Entrevista a Isaki Lacuesta, director de la película “Entre dos aguas”, en el Soho House en Barcelona, el martes 20 de noviembre de 2018.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Isaki Lacuesta, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Ainhoa Pernaute y Sandra Ejarque de Vasaver, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.
“No hay nada que obligue tanto a mirar las cosas como hacer una película. La mirada de un literato sobre un paisaje rural o urbano puede excluir una infinidad de cosas, recortando del conjunto sólo las que le emocionan o le son útiles. La mirada de un director de cine sobre ese mismo paisaje, en cambio, no puede dejar de tomar consciencia de todas las cosas que hay en él, casi inventariándolas”.
Pier Paolo Pasolini
Doce años después de La leyenda del tiempo, Isaki Lacuesta (Girona, 1975) ha vuelto a filmar a los hermanos Gómez, al Isra y al Cheito, los sueños y las ilusiones inocentes propias de la infancia, cuanto todo estaba por hacer, por decidir, por vivir, han dejado paso a unos adultos con cargas familiares y con expectativas laborales duras, y en el caso de Isra, aún más, porque sale de la cárcel después de una condena por narcotráfico. Recogiendo el postulado de André Bazin: “El cine es el único medio capaz de mostrar el paso de la vida a la muerte”, que se escuchaba en Las vacaciones del cineasta (1974), de Johan van der keuken, Lacuesta adopta la tesis baziniana para filmar las vidas de estos chicos gaditanos, para retratarlos en el tiempo, para ver que ha sido de ellos después de doce años, y lo fabrica con herramientas propiamente dichas del documental, aunque tomándose licencias narrativas, como suele hacer en su cine, en el que la deriva del lenguaje adopta diferentes capas de la realidad propiamente dicha, y la ficción convencional, para crear una suerte de cine donde todo se fusiona para rastrear el paisaje filmado, y sobre todo, para capturar las miradas de sus personajes, sus emociones y su inmediatez, ese palpito indisoluble en aquello que ellos miran y viven, y lo que nosotros miramos con ellos.
El cineasta gerundense ha construido un guión, con sus inseparables Isa Campo y Fran Araújo, en continua construcción, que vivie y respira junto a sus personajes, en el que ellos mismos han colaborado en los diálogos, para captar esa realidad de los dos hermanos, esa vida que va y viene, ese tiempo fugaz, que se escapa, que no se detiene. El relato mantiene ciertos aspectos intrínsecos en el cine de Lacuesta, empezando por la captura de lo real a través de la ficción, y viceversa, fusionándose en uno solo, la idea del doble, que forma parte del adn de su cine, el otro como respuesta, como reflejo y también, como doblez de sus personajes, como le ocurre a Isra, en esas dos aguas, a las que se refiere el título (extraído de un disco de Paco de Lucía, como ya ocurría en La leyenda del tiempo, el disco de Camarón, quizás el trabajo más revolucionario del flamenco en una vida laboral legal, aunque la situación de paro y pocas expectativas sean tan duras, y en esa otra vida, la ilegal, la de trapichear con la droga, de dinero fácil, pero con la cárcel como futuro.
El paisaje como elemento importante en su mirada, una parte física y emocional de los personajes, por el que se mueven como almas en pena, como barcos a la deriva, en ese perpetuo movimiento que los lleva de un espacio a otro, de un tiempo a otro, de una vida a otra, convirtiéndose casi en aquellos cowboys que se perdían en las llanuras solitarias, magnetizándose con el paisaje y perdiéndose (como hace Herzog en mucho de su cine) en un intento vano de buscarse y encontrar el sentido a sus vidas que perdieron hace tiempo, y ya no se reconocen en los suyos, y sobre todo, en ellos mismos. La forma de Lacuesta observa a sus criaturas sin juzgarlas, colocándolas en medio de ese paisaje agreste y áspero, tanto físicamente como emocionalmente, capturando la esencia del espacio y de sus personajes, víctimas de su pasado y de su realidad, como les ocurre en muchos casos a los personajes de las películas de Fritz Lang, donde intentan escapar infructuosamente de aquello que les martiriza y les hiere, como les ocurre a Isra y Cheito con el recuerdo de la muerte de su padre.
