películas que van más allá de la documentación de un tiempo y una historia sobre la naturaleza y todos los seres vivos que la habitan, porque se convierten en estupendos retratos de una naturaleza que sigue sobreviviendo a pesar de todos los enemigos que la acechan que no son pocos, porque nuestra vida, la única que tenemos, depende única y exclusivamente de nuestro trato a la naturaleza y todo lo que no llegamos a ver ni comprender. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El Drogas, de Natxo Leuza

EL DROGAS FRENTE A ENRIQUE.

“Hay quien piensa que si vas muy lejos, no podrás volver donde están los demás”.

 Frank Zappa

La película se abre con Enrique Villarreal “El Drogas” (Pamplona, 1959), en la actualidad, acostado en la cama y con la mirada pensativa. Se levanta y sale de la habitación. Una secuencia reveladora de la historia del músico, en una especie de resurrección anímica, en una existencia plagada de grandes éxitos en el mundo del rock, y también, grandes fracasos, como su despido de Barricada, sus relaciones con las drogas, o el Alzheimer de su madre. La cinta de Natxo Leuza, paisano y “colega” del músico, con más de 15 años dedicado al documental como realizador, guionista y montador, dirige su opera prima, repasando la trayectoria de “El Drogas”, a modo de enfrentamiento a sí mismo, a tumba abierta, donde conocemos al hombre que hay detrás de la rockstar, al niño que creció en el barrio obrero de Txantrea, en Pamplona, que vivió las huelgas y oposiciones al régimen franquista, y aquellos años durísimos de la transición, y los primeros ochenta, con la puta mili, sus comienzos en la música, sus colegas de viaje como Mikel Astrain, que fallecido prematuramente, o Boni Hernández, que formaron el exitoso Barricada, y los años de éxitos que alcanzaron casi tres décadas, y luego el ocaso, sus problemas con las drogas, su salida del grupo, su depresión, y su vuelta de los infiernos, iniciando nuevas etapas donde vuelve a tocar hasta la actualidad.

La película también muestra el otro lado, en el que conoceremos y escucharemos a sus compañeros de viaje como Mamen, “Su socia”, la mujer de su vida y madre de sus dos hijos, hablándonos de sus momentos buenos y malos, de sus hijos, de su hermana o cuñada, y de otros músicos, amigos del alma, como Rosendo, Kutxi Romero, Fito Cabrales, Carlos Tarque, Gorka Urbizu, Marino Goñi. Todos recorren la experiencia vital y profesional de Enrique, de “El Drogas”, y de todos los rostros y caminos que ha emprendido el músico, tanto a nivel personal como profesional. Enrique nos habla sin tapujos, face to face, a las bravas, sin dejarse nada de nada, en un documento que está más encaminado al psicoanálisis personal, donde repasa su viaje, lo vivido, su identidad, su trayectoria, sobre todo, aquella que empezaba cuando se apagaban los focos, se encendían las luces y el público entregado volvía a casa.

Una película honesta e íntima, de un tipo de barrio, alguien que debido a un problema en el nervio óptico, debe caminar torcido para ver lo que hay al otro lado, de alguien que si camina recto, ve el mundo torcido, de alguien que creció en la lucha y la resistencia política, bregando ante la injusticia y los opresores, de quién cabalgó junto al diablo, de un músico que vivía por y para la música, de alguien muy comprometido socialmente, que despachó las primeras canciones feministas en aquellos ochenta, donde todo estaba por hacerse, que lanzó discos sobre la memoria histórica cuando más falta hacían, que se enroló en mil y una aventuras para seguir componiendo y tocando su música, y la de otros. También veremos a ese padre de familia que, debido a sus compromisos profesionales, ejerció muy poco, del amor, del amante y esposo de Mamen, del que cuida a su madre enferma, del que sigue en la brecha a pesar de sus 61 tacos, renovándose continuamente, tocando todos los palos que le gustan, y siguiendo en el camino, y sobre todo, saltando como las piedras lanzadas al agua.

Una película vital, emocionante y sensible, llena de momentos muy íntimos, reveladores, donde Enrique nos muestra su sensibilidad y humanidad, mostrando su cotidianidad, los suyos, su “gentuza”, sin dejarse nada fuera, sus caídas al infierno, que algunas hubo, su continuo resurgir de las cenizas, reinventándose siempre, rememorando a aquellos que cayeron, a los que se fueron por cuenta propia, y con los años, volvieron a reconciliarse, a todas esas sombras que caminan con nosotros, acompañándonos por la trayectoria de la vida y nuestras circunstancias. Enrique se muestra desnudo en todos los sentidos, a alguien movido por la pasión, por la música, por la creación, por la innata curiosidad de seguir en este camino, donde hay alegrías y también, tristezas, esos momentos que se te clavan como puñales ardiendo, en los que tu fortaleza, y gracias a toda esa gente que vive y siente a tu alrededor, sales adelante, y con ganas de seguir cantando y haciendo feliz al público. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Converso, de David Arratibel

MI FAMILIA CATÓLICA Y YO.

