Monsieur Aznavour, de Mehdi Idir y Grand Corps Malade

EL INMIGRANTE QUE SE CONVIRTIÓ EN AZNAVOUR. 

“Je vous parle d’un temps. Que les moins de vingt ans ne peuvent pas connaître. Montmarte, en ce temps-là accrochait ses lilas jusque sous nos fenètres. Et si l’humble garni, qui nous servait de nid, ne payait pas de mine. C’est là qu’on s’est connu, moi qui criais famine et toi qui posais nue. La bohème. La bohème. Ça voulait dire. On est heureux… 

Fragmento de “La bohème”, de Charles Aznavour. 

Hay muchas formas de encarar una película que hable de una figura real, abundan las que optan por una línea convencional donde priman los hechos más relevantes, atendiendo a una clara idea de regodearse en los éxitos y pasar por alto los fracasos y obviamente, las partes más oscuras e incómodas que puedan asustar al respetable. Monsieur Aznavour, que cuenta parte de la historia del gran cantante de la “chanson”, Charles Aznavour (1924-2018), retratando buena parte de su camino para convertirse en un referente de la canción francesa durante muchos años. Hay, como no, una parte dedicada a sus éxitos, sus amores y demás sucesos, aunque la película opta por contarnos sus comienzos y sus intentos de ser cantante que no fueron nada sencillos. 

La pareja de directores Mehdi Idir (Saint-Denis, Francia, 1979), y Grand Corps Malade, pseudónimo de Fabien Marsaud (Le Blanc-Mesnil, Francia, 1977), encargada de llevar el ascenso de Aznavour, ya conocida por haber codirigido un par de películas más modestas de índole social y humanista como Patients (2016), basada también en un hecho real de Corps Malade cuando tuvo un accidente y pasó por una extensa y ardua rehabilitación, y Los profesores de Saint-Denis (2019), sobre un grupo de docentes en un instituto difícil. Con Monsieur Aznavour entran en la gran industria, con una cinta que ha sido un gran éxito de público en Francia con un relato planteado a partir de cinco episodios que son el título de tantas canciones, que ahonda en la intimidad y sencillez de un hombre común hijo de refugiados armenios que soñaba con cantar y al que seguimos sus peripecias como aspirante a cantante. Pasando por dos grandes encuentros en su vida: Pierre Roche, con el que componía y cantaba en varios pequeños clubes por París y sus provincias y demás, su estancia en Canadá, y luego, con Édith Piaf, con la que durante 8 años se convirtió en su chófer, secretario, músico y cantante telonero y mucho aprendizaje. Conocemos lo que hay detrás del cantante, del hombre menudo que luchó y creyó en su talento, a pesar de todos los inconvenientes: menudo, feo, voz rota e hijo de extranjeros. 

Una película con un gran despliegue técnico en su arte, vestuario y demás elementos que hacen que la vida del magnífico músico se convierta en una gran experiencia cinematográfica y sea un retrato íntimo de una época ya desaparecida e importante para la cultura mundial. Destacamos la excelente labor del cinematógrafo Brecht Goyvaerts, que tiene en su filmografía los nombres de Lukas Dhont y Julien Leclercq, entre otros, adaptándose a una película de múltiples lugares, espacios y el consiguiente recorrido de años, donde prevalece una luz tenue y cercana, como el estupendo arranque con Aznavour sentado de espaldas a nosotros mientras habla por teléfono. El montaje de una grande como Laure Gardette con más de 30 títulos en su tercera película con los mencionados directores, amén de tener una carrera muy interesante al lado de François Ozon, con el que ha trabajo en 11 películas, Maïwenn, Nadine Labaki y Cédric Jimenez, con un trabajo nada fácil para almacenar tantas secuencias con sentido y ritmo en sus 133 minutos de metraje.  Y cómo no podía ser de otra manera, las grandes canciones de Aznavour, como la citada “La bohème”, “Les deux guitares”, “Les comédiens”, “Comme ils disent”, “Tout s’en va”, “Emmenez-moi”, “For me formidable” y muchas más, y algún que otro tema de Trenet, la Piaf, y otros grandes temas de aquella época, de aquella bohème… 

