El viejo roble, de Ken Loach

UN CUENTO SOBRE LA ESPERANZA. 

“La esperanza es promover la ilusión en circunstancias que sabemos que son desesperadas”. 

G. K. Chesterton

El cineasta Ken Loach (Nuneaton, Reino Unido, 1936), autor de una de las filmografías más interesantes a nivel social y humanista, ya que, desde sus primeras películas como Poor Cow (1967), Kes  (1969) y Family Life (1971), entre otras, su cine se ha decantado por la “Working Class” británica, construyendo tramas alrededor de los conflictos sociales que han ido sufriendo esa parte de la población más desfavorecida. No hay tema social que no haya sido reflejado en su cine en sus más de 32 películas si incluimos sus trabajos para televisión. En una trayectoria que abarca más de medio siglo ha habido de todo, pero sobre todo, ha habido una necesidad de focalizar su cámara en el rostro y las circunstancias de los trabajadores/as desde un lado humanista y socialista, abogando por valores humanos que el consumismo ha ido eliminando sistemáticamente como la humanidad, la fraternidad, la igualdad, la cooperativa y sobre todo, la comunidad como eje fundamental para ayudar y ayudarse los unos a los otros. 

Con El viejo roble (The Old Oak, en su original), cierra la trilogía iniciada con Yo, Daniel Blake (2016), y continúo con Sorry We Missed You (2019), sobre obreros focalizados en el noroeste de Inglaterra, en tantas pequeñas poblaciones que fueron prósperas por la minería que posteriormente, se cargó la Thatcher en los ochenta, y ahora viven de recuerdos del pasado mirando fotos antiguas colgadas en una pared de una parte del local en desuso, toda una reveladora metáfora de la situación de ahora, como vemos en El viejo roble. A partir de un guion de Paul Liberty, 15 películas junto a Loach, la historia se posa en la existencia de TJ Ballantyne, un tipo que regenta el pub del mismo título que la película, que fue y ahora sólo alberga a unos cuántos parroquianos que sólo hablan del pasado glorioso y de las penas y tristezas de la actualidad. Toda esa armonía de estar y ya, se ve interrumpida con la llegada de familias sirias refugiadas, como evidencia su arranque construido a partir de fotografías en blanco y negro acompañadas de su sonido real. La hostilidad y el rechazo que dejan claro muchos lugareños, se ve contrarrestada por el citado TJ Ballantyne que se hace amigo de Yara, que hace fotos, y la gran ayuda de la trabajadora social Laura. 

Loach traza una excelente trama con tranquilidad y sin aspavientos sin recurrir a lo facilón ni la condescendencia, sino todo lo contrario, situando su cámara a la altura de los ojos de sus protagonistas, sumergiéndonos en sus conflictos personales y sociales, sus necesidades que son muchas en una población donde la crisis aboga a la desesperación y la tristeza a muchos de ellos y ellas. Con la compañía de la productora Rebecca O’Brien que desde el 2002 junto a Loach y Laverty están al frente de la compañía Sixteen Films, el director británico no hace una película de falsas ilusiones, nos muestra la realidad del lugar, con una imagen que se acerca y entra en las casas con respeto e intimidad, en un grandísimo trabajo de cinematografía de Robbie Ryan, quinto trabajo con el inglés, amén de películas con Frears, Arnold, Baumbach, Potter y Lanthimos, entre otros. La magnífica edición de Jonathan Morris, 24 películas con Loach, que ajusta con detalle y precisión un relato que se va a los 110 minutos de metraje, en el que hay de todo: documento, ternura, valores humanos y necesidad de acompañarse en los momentos jodidos de la vida. El músico George Fenton, 19 películas con Loach, amén de Frears, Jordan y Attenborough, entre otros, compone una música que ayuda a entender y entrar en el interior de los personajes a partir de donde vienen y porqué actúan de la manera que lo hacen. 

