Rehana, de Abdullah Mohammad Saad

REHANA Y LOS OTROS.

“Los seres humanos están hechos de muchos valores diferentes y, a veces, esos valores están en tensión entre sí” 

John Mackey

El cine que más huella nos deja es aquel que no se queda en la superficie de las cosas y mucho menos, de las personas. Es decir, un cine que cuestione nuestros valores como individuos y como sociedad. Un cine que profundice en nuestra complejidad y sobre todo, en el contexto de nuestras decisiones, que se haga preguntas y reflexione sobre la sociedad que hacemos cada día entre todos. Un cine que también sea reflejo del tiempo en el que se ha producido, y además, un cine que no tenga tiempo y estudie de forma honesta y sencilla la condición humana, su fortaleza, su vulnerabilidad y sus constantes vitales, ya sean físicas y emocionales. Un cine que se sumerge en lo más profundo del alma, en todos esos espacios de nuestro interior. Un cine como Rehana, de Abdullah Mohammad Saad (Bangladesh, 1985) que, a partir de un hecho muy oscuro, bucea de forma admirable en la psique de su protagonista, una profesora adjunta sometida a una sociedad moralista y vacía que vive en la corrupción para evitar problemas. 

Después de dirigir Live from Dhaka (2016), sobre las dificultades de un hombre parcialmente discapacitado que quiere irse de la ciudad en la que vive, Saad presenta un segundo trabajo con Rehana, donde se enfrenta a un relato que se posa en el rostro de su protagonista, la extraordinaria Azmeri Haque Badhon, en una historia cerrada, tanto en su forma como en su espacio, en un hospital universitario que es como una prisión, con esas habitaciones, las puertas y los pasillos, en que la cámara está muy cerca y cierra el encuadre de forma asfixiante, donde constantemente estamos en Rehana y sus movimientos, tanto físicos como psíquicos, en un tono que se aproxima al thriller psicológico, o al suspense o incluso terror, como se decía antes, porque la protagonista se enfrenta en todo momento, a lo que tiene delante y lo de fuera, mediante el móvil, donde las situaciones se vuelcan de forma agobiante, en la que las decisiones se vienen encima en una mujer viuda que vive con su familia y tiene a su hermano soltero la única ayuda con su hija pequeña. Rehana es, en muchos momentos, una especie de isla a la deriva, que debe lidiar con su decisión casi en soledad, sin más armas que su conciencia y su honestidad. Un personaje que cree en una estudiante que denuncia que ha sufrido un abuso por parte de su profesor. Ante eso, Rehana decide denunciar y por ende, enfrentarse a la moralidad de mierda de un sistema que oculta los abusos para seguir manteniendo una posición altiva, superficial y clasista.

La magnífica cinematografía de Tuhin Tamijul, donde la cámara es una extensión más de la protagonista, donde no se juzga en ningún momento lo que ocurre, porque mantiene una posición de testigo, y nada más, y deja todo eso al espectador que pasa por muchos altibajos emocionales, desde la indignación, la duda y la resignación y viceversa, porque no sólo estamos siempre en la mirada y el gesto de Rehana, sino que muchas veces nos sentimos en un enfrentamiento David contra Goliat, donde, en el fondo, podemos hacer de todo, pero en el fondo, también, sabemos que nada va a servir, aunque nuestra conciencia quede intacta, porque hemos hecho lo correcto, pero nada más. La idea que una denuncia cambie las instituciones es mucho pedir, cuando el poder sabe manejar los ataques y tiene la fuerza suficiente para volverlo en tu contra. El extraordinario montaje que firma el propio director, también ayuda a encerrarnos junto a Rehana, en sus potentes y tensos 107 minutos de metraje, que nos agarran por el cuello y no dejan de apretar, tanto en la denuncia que lleva a cabo el personaje, como la otra denuncia, la que sufre su hija, acusado de morder a un compañero de clase. Dos derivas muy bien explicadas que aumentan el riesgo psicológico al que es sometida Rehana. 

