La caza, de Graig Zobel

LA LIEBRE Y LA TORTUGA.

“(…) es una historia de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes fases del proceso social, hasta llegar a la fase presente, en que la clase explotada y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime -de la burguesía- sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la opresión, la explotación y las luchas de clases.“

Karl Marx, libro Manifiesto del Partido Comunista

En uno de los episodios de El colapso, del colectivo Les Parasites, una de las series del momento, uno de los personajes, pudientes como él solo, en mitad del derrumbe, cogía un avión y se trasladaba a una de esas islas-refugio que tienen los privilegiados para casos como el que explica la serie, uno de esos lugares ocultos, que no existen, como nos descubrió Isaki Lacuesta e Isa Campo en su imprescindible exposición Lugares que no existen (GooggleEarth 1.0). Uno de esos lugares ocultos, donde los millonarios se ocultan y hacen sus “cosas”, ajenos a todos y todo, es el espacio donde se dirime La caza, el nuevo trabajo de Graig Zobel (Nueva York, EE.UU., 1975), que sigue esa línea argumental que ya estaba en sus anterior filmes como Compliance (2012) o en Z for Zacharich (2015), en los que mujeres solas deben enfrentarse a amenazas desconocidas que las superan.

Ahora, se detiene en la figura de Crystal, una auténtica amazona, que al igual, que otros desgraciados, ha sido secuestrado y transportado a uno de esos lugares que no existen, y utilizados como alimañas para ser cazadas por un grupo de pudientes aburridos, malvados y sanguinarios. Aunque con Crystal no les resultará tan fácil y deberán emplearse a fondo para conseguir su macabro objetivo. El cineasta estadounidense se plantea su película como un western actual, pero con la misma estructura que podían tener los de Ford, Hawks, Peckinpah o Leone, o la inolvidable La caza (1965), en la que Carlos Saura, lanzaba una parábola brillante sobre la guerra civil, entre cazadores y conejos. Miradas y lecturas políticas y sociales envueltas en un grupo de violentos dando caza a unas cobayas que solo están ahí para satisfacer su sed de sangre y codicia, aunque claro está, como ocurría en Perseguido (1987), de Paul Michael Glaser, en la que un acorralado  Schwarzenegger no resultaba una presa fácil, y se convertía en algo así como en cazador muy peligroso, como sucede con Crystal, que no solo se erigirá como la más fuerte del grupo de asustadas cobayas, sino que se enfrentará con rabia y energía a sus cazadores.

Zobel se ha reunido con parte de sus estrechos colaboradores que lo han ido acompañando a lo largo de su filmografía, tanto en cine como en televisión, empezando por el guión que firman Nick Cuse y Damon Lindelof, que ya estuvieron en The Leftlovers, donde Zobel trabajó dirigiendo algunos capítulos, siguiendo con Darran Tiernan, su cinematógrafo, que también ha estado en varias series como American Gods o One Dollar, con Zobel como director, o Jane Rizzo, la montadora de todas las películas del realizador americano. Zobel crea un atmósfera inquietante y ambigua, donde todos mienten, donde todo el espacio está diseñado y urdido para que parezca otra cosa, para estimular la caza, y sobre todo, para confundir a los cazados, que se mueven en un universo real y cotidiano, pero a la vez, irreal y confuso, uno de esos lugares que aparentan cotidianidad y cercanía, pero que encierran mundos y submundos muy terroríficos y completamente falsos, ideados por mentes enfermas y muy peligrosas, que juegan a la muerte con sus semejantes, eso sí, diferentes y sin blanca, sin ningún tipo de humanidad y empatía.

La cinta tiene un ritmo frenético y endiablado, manejando bien el tempo y sabiendo situar al espectador en el punto de mira, colocándolo en una situación de privilegio y sobre todo, haciéndolo participe en la misma extrañeza y caos en el que se encuentran inmersos los participantes incautos de este juego mortal, después de un soberbio y bien jugado prólogo en el que la película nos sorprende gratamente, donde la supervivencia se decanta en milésimas de segundo, donde la vida y al muerte se confunden en mitad de un infierno de tiros en mitad de la nada, donde la vida pende de un hilo muy fino, casi transparente, invisible. Después de esa apertura magistral, nos colocaremos en la mirada de Crystal, esa superviviente que no dejará que la cojan con facilidad, alguien capaz de todo y alguien que nada tiene que perder, y alguien que venderá su vida carísima. Una mujer de batalla, de guerra, que habla poco, escucha más, y se mueve sigilosamente, curtida en mil batallas y preparada para cualquier eventualidad y ataque feroz.

Zobel nos va encerrando en este brutal y magnífico descenso a los infiernos, con algunas que tras mascaradas y desvíos que