El cineasta británico hace cine y habla de valores humanos y los reivindica, porque es lo único que les queda a los pobres y pisoteados en este mundo mercantilizado donde unos pocos privilegiados someten a la mayoría que vive de sus migajas. Pero, sus películas no son panfletos ni proclamas para construir un mundo mejor, su cine es su mejor ejemplo y ha explorado todas las iniciativas humanas para estar más cerca, para abandonar ese individualismo de mierda que nos deja más sólos cada día y más aislados. Su cine, como hacían los Renoir, Rossellini, Ozu, Kaurismäki y demás, está para y por el obrero, el empleado, el trabajador de lunes a viernes, el que trabaja mucho para tener muy poco, el que sueña con una vida mejor y se jubila sin que llegue, el que mira los partidos de fútbol en el bar de turno rodeado de unas cervezas y amigos. La maestría de Loach para escoger intérpretes que no sólo componen unos personajes de carne y hueso, sino que transmiten todo el desánimo y la esperanza que recorre la película. Tenemos a Dave Turner, que ya estuvo en las dos anteriores que hemos citado un poco más arriba, encarnando a TJ Ballantyne, uno de esos tipos machacados por la vida, que arrastra demasiadas heridas sin curar, pero que aún así, sigue resistiendo en su viejo roble, y se muestra solidario y ayudante a los recién llegados.

Junto a Turner tenemos otros actores y actrices que son tan naturales y cercanos como el mencionado, demostrando la intimidad que consigue el británico para hablar de aquellos problemas que invisibiliza el cine comercial. Valores como la amistad, de las de verdad, de las duras y las maduras, como la que entabla Turner con Yara que hace la debutante Ebla Mari, una de esas mujeres valientes y de coraje que, a pesar de las dificultades, sigue ahí, junto a su familia, y manteniendo una dignidad asombrosa, Claire Rodgerson interpreta a Laura, una actriz que también debuta, escogida del lugar donde filmaron. Trevor Fox hace de Charlie, uno de los parroquianos del citado pub que se muestra hostil a los refugiados. Y luego, una retahíla de intérpretes naturales que han sido reclutados del lugar para dotar a la película de esa verdad y cercanía que tiene el cine de Loach. Las películas del británico gustarán más o menos, estarán más conseguidas o no, pero lo que nunca se le puede reprochar es su mirada al proletariado, a los necesitados, a los desahuciados del desaparecido estado del bienestar, que han quedado en el olvido de los diferentes gobiernos, tan abocados a generar riqueza a costa de la explotación laboral y el recorte de servicios públicos esenciales. 

El viejo roble no es sólo la última película de Ken Loach, sino que como ha anunciado el propio director, esta película es su despedida del cine, a sus 87 años deja de mover la manivela, como se hacía antes. Así que, con El viejo roble se despide del cine uno de los grandes, uno de los nombres que más han hecho para retratar las miserias de una sociedad más idiotizada y absurda a costa de los trabajadores/as como nosotros, porque algunos/as se han creído esto del trabajo y de sus miserables condiciones y siguen ahí, esforzándose en solitario y perdiéndose la vida para conseguir más estupideces materiales y visitar más lugares en una existencia estúpida e histérica. Loach nos pide que por favor dejemos de correr, nos detengamos y miremos a nuestro alrededor, que miremos a nuestro interior y al interior de los demás, que nos demos tiempo, que paremos tanta locura, y sobre todo, nos ayudemos y empaticemos, porque si no, seguiremos solos en el infierno más desesperado, y nos pide que lo hagamos ya, antes que sea demasiado tarde, porque la vida es otra cosa, es compartir y estar cuando las cosas se ponen feas, porque, aunque no lo parezca, seguimos siendo lo que somos y seguimos teniendo las mismas necesidades, y seguimos deseando querer y nos quieran y muchas cosas, y seguimos teniendo ilusión, seguimos resistiendo y por mucho que las élites hacen lo posible, todavía no hemos perdido la esperanza. ¡LONG LIFE FREEDOM! JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Seis días corrientes, de Neus Ballús

TRES CURRANTES DE HOY.  

“Se vive con dignidad cuando se vive con autenticidad. Ser fiel a la secreta esencia”.