“Madre, qué lejos estoy de todo”

Kaspar Hauser

En su primera película Oírse (2013) David Arratibel (Pamplona, 1974) investigaba la cotidianidad de personas con problemas de audición, mostrándonos los incesantes zumbidos que padecen esos enfermos. Ahora, y también dentro del formato documental-ensayo, vuelve a sumergirse, pero esta vez, hacia dentro, hacia su interior, mirando a su familia, convertida al catolicismo, en la que el cine utilizado como terapia, en una herramienta de aproximación y localizar aquellos sentimientos comunes y compartidos, emprender un diálogo con aquello desconocido (como ocurría en su primer trabajo) aquello que nos violenta, y aquello que nos convierte en el otro, cuando todos los demás integrantes familiares han encontrado otro camino, el de Dios, que nosotros no logramos entender, y menos sentir.

Arratibel construye una película modesta y sincera, en el que nos muestra el dispositivo cinematográfico de forma natural, en el que él, tanto como persona integrante de esa familia a la que retrata, y cómo cineasta, se adentran en ese mundo completamente extraño con el que tienen que convivir, y se adentra en ese espacio extranjero a través de la palabra, a través de encuentros-diálogos, donde parte desde ese primer instante primigenio donde cada uno de sus familiares va explicando su primera vez, ese instante de revelación espiritual donde descubrieron la existencia de Dios, donde lo físico y emocional se conjugaron en lo sobrenatural, experimentando una serie de sentimientos que les han transformado la vida. Arratibel dialoga con toda su familia, desde la cercanía y la proximidad, tendiendo ese puente afectivo, creando espacios de intimidad, arrancado esta aventura-investigación con su cuñado Raúl, organista y el primero que anduvo el camino de la fe católica, el primero que se convirtió, para luego dar paso a su hermana María, quizás con la persona que más enfrentamientos y contradicciones tuvo, luego, entra en escena su madre, para finalizar con Paula, la hermana pequeña, su ojito derecho, todos ellos hablan de ese instante revelador de Dios, experiencia imposible de explicar con palabras, pero motor para abrir un diálogo honesto y de frente junto a David, que los escucha desde la extrañeza, evocando aquel pasado de silencios y distancia, encontrando aquellos lugares comunes de diálogo, respetando las diferentes posiciones, entre la fe y el más absoluto agnosticismo.

Un retrato familiar contundente e inspirador, también terapéutico y demoledor sobre todo aquello que somos, nuestras creencias, y como nos enfrentamos a nosotros mismos y a los demás, cómo rompe nuestro entorno, y las eternas dificultades para hablarlo entre nosotros, poniendo sobre la mesa todo aquello que nos inquieta de los demás, aquello que nos separa, y sólo a través del diálogo y las mirada podamos vencer ese miedo que nos detiene para preguntar lo que queremos mirándonos de cara y ofreciendo lo que somos. El cineasta navarro toma como referencia El desencanto, de Jaime Chávarri, quizás el documental más terrorífico y oscuro sobre una familia burguesa que representaba todo aquello de la apariencia franquista, y tras la muerte paterna, se encendía la mecha donde se exteriorizaban todos los infiernos particulares. Arratibel también viaja sobre esos márgenes y demonios familiares, todo aquello que nos inquieta y preferimos callarnos, no darles la voz que se merecen, y esta película materializa todos esos momentos, todos los instantes que nos mantuvimos en silencio para no confrontar nuestras opiniones por miedo a encender el conflicto que nos mataba en nuestro interior.

Una película que además de terapia psicológica para su director y todos los omponenetes de la familia, nos muestra la materialización de muchas conversaciones pendientes, como la imposibilidad de hablar con el padre ausente o la distancia con la tía, o incluso, la incapacidad de filmar el Espíritu Santo. Diálogos y encuentros que por fin se manifiestan con la excusa de contar la conversión al catolicismo de la familia, en la que nos cuenta algo que parece del pasado, donde la religión estaba tan presente en la sociedad, pero que también sucede en este mundo moderno tan vacío, donde la fe sufre una crisis existencial. El realizador navarro nos acerca un mundo desconocido para él, desde la emoción y la palabra, sin necesidad de explicaciones y disyuntivas filosóficas, desde el diálogo amable, cordial y sincero, desde la desnudez de nuestros sentimientos más profundos, sin pudor a mostrar lo que nos distancia d elos demás, y de todos aquellos temas que nos unen y compartimos, aunque tengamos creencias y opiniones totalmente diferentes.


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