Memorias de un caracol, de Adam Elliot

GRACE & GILBERT. 

“Yo creo que la verdad es perfecta para las matemáticas, la química, la filosofía, pero no para la vida. En la vida, la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza cuentan más”. 

Ernesto Sábato 

En la inmensa producción de películas de cada año pocas son las que llegan a las pantallas y de las que llegan, la mayoría son películas de corte muy comercial. Algunas, no muchas, pasan directamente al limbo de las diferentes plataformas que hay, donde se plantea un dilema, el de rebuscar y con suerte, encontrarse con esa película que sabes que está pero que no hay forma de encontrarla. Mary and Max (2009), de Adam Elliot (Berwick, Australia, 1972), no pasó por cines y la descubrí gracias a Filmin, una de las plataformas que cuida el cine y sus usuarios. La sorpresa y la admiración fueron inmediatas. Estaba delante de una delicia en todos los sentidos. Una obra profunda y reflexiva sobre la amistad entre una niña de 8 años australiana y un cuarentón judío y obeso de New York a distancia y epistolar desde finales de los setenta y toda la década de los ochenta. A través de la técnica de animación de stop motion un relato que abarca a dos inadaptados y solitarias almas que no entienden la sociedad ni la gente que la componen y optan por la imaginación y los sueños y las pequeñas actividades para soportar tanta oscuridad y desánimo.

Su segundo largometraje Memorias de un caracol el cineasta australiano vuelve a sus ambientes negruzcos y grisáceos con un tono melancólico, lleno de irreverencia y exquisito humor negro para críticar a una sociedad demasiada injusta, deshumanizada y estúpida, protagonizada por dos huérfanos Grace y Gilbert Pudel, que son separados y enviados a familias muy diferentes. Ella junto a unos happy guays de lo natural y lo light, y él, junto a una familia fanática cristiana e hipócrita. Es ella la que nos cuenta su vida, con ese tono tan característico donde abunda la miseria moral y una sociedad cruel y violenta. La aparición de Pinky, una excéntrica y punky anciana que se hace inseparable de Grace le ayuda a paliar el desajuste emocional que le produce estar separada de su hermano gemelo. Como sucedía en la primera película de Elliot, la voz en off vuelve a estar muy presente, no una voz descriptiva, sino una que reflexiona sobre las imágenes que vemos y aquellas otras invisibles donde lo emocional está tan presente. La atmósfera oscura y decadente sigue presente en sus historias que se mueven entre la fábula griega, lo más tenebroso e inquietante de los cuentos góticos de la época victoriana y ese sutil e inteligente sarcasmo e ironía que ayuda a suavizar tanta soledad. 

La cinematografía vuelve a correr a cuenta y riesgo de Gerald Thompson que vuelve a brillar como hizo en la deliciosa Mary and Max, o mejor dicho, vuelve a ennegrecer en tonos apagados y grisáceos, esos lugares residenciales muy al estilo del suburbano estadounidense, que más que vida parece que almacenan vidas torturadas e infelices. La música de Elena Kats-Chermin se convierte en el mejor vehículo para contar toda la complejidad psicológica y los avatares vitales de los protagonistas, además, consigue junto a las imágenes tremendamente elaboradas y detallistas, un conjunto de emociones que vamos experimentando siguiendo la travesía emocional de los dos hermanos. Una película cuidada hasta el mínimo detalle, desde su poderosa estructura y montaje que firma Elliot y sus intensos 95 minutos de metraje, la magnífica construcción de personajes, que no estarían muy lejos de los de Pesadilla antes de Navidad (1993) y La novia cadáver (2005), ambas auspiciadas por Tim Burton, eso sí en otro tono más de terror, y el diseño de producción que parte de la grandiosa imaginación de Elliot como demuestran los estupendos en los títulos créditos iniciales en el que hace un incisivo recorrido por una gran cantidad de elementos y objetos amontonados en una habitación, en los que va anticipando partes de la trama de la película. 