El estreno de Rehana, por parte de Paco Poch Cinema, que ya estrenó El caballo de Turín (2011), de Béla Tarr, entre otras, y Mosaico Filmes Distribución, siempre interesada en cine iberoamericano, sobre todo, a los que agradecemos enormemente su gran labor como distribuidores, es un gran acontecimiento, porque  es una gran alegría que podamos ver propuestas tan interesantes de países como Bangladesh, tan poco representados por nuestros lares. Una película que podríamos ver como un estupendo cruce entre el cine de los Dardenne, se acuerdan de Dos días, una noche (2014) y La chica desconocida (2016), el cine de Asghar Farhadi y Ayka (2018), de Sergei Dvortsevoy, también distribuida por Paco Poch Cinema, donde encontramos personajes femeninos que se ven arrastrados por situaciones harto complicadas en las que deben decidir qué hacer, poner en cuestión sus valores humanos y enfrentarse a un sistema que protege a los malvados y que invisibiliza todo aquello que causa problemas de estructura y de moral. Rehana está en el mismo lado de la sociedad que estaban Sandra y Jenny, atrapadas en sus miedos e inseguridades ante la injusticia y decidir qué camino tomar, un proceso que no resultará nada fácil y sobre todo, pondrá a prueba sus valores humanos o los que queda de ellos en una sociedad así, tan poderosa y tan poco humana. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Harka, de Lofty Nathan

ALI QUIERE HUIR DE TÚNEZ. 

“No puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”.

Adam Smith

Erase una vez… Un hombre que camina junto a su hijo un domingo cualquiera en busca de su herramienta de trabajo: Su bicicleta. Esta es la historia que contaba Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica. Punta de lanza del Neorrealismo italiano. Han pasado más de siete décadas y como destacaría el poeta, seguimos en las mismas. Seguimos en las mismas dificultades para tener un trabajo, una vivienda y una vida digna. En los países empobrecidos aún es peor, países como Túnez, que Francia arrasó en sus años de colonialismo. Países que vieron como las revoluciones llamadas como la “Primavera Árabe”, ocurridas entre 2010-12, hicieron movilizar a cientos de miles de personas indignadas por las condiciones miserables en las que existían. Pero, diez años después de aquel estallido, dónde quedó todo aquello, donde fueron a parar tantas promesas e ilusiones de tantos y tantas que creyeron en un cambio social real. Uno de ellos es Ali, un joven tunecino que vive en Sidi Bouzid, la ciudad dónde empezó todo, donde se saca unos cuántos dinares de la venta ambulante de gasolina con el sueño de emigrar a la Europa del bienestar y de la riqueza. La muerte de su padre, con el que lleva tres años alejado, le devolverá al hogar familiar y ayudará a sus dos hermanas pequeñas. Las deudas y un desahucio inminente lo llevarán a trabajar como contrabandista con el peligro que conlleva. 

El cineasta Lofty Nathan (New York, EE.UU, 1987), de origen egipcio, que conocimos a través del documental 12 O’Clock boys (2013), en la que retrataba a un grupo de chavales que encuentra en el “dirt bike riders” su forma de resistir los avatares de una sociedad injusta y desigual. Ahora, debuta en la ficción con el largometraje Harka, una palabra con dos definiciones: “quemar” y por otro lado, el nombre que se les da a los que emigran ilegal en patera a Europa, en un guion inspirado en la realidad cruda y sin futuro que se enfrentan cada día muchos tunecinos en la piel de Ali. Con una imagen poderosa y que quita el aliento por su cercanía y transparencia filmada en 35mm por el cinematógrafo debutante  Maximilian Pittner, la intensa música de Eli Keszler y el exquisito y conciso montaje del tándem Sophie Corra y Thomas Niles, que ya trabajó con Nathan en el mencionada 12 O’Clock Boys, consiguen una película punzante y muy física, apoyada en la poderosa mirada de Adam Bessa que da vida al desdichado Ali, en una increíble interpretación basada en el silencio y la contención que le valió el premio en la prestigiosa sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. 

Estamos frente a un intenso y dramático western, al estilo de los Ray y Peckinpah, de aquellos que cuentan las miserias y dificultades de la condición humana en pos de una sociedad arbitraria, fascista y clasista, donde cada día muchos hombres y mujeres no saben que será de ellos, rodeados de injusticia y sobre todo, sin más salida que lo ilegal y la violencia. También hay algo de esperanza, aunque muy poca, con esa sensible relación entre el propio Ali y su hermana pequeña, Alyssa, que interpreta con astucia la joven Salima Maatoug, donde vemos los momentos de aire que nos concede una película que mira hacia la vida desde un prisma realista, casi como un documento, porque es cine de verdad, aquel que refleja la sociedad, o el menos, una parte de ella, focalizándose en la mirada y cuerpo de Ali, que es uno de tantos jóvenes de Túnez, y de tantos países árabes, africanos y asiáticos que sueñan con escapar de sus tierras y emigrar a Europa. Por momentos, la película puede ser muy dura, pero nunca cae en el exhibicionismo ni en el sentimentalismo, camina por esa delgada línea entre el retrato y la denuncia inteligente e íntima sin caer en esa condescendencia tan cutre y superficial de tantos filmes que pretenden una cosa y acaban por ser una caricatura esteticista y poco más, sólo con el fin de reventar taquillas independientemente del tema que traten. 