Mención aparte tiene la grandiosa composición de Tahar Rahim con una formidable carrera como actor con grandes cimas como Malik El Djebena que hizo en Un profeta (2009), de Audiard, que lo lanzó a la fama, El pasado (2013), de Farhadi, El padre (2014), de Akin que, curiosamente, interpretaba a otro armenio que huía del genocidio en 1915, como sucedió con la familia de Aznavour, y demás películas que lo han llevado a ser uno de los actores más cotizados de Francia. Su Aznavour es una interpretación alucinante, convirtiéndose en el cantante con sus gestos, su mirada, su forma de moverse y sobre todo, esa mirada que hacía lo imposible por dejar su pasado, y seguir cantando, sin detenerse, porque ahí venían los temores. Le acompañan Bastien Bouillon como Pierre Roche, su compañero de fatigas de la canción durante un tiempo, al que hemos visto en películas como 2 otoños, 3 inviernos, Sólo las bestias y La noche del 12, Marie-Julie Buap es una grandiosa Édith Piaf, con su cosas, su excentricidad y su enorme talento, que hemos visto en Algo celosa, Las buenas intenciones y Delicioso, y otros intérpretes como Camille Moutawakil, Hovnatan Avedikian, Luc Antoni y Ella Pellegrini, entre otros.

Una película como Monsieur Aznavour tiene lugares conocidos en toda biografía que se precie, pero tiene muchos añadidos que la hacen, no diferente a las demás, sino algo peculiar, ya que nos relata mucho del difícil periplo del cantante que todavía no era cantante, del joven que quería cantar y se ganaba a pulso cada oportunidad, con su timidez, su “poca cosa”, pero llevado por una gran ambición y convicción de mostrar sus canciones, su voz rota y apagada, pero con ganas, solidez y empatía que se ganó con trabajo y constancia el oído de los franceses y el resto del planeta. Una película que no engrandece a su protagonista, sino que lo humaniza y lo tiene siempre frente a nuestra altura y frente a nosotros, siendo un tipo más que con su talento, sus melodías y letras reivindicó y cantó a los olvidados, a los invisibles, a todos/as aquellos derrotados y apaleados por la vida y la sociedad que, un día quisieron romper con lo que la sociedad tenía para ellos y se pusieron a derribar puertas, muros y lo que fuese por seguir su sueño. Estaremos atentos a la pareja profesional Mehdi Idir y Grand Corps Malade porque con las ilusiones y derrotas de Aznavour nos han convencido a base de cercanía, transparencia e inteligencia. Chapeau por ellos!!! JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Napoleón, de Ridley Scott

EL SEÑOR DE LA GUERRA. 

“La gloria es fugaz, pero la oscuridad es para siempre”

Napoléon Bonaparte

La relación de Ridley Scott (South Shields, Reino Unido, 1937), y Napoléon Bonaparte (1796-1821), viene de muy lejos, ya que su espíritu rondaba entre Feraud y D’Hubert, sus dos oficiales que se batían en duelos fratricidas en la inolvidable Los duelistas (1977), la primera película del británico. Casi medio siglo después y más de treinta títulos a sus espaldas, Scott vuelve o mejor dicho, se enfrenta al emperador face to face, y lo hace a partir de un guion de David Scarpa, del que ya había dirigido otro retrato, el del multimillonario Jean Paul Getty en Todo el dinero del mundo (2017), en un relato que abarca quince años de la vida del citado entre 1800 y 1815, cuando pasó de cónsul a Emperador de todos los franceses (1804-1815), pasando por sus innumerables invasiones y batallas como las de Egipto, el frío polar de Rusia, y las recordadas Austerlitz (1805) y la madre de todas las batallas que fue la de Waterloo (1815), que significó su fin, sin olvidar, por supuesto, su compleja y oscura relación con Josefina de Beauharnais (1763-1814), que convirtió en emperatriz en 1804. 