Primero fueron excelentes cortometrajes, entre otros, como Uncle (1996), Cousin (1999), Brother (2000), que no llegaban a los ocho minutos, los Harvie Krumpet (2003), Ernie Biscuit (2015), que pasaban de los veinte minutos, y los mencionados largometrajes Mary and Max (2009), y el que nos ocupa Memorias de un caracol, título que hace referencia al enamoramiento que tiene la protagonista Grace por los moluscos gasterópodos que usa como refugio en su inseparables conchas (genial metáfora que describe cómo se siente la citada Grace). El cine de Adam Elliot se convierte en el mejor narrador para describir muchas de lo invisible del mundo que nos rodea: la enfermedad mental, la inadaptación, la soledad, los traumas y todo lo que tiene que ver con aquello de lo que nos cuesta hablar, de lo que hace daño, de lo que duele tanto que nos cuenta enfrentarlo y mucho menos compartir con los demás. Un cine que invita a mirar a los demás sin juzgarlos, a observar lo diferente, a profundizar en lo que nos rodea y sobre todo, en las acciones de los demás, descubriendo su naturaleza y descubriendo ese pasado que los amenaza y les dicta su presente. También hay tiempo para ser feliz, aunque sea efímero, eso sí, Memorias de un caracol no es una película triste, ni mucho menos, es una película dura y desgarradora, pero no se regodea en la maldad, sino que la muestra y dibuja a unos personajes que siempre quieren ser ellos, aunque para ellos deban alejarse del resto y encontrar su mundo por muy diferente que sea del mundanal ruido. No es eso lo que deberíamos hacer todos. Buscarnos a nosotros mismos sin importar lo que digan los demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Shayda, de Noora Niasari

UNA VIDA SIN MIEDO. 

“Cada momento es una nueva oportunidad para elegir el amor en lugar del miedo”

Louise Lynn Hay

Los primeros instantes de Shayda, la ópera prima de la iraní Noora Niasari son de puro terror, se palpa la tensión, la inquietud y el miedo. La cámara se encierra en el rostro de la protagonista, la magnífica Zar Amir Ebrahimi, envuelta en un mar de dudas e incertidumbre, junto a Mona, su hija de tan sólo 6 años. Momentos de angustia que van de la llegada al aeropuerto y el posterior traslado a la casa donde se refugian otras mujeres maltratadas como ella. Apenas son necesarias las palabras, porque la angustia y el silencio están tan presentes que van más allá de la pantalla y se meten en nuestras conciencias. No sabemos de qué huye, lo sabremos más adelante, pero esa sensación de huir, de dejar atrás algo malo, y buscar refugio, una mirada cómplice y un abrazo que dé paz y tranquilidad. Shayda es una mujer iraní que ha pedido el divorcio de su marido iraní en algún lugar de Australia, lejos de su país, aunque su marido actúa como si siguieran en él. Así empieza la película, una forma que nos sujeta bien fuerte y no nos soltará hasta el final. 

Como sucedía con Aftersun (2022), de Charlotte Wells, con la que tiene mucha de hermandad en su tono, la directora Noora Niasari expone en su primer largometraje sus vivencias de niña y su relación con el mundo de los adultos, si en aquella eran unas vacaciones en Grecia junto a su padre, ahora, estamos en la otra parte del mundo, en otoño, y junto a su madre. El tono documento y de verdad de la historia viene de los años en que la directora viajó por el mundo realizando documentales como Casa Antúnez, entre otros, porque la directora construye una película que nace de la memoria, en la que se mete de lleno en temas como empezar de nuevo dejando un pasado de horror, la fraternidad entre las mujeres del refugio, la sensación de sentirse acompañada, pero también, en constante peligro, y la eterna y espeluznante burocracia para quedarse en un país cuando eres extranjera. Temas de ahora y de siempre que la película trata con sencillez y honestidad, sin alardes argumentales ni nada por el estilo, sino desde la mirada, el gesto y el diálogo pensado y transparente, introduciéndonos en una intimidad, sensibilidad y ternura que ayudan a paliar un relato muy duro y de puro terror, en muchos momentos. 