Seguiremos la pista de Lofty Nathan porque Harka, su primer largometraje en la ficción, aunque como hemos comentado tiene mucho de documento, de reflejo de una realidad y de situar su mirada en el aquí y ahora, es una película digna de la frustración y decepción de las revoluciones que no acaban de verse reflejadas en los cambios sociales, y seguimos igual, con otros gobernantes, pero con las mismas artimañas de corrupción en todos los sentidos, como esos desencuentros con la policía y demás funcionarios que sirven al poder injusto y deshumanizado que no sólo no ayuda sino que reprime al que menos tiene. Harka nos devuelve o quizás, podríamos decir que es un ejemplo más que magnífico de cine social bien construido y mejor desarrollado, porque lo que cuenta es la existencia de un joven tunecino, pero podría ser uno de tantos jóvenes en muchas partes del mundo que no tienen vida, no tienen nada, y sobre todo, han perdido toda esperanza y andan como almas en pena a la deriva y capaces de cualquier barbaridad para llamar la atención o simplemente escapar de esas miserables y terroríficas vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Meryem Benm’Barek

Entrevista a Meryem Benm’Barek, directora de la película «Sofia», en el Soho House en Barcelona, el martes 5 de febrero de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Meryem Benm’Barek, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Xènia Puiggrós de Segarra Films, por su inestimable labor como traductora, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Sofia, de Meryem Benm’Barek

PERSEGUIDA POR LA LEY.

La película se abre de manera ejemplar y completamente esclarecedora para el devenir de los hechos que se contarán en ella. Vemos a una familia reunida en una mesa en mitad de una celebración, el ambiente es festivo, distendido acompañado de rostros exultantes, celebran la incorporación en una sociedad de los cuñados. El padre llama a su hija Sofia, que entra en el cuadro. Ese gesto cotidiano de la joven rebela mucho más que cualquier explicación detallada, en el que la hija embarazada se muestra ausente, muerta de miedo por la presión social en la que se verá sometida por incumplir las leyes tradicionales de tener un niño fuera del matrimonio. La cámara seguirá a Sofia cuando sale de cuadro con su vuelta a la cocina, y se quedará con ella, que se agarra la barriga ya que está sufriendo fuertes dolores que intenta disimular como puede. Sofia tiene 20 años y está embarazada, un embarazo que niega ya que en Marruecos hay penas de prisión para las madres solteras. Su prima Lena, de madre marroquí y padre francés, y de otro estrato social y económico, con esa mirada altiva hacia su prima, le ayuda y con la excusa del dolor se la lleva a un hospital que le permitirán de forma clandestina parir una hermosa niña. La familia se enterará de la noticia y todo cambiará.

La opera prima de Meryem Benm’Barek (Rabat, Marruecos, 1984) nos habla de la sociedad marroquí actual, y sus roles sociales y económicos, a través de la mirada de Sofia, una joven de 20 años que pare una niña fuera del matrimonio, cisma que convertirá su vida en un infierno, cuando las autoridades y su familia la obligan a casarse con Omar, el padre de la criatura, que vive en Derb Sultan, uno de los barrios más humildes de Casablanca. La directora marroquí va mucho más allá de la situación de Sofía, y nos habla de forma directa y valiente de las estructuras sociales de Marruecos, filmando tres espacios diferentes que entran en liza en la película, primero, el barrio de Sofia y su familia ubicado en el centro de clase media pero de fuerte arraigo tradicional, segundo, el barrio obrero y humilde Omar y su familia, donde los jóvenes se pierden en la desesperanza y la falta de oportunidades laborales, y por último, el barrio de Afna, donde viven Lena, Leila, madre y tía de Sofia, y Jean-Luc, francés, una zona de alto nivel social llena de grandes casas y mansiones junto al mar. Estos tres lugares definen de manera sencilla y contundente las estructuras sociales de un país fuertemente tradicionalista, en el que las leyes gubernamentales ayudan a seguir con lo antiguo y obligando a los jóvenes a casarse si tienen un hijo fuera del matrimonio, para de esta manera salvaguardar el honor de la familia y cumplir con las leyes establecidas.

