Jauja, de Lisandro Alonso

jauja-posterPoema sobre el vacío

Lisandro Alonso (Buenos Aires, 1975) se ha pasado 6 años sin dirigir un largometraje, después de Liverpool, si exceptuamos su trabajo en las Correspondencias para el CCCB (2011) que mantuvo con Albert Serra, una pequeña pieza de 23 minutos rodada en la Pampa donde recuperaba a Misael, el personaje de La libertad (2001), su opera prima. Tiempo suficiente para pensar en cómo afrontar su nueva película. Jauja, es una obra radical e hipnótica, que si bien sigue el mismo discurso que Alonso ha investigado en sus anteriores obras, aquí da un paso más, o podríamos decir, llega al final de su camino, y no sólo con la película, sino también con su faceta como director de cine. En su última obra, también reconocemos sus constantes tanto temáticas como formales: hombres errantes en busca de alguien o algo –que Alonso utiliza como mera excusa argumental-, un paisaje exterior e interior que aplasta y devora al personaje de forma brutal, la relación de los personajes con objetos reveladores, los planos fijos y mantenidos de extensa duración que provocan el desconcierto en el espectador, su rodaje en 35mm, y sobre todo, una investigación constante de las propias formas del lenguaje cinematográfico que le han llevado en cada película a reinventarse como creador adoptando nuevas fórmulas y caminos. En su quinto título, nos sitúa en la Patagonia en 1882, durante una de las campañas del ejército argentino en busca de Jauja, ese lugar mítico donde reina la abundancia y la felicidad. Les ayuda Dinesen, un capitán danés ingeniero, -magistral la composición de Viggo Mortensen- al que le acompaña su hija, Ingebor. Una noche, Ingebor se fuga con uno de los soldados, y su padre sale tras ella adentrándose en territorio enemigo. Alonso arranca su película cercando a sus personajes en un tiempo de espera, -recuerdan el ejército de El desierto de los tártaros (1976), de Zurlini- entre diálogos, tareas y baños, recordando al oficial Zuluaga que ha desaparecido (como el coronel Kurtz de Apocaypse Now), encuadrados en el formato 1:1, la total ausencia de la mise en scène, y la ruptura entre el tiempo y el espacio temporal, tres cuestiones en las que Alonso da un paso más en relación a sus anteriores trabajos. En el instante en que Dinesen se apodera de la película, el director argentino empieza su viaje, un trayecto en el que se inspira de muchas fuentes del western: desde Ford, -donde La legión invencible (1949), tendría un papel destacado-, el metafísico de Hellman, o el crepuscular de Peckinpah, donde la hermosísima y penetrante luz de Timo Salminen –habitual colaborador de Kaurismäki-, juega un gran papel dotando a la textura del filme un sabor clásico y moderno a la vez, en que el formato cuadrado afianza una imagen que conmueve e inquieta. Alonso sigue a su criatura desde la distancia, abriendo el plano, observando como el desierto lo va devorando lentamente, como su difícil tránsito por las rocas y las hierbas lo van derrotando y consumiéndolo a la nada –la secuencia nocturna donde el capitán se recuesta mirando el firmamento estrellado, resulta de una emoción sobrecogedora-. En ese momento, el espacio físico y emocional se apropian de la película transportándonos hacía otro lugar, y revelando la cinta hacía una experiencia poética y existencial, donde ya nada existe y somos invadidos por sensaciones, y estímulos de todo tipo. La secuencia de la cueva, -que podría haber firmado Lynch-, navega entre el sueño y el lirismo- podría resumir todo el trayecto de la película, donde también podríamos encontrar elementos del cine de Herzog. El cineasta bonaerense nos conduce hacía otra dimensión, quizás hasta la tierra de Jauja, un lugar que sólo existe entre lo físico y lo emocional, donde el pasado se ha borrado y el futuro no existe, un espacio espiritual y mágico que habita en algún lugar profundo de nuestro ser.

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