La parte técnica va al unísono con lo que se cuenta, desde la cercana y cámara-testigo que firma Sherwin Akbarzadeh, en la que cuenta y detalla cada mirada y gesto, siguiendo la mirada de las protagonistas, situándose en esos pliegues donde la película se mueve, en una línea muy frágil entre la alegría y la esperanza en construir una nueva vida y por ende, un hogar, un lugar de paz, con esos otros momentos en que la película se enfila, donde el marido iraní aparece y las cosas se tornan turbias, frías y muy peligrosas. El montaje de Elika Rezaee es ejemplar, porque explica sin mareos ni estridencias técnicas una historia sumamente compleja que se mueve entre unos personajes vulnerables y a punto de derrumbarse como el personaje principal con esos toques de leve esperanza con esos otros donde la violencia entra a saco. Un relato que consigue cimentar con pausa y sin prisas muchas realidades de mujeres que deben huir y refugiarse para encontrar una vida, sea donde sea, porque es una realidad que, desgraciadamente, existe en cualquier parte del planeta, en sus 118 minutos de metraje, que explican muy bien una realidad que, lejos de solucionarse, sigue creciendo. 

Ya he mencionado a la maravillosa Zar Amir Ebrahimi, que nos encanta, por su intensa mirada, su forma de moverse en el cuadro, y cómo habla y sus silencios que transmiten todo lo que está viviendo y sobreviviendo su Shayda, que hace muy poco la vimos en Tatami, que codirigía y cointerpretaba. A su lado, la sorprendente Selina Zahednia como Mona, la niña de 6 años que está estupenda, sin olvidarnos de los demás intérpretes como Osamah Sami como Hossein, el marido iraní, Mojean Ari como un amigo, Leah Purcell como Joyce, la encargada de la casa refugio, Jillian Nguyen y Rina Mousavi, y demás, dotan de profundidad a la historia que se cuenta y consigue esa naturalidad y complejidad tan necesaria en una película de estas características. Debo mencionar una de las productoras ilustres que ha tenido la película que no es otra que la gran actriz Cate Blanchett a través de Dirty Films junto a sus dos socios como Andrew Upton y Coco Francini, que da una visión más amplia de la magnitud de la historia de la directora Noora Niasari, tanto su importancia como su forma de abordar un tema tan candente y muy preocupante. Acérquense a ver una película como Shayda, porque les va hacer reflexionar y sobre todo, les va a mostrar muchas realidades ocultas e invisibles que, ahora mismo, siguen luchando por una nueva vida, y les dará un poquito de esperanza porque verán que todavía existe, aunque muy poco, valores como la solidaridad, la hermandad y la fraternidad, y eso, en el mundo qué vivimos, es muy grande. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tres mil años esperándote, de George Miller

UN DESEO HECHO REALIDAD.

“Ten cuidado con lo que deseas, se puede convertir en realidad”

Oscar Wilde

De la decena de títulos que componen la carrera de Geroge Miller (Brisbane, Australia, 1945), cuatro se los ha dedicado a Mad Max, el relato del vigilante de autopista en un futuro distópico donde escasea el agua, arrancó en 1979, convirtiéndose rápidamente en una cult movie, de la que rodó dos secuelas en 1981 y 1985. En el 2015 volvió a ese futuro que tantas alegrías le había dado con una nueva versión de título Mad Max: furia en la carretera. Entre medias, algunas películas para la gran industria como la comedia fantástica de Las brujas de Eastwick (1987), o el drama familiar de Lorenzo`s Oil (1992), incluso la animación con Babe, el cerdito valiente (1998), y las dos entregas de Happy Feet. Con Tres mil años esperándote, vuelve a su cine más personal, y más arriesgado, alejándose en cierto modo de la maquinaria hollywoodiense. Rescata un proyecto de los noventa, porque fue entonces cuando leyó el relato the Djinn in the Nightingale`s Eye, de A. S. Byatt, publicado en 1994, del que quedó fascinado, pero ha sido ahora, después del éxito de la nueva entrega de Mad Max que ha podido convertirlo en realidad.

Un guion que firman la debutante augusta Gore y el propio director, en la que su estructura recuerda a Las mil y una noches, el relato arranca con Alithea Binnie, una profesora de literatura fascinada con los cuentos y sus historias. De casualidad, en un viaje a Estambul, al que va a dar una conferencia, compra un curioso frasco que, cuando está en la habitación del hotel, lo frota y aparece un genio. A partir de ese momento, todo se agitará en la vida de Alithea, y el genio, también llamado “Djinn”, le concederá tres deseos, pero la mujer cauta y recelosa, no se decide por las consecuencias que le puede traer, así que, el genio le cuenta tres historias que ha vivido sobre los deseos y sus problemas venideros. Tres encuentros con tres mujeres. En el primero le cuenta su amor no correspondido con la reina de Saba y su condena al frasco. En el segundo le explica la frustración de no poder ayudar a una esclava que vivía en la corte de Solimán el Magnífico, y por último, la tristeza que le produjo su encuentro a mediados del XIX con Zefir, una mujer deseosa de conocer la naturaleza, de la que se enamora pero no acaba bien.