Dos vértices: Josefina y el amor, y la guerra son los dos pilares en los que se sustenta la película, en su retrato sobre una de las figuras más controvertidas y peculiares de la historia de Francia y por ende, de la historia. Como ha ocurrido con la reciente Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese, volvemos a tener a Apple Studios detrás de una superproducción en la que no se ha escatimado ningún esfuerzo de producción para hacer creíble la historia del famoso emperador. Las secuencias bélicas son de una majestuosidad y detallismo brillante, sólo citar la que se desarrolla en Rusia con ese inmenso bloque de hielo que vemos bajo el agua, en una fascinación de colores y texturas entre el blanco rígido del hielo, el resquebrajamiento de los bloques mezclados con la sangre de los soldados que van cayendo, y las batallas anteriormente citadas donde asistimos a la guerra en todos sus detalles, acompañada de una amalgama de colores, texturas y formas que se funden con la extrema violencia y crueldad, en unos enfrentamientos que recuerdan a los de Campanadas a medianoche (1965), de Welles, en ese caos absoluto que se va desarrollando de hombres a pie y a caballo de aquí para allá, reflejando la locura de esas batallas fratricidas. 

No deberíamos caer en la tentación que Napoleón sólo es un grandioso espectáculo visual en su forma de retratar las batallas, porque no seríamos justos y esto es importante, con todo lo que cuenta la película, porque su antesala, esa Francia caótica y en pie de guerra social, también está fielmente capturada, porque no voy a entrar, como suele ocurrir, en valoraciones históricas fidedignas y bla bla bla, esto es una película sobre Napoleón, no un documental sobre su vida, su obra y milagros, se retratan algunos aspectos relevantes que así han decidido sus creadores, y ya está. Todo lo demás, nada tiene que ver con su calidad o no cinematográfica. Dicho esto, continuó hablando de la película. Esa antesala, o ese espacio de no guerra, donde la cama se instala buscando su mejor posición, en la que asistimos a esas otras batallas, una Francia en pleno polvorín, después de la fallida revolución, y ese vacío de poder e intereses, como el instante de la rebelión en el congreso, y ese baile donde se conocen Napoleón y Josefina, figura clave en la película, con una secuencia que podía haber filmado el mencionado Scorsese en su Lobo de Wall Street, porque la relación de aquella pareja no está muy lejos de los de esta. 

Scott que nos ha brindado películas grandes como Alien, Blade Runner, Thelma & Louise, 1492, la conquista del paraíso, Gladiator, El reino de los cielos, American Gangster, Marte y El último duelo, con otras que, para el que suscribe, no lo son tanto, consigue con Napoleón, un gran espectáculo visual e íntimo, aunque, claro, las secuencias de interior y de alcoba no tengan esa grandeza o épica que tienen las batallas, eso sí, la decadencia y la oscuridad la retrata con maestría, deteniéndose en las partes más difíciles sin hacer escabechina ni ser condescendiente, ayuda y mucho la textura y la forma que usa para mostrarlos en un gran trabajo de cinematografía del polaco Dariusz Wolski, con el que Scott ha hecho 9 películas, amén de trabajar con cineastas sumamente estéticos como Proyas, Burton y Greengrass, con una luz etérea con neblina, para enseñar las alegrías y tristezas de una existencia muy convulsa, llena de guerra, muertes y algo de amor. Una película que se va a los 147 minutos debía tener a unos editores que supieran dotar de ritmo a una historia que tiene escenas de guerra dinámicas y llenas de energía con otras donde se impone la pausa y la precisión, en un exquisito montaje de Claire simpson, con cinco películas con Scott, al que le acompaña su discípulo más aventajado como Sam Restivo. la excelente música que capta todos esos momentos tan diferentes y detallistas de la mano de Martin Phipps, al que conocemos por sus trabajos en las series Peaky Blinders y The Crown, entre otras.