José Luis Sampedro

El imaginario cinematográfico de Neus Ballús (Mollet del Vallès, 1980), está situado en la periferia, en esos espacios alejados de la urbe o incrustados en esos barrios edificados de los sesenta y setenta que se llenaban de emigrantes. Todos son retratos sobre las personas que viven y transitan por esos lugares, centrándose en sus trabajos, en sus innumerables existencias o formas de ganarse el pan diario. Una mirada sencilla y directa, que juega con la forma y sobre todo, con la narrativa, componiendo sutiles y honestos ejercicios que fusionan el documento con la ficción desde una naturalidad ejemplar, y creando películas que abordan temas sociales, culturales y económicos a través de múltiples formas y miradas. Si algo caracteriza el cine de Ballús es un elemento que se repite en todos sus largometrajes hasta la fecha, y no es otro que la relación con el otro, la mirada y la comprensión hacia el otro, el que es diferente, el que viene de otro país o pertenece a otra escala social, el otro como elemento indispensable en un mundo cambiante, donde el movimiento es constantes, donde todo continuamente está mutando, desde miradas y posiciones infinitas.

Seis días corrientes se centra en tres tipos, tres lampistas, muy diferentes entre sí. Tenemos a Pep Sarrà, el veterano, el que está a punto de la jubilación, una especie de último dinosaurio de una forma de trabajar y hacer ya casi extinguida. Luego, nos encontramos a Valero Escolar, el escudero de Pep, que ahora heredera su estatus, pero en las antípodas de Pep, porque Valero es muy suyo, con sus formas, ideas y actitudes siempre en brega, y finalmente, Mohamed Mellali, el recién llegado al país y a Instalaciones Losilla, marroquí de nacimiento y de Cornellà para buscarse la vida, que se convertirá en la diana de Valero, el elemento hostil que Valero querrá deshacerse constantemente. Ballús, que recoge en las experiencias de su padre como lampista, y un arduo casting que reclutó a los tres lampistas verdaderos Un relato acotado en solo seis días, cinco laborales y el sábado como conclusión, en una cinta que constantemente juega con la forma porque va de la ficción al uso, al documento más preciso, siempre pasando por la comedia, una comedia negra, divertida y por momentos, surrealista.

La película está contada de forma lineal, sin sobresaltos ni atajos de ningún tipo, la ligereza se impone en todo momento, creando ese espacio de inventiva y sorpresa constante, un tono que le va como anillo al dedo a la propuesta de la directora catalana, que inmediatamente encuentra ese tono, donde cada día es una nueva aventura, ya que los tres susodichos visitarán pisos de toda clase, desde el abuelo que vive solo y está obsesionado con la salud, un joven que no consigue parar a un par de niñas gemelas que serán el quebradero de cabeza para los lampistas, una fotógrafa de estudio que se enamora del cuerpo de Moha y lo retrata, un psicoanalista argentino que vive en una casa parecida a la de Playtime, de Tati, y quiere encontrar soluciones a las diferencias de Valero con Moha, y finalmente, las disputas de Pep con unos obreros que han hecho fatal su trabajo. Esas pequeñas historias, encuentros y miradas que se cuecen diariamente entre las cuatro paredes de la cotidianidad laboral de los tres protagonistas.

Ballús consigue con una intimidad y naturalidad asombrosa, llena de frescura, diversión y cercanía, una abrumadora y magnífica lección de cine y sobre todo, de humanismo, hablándonos de toda la vorágine en la que vivimos diariamente, del trabajo, de compartir, de todo lo que nos diferencia y acerca, de todo lo que somos, lo que nos produce miedo, lo que no, de nuestras inseguridades, de todo y aquello, de lo más íntimo y lo más alejado, en fin, de todo aquello que se oculta cuando las puertas se cierran. Amén de los citados personajes, y los otros que los acompañan, todos de la vida real sin ninguna experiencia anterior en el cine, Ballús se ha acompañado de un gran equipo técnico entre los que destacan Margarita Melgar en labores de escritura, habitual de las películas de la productora Distinto Films, la producción de Miriam Porté, de la citada compañía, la cinematografía de Anna Molins, a la que hemos visto en películas tan estimables como Kanimambo y Me llamo Violeta, entre otras, el sonido que firman dos superclases como Amanda Villavieja y Elena Coderch, en películas de José Luis Guerín, Isaki Lacuesta, Mercedes Álvarez, Oliver Laxe, por citar solo algunos de sus trabajos, un riquísimo y rítmico montaje en que sus ochenta y seis minutos nos saben a muy poco, que firman la indispensable Ariadna Ribas, y la propia directora.