Miller construye una película muy íntima, cercanísima, en la que la trama sucede en una habitación de hotel entre los dos protagonistas, eso sí, las historias, esos cuentos maravillosos y tristes a la vez, suceden en otras épocas, cuentos llenos de magia y fantasía, en que la película enarbola una imaginación sublime y poderosísima, donde nos llevan en volandas por esos mundos de palacio movidos por el deseo, el amor, la traición, la  locura y la sabiduría y demás. La película consigue una interesante mezcla de cine hablado, con unos diálogos y unas replicas fabulosas que nos mantienen muy alerta y sobre todo, en la que se plantea numerosas cuestiones sobre nuestra propia naturaleza, aquello que deseamos y aquello otro que tememos y queremos olvidar. Y luego, nos encontramos con ese otro cine, más de acción, espectacular, en el que la fantasía visual se apodera del relato, donde todo parece formar parte de un sueño que se convierte en pesadilla.

La parte técnica brilla con intensidad y espectacularidad en cada secuencia de las historias que cuenta el genio, en la que Miller se ha arropado de viejos cómplices como John Seale, que consigue una depuradísima cinematografía, donde lo íntimo se fusiona con la ingeniería visual y da lugar a un relato lleno de enigmas, hipnótico y magnético, corpóreo y tangible. Al igual, que el montaje de Margaret Sixel que consigue dar mezclar la pausa del hotel con el ritmo vertiginoso que se apodera de los cuentos del genio, en unos inmensos ciento ocho minutos de metraje. También, encontramos con cómplices de Miller como Doug Mitchell en la producción, Roger Ford en el diseño de producción, Lesley Vanderwalt en caracterización, y la excelencia de Kym Barrett en el vestuario. Una excelente pareja de intérpretes como Tilda Swinton y Idris Elba, tan diferentes y a la vez, tan cercanos y especiales, capaces de dar vida y naturalidad a la situación más extraña e inverosímil, bien acompañados por un buen grupo de actores y actrices que, casi sin hablar, dan vida a sus respectivos roles.

Tres mil años esperándote nos habla de nosotros, de nuestra capacidad para imaginar, para escuchar cuentos e historias de otras épocas y de esta, en un mundo cada vez más ensimismado en la tecnología, y menos capaz de detenerse a escuchar, y la película de Miller también, entre otras cosas, reivindica la escucha y la imaginación, y sobre todo, la humanidad, todos los valores que nos han llevado hasta nuestros días, porque como decía el poeta, mientras haya alguien que se detenga y se siente a escuchar mi historia, tengo el deber de contarla, y no solo contarla, imaginarla una y otra vez para que no se pierda en el tiempo, lo mismo que deseaba Ray bradbury en el precioso final de Fahrenheit 451, en el que los libros ya desaparecidos, unos a otros se contaban esas historias que permanecían en sus memorias, el deseo de contar y escuchar, como le ocurre a la protagonista de la película Alithea Binnie, que tiene un deseo, un deseo difícil pero no imposible, un deseo que su genio deberá cumplir, como pueda o como desee. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Encuentro con Bruce Beresford

Encuentro con el cineasta Bruce Beresford, con motivo del ciclo «Imatges dels antípodes» que le dedica la Filmoteca de Catalunya, con la participación de Esteve Riambau, director Filmoteca, y Cesc Casadesús, director Festival Grec, en Barcelona, el martes 2 de julio de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Bruce Beresford, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Belén Simarro, por su gran labor como intérprete,  y a Jordi Martínez de Comunicación Filmoteca,  por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Sweet Country, de Warwick Thornton

EL DESIERTO ROJO.