El magnífico trabajo de diseño de Arthur Max, 16 películas con el británico, ahí es nada, con un acabado apabullante, como los demás departamentos técnicos que se ponen al servicio de la historia. El apartado interpretativo debía tener uno de esos actores que sin hablar pudiera expresar todo el ánimo y desánimo de un hombre de guerra como Napoléon, y se ha encontrado en Joaquin Phoenix, que hace de cada interpretación un acto de valentía, de encontrar esa peculiar forma de caminar que define cada rol que ha interpretado, como demuestra su capacidad para transformarse con un gesto y un detalle, nada postizo, nada impostado, sólo él, con esa forma de mirar, de moverse y sobre todo, de su silencio. Para Josefina, nada fácil teniendo a Phoenix enfrente, se ha encontrado en la actriz Vanessa Kirby la mejor emperatriz, toda una mujer con carácter, con sabiduría, con esa forma de mirar desafiante y encantadora, resuelve con astucia y solvencia un personaje difícil que también libró su batalla con Napoleón. Como ocurre en estas películas el reparto debe librar también sus momentos con naturalidad y transparencia como ocurre con los Tahar Rahim, que siempre será para muchos Un profeta, de Audiard, la composición de Ludivine Sagnier, Ben Miles, Paul Rhys, y un excelente Rupert Everett como el Duque de Wellington, un gran adversario para el emperador francés en la famosísima batalla de Waterloo, y toda una retahíla de grandes intérpretes muy bien escogidos y mejor dirigidos. 

Cuando se hace una película sobre Napoleón es inevitable pensar en Stanley Kubrick, por su película fallida sobre el emperador, y su cinta de Barry Lyndon (1975), que nos sitúa muy cerca de la época napoleónica a finales del XVIII, de la que Scott, como no puede ser de otra forma, usa como inspiración en las batallas, en las formas, en el detalle, en la luz, en esa ceremonia de la guerra y las costumbres burguesas, y demás detalles y sensaciones, porque la película de Kubrick va mucho más allá, no sólo cuenta una historia, sino que la cuenta de la mejor forma posible, seduciéndonos y completamente hipnotizados en la existencia de un sirvenguenza y arribista de la peor calaña, pero con una gran producción, llena de tacto y hermosísima. Quizás Napoleón no sea tan redonda como la de Kubrick, pero es una gran película, y lo es porque cuenta una parte de la vida del emperador con sus guerras tanto exteriores en el campo de batalla y muerte, humanizando la figura y retratando al hombre detrás de la máscara, como esa vomitera antes de la primera guerra, toda una declaración de bajar del pedestal a un hombre que le faltó humildad, sobre todo, en la guerra. Y las guerras interiores, las que libraba con los políticos, con su mujer, a la que quiso a su manera, y con él mismo, la más dura de todas ellas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La amabilidad de los extraños, de Lone Scherfig

NO OLVIDARSE DE SER HUMANOS.   

“La fraternidad es el amor recíproco, la tendencia que conduce al hombre a hacer para los demás lo que él quisiera que sus semejantes hicieran para él”

Giuseppe Mazzini

En un amanecer de invierno como cualquier otro, una madre con sus dos hijos menores deja su hogar, huye de un marido maltratador, el destino es Nueva York, y más concretamente, Manhattan. Allí, las cosas no andarán del todo como las habían planeado, sin dinero y sin un lugar donde quedarse, deberán no solo ocultarse del marido y padre que les persigue, sino que tendrán que deambular por la gran ciudad a la espera que una mano amiga les ayude. El décimo trabajo de Lone Scherfig (Soborg, Dinamarca, 1959), vuelve al marco que tanto le agrada a la directora danesa, esas pequeñas y ocultas existencias cotidianas de seres solitarios, de vidas ensombrecidas y llenas de amargura e infelicidad, que sueñan con encontrar su lugar en el mundo. Después de algunas películas y trabajos en la televisión danesa, el nombre de Scherfig entró de lleno en el escaparate internacional con Italiano para principiantes (2000), perteneciente al movimiento Dogma 95, le siguió Wilbur se quiere suicidar (2002), dos cintas que abogaban por ese grupo de personajes que encuentran su espacio a través de la comprensión y la empatía de los demás. En el año 2009 filmó en inglés An Education (2009), bellísimo y elegante relato sobre la dicotomía de una joven universitaria del Londres de los 60, que ha de elegir entre sus estudios y la vida desenfrenada que le ofrece su novio rico. En One Day (2011), repitió la fórmula pero trasladándola a los años noventa. Con Su mejor historia (2016), homenajeaba al cine con la vida de una guionista, en mitad del rodaje de un film patriótico durante la Segunda Guerra Mundial.