Benm’Barek no juzga a sus personajes ni mucho menos sus decisiones, muestra sin juzgar, capturando esa sensación de opresión y miedo social que sienten Sofia y Omar, y su entorno, siendo víctimas inocentes de una sociedad tradicional y de unas leyes deshumanizadas, y lo consigue con lo mínimo, a través de una mise-en-scène naturalista y directa, donde la cámara se mueve entre los personajes, a través de esos marcos de puertas y ventanas que escenifican todos sus sentimientos agridulces que experimentan durante todo el metraje, en que los puntos de vista van cambiando a medida que van avanzando las circunstancias de los hechos, arrancando la película como un thriller social para ir hacia el estudio sociológico de la forma de vivir en el Marruecos actual. La directora marroquí imprime fuerza y energía a su relato con herramientas sencillas y muy efectivas, dando la palabra y el gesto a unos personajes complejos que a medida que avanza la película irán desatándose y expresando todo aquello que ocultan celosamente en su interior, que la narración va mostrando reposadamente, sin prisas, dosificando una información que ayuda a cambiar el curso de los acontecimientos, revelando más intrigas ocultas y secretas que guardan cada integrante de esta familia.

La película recupera ese tono neorrealista que también construyó esas miradas críticas ante una sociedad deshumanizada, o el “Free Cinema”, que ayudó a hablar con claridad de los conflictos sociales-económicos de aquella Inglaterra azotada por la terrible posguerra, o los recientes retratos sobre la Rumanía de Ceaucescu y su legado, en esas magníficas producciones que exploran con detalle la sensación de derrota, o el cine de Farhadi, donde un caso violento pone patas arriba lo más terrorífico de los ámbitos familiares. Destacan en el reparto los debutantes Maha Alemi que dota a Sofia de esa mirada fuerte y valiente que le ayudarán a enfrentarse a todo lo que se le viene encima, bien acompañada por Sarah Perles que hace una Lena, muy diferente a su prima, pero también inocente dentro de los parámetros sociales en los que viven, y Hamza Khafif es Omar, una víctima más, que su familia empujará a casarse para salir de su situación humilde, y la gran presencia de Lubna Azabal que interpreta de manera sobria y magnífica a Leila, la tía de Sofia, convertida en la marroquí casada con el francés para salir de su pobreza.

Benm’Barek ha tejido con sensibilidad y fuerza una película que en sus 85 minutos lanza una mirada crítica y contundente a la realidad social-económica de Marruecos, de las vidas depresivas y rotas de unos jóvenes que han de bajar la cabeza ante la persecución estatal y sus leyes opresivas, así como las de sus propias familias, que utilizan la boda para beneficiarse de sus situaciones sociales y escalar en su posición, como ocurre en la familia de Sofia, que ven en la boda de Sofía una salida tradicional y rápida para que este caso no enturbie y ponga en peligro el contrato con el cuñado francés que les sacará de su situación económica maltrecha y les dará una gran oportunidad de escalar económicamente en la sociedad, la misma sociedad que vive anclada en unas formas de vida arcaicas y tradicionales que no han avanzado ni resuelto los problemas actuales de los jóvenes, en una sociedad envuelta en sí misma, llena de apariencias, como la fastuosa boda que esconde una tristeza amarga en sus casados, una sociedad donde la mirada del otro se convierte en fundamental, más que la propia.

Demasiado cerca, de Kantemir Balagov

ENTRE LA ESPADA Y LA PARED.

Nos encontramos allá por el año 1998, en Nalchik, en el Cáucaso del Norte, en Rusia, en el seno de una familia judía, que reúne a unos familiares y amigos para celebrar el compromiso de David junto a su novia. Aunque esa noche, todo cambiará, ya que David y su novia serán víctimas de un secuestro. Tamaño conflicto resquebrajará la familia obligándolos a tomar decisiones que les conducirán a situaciones complejas. La puesta de largo de Kantemir Balagov, jovencísimo cineasta nacido en la zona que localiza la película, y amparada por el cineasta Alexander Sokurov, coloca la atención en Iliana, una joven que trabaja con su padre y hermana mayor del secuestrado, y cómo esta situación la asfixia hasta tal extremo que pondrá en peligro su relación con su novio kabardiano. Balagov filma con preciso detalle e intimidad todas las secuencias de la película, dotándolas de un espíritu naturalista, combativo y directo, donde todos los personajes rezuman autenticidad, como si pudiésemos caminar junto a ellos, sufriendo y angustiándonos por los conflictos que se ven sometidos por el problema del secuestro.