Quizás, como sucedía en La próxima piel (2016) pero en esta más, Lacuesta ha hecho su película más social, recogiendo esa sensación de no futuro que hay en la provincia de Cádiz (el lugar con más paro del país) y concretamente, la situación social de la Isla de San Fernando, y al igual que hacía Buñuel en Los olvidados (1950) y Pasolini en su Accattone (1961) la película rescata a la primera línea a los invisibles, a los más desfavorecidos, a los que cada día se levantan para buscar trabajo en la lonja, recoger chatarra en lugares difíciles como espacios abandonados y ruinosos, o marisqueando para sacarse unas perras, trabajos para vivir o algo que se le parezca, todo para volver a ser quién eras, para recuperar a tu familia, para que tu mujer vea que has cambiado, que has optado por una vida honrada, y volver a estar con tus hijas, y vivir con tu familia, una vida legal y tranquila, aunque eso sea tan complicado en esa zona, donde el trabajo es escaso, o no existe, y si lo hay, está mal pagado.
El director catalán huye de cualquier atisbo de paternalismo o sentimentalismos, todo respira y vive en su medida, filmando con la distancia justa y necesaria, ni más ni menos, dejando que sus personajes respiren y sientan, reflejando esa vida inmediata y alegre, porque también hay tiempo para ello, como los encuentros con los amigos, los titubeos con el trapicheo, las zambullidas en el agua, los paseos en barca por las aguas gaditanas, soñando con un futuro mejor, o simplemente, soñando, recordando (como hace en algunos momentos la película, que recupera imágenes de La leyenda del tiempo) aquel niño que fuimos, aquel chaval que soñaba con una vida futura diferente, no fantástica, peor si mejor que la de ahora. Lacuesta ha capturado esa realidad anclada en la ficción, con esa textura del 16mm obra de su cinematógrafo habitual, Diego Dussuel, para recoger todos los colores y aromas de San Fernando, y esos espacios en mitad de la nada, en esa periferia física y emocional, en esas casuchas de la playa, que se inundan cuando sube la marea, en un justo y preciso montaje de Sergi Dies, que consigue sumergirnos en los 136 minutos del metraje, mezclando con acierto los momentos duros con aquellos más amables, focalizándonos en la mirada de Isra, Cheito y los demás, en sus derivas emocionales de lanzarse a otra misión lejos de su familia que tiene Cheito, o buscarse la vida para estar con su mujer y familia que padece Isra.
La poderosa mirada y brutal interpretación de Israel Gómez (que recuerda a los personajes del ya citado Pasolini o el José Luis Manzano, en las películas de Eloy de la Iglesia, que lo dirigió en varias películas) convirtiéndolo en un actor de fuerza expresiva, como demuestran sus grandes momentos en la cinta cuando se emociona por su situación familiar o sus coqueteos con el lado oscuro, o esas discusiones brutales con Cheíto, sin olvidarnos del papelón del propio Cheíto, que se convierte en ese espejo donde mirarse para Israel, y los demás personajes, tan naturales y complejos como ese paisaje físico y emocional que con tanto tino retrata el cineasta gerundense. Lacuesta ha cimentado una bellísima y dolorosa, apasionante y viva, con esa alegría que duele, o esa sonrisa amarga, una película sobre la sociedad actual, sobre las pocas expectativas de futuro, sobre el tiempo, sobre la mirada y la vida, aquella que se escapa sin remedio, aquella que viaja a velocidad de crucero, la que no espera, la que duele, la que no tiene compasión, la que a veces es amarga, y en ocasiones, en pocas, da alegrías aunque sean de tanto en tanto.