Con La amabilidad de los extraños sigue mostrándonos esas existencias invisibles que pululan por las grandes ciudades, en este caso, la de una madres y sus dos hijos pequeños, sumergidos en una vorágine delicada, la de una huida de su hogar, en un Nueva York invernal, muy alejado de las películas comerciales, donde vemos otras caras, otras identidades, otras vidas, las del día a día, esas que diariamente se levantan para trabajar en oficios ordinarios, vidas que arrastran pecados en el pasado, y hacen lo imposible para mejorar sus existencias: Clara, la madre desesperada, se tropezará con Marc, un ex convicto que olvida su pasado dirigiendo un restaurant ruso, Alice, una enfermera soltera que ayuda a los demás, Jeff, un joven sin suerte que intenta salir adelante como puede, John Peter, un abogado que reivindica su profesión para ayudar a los más necesitados, y finalmente, Timofey, un ruso anciano nacido en EE.UU., amable y bondadoso.

Scherfig ha construido una fábula sensible y dura sobre la bondad y la fraternidad en una ciudad, emblema del capitalismo, el individualismo y la competitividad, buscando esos lugares, más escondidos y recónditos, donde la humanidad hace acto de presencia, sin ser una película redonda, se parece a aquellas que filmaba Capra en las décadas de los treinta y cuarenta, donde abogaba por el humanismo en un mundo lleno de guerras y soledad, la misma idea ronda en la cinta de la danesa, descubrir a esas personas que con sus pequeños gestos hacen de este mundo un lugar menos cruel y desolador, ayudando a los demás, ofreciendo al que lo necesita, sin juzgarlo, solo tendiéndole la mano y lo que sea menester. Scherfig huye del dramatismo exacerbado de algunas producciones estadounidenses, obviando ciertos instantes muy dados para ello, como el juicio, con ese encadenado de imágenes apoyada por esa música elegante y suave, o como esos instantes románticos, donde la cámara se aleja para mostrar y no endulzar en exceso.

Un reparto contenido y sobrio encabezado por una inconmensurable Zoe Kazan, esa madre coraje que hará lo imposible para ofrecer una “vida” a sus hijos, Tahar Rahim, con esa pose que le caracteriza, capaz de meterse en la piel de hombres de oscuros pasados y presentes soleados, Andrea Riseborough, una enfermera que necesita ayudar a los demás para ver que este mundo es algo menos horrible y desesperanzador, Caleb Landry Jones como Jeff, ese joven capacitado de todo pero al que le cuesta encajar, Jay Baruchel como el abogado social que desea encontrar su lugar, y finalmente, Bill Nighy, un actor formidable y sobrio que necesita muy poco para emocionarnos y dibujarnos una sonrisa. Scherfig ha hecho una película agradable e incómoda, sin ser uno de sus mejores títulos, es un film lleno de características y matices interesantes, donde encontramos un buen catálogo de existencias y emociones, de ver el lado bueno de los humanos, que lo hay, de compartir soledades, de ser un poco más humano cada día, de sentir empatía hacia el otro, de dejar atrás tanto individualismo y orgullo que solo nos lleva a lo más oscuro de nosotros mismos, y nos aleja muchísimo de los otros, de comprenderlos y ayudarlos, quizás sea la verdadera razón para seguir levantándose cada día, estar por el otro y sobre todo, tendiéndole una mano. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

https://youtu.be/xMCDWlFZpFI

Reparar a los vivos, de Katell Quillévéré

EL LATIR DEL CORAZÓN.

 “Para que una película este lograda y viva, debe contener heterogeneidad”.