La inmensa y brutal interpretación de la debutante Darya Zhovner dando vida a Iliana, con esa mirada que atraviesa el alma, encarnando a esa joven rebelde y de carácter que peleará con uñas y dientes por su lugar en la familia, y posicionarse ante las peticiones de sus progenitores, que parece olvidar sus verdaderas necesidades personales. Una película del momento, que captura con sinceridad todo aquello que vemos, aprovechando con precisión el sonido directo y la iluminación del entorno, evitando el artificio, y mostrando un paisaje demasiado frío, una ciudad alejada de todo y todos, donde la vida se rasga, duele e hiere. Podríamos ver la película como una suerte de drama doméstico donde una joven intenta ser ella misma a pesar de las dificultades por las que atraviesa la familia, donde el entorno no acompaña, como sucedía en Mouchette, de Bresson o en Rosetta, de los Dardenne, retratos duros y sangrantes de realidades durísimas en las que unas jóvenes se veían sumergidas a una vida perra llena de obstáculos, donde la felicidad se tornaba un camino de supervivencia constante y lucha contra el entorno y los más allegados, a partir de un cine alejado de sensiblerías y posicionamientos morales, que obligaban al espectador a enfrentarse a unas imágenes que lo interpelaban directamente.

Cine político, cine social, cine del aquí y ahora, que cuenta con enorme sinceridad todo aquello que se muestra invisible y oculto de los prejuicios sociales. El cineasta ruso construye una película de enorme complejidad que lleva a una familia a enfrentarse dentro de un microcosmos de por sí durísimo, explicando con detalle las diferentes posiciones que adoptan los miembros de este núcleo, como el caso de la madre, que ve en el pago del rescate, sea como sea, para salvar a su hijo, el padre, que aplaca los nervios de la madre, y parece que sigue su estela, y finalmente, Iliana, la hija mayor, que no quiere que su vida quede reducida a la sombra del hermano, ya que su existencia camina hacia otros derroteros. Balagov captura esa intimidad a flor de piel de manera sencilla, registrando con su cámara todas las miradas y detalles, y capturando la idiosincrasia territorial existente en la zona desde tiempos inmemoriales, donde las diferentes culturas han mal convivido en una zona perjudicada a nivel social, cultural y económico, donde los últimos años ha sido foco de guerras entre Chechenia y Rusia.

Iliana quiere salvar a su hermano, pero tampoco quiere dejar su vida, su novio, y todo lo demás, y mucho menos ir en contra de sus padres, aunque las circunstancias son las que son, y nada se puede hacer contra ellas, o quizás sí. Balagov ha edificado una drama familiar de fuerza poderosa y energía, enmarcado en la rabia y el carácter de una joven llena de ilusión por su vida, por decidir su propia vida, para seguir siendo ella misma, a pesar de todo lo que le envuelve, enfrentándose a sus progenitores, el amiente y las circunstancias, en un drama intenso, una cinta que sacude las entrañas, de esos que hielan la sangre, que nos enfrenta a un dilema moral, mirándonos directamente a los ojos, al interior de nuestro ser, envolviéndonos en un viaje emocional de proporciones humanas, a través de un paisaje que rompe el alma, un escenario violento y difícil, donde sus habitantes tienen muchos frentes en contra para salir adelante, en el que la vida y el trabajo cada día se hacen más duros y terribles, donde la existencia depende de una serie de circunstancias que se nos escapan, en el que poco o nada, podemos hacer para evitarlas.

La escala, de Delphine y Muriel Coulin

LAS SOLDADOS HERIDAS.

La segunda película de las directoras y hermanas francesas Delphine y Muriel Coulin vuelve a centrarse en un relato femenino, como ya hicieran en su opera prima 17 filles (2011), que planteaba una película donde 17 adolescentes se quedaban embarazadas a la vez, en el que planteaban un conflicto interior y una ruptura con lo establecido. En Voir du pays (que podríamos traducir como “Ver mundo”, en clara ironía, ya que la soldado añade que poca cosa han podido conocer de Afganistán) basada en la novela de Delphine, vuelven a sumergirse en un retrato femenino, en este caso, en las dos miradas de las únicas mujeres de un batallón de soldados que han pasado 6 meses destinadas en Afganistán. La película arranca en el avión de vuelta a Francia, aunque harán tres días de escala en un lujoso hotel en Chipre. Allí, el grupo de militares participará en el proceso de descomprensión, o sea, sesiones de terapia psicológica (a través de simuladores de realidad virtual) para enfrentarse a sus traumas bélicos, y todo aquello que les inquieta y perfora anímicamente. También, cómo no, tendrán tiempo libre, un tiempo que lo emplean en practicar deporte, bailar, beber y sobre todo, en enfrentarse entre ellos, en rememorar y abrir heridas no cicatrizadas de lo acontecido en la guerra.