Lacuesta es un cineasta total, alguien capaz de conseguir una filmografía llena de trabajos diferentes y parecidos a la vez, como lo certifican sus 9 largos, y sus puñados de cortometrajes, instalaciones museísticas y espectáculos teatrales, donde encontramos narraciones y lenguajes de toda índole y condición, en una filmografía en continuo viaje para construir el lenguaje más idóneo para cada proyecto, en el que todo se (des) construye con herramientas de ficción, documental y demás, donde no hay límites, donde todo es posible, donde se adecua para el bien del relato que tiene entre manos, consiguiendo de manera sencilla y honesta, unos trabajos donde el espacio y la narrativa dialogan constantemente haciéndose preguntas, viajando hacia mundos diferentes, imposibles, agrestes e inhóspitos, en que sus personajes se transmutan con el paisaje, creando una suerte de realidad y ficción, o las dos cosas a la vez, fusionándose y dialogando, e investigándose en continuo movimiento.
Un década de espera ha transcurrido para que podamos ver un el segundo largo de la directora Roser Aguilar (Barcelona, 1971) después de la buenas sensaciones que dejó su debut, Lo mejor de mí, donde retrataba a una mujer que por amor debía de tomar una decisión compleja que le hacia descubrir cosas ocultas en su interior, reconocimiento premiada en Locarno con una gran interpretación de Marian Álvarez. Entre medias, Aguilar se ha dedicado a la docencia, a preparar proyectos que finalmente no vieron la luz y a filmar un par de cortos, Clara no lo esperaba (2009) en la que hablaba sobre una enfermedad reumática, y Ahora o puedo (2011), donde se ponía en la piel de los problemas a los que se enfrentaba una actriz que retomaba su profesión después de ser madre. Ahora, nos llega Brava, que continua en los márgenes de las obsesiones e intereses narrativos de las anteriores, situándonos en un retrato femenino actual, donde Janine, una empleada de banco que aparentemente vive feliz con su pareja, se ve envuelta en un viaje emocional catártico y de no retorno, provocado tras sufrir un asalto sexual en el metro, y presenciar la violación de una joven en el mismo lugar y no intervenir por miedo.
La película nos muestra a una mujer herida, rota y perdida, que en primera instancia huye, se aleja de la ciudad para encontrar la paz rodeada de un ambiente rural junto a su padre viudo. Allí, frente a un espacio vacío al que le cuesta reconocerse y adpatarse, conoce a Pierre, un francés también huido, con una herida profunda como la suya, también sumido en una batalla interior que le impide encontrar la paz. Aguilar, apoyada en la estupenda fotografía de Diego Dussuel (habitual de Isaki Lacuesta), en la que remarca el espacio, vacío y silencioso, carente de vida o tiempo, en el que la naturaleza no parece una buena aliada cuando se padece dolor, y sobre todo, ese miedo a la propia vida, a uno mismo, a no saber encontrar aquello que nos equilibraba, aquello que pensábamos que nos ayudaba, y nos damos cuenta que no es así, que el control era puramente ficticio, una ilusión, algo a lo que nos agarramos para simplemente sobrevivir. Aguilar filma el deterioro emocional de su personaje, de modo sencillo y pausado, llevándola por lugares en los que se siente una extraña, junto a personas a las que no sabe dirigirse para contarles que le pasa, o sintiéndose atraída por cosas oscuras que creía que no existían en su interior.