Pier Paolo Pasolini

Cuando se publicó en Francia en enero del 2014, la novela Reparar a los vivos, de Maylis de Kerangal, se convirtió en un enorme éxito de crítica y público, convirtiéndose en uno de los libros fenómenos desde entonces. Pronto le surgieron cineastas que quisieron llevar esta historia intimista y humana sobre la vida, la muerte, y la donación y transplante de órganos. El gato al agua se lo llevó Katell Quillévéré (Abiyán, Costa de Marfil, 1980) una directora que ya contaba con dos largos, uno de ellos rodado en el 2010 Un pison violent, y el otro, tres años después, Suzanne, dos dramas centrados en la resilencia y en la vida de dos mundos femeninos que tienen que afrontar la pérdida y el dolor. En su tercer largometraje, vuelve a hacer hincapié en estos temas, por un lado, tenemos a Simón, un quinceañero amante del surf, enamorado que sufre un accidente que pierde la vida, y por el otro lado, a Claire, una mujer madura que está esperando un corazón ya que el suyo ya no aguanta más. La vida y la muerte se mezclan en este retrato actual y universal sobre el significado de nuestras vidas, sobre o que somos y el vínculo social que nos une a todos los seres de este planeta.

Quillévéré construye una película muy orgánica, transparente y muy viva, centrada en 24 horas, y contada en tiempo real, a excepción de un único flashback, una sola jornada que definirá para siempre la vida de las personas implicadas, unos padres rotos por la pérdida de su hija tendrán que decidir donar su corazón para que otra vida, desconocida y ausente de sus vidas, pueda seguir viviendo con un corazón vivo, y al otro lado del espejo, tenemos a una señora, madre de dos hijos jóvenes, que se reencuentra con la que fue su amante en un difícil momento de su vida, cuando se plantea si merece seguir viviendo ahora que se le ha brindado una oportunidad de vivir, un nuevo camino a su vida, un nuevo reto, un empujón vital para seguir caminando. La directora francesa construye un viaje enigmático y lleno de sensaciones, pura magia, donde no es el tiempo el que cuenta, sino nuestras emociones, en una trayectoria sin tiempo ni lugar, sólo llevado por los sentimientos y nuestras pulsiones del momento, en espacios donde la vida y la muerte conviven con naturalidad, sin molestarse, adaptándose y fundiéndose en uno, porque la tristeza de unos se convierte en la alegría de otros, en un gesto de solidaridad entre todos los habitantes que vivimos en armonía vital.

La realizadora, marfileña de nacimiento, cimenta su película a través de las miradas y los gestos de sus criaturas, en una «chanson de geste», como la define ella, encerrándonos en las paredes de un hospital, con el sonido de las máquinas, asistiendo a las operaciones milimétricas de los cirujanos,  las duras conversaciones de los facultativos hablando con familiares rotos por la tristeza (como ocurría en el prólogo de Todo sobre mi madre, de Almódovar, cuando unos doctores asistían a unos cursos con psicólogos para instruirse en la manera de dar informaciones duras a los familiares) a pisos frente al hospital para esperar lo que puede cambiar la vida, o a trayectos en bicicletas o motos bordeando la ciudad y sintiéndose que la vida se escapa a cada segundo, incluso, agarrándose a una bici para superar una cuesta empinada y encontrarse con el amor, o bordear las olas con el ímpetu de la juventud, de ese instante de la vida que tenemos todo por hacer o eso creemos, en una sucesión de circunstancias vitales en las que se encuentran inmersos emocionalmente los personajes que navegan de lo íntimo a lo general y viceversa.

Momentos cotidianos, bellos y luminosos, emocionantes y líricos, casi metafísicos, algunos de ellos vacíos de silencio y de palabras, sólo sensoriales y vitales, donde la vida y la muerte se funden creando uno sólo, un instante que nos une a todos, ayudados por un elenco de altura con grandes nombres como Tahar Rahim, Emmanuelle Seigner o Anne Dorval, que dan vida a unos personajes que viven al límite de sus emociones y existencias, enfrentados a la pérdida, al dolor y a tener que decidir porque no hay tiempo que perder porque cada segundo cuenta para salvar vidas, y la compañía de la dulce melodía de Alexandre Desplat (colaborador entre otros de Polanski, Audiard, Malick o Fincher) que nos envuelve en ese mundo onírico, en el maremagum de emociones donde transita la película elegantemente captadas y filmadas por la la directora a través de un grupo de existencias en una historia contada en dos partes, en dos tiempos, en dos circunstancias vitales, opuestas pero complementarias a la vez, que acaban fluctuando en una misma, haciendo que ese corazón, órgano complejo y vital para nuestras vidas, no deje de latir, y siga regalando vida, independientemente del cuerpo donde se encuentre, porque este dellate, al fin y al cabo, es lo de menos.