Delphine y Muriel Coulin construyen una película sobre lo femenino, sobre como dos mujeres, muy diferentes entre sí, Aurore, más reflexiva y reservada, y Marina, más explosiva y guerrera, amigas desde la infancia, han dejado su ciudad de provincias de pocas oportunidades, y se han alistado al ejército a conocer mundo y a vivir una realidad muy diferente a la que finalmente se encuentran. Desde la falsa idea de compañerismo entre los soldados, las rivalidades hombrunas por el hecho de ser mujeres, y el machismo imperante que las arrincona y las mantiene en constante alerta debido al acoso de sus compañeros. Las realizadores francesas cimentan su relato en un guión de hierro, que maneja  con acierto la luz luminosa y agradable del hotel y Chipre (excelente cinematografía de Jean-Louis Vialard) con los sentimientos oscuros y trágicos que encierran los soldados, mezclando con intensidad y brillo las sesiones durísimas de terapia (donde los/las soldados se enfrentan al dolor que vivieron en la guerra, y los conflictos que se generan entre ellos, algunos quieren guardar silencio y otros, hablarlo, además de las diferentes posiciones que mantiene cada uno de ellos).

Por otro lado, las diferentes actividades, muy físicas, para calmar la tormenta interior que vive cada uno de ellos, y su manera de gestionar sentimientos contradictorios y complejos, donde los soldados se encuentran sin espacio para la tranquilidad y la paz, y hacen lo posible por mantenerse ocupados, haciendo todo tipo de actividades, tanto conjuntas como individuales, aunque todas ellas, destaparan los conflictos que mantienen, tanto como ellos como con los demás, y lo sucedido en la guerra, llevándolos a un estado de tensión y asfixia constante que les deja sin aire, y sometido a una presión ante ellos, sus compañeros y sus superiores, que ante todo, quieren y desean maquillar todos sus traumar y reajustarlos a su “vida tranquila”, como si tamaño conflicto se pudiese solucionar en tres días rodeados de un lujo falso, porque el país escogido, dominado por griegos y turcos, significa la frontera de Europa, y su fracaso, de no construir un continente en paz, sino desigual y oprimido.

Otro de los grandes aciertos de esta emocionante y catártica película, es el plantel de intérpretes, encabezados por Ariane Labed (habitual de Lanthimos) crea un personaje sincero, de los que prefieren hablar, de los que no tienen miedo a explicar lo vivido, aunque eso signifique romper con aquello que sentían y les haga tomar caminos diferentes, y Soko, la cantante y actriz, que es la otra cara, ese personaje inquieto, silencioso, que prefiere callar, y así, de esa manera, dejar pasar, aunque a veces hay situaciones que no las entierra el tiempo, si tú no eres capaz de agarrar una pala y comenzar a cavar, y el grupo de soldados, una mezcla de actores y ex soldados, que consiguen crear ese ambiente enrarecido y malsano instalado en el grupo, en ese hotel de lujo, aparentemente para curar heridas, pero hay heridas demasiado profundas para curarse entre algo de terapia, escarceos amorosos, algunos polvos, cuatro risas y  apresuradas copas, algunos traumas psicológicos necesitan hablar mucho y sobre todo, tiempo para reflexionar en lo ocurrido y en cómo nos sentimos con aquello.

Bajo el sol, de Dalibor Matanic

EL AMOR EN TIEMPOS DE ODIO.