Los personajes de La plaga (2013), el campesino, el luchador, la anciana, la inmigrante y la prostituta, al igual que los trabajadores del hotel en El viaje de Marta (2019), y los tres lampistas, son personajes de carne y hueso, igual que nosotros, los que nos levantamos a diario para encontrar el sustento, una serie de individuos a los que el cine no mira demasiado, y es de agradecer que de tanto en tanto, alguien los mire y los retrate de verdad, con esa autenticidad que solo da el tiempo, la mirada sencilla e inteligente, y sobre todo, sentir a los personajes y filmarlos desde la piel, sus cuerpos, sus miradas y sus formas de ser, nos gusten o no. Ballús despacha la que es probablemente su mejor película hasta la fecha, por todo lo que cuenta, por como lo cuenta, por su valentía y osadía en mirar al de abajo con humanidad, dignidad y sobre todo, con humor, porque si hay algo en que la película es maravillosa es en su forma de mirar a estos tres tipos, que guardan mucho el tono y las formas de aquellos pobres maleantes de Rufufú, de Monicelli, y aquellos otros de Atraco a las tres, de Forqué, aunque Seis días corrientes se mueve por otros lares, los que tienen que ver con el trabajo y de lo que somos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Queridos camaradas, de Andrei Konchalovsky

LA MASACRE DE NOVOCHERKASSK.

“Es más fácil luchar por unos principios que vivir de acuerdo con ellos”.

Alfred Adler

El cineasta Andrei Konchalovsky (Moscú, Unión soviética, 1937), pertenece a esa estirpe de cineastas soviéticos, los Tarkovski, Klimov, Guerman, Sheptiko, Mijalkov y Paradzhánov, entre otros, que siempre han mirado a su país desde un sentido muy crítico, construyendo una filmografía que eran crónicas políticas, sociales y culturales del país, y a su vez, también eran retratos profundos y sinceros sobre hechos históricos a los que vuelven y revisan concienzudamente, dejando patente el poder del estado y su trabajo en ocultarlos. Desde su primera película, la admirada El primer maestro (1966), a la que siguieron muchas otras, que sobrepasan la veintena, entre las que destacan Siberiada (1978), su exilio estadounidense, en las que filma seis títulos, con Los amantes de María (1984), como la más recordada. Su vuelta a Rusia con El círculo del poder (1991), sobre el proyeccionista de Stalin, La gallina de los huevos de oro (1994), secuela treinta años después de La felicidad de Asia (1966), y una mirada diferente a la Rusia actual en El cartero de las noches blancas (2014), en Paraíso (2014), nos seduce con su extraordinaria mirada sobre el holocausto nazi a través de una condesa rusa de la resistencia francesa que acaba en un campo de exterminio, un colaboracionista francés y un oficial nazi.

En Queridos camaradas, Konchalovsky, ya desde su elocuente título, donde ya no todos somos lo mismo, y hay clases, recupera un hecho histórico olvidado, mira al pasado de la Unión Soviética, hacia la ciudad de Novocherkassk, en Rostov, la parte más occidental de la Federación de Rusia, antigua capital de los cosacos del Don (como ejemplificará el anciano, padre de la protagonista), en un caso histórico totalmente silenciado, cuando un grupo de obreros de la Planta Electromotriz se declararon en huelga por los recortes de salarios y la subida de precios, creando el caos de la ciudad, que fue salvajemente repelido por el ejército causando casi la treinta de muertos, dirigidos por los jerarcas soviéticos. El director ruso construye su película, con la complicidad de su guionista habitual, la novelista Elena Kiseleva, un guion con el asesoramiento de Yuri Bagrayev, el mayor general de Justicia que llevó el caso en los noventa después de la desaparición de la URSS. La historia está contada  a través de Lyuda, miembro del comité local del partido comunista, amante de uno de los jefes, como abre el poderoso prólogo de la película, seguido de esa cola por el racionamiento de alimentos y ella, se aprovecha por su posición de privilegio. Estamos en pleno deshielo de Jruschov (1953-1964), y más concretamente, el 1 de junio de 1962.