Janine nos recuerda a Giuliana, la joven interpretada por Mónica Vitti que, después de sufrir un accidente, arrastraba secuelas psicológicas que le impedían volver a ser quién era, bajo la incisiva mirada de Antonioni en El desierto rojo, o a la madre que hacía Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia, de Cassavetes, que debido a su inestabilidad emocional le impedía llevar una vida “normal”. Retratos de mujeres duros, sin concesiones, donde la narración avanza a través de las acciones emocionales que sufre el personaje, llevando al espectador a cuestionarse su posición moral hacia una mujer que huye, que no quiere enfrentarse a lo que le sucede, que el dolor, la culpa y sobre todo, el miedo, guían y dominan su existencia, como les ocurre a las mujeres que estructuran buena parte de las películas de Haneke, existencias envueltas en espacios del alma turbios y oscuros que no las dejan abandonar esa infelicidad que parece empujarlas al abismo. Aguilar no cuestiona a su personaje, lo mira de frente, siguiendo su periplo autodestructivo, mirándola con respeto y honestidad, capturando su deterioro mental y su peculiar descenso a sus infiernos particulares, a esos que por mucho que pidamos ayuda a los demás, sólo saldremos por nosotros mismos, entendiéndonos y comprendiendo lo que nos ha ocurrido, no castigándonos ni creyendo que todo estaba bajo control. Una película que nos recuerda en cierta manera a la premisa narrativa que se exploraba en Elisa, vida mía, de Carlos Saura, donde una hija pasaba un tiempo junto a su padre en una casa en medio de un páramo para hablar, entenderse y mirar al pasado familiar sin miedo.
Brava retrata una sociedad malsana, destruida y podrida, en la que el individualismo se ha apoderado de las vidas de cada uno de nosotros, anteponiendo nuestro afán personal al bien común, a sentirse impune emocionalmente hablando a todas las injusticias y dolor que ocurren a nuestro alrededor, a lo que vemos diariamente, o eso creemos parecer ver, porque en lo interno, no todo parece funcionar y lo que se ha roto, no se puede arreglar sin más, lleva un tiempo, y pide adentrarse en un mundo desconocido, frágil y perverso, en ocasiones. Aguilar, formada en la Escac, ha construido un retrato femenino de grandes hechuras que la relaciona a otras compañeras de escuela como Mar Coll con Tots volem el millor per a ella, y Nely Reguera con María (y los demás), terna a la que podríamos sumar a Sergi Pérez, también graduado en la Escac, que en El camí més llarg per tornar a casa, no hacía un retrato femenino, sino masculino, pero con la misma intensidad de viaje a lo más profundo del alma sobre el dolor, la culpa y el miedo.
Otra de las facetas que dan brillo a la película es su trío protagonista, tres actuaciones de grandes vuelos apoyadas en las miradas, sielncios y unos gestos mínimos, con el aplomo de un veterano como Emilio Gutiérrez Caba como padre, un viudo que también arrastra su dolor, el carisma de Bruno Todeschini (visto en La propera pell, de Isaki Lacuesta e Isa Campo) y el protagonismo de una brillante Laia Marull, desarrollando una interpretación llena de matices, detallista y emocionante, que nos recuerda una actriz de temperamente, de mirada rasgada y alma rota. La directora catalana que ya demostró su buen hacer en su opera prima, nos vuelve a demostrar su inmensa valía con una historia compleja, de construcción medida y capacidad de sugestión, que nos conduce por paisajes rurales, de calles desiertas de noche, de habitaciones incómodas, de caminos que no llevan a ninguna parte y (des)encuentros salvajes y dolorosos que sacan lo más oscuro y perverso de nuestra alma.
Evento organizado por la Unión de Cineastas. Bajo el título “Del actor al personaje”, intervienen Laura Jou (Coach y directora), Oriol Vila (Actor), Alberto de Toro (Montador) y Diego Dussuel (Director de fotografía). Presentados por la cineasta Mar Coll, y moderados por Gonzalo de Lucas. El encuentro tuvo lugar el martes 16 de febrero de 2016, en el Cine Zumzeig, en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laura Jou, Oriol Vila, Alberto de Toro y Diego Dussuel, por su tiempo, generosidad y simpatía, al equipo de Unión de Cineastas, en especial a Mar Coll y Cristina Silvestre, por su paciencia, amabilidad y cariño, y al Cine Zumzeig, por apoyar la causa y dar visibilidad a este tipo de eventos.