“La historia es una pesadilla de la que estamos tratando de despertar”

James Joyce

Es uno de esos días de verano a mediodía, brilla el sol y el calor empieza a ser sofocante. Una pareja de jóvenes retoza y juega al amor a orillas de un lago. Ríen y disfrutan, mientras imaginan que les deparará el futuro fuera del pueblo al que han decidido abandonar y vivir su amor fuera de miradas hostiles. De repente, un ruido llama su atención, suben una pequeña colina y frente a ellos, por el camino, desfila un convoy de vehículos militares que rompe la armonía del instante y parece que de repento todo se ha nublado (como ocurría en Desaparecido, de Costa-Gavras, cuando los jóvenes idealistas americanos se despertaban al ruido de los helicópteros y vehículos militares en la soleada Viña del Mar). El arranque de la película deja clara las intenciones de su historia, la guerra, la maldita guerra se interpondrá en el camino de los jóvenes enamorados, alrededor de la veintena,  que protagonizarán las tres historias, diferentes entre sí, pero que sucederán en el mismo espacio, un pueblo dividido entre serbios y croatas, y a lo largo de dos décadas, y con la estación estival como escenario. Una película que pone el dedo en la llaga en la guerra de los Balcanes (Los Balcanes y su eterna disputa que fue el motor de la cinematografía de Angelopoulos) zona de perpetuo conflicto por el odio entre etnias, la intolerancia y la dificultad intrínseca de que puedan vivir en paz unos con otros.

Dalibor Matanic (Zagreb, Croacia, 1975) es un cineasta que ha dedicado su filmografía a explorar y reflexionar sobre los temas candentes que sacuden su tierra, una tierra preciosa, llena de buenas gentes, pero que la diferencia religiosa, social y política los ha conducido a una guerra abierta e interior de difícil solución. La primera de la historias la protagonizan Jelena e Ivan, ella, serbia, y él, croata, situada en 1991, cuando ya se observan los primeros escarceos militares en los que ya se adivinan que la situación insostenible entre unos y otros, iba a desembocar en una guerra cruenta y devastadora que se alargó 4 años. La segunda, nos lleva diez años después, cuando dos mujeres, madre e hija, vuelven a su pueblo y tienen la necesidad de regresar y empezar de nuevo, a reconstruir sus vidas tras la guerra. Natasa, serbia, y Ante, croata, son los personajes que nos conducirán por ese segundo segmento, en el que las heridas de la guerra y el odio, más aún si cabe, se ha apoderado de cada uno de ellos. Y finalmente, el relato que cierra la película, el director nos lo sitúa en el 2011, un tiempo actual, en el que Luka, croata, vuelve a su pueblo, tras unos años estudiando en la ciudad, y se reencuentra con Marija, serbia, con la que en el pasado tuvo una relación y algo más. Las inevitables heridas y el dolor siguen presentes en los personajes, unos seres que intentan levantar sus vidas a pesar de todo lo que ha sucedido, y todo lo que han perdido.

El director croata nos muestra una mise en scène diferente en las tres historias, si bien en la primera el pueblo y sus diferentes escenarios toman protagonismo, a través de tomas largas y muy cercanas (aunque el tono intimismta nos acompañará durante toda la película) en las que vemos el caldo de cultivo de odio entre las etnias que se respira en el ambiente, donde ese primer amor se vive con intensidad y quizás, con esa inocencia de que todos sus sentimientos podrán vencer el odio, la indiferencia y la guerra que se avecina. En la segunda, la película se recoge en las cuatro paredes de la casa, donde los personajes en cuestión, primero se evitan y lentamente van acercándose, aunque con la rabia contenida y la maldad como bandera, un segmento agobiante y asfixiante, en el que la reconstrucción de la casa escenifica el ánimo de muchos que quisieron comenzar de nuevo venciendo el dolor que sentían. En el último, Matanic, nos habla de los jóvenes que no sufrieron las desgracias de la guerra, aunque son arrastrados por el odio imperante y arcaico de su pueblo y sus familias. Luka, al regresar a su tierra, le vuelven todo lo perdido y lo dejado, e intenta reconciliarse primero consigo mismo y luego con su familia, y con la mujer que amó. Aquí la cinta se apodera de la noche, la oscuridad y las luces inundan los encuadres, en el que reinan los contrastes de la fiesta loca nocturna, en el que la música psicótica martillea al protagonista, con la casa de ella, en la que la soledad y la tristeza supuran cada rincón del hogar.

La poderosa y magnética pareja de actores, otro de los grandes aciertos de la película, que además de originar una estupenda química, a los que vemos crecer, con simples pero estudiados matices, a lo largo de las tres historias. Él, Goran Markovic, que interpreta a los hombres de la película, varonil, de poderosa fuerza y aplomo, y ella, Tihana Lazovic, la mujer serbia, que emana vida, lucidez y una enorme expresividad y sensualidad, conviertiéndola en una de las agradables sorpresas que contienen la película, representando esa mujer herida, pero enamorada, esa mujer que va capturando los pequeños matices que ayudan a profundizar en sus diferentes roles. Una película de luz bellísima, que consigue transmitirnos la belleza del verano, con sus colores, su brisa y sus alegrías, en contraposición con la guerra y todos los odios, y traumas que genera en la población. Una tierra de eterna belleza sacudida inexorablemente por la tragedia de la guerra, en la que la película de Matanic se erige como un canto a la vida, a la intolerancia, al respeto, y sobre todo, al amor, superando de esta manera los odios, las diferencias, sean cuales sean, y vengan de donde vengan.