La película acota el tiempo en tres días, los que van del 1 al 3 de junio, componiendo una película en tres días, tres actos, el alzamiento de la huelga, la masacre del día 2 y deja para el tercer día, la caótica búsqueda de Lyuda que busca desesperadamente a su hija, una de las participante en la huelga. El grandioso blanco y negro y el ratio de 1:33, con el formato cuadrado, obra del cinematógrafo Andrey Naidenov, el mismo que tenía Paraíso, que se asemeja aquel cine de El paso de las cigüeñas y La balada del soldado, realizado en los albores de los sesenta, influencias del director, dota al relato de una fuerza apisonadora y relevante en todo lo que se cuenta, y sobre todo, como se cuenta, como el estupendo montaje de Sergei Taraskin (colaborador en las últimas cuatro películas de Konchalovsky), y Karolina Maciejewska, que recuerda a esa agitación, fisicidad y tiempo directo que tienen las películas de costa-Gavras como Z y Desaparecido, donde el inmenso trabajo de sonido que firma Polina Volynkina, otra fiel colaboradora del cineasta ruso, ayuda a construir esa tensión constante que sufre la protagonista en su kafkiana e incesante búsqueda de su hija desaparecida.

Konchalovsky realiza una mirada revisionista de la Unión Soviética, como otros directores hacen en su país, como el caso de Bagalov y su película Un gran mujer, deteniéndose en el Leningrado después de la guerra. Un cine sin ánimo de venganza, sino de contar y mostrar, en un ejercicio crítico del pasado de su país, que ayuda a mirar el pasado de verdad, con los males que tuvo, y construyendo la historia real de los acontecimientos vividos y sufridos. Un grandísimo reparto que conjuga con acierto, carácter y sensibilidad todo lo que va ocurriendo en la película. Destacan con fuerza y personalidad la grandísima actuación de Julia Vysotskaya siendo una gran Lyuda, una mujer de partido, idealista, que añora los años de Stalin, de la vieja escuela que se enfrentará al caos, a sus propios ideales comunistas y a su papel de madre, una de esas actrices dotada de una gran mirada que ya nos dejó sorprendidos como la condesa rusa de Paraíso. Bien acompañada por intérpretes rusos no muy conocidos, pero formidables en sus roles como Vladislav Komarev y Andrei Gusev y Sergei Erlish, y la joven Yulia Burova como Svetka, la hija revolucionaria de Lyuda, que tiene otro comunismo en sus ideas, muy enfrentado al de su madre, más moderno, más humanista y menos idealista.

Konchalovsky sigue en estado de gracia con su cine, y vuelve a impresionarnos con una película de extraordinaria factura, donde forma y fondo casan a la perfección, con momentos brillantes, agobiantes y llenos de humanidad, creando una película con una fuerza impresionante, mirando al pasado desde el presente, siendo crítico con las grandes tragedias de su país, como hizo Mike Leigh en su reciente La tragedia de Peterloo (2018), recuperando una masacre del ejército al pueblo a principios del XIX. Mirar al pasado para que todo vuelva a encajarse en la historia, en el que la historia debe contarse como sucedió, mostrando el papel del ejército, el de la KGB, principal responsable de lo sucedido, y mirando a aquella URSS, donde ya se empezaba a resquebrajar la idea comunista de pueblo, para crear un país donde las élites imponían su ley. La labor del cine y el arte en general es sacar la mierda de debajo de la alfombra, sin acritud ni violencia, para mostrar los males para que las gentes de ahora los conozcan, y los estudien, para intentar que no vuelvan a suceder, o al menos que esa sea la intención. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco

DE AQUELLOS POLVOS VIENEN ESTOS LODOS.

“Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”.