 

El padre (The Cut), de Fatih Akin

The-Cut3FE ANTE LA BARBARIE

«Pedid y se os dará. Buscad y hallaréis.»

Nos encontramos alrededor de 1915, en Mardin, ciudad turca cercana a la frontera de Siria. Allí, Nazaret Manoogian, un joven herrero vive en compañía de su mujer y sus dos hijas gemelas, y el resto de su familia. Estalla la I Guerra Mundial, y muchas minorías pasan a considerarse enemigas del Impero Otomano. Una noche, el ejército turco lo detiene junto a los demás hombres y los llevan al desierto a trabajos forzados lejos de su familia. Después de escapar in extremis de la muerte, se alía con un grupo de desertores y durante un ataque, un conocido le habla de un lugar, en medio del desierto, donde llevaron a su familia.

Con El Padre (The Cut), Fatih Akin (Hamburgo, 1973), finaliza su particular trilogía “El amor, la muerte y el diablo”, que arrancó en Contra la pared (2004), que le valió el Oso de Oro en la Berlinale, donde relataba la relación tormentosa de una turca y un hombre de origen turco alemán con aires fatalistas, le siguió Al otro lado (2007), donde el destino de seis personas se cruzaban a través de la muerte. Akin emprendió el trayecto de esta aventura personal y brutal, como nos tiene acostumbrados en su cine, después de leer el libro 1915: Ermeni Soykirim (1915: El genocidio armenio), del conocido periodista turco Hasan Cemal. El realizador turco-alemán asegura haberse documentado leyendo más de 100 libros sobre el tema. Su película desentierra un pasado oscuro que las autoridades turcas incluso hoy día siguen negando. Akin utiliza el genocidio contra el pueblo armenio como telón de fondo en su película, para centrarse en la terrible y épica odisea que tiene que vivir el joven Nazaret, que arranca en su pueblo en 1915 y sigue por los tortuosos caminos y las tormentas de arena del desierto de Mesopotamia, para encontrar asilo en una fábrica de jabón reconvertida en hogar para refugiados, seguir visitando orfanatos y prostíbulos en busca de la huella de sus hijas, cambiar de continente y llegar hasta La Habana (Cuba) para con la ayuda de un paisano seguir la búsqueda y finalmente, llegar hasta el año 1922, 7 años después, y encontrar su destino y el final de su viaje en un pequeño pueblo helado de Dakota del Norte, en los EE.UU.

Akin nos cuenta dos historias, dividida en dos partes, la primera relata la supervivencia de Nazaret, y luego, una pausa, en el que su vida emprende un nuevo objetivo, y ahí se inicia su segundo segmento, la incesante y difícil búsqueda de sus hijas que creía fallecidas. El cineasta de origen turco, muestra el horror y la muerte en su crudeza, el camino interior de alguien, que después de lo que ha vivido, ha perdido su fe, ya no cree en Dios, sólo cree en sí mismo, y sobrevive a duras penas con el objetivo de reencontrarse con los suyos. Akin nos ofrece una película histórica, un fresco sobre la vida y la muerte, sobre la maldad y la solidaridad humanas, una odisea que alterna en su viaje por la mezcla de géneros, desde el western épico y crepuscular, hasta las cintas exóticas de aventuras por el desierto, y el género social, la descomposición y composición familiar, la emigración al nuevo mundo, la intolerancia de los unos contra los otros, elementos que tendrían como espejos transformadores títulos de la grandiosidad de Centauros del desierto, de John Ford, o América, América, de Elia Kazan.