El día más feliz en la vida de Olli Mäki, de Juho Kuosmanen

cartel_olli_maki_70x100_bnEL BOXEADOR ENAMORADO.

“El boxeo es una celebración de la religión perdida de la masculinidad, tanto más contundente por estar perdida”

Yoyce Carol Oates

Nos encontramos en el verano de 1962, cuando un joven boxeador Olli Mäki, apodado “El panadero de Kokkola”, con experiencia en peleas amateur y algunas de profesional, tiene ante sí el reto de su carrera como púgil, el 17 de agosto peleará con el estadounidense Davey Moore, campeón del mundo del peso pluma. Con la compañía de su novia Raija abandona su pueblo natal situado en la campiña finlandesa para trasladarse al bullicio de la capital Helsinki donde se preparará bajo la supervisión de Elis Ask, antiguo boxeador. La puesta de largo de Juho Kuosmanen (Kokkola, Finlandia, 1979) rescata la historia real de uno de sus más ilustres vecinos, Olli Mäki, un boxeador que en aquel verano del 62 tuvo la oportunidad de convertirse en un héroe nacional, en el emblema del deporte de un país necesitado de mitos. La cinta nació a través de una experiencia personal del propio director, en las dudas y la incapacidad por materializar las expectativas creadas hacia su persona después de ganar un premio en Cannes que le invitaba a presentar su primer largo en el prestigioso certamen.

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Kuosmanen ambienta su cinta en el mundo del boxeo, pero no en la parte mediática, en la que la prensa y el público ponen el foco de atención, sino en la parte humana del boxeador, en los conflictos internos de un hombre que sólo quiere estar sólo, y no pertenecer a ese mundo de luces de neón, de entrevistas, de filmaciones, publicidad y de continuo escaparate, convirtiéndose en un producto del espectáculo de masas. Olli Mäki es un tipo corriente, sencillo que, quiere boxear por el título, claro está, pero también quiere estar con Raija, la mujer de la que se ha enamorado, convirtiendo la película en una emocionante y maravillosa historia de amor entre dos jóvenes que ansían ser felices y envecejer juntos. El director finlandés ha optado por un formato clásico, ha recurrido al 16mm y el blanco y negro, un color que nos traslada a la época de los 60 y 70 y los noticiarios, en las que construye unas tomas en las que prevalece sobre todo, el rostro y los cuerpos de sus personajes, penetrando en su intimidad y cotidianidad, de un modo realista, casi documental en muchas secuencias, capturando el sentir humano que recorre las inquietudes del boxeador.

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La película viaja por medio de los contrastes, del mundo rural de Kokkola, en la que la gente vive en compañía y disfrutando del entorno, como ir en bicicleta por los caminos embarrados o lanzar piedras en ondas en los lagos y reírse sin más, o volver caminando contemplando el atardecer de otro día que se va, todas esas vivencias contrastan con escaparte que bulle en la nerviosa Helsinki, donde allí, el boxeador es el centro de todas las miradas, su vida se ha convertido en un ir y venir de gentes que lo saludan, le preguntan y lo observan a cada momento, la tranquilidad, la paz y la armonía campestre han desaparecido para dejar paso a la locura de la capital, un mundo que le molesta, que le resulta ajeno, del que quiere escapar, en el que su amada se convierte en el centro de su vida, solo eso, compartir momentos con quien quiere pasar el resto de su vida, sin más éxito que la complicidad y la mirada compartida. Kuosmanen no está muy alejado de los personajes sencillos y rutinarios de Kaurismaki, con sus dudas, inquietudes y demás conflictos cotidianos, y recupera el aroma del gran cine europeo de los sesenta y setenta que hablaba de gente sencilla en lugares corrientes, y también, las sombras que estructuraban las películas de boxeo norteamericanas como Cuerpo y alma, Nadie puede vencerme, Marcado por el odio o Toro salvaje, entre muchas otras, en las que se exploran más las sombras de los púgiles, más los callejones oscuros del alma, y más las emociones del alma humana cuando todos se van y se apagan las luces.