Aldous Huxley

Desde su revelador título El año del descubrimiento, Luis López Carrasco (Murcia, 1981), destaca en su película la de abrir la caja de Pandora, revelar lo oculto, mostrar lo tapado, reflexionar sobre lo olvidado, rescatar una parte de la historia que ya nadie recuerda, que parece que no ocurrió, que no existió, que hay que recordar y sobre todo, volver a mirarla y entenderla, o al menos, no olvidarla. En 1992, cuando España, llena de satisfacción y esplendor, se preparaba para mostrarse al mundo a través de dos eventos como las Olimpiadas en Barcelona y la Expo Universal en Sevilla, dos acontecimientos que nos sacarían del ostracismo de años de franquismo, de un país pobre, aislado y acomplejado. Pero, también, en ese mismo año, en Cartagena, en el sudeste del país, sus ciudadanos vivían otra realidad muchísimo más sombría y oscura, ya que debido a la reconversión industrial del PSOE, como pago para entrar en la Unión Económica Europea, se estaba desmantelando la industria murciana, llevando al paro y a la ruina a miles de familias. Los trabajadores llevaban meses de luchas y manifestaciones, hasta que el 3 de febrero de ese año, unos cócteles molotov provocaron el incendio del parlamento murciano.

El director murciano, del que lo conocíamos por su participación en el colectivo Los Hijos, junto a Javier Fernández Vázquez y Natalia Marín Sancho, con títulos tan interesantes como Los materiales (2009), Circo (2010) y Árboles (2013), entre otros, su labor como productor para gente como Ion de Sosa o Velasco Broca, y sus títulos en solitario, El futuro (2013), revisión de aquel 1982, con la victoria del PSOE, a través de una fiesta de unos jóvenes mientras hablan y escuchan música. En Aliens (2017), repasaba la vida de la artista Tesa Arranz, a partir de material de archivo. El cineasta afincado en Madrid, mira el pasado a través del presente más inmediato, pero lo hace desde las formas y el tratamiento de entonces, en El futuro, usaba el súper 8 para trasladarnos a ese tono doméstico que podría tener una fiesta casera filmada por alguien, pero no lo hace solo como medio estético, sino para sumergirnos en ese trozo de tiempo que le interesa para provocar la reflexión, para rescatar ese espacio de tiempo que tanto tiene que ver con lo que vivimos ahora.

En El año del descubrimiento lo vuelve a hacer. Para hablarnos de aquel tiempo del 92, la cara oculta de la fiesta, aquella que hiela la sangre, López Carrasco se rodea de un dispositivo sencillo, pero tremendamente eficaz, en un bar de Cartagena, entre desayunos, (des) encuentros y aperitivos, convoca a jubilados que participaron en aquellas luchas obreras del 92, junto a jóvenes desempleados, y los entrevista por separado, o los filma mientras hablan, pero lo hace con la textura y el formato de video, tan popular en los años noventa, a través de primeros planos muy cerrados, y utilizando la doble pantalla, en la que mientras uno habla, vemos al otro/s en contraplano, con la cinematografía de Sara Gallego Grau. Con un guión que firman Raúl Liarte y el propio director, el relato arranca con el franquismo, los años del hambre y las terribles consecuencias de los padres de los que hablan, luego se adentra en el grueso de la historia, las movilizaciones del 92 en Cartagena, con los testigos de aquellos hechos, tanto de un lado, con los trabajadores, como del otro, un ex jefe de policía, para contarnos a través de los testimonios e imágenes de archivo, todo lo que se coció en aquellos tiempos de reivindicaciones laborales y todo lo que fue. Y finalmente, con la ayuda de unos jóvenes en el paro, se habla de la lucha obrera del 92, y la realidad de ahora, con los trabajos precarios, la falta de oportunidades, el sindicalismo y el no futuro que les depara.