Tierra difícil, tierra agreste, dura y sucia. Tierra roja, de sol abrasador, de roca clavada en el alma, de vidas duras, de vidas llenas de polvo, de vidas asfixiantes, de vidas en la cuerda floja, y así un día tras otro, esperando que el amo quiera, a su merced, a su antojo, y desprovistos de las tierras, de su vida. El cuarto trabajo de Warwick Thorton (Alice Springs, Australia, 1970) vuelve a centrarse en los aborígenes, en los suyos, en aquellos indígenas que por orden de la Corona Británica fueron despojados de sus tierras ancestrales, vestidos con ropas blancas, y dispuestos a trabajar gratis para sus dueños. Thorton sitúa su película en la década de los 20, más concretamente en el año 1929, y en la tierra donde creció, Alice Springs, en el interior de Australia, en el norte, y plantea un retrato que mucho tiene que ver con su debut, Sanson & Delilah (2009) y sus posteriores trabajos, las películas colectivas The Turning (2013) y Words with Gods (2014) donde explica los orígenes y las existencias de aborígenes. En Sweet Country, en la que ya desde su título, totalmente irónico por el devenir de los hechos que se sucederán en la película, nos presenta a Sam, un aborigen que vive junto a su mujer Lizzie y su sobrina, en la casa de Fred Smith, un predicador que trata a Sam con total respeto y educación, como uno más.

En ese ambiente tan seco y complicado, no todos los blancos adoptan la misma posición. Hay otro, Mick Kennedy, que trata a sus trabajadores aborígenes como bestias, y en especial al joven Philomac, al que maltrata y veja por cualquier nimiedad. Y más allá, otro de los granjeros, Harry Marck, un desquiciado veterano de la primera guerra mundial, aún va más allá, y utiliza a los aborígenes cometiendo delitos muy graves hacia ellos. Thornton, con la ayuda de su coguionista David Tranter, aborígenes los dos que crecieron en el mismo entorno, no hacen una película de buenos y malos, sino de un estado de ánimo de aquel momento, en el que unos tuvieron todos los derechos, y otros, no. Y no construyen una trama compleja, para nada, nos hablan de un caso en concreto, en el que Philomac desaparece y en esa búsqueda que emprenden acaban en el rancho del predicador donde se desata la tragedia. Todo sucede como otro día cualquiera.

El cineasta australiano compone un western duro y seco, muy crudo en algunos momentos, con tipos barbudos, que fuman sin parar y beben whisky, en el que el calor abrasa y quema sin piedad, en el que las reglas del juego han cambiado para los aborígenes, ya que sin ser esclavos son tratos como tal, casi sin nada, sin derechos, y con una existencia extrema y pobre. Los personajes de la película se mueven por instinto, casi como bestias salvajes, donde hay poco que perder o nada, en el que unos ordenan y los otros, con la cabeza cabizbaja, obedecen asumiendo su condición miserable. Encontramos elementos característicos del western clásico: la frontera, la confiscación de tierras, la subordinación y conquista de un pueblo, los problemas territoriales, y un paisaje bello y cruel a la vez, excelentemente cinematografiado por Thornton que también es un consumado cinematógrafo, extrayendo la belleza y la oscuridad que encierran esas tierras casi solitarias. Sam se defiende ante los ataques de Harry, aunque en este nuevo contexto social, parece que Sam debe soportar las maldades de Harry sin más, aunque no lo hace y se defiende. Aunque esto le obligará a huir junto a su mujer bajo el desierto rojo.

Thornton nos explica dos películas en una, en la primera mitad, la película muestra las duras condiciones de los aborígenes y demás, y luego, cuando sucede el conflicto con Harry, la película se convierte en una road movie por el desierto, donde el sargento Fletcher se lanza con la compañía de unos cuantos, a dar zaga al huido Sam. En una trama sencilla, sujetada a una estructura clásica, donde los personajes y sus conflictos se erigen como el centro de la trama, en el que tantos unos como otros se posicionan, según su conciencia y contexto social, por uno o por otro, en una aventura de tonos épicos, pero cerca de la mirada de Monte Hellman, y muy alejadas de esos relatos donde ensalzan al protagonista o sus hazañas. Aquí, la cosa va por otro lado, construyendo una trama honesta en la que se habla de la identidad de uno mismo, de quién eres cuando te lo han arrebatado todo, de cuál es tu camino, y hacía donde se encaminará tu vida, rodeados por un entorno muy duro, tanto físicamente como emocionalmente, en el que todo lo que habías conocido ha dejado de existir, y ahora, aunque no lo aceptes, debes vivir de otra manera que no es la tuya.

