En el cine de Pere Vilà i Barceló (Girona, 1975) emergen dos elementos significativos que cimentan el discurso de su filmografía: la vejez y la memoria. En su tercer largometraje, estas dos características vuelven a aparecer de forma intensa y contundente, en un trabajo que funde de forma brillante la necesidad de contar estos dos temas que obsesionan al cineasta gerundense. Para encontrar el origen de esta película debemos trasladarnos al año 2008, cuando Vilà e Isaki Lacuesta dirigieron el cortometraje Soldats anònims, que describía las excavaciones de un grupo de arqueólogos en una fosa común con soldados que lucharon en la Batalla del Ebro. De aquel documento, surgieron dos trabajos: Lacuesta parió Los condenados (2009) localizada en algún lugar de Sudamérica, se adentraba en la búsqueda de una fosa por un grupo de ex combatientes donde yacía un ex compañero. Por su parte, Vilà hizo lo propio con este ejercicio sobre la memoria, mirando de frente a nuestro pasado más reciente, a la Guerra Civil y a aquel tiempo y a las personas que tuvieron que vivirlo. El relato se divide en tres capítulos o movimientos, arranca en un geriátrico y su cotidianidad diaria, un lugar sin vida, casi sin sonido, un espacio vacío y desolado, donde Vilà filma los cuerpos y los gestos, nunca de frente, sin apenas diálogos y música, de forma elegante y casi pegado a ellos, como si pudiésemos tocarlos, un cine íntimo, minimalista y desnudo donde el tiempo se dilata y el plano no parece encontrar su fin, un modo que nos recuerda a Béla Tarr, la manera que sigue los movimientos parsimoniosos y repetitivos del anciano protagonista, Josep. El segundo segmento, después de una maravillosa elipsis, nos conduce al año 1975, después de la muerte de Franco, donde Josep vuelve del exilio y visita a su novia Laura -que hemos visto anciana enferma de alzheimer en el geriátrico- después de tantos años, Vilà cambia el tono y nos somete a un duelo actoral inspirado en el cine de Cassavetes o Bergman, y nos incrusta en las cuatro paredes de una vivienda y asistimos a un combate dialéctico entre Lluís Homar i Emma Vilarasau, donde aparecen los reproches, las cosas calladas durante tanto tiempo, la rabia contenida, dos almas heridas por la guerra, dos seres que arrastran un pasado horrible, como tantos otros que la guerra y el franquismo anuló, convirtiéndolos en muertos, desaparecidos o invisibles. En el tercer tramo, volvemos al presente, y el anciano, después del fallecimiento de Laura y tras escuchar por la radio el descubrimiento de una fosa de la batalla del Ebro, se fuga del centro y se adentra en el bosque, la forma recupera su tono íntimo y cadente, la cámara lo sigue entre su deambular lento, pero sin descanso, una forma que nos recuerda al cine de Ming Liang o Weerasethakul, dos cineastas que han sabido fundir al hombre con el paisaje creando un solo espacio en el que tiempo y materia deja de tener sentido. Allí, en ese lugar, Josep es alcanzado por un joven que lo buscaba junto a otros. En aquel instante, la película funde pasado y futuro, el anciano que vivió la guerra y el joven que apenas la conoce, pero que debe escuchar para saber lo que ocurrió y así recuperar la memoria. Un retrato brutal, sencillo y poético filmado en un bellísimo blanco y negro por el cinematógrafo José Luís Bernal –que ya colaboró con Vilà en La Lapidation de Saint Étienne (212)- en una obra que solamente reclama al espectador que se siente y se deje llevar por una historia que le conmoverá y le hará reflexionar a partes iguales.