Si tuviéramos que citar un referente de El año del descubrimiento podría ser otra obra capital en el documental político español como Informe general sobre unas cuestiones de interés para una proyección pública (1977), de Pere Portabella, que hablo con políticos para reflexionar sobre el franquismo y la transición, que tuvo una segunda parte en Informe General II – El nuevo rapto de Europa (2015), donde la crisis económica y el desmoronamiento de la sociedad del bienestar eran los ejes en cuestión. López Carrasco lo hace desde el contraplano, el de la gente cotidiana, el de los que se levantan diariamente para ir a trabajar, si los dejan y no les ponen obstáculos. Los hombres y mujeres anónimos que también cuentan la historia y que en raras ocasiones tiene la voz y el tiempo necesario para explicar esa parte de los acontecimientos más real y cruda. Son doscientos minutos de película, bien editados por Sergio Jiménez. Doscientos minutos en los que se habla de todo, de política, de trabajo, de lucha, de sindicatos, de gobernantes, de sociedad, de franquismo, de dónde venimos y hacia dónde vamos, de lo que fueron nuestros padres y lo que somos nosotros ahora, de un tiempo de la historia crucial en la historia de este país, con el final del franquismo, la transición, la victoria socialista del 82, el desmantelamiento de la industria en los noventa, las Olimpiadas y la Expo del 92, y el incendio del parlamento murciano, que quedó en el olvido, o simplemente, se hizo lo posible para olvidarlo, porque quizás los hechos que ocurren solo son verdad si alguien los cuenta y deja testimonio de lo ocurrido, porque si no son otros, con intereses políticos o económicos que cuentan la historia a su antojo, para que los ciudadanos que vendrán, los del futuro, la vean como los poderosos quieran.

López Carrasco no solo ha hecho una película magnífica y emocionante, que se erige como un poderosísimo retrato de aquel tiempo y este, de todo lo que se hizo y lo poco que se hace hoy en día, de una película que va más allá, que es todo un fresco histórico, social y político, contundente y maravilloso, por todo lo que cuenta y cómo lo hace, con ese tono accesible, sencillo, transparente y honesto para todos. El año del descubrimiento es la película que había que hacer, la que reflexiona y escucha y, sobre todo, rescata del olvido hechos que no deberían olvidarse, porque los verdaderos influencers de hoy en día, deberían ser aquellos hombres y mujeres que se enfrentaron al poder a fuerza de lucha y resistencia para proteger sus trabajos y su pan, que deberían convertirse en ejemplos a seguir para todos los que estamos ahora, para todos los que nos quedamos quietos, sin hacer nada, cuando nuevamente los poderosos siguen desmantelando nuestras vidas y llevándolas al abismo más oscuro. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Caras y lugares, de Agnès Varda y JR

¡VIVA EL CINE! ¡VIVA LA VIDA!

Hay películas que sólo el mero hecho de verlas, uno se reconcilia, aunque sea un poco, con la humanidad, con aquello que nos hace peculiares, únicos y diferentes a todo aquello que nos rodea, eso sí, mirándolas sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, y sobre todo, dejándose llevar por su interior, por aquello que la obra muestra, por aquel viaje que nos lleva a conocer personas, lugares y estados de ánimo. Visages, Villages es una de esas películas, que nos atrapa y nos hipnotiza con sus imágenes cotidianas, con gentes corrientes, y situaciones sencillas. De sus autores podríamos decir que tenemos a JR (París, Francia, 1983) un fotógrafo urbano especializado en murales y por el otro, nada más y nada menos que Agnès Varda (Ixelles, Bélgica, 1928) una de las grandes cineastas de todos los tiempos, que lleva más de medio siglo construyendo cortometrajes, documentales y ficción, en los que ha hablado de su contexto político, social, económico y cultural de su tiempo, desde aquel maravilloso debut La pointe courte (1954) donde siguiendo los postulados Rossellinianos avanzaba lo que será la Nouvelle Vague.

El cine de varda se caracteriza, tanto en sus celebradas obras de ficción como Cleo de 5 a 7 (1962) o Sin techo ni ley (1985) en un cine híbrido que tiene un fondo de documento, de filmar lo más frágil y aquello invisible, un cine sobre la memoria, lleno de cotidianidad, de personas cercanas, y de lugares a tiro de piedra, con especial dedicación a lo femenino, a lo oculto, y a aquello que la frenética sociedad deja de lado, con especial dedicación al trabajo de las clases obreras y a lo popular de la cultura francesa, como así lo muestran títulos como Daguerréotypes (1976) en la que filmaba las personas de la calle donde vivía, o Mur Murs (1980) donde mostraba los murales de la ciudad de Los Ángeles, desde sus autores, sus reivindicaciones y vidas. En el nuevo milenio, son my celebrados trabajos como Los espigadores y la espigadora (2000) y su secuela Dos años después (2002), en la que registraba con su cámara de video, el mundo oculto de aquellos que vivían de lo que tiraba el resto, a través de un canto a la vida, capturando a las gentes anónimas, sus casas y sus vidas particulares. En Las playas de Agnès (2008) hacía un recorrido de su propia vida como cineasta, siempre con delicadeza y un gran sentido del humor que recorre toda su filmografía.