Una película construida a partir de la figura de su protagonista, Tahar Rahim, único punto de vista y la mirada del cineasta, (que fue contratado por su magnífica composición en Un profeta, de Jacques Audiard), además de realizar un trabajo brillante, tiene la desventaja de pasarse casi toda la película sin hablar, por el corte que le producen, el elemento musical juega un papel fundamental, pues sitúa palabras allí donde no las hay. Además, Akin ha podido contar en el guión con la grandísima aportación de Mardik Martin, (el guionista estadounidense de origen armenio, que había trabajado con Scorsese en Toro Salvaje y New York, Ney York, que llevaba más de tres décadas sin trabajar para el cine). Otro de los grandes momentos del film se desarrolla cuando en 1921, una noche, el protagonista ve El chico, de Chaplin, bajo un cielo estrellado, instante mágico donde el cine capta la emoción de los sentimientos y anhelos del protagonista. Una película contundente, de gran belleza plástica, que a ratos enmudece y en otros, sobrecoge. Una de esas cintas como las que se filmaban antes, de las que firmaba David Lean, con su grandiosidad y su épica, que recorre los años terribles y sobrecogedores de un ser humano en busca de su familia y sobre todo, de sí mismo.

Grand Central, de Rebecca Zlotowski

20534616_20130702111026946Explotados y enamorados

El segundo trabajo de Rebecca Zlotowski (París, 1980), es un drama social íntimo, donde se aborda de manera realista y directa, la explotación laboral a la que son sometidos unos empleados que trabajan en la zona no controlada de una central térmica. La historia arranca con Gary, -interpretado por Tahar Rahim, que algunos espectadores lo recordarán por su personaje en Un profeta (2009)- un joven de pasado oscuro, que subsiste a través de trabajos temporales, encuentra un empleo de alto riego radiactivo, ya que supone trabajar en las entrañas del reactor principal de la central, la zona más peligrosa. Su vida gira entre ese trabajo arriesgado y durísimo, donde los accidentes son el pan de cada día, y sus nuevos compañeros, -estupendos secundarios con Olivier Gourmet, habitual de los Dardenne, y Denis Ménochet- que como él,  se alojan en un poblado de caravanas cerca de la central. Todo estalla, cuando a raíz de un accidente laboral, (como sucedía en Silkwood, filmada en 1983, de Mike Nichols, ambientada también en una central nuclear) Gary, por miedo que lo despidan, miente cuando es sometido a sus niveles de radiación, además comienza una relación sentimental clandestina con Karole, la prometida de uno de sus compañeros. Zlotowski, vuelve a los personajes y ambientes que caracterizaban su opera prima, Belle épine (2010), protagonizaba por Léa Seydoux, que repite en esta, se centraba en la existencia de Prudence Friedman, una joven de 17 años que andaba sola y a la deriva y que encontraba consuelo y amistad en Marilyne, una chica inadaptada que la introduce en las carreras ilegales y peligrosas de Rungis. Zlotowski maneja con sinceridad y honestidad todos los elementos, aportando el equilibrio necesario para una historia que se mueve entre dos mundos. Por un lado, los interiores, la central térmica, filmada a través de planos cortos y muy cercanos, donde la cámara se mueve como pez en el agua entre la marabunta de hombres. La descripción milimétrica que la realizadora parisina hace del lugar de trabajo es extraordinaria, nos sumerge en la tensión y el nerviosismo a los que están sometidos estos empleados que trabajan con unas medidas de seguridad muy frágiles, que los exponen diariamente al peligro de la radiación, y el posterior despido. La cineasta, en cambio, en los exteriores, insufla de vida y amor a su cinta, -muy cercano al tratamiento del maestro Renoir- las comidas en grupo, los baños en el río, y sobre todo, los encuentros sexuales de los jóvenes, apartados y ocultos entre la maleza y los árboles del bosque,  -hermosa la travesía nocturna en barca-,  respiran vida y se contagia la carnalidad y el erotismo que desprenden. Una provocativa y sexual Léa Seydoux, maravillosa en su personaje, que pasaría por una digna heredera de la Susan George de Perros de Paja (1971). Una relación que se mueve a hurtadillas y entre sombras, que actúa de forma magistral como eficaz metáfora de la existencia de estos desplazados que sobreviven en un trabajo explotado y peligroso, y que respiran un aire contaminado que les deja sin aliento y los aparta de los pocos resquicios de luz que puedan encontrar en sus vidas.