Un brillante reparto encabezado por los veteranos Brian Brown como el sargento, y Sam Neill como el predicador, bien acompañados por los rudos y malolientes (que más parecen una pareja de hermanos bandidos que granjeros) Thomas M. Wright y Ewen Leslie, como los malcarados Mick Kennedy y Harry March, respectivamente. Matt Day como el Juez Taylor. Y las grandes sorpresas de la película, los intérpretes aborígenes debutantes en la película, empezando por Hamilton Morris que da vida a Sam, su mujer Lizzie encarnada por Natassia Gorey-Furber, Gibson John como Archie y finalmente, los gemelos Tremayne y Trevon Dolan que hacen de Philomac. Unos intérpretes que componen personajes sobrios, solitarios, que hablan poco y miran mucho, que se mueven por unos ranchos donde la existencia duele, donde el aire a veces es tan denso que es insoportable, donde la tierra roja enmudece y entierra a todos, donde la belleza y la tragedia se mezclan en demasiadas ocasiones, donde cada día parece ser el último.

52 Martes, de Sophie Hyde

52-martesMI MADRE/PADRE Y YO

Sophie Hyde es una directora australiana que lleva un lustro, junto a la colaboración del guionista Matthew Cormack, dedicada a producir y dirigir piezas de ficción y documentales para la compañía Closer Productions. Los dos colaboradores se han lanzado a abordar un tema espinoso y controvertido como es la transexualidad, en una película/experimento que se ha producido siguiendo la premisa argumental que plantea la película, en un trabajo parecido como el abordado por Richard Linklater en Boyhood. La película  explora las complejas relacionas de una madre y una hija, después que la progenitora le explica que va a recibir un tratamiento médico, de un año de duración,  para cambiar de sexo y convertirse en un hombre (tratamiento real que siguió el actor que interpreta a la madre), durante ese tiempo las dos se verán sólo los martes. La producción también se citaba cada martes durante ese año para filmar la película, con la idea que debería incluirse en la película algo de  lo filmado cada semana.

El trabajo de Hyde se mueve entre varias capas a nivel formal: la narración que actúa como elemento observacional, luego, vemos lo rodado por la madre que documenta su transformación, también, la hija, Billie, junto a dos amigos, graba en vídeo sus encuentros sexuales en un almacén, y además, también filma en soledad sus reflexiones y pensamientos sobre lo que está ocurriendo entre su madre y ella, finalmente, las imágenes de televisión que van documentando los sucesos que se van desarrollando durante los 365 días en los que transcurre la acción. La decisión de la madre, acelera el despertar sexual de la adolescente Billie, que a escondidas y sin permiso paterno (ahora vive con su padre) experimenta de forma libre y desinhibida el sexo que además filma en vídeo. Hyde opta en su película (que tuvo una gran acogida en Sundance y Berlín, certámenes en los se llevó dos galardones), por un tratamiento natural y cercano, huyendo de lo morboso y lo trágico, los personajes (actores no profesionales que debían tener algún tipo de vínculo con los roles que interpretaban), el núcleo familiar y la gente que les rodea, aceptan de manera normal la decisión de la madre de convertirse en James, si bien es Billie que quiere pasar más tiempo con su madre, y también, se desmarca escondiendo sus verdaderas opiniones sobre lo que está sucediendo, refugiándose con la ayuda de sus dos amigos, y la compañía de la noche, en unos juegos, que no resultan de lo más indicado para una joven confundida y desorientada que se siente apartada e intenta descubrirse a sí misma de manera acelerada, y más como un puñetazo de rabia que de una decisión tomada libremente.

Hyde no juzga a sus personajes ni nada de lo que ocurre, siempre deja la palabra al espectador para que sea él quien decida sobre sus propias ideas acerca de la familia, la maternidad, el género, la identidad y las difíciles relaciones entre los seres humanos ante situaciones que no entienden e intentan infructuosamente estar por encima de ellas, con los problemas que eso conlleva de adelantarse a los acontecimientos e intentar ir más rápido del tiempo que llevan las cosas.