Ahora, Agnès, junto a la compañía de JR y su furgoneta-estudio fotográfica, emprenden un viaje por la Francia rural, acercándose a las vidas de aquellas personas anónimas y sencillas, con el propósito de hacerles un retrato de sus rostros, expresiones y miradas, imprimirlo y luego, colgarlo en alguna de las paredes, ya sea su casa o algo que tenga que ver con su persona. De esa manera, llegan a un pueblo de mineros ya abandonado, donde encuentran algunos familiares y a la única mujer, una hija de minero que sigue en su casa. Luego, irán a otro pueblo y así sucesivamente, por su cámara posan trabajadores de todo tipo: camareras, estibadores y estibadoras, agricultores, ganaderos y toda una serie de aldeanos del mundo rural, en el que la película rescata un muestrario de vidas anónimas, sencillas e invisibles, a las que Varda y JR, se acercan a ellas, les preguntan y las retratan para que decoren las paredes y muros de su pueblo. Tanto Varda y Jr, reflexionan de aquello que ven, y dialogan, en un viaje donde vida y cine se dan la mano, se mezclan, y se alimentan, donde la imagen fija y la imagen en movimiento se fusionan, se entremezclan y disfrutan una de la otra, en una perfecta simbiosis, en el que las vidas de los cineastas y su trabajo se convierten en uno sólo, donde la vida y lo que vemos se cuela de forma sencilla.

Toda la película está bañada de un gran sentido del humor, en el que las cosas más pequeñas o minúsculas tienen su grado de importancia y son esenciales para aquellas personas que nos transmiten alegría, tristeza y honestidad, como la señora que no quema los cuernos de sus cabras, como hacen el resto, sabiendo que será perjudicial para su negocio, o los estibadores, enfrascados en una huelga para defender sus trabajos, se prestan a relajarse un rato y hacerse el retrato que les sacará por unos instantes de la tensión, o la imposibilidad de que uno de los retratos-murales resista al embate de la marea, o aquellos peces retratados en el mercado que decorarán un depósito de agua, o finalmente, esos ojos de los autores que viajarán en tren mirando todo aquello que se encuentren. Varda y JR se complementan a la perfección, la sabiduría y el talento de los años con la energía y la mirada de la juventud, en el que logran retratar la Francia rural o una parte de ella, desde el azar, sus encuentros y el descubrimiento, esa mirada curiosa e inquieta de conocer lo cotidiano, lo más cercano a la tierra, a nuestros ancestros, olvidando el ruido y el frenesí de las ciudades.

Varda y JR han construido una película llena de vida, de cine, que nos emociona desde su intimidad y cercanía, en la que nos proponen dejarnos llevar por sus imágenes, en las que descubriremos una vida alejada a la nuestra, basada en la sencillez, done escucharemos historias olvidadas y presentes, donde hijos y nietos nos hablan de un tiempo que ya se fue, un tiempo que sigue en ellos, un tiempo siempre fugaz, incierto y esquivo, que la cámara recoge desde el respeto y la calidez, a través de una propuesta delicada y humanista, convertida en una road movie rural maravillosa y sentida, un cuaderno de viaje sobre la memoria de lo rural, dejándose llevar por aquello misterioso que encuentran por azar o a través de amigos, casi sin ningún itinerario preconcebido, lanzándose a la aventura, a descubrir y asombrarse por lo sencillo, con personas, relatos, lugares y objetos que les llenan, que los alegra, pero que también los entristece, como los momentos en los que rinden homenaje a los que no están como Nathalie Sarraute, Guy Bourdin o Cartier-Bresson, autores y fotógrafos que también se dejaron llevar por el azar, el asombro de lo cotidiano y la necesidad de vivir, descubriendo y descubriéndose, asombrándose por los pequeños detalles, con las gentes y sus costumbres, con amor, alegría, tristeza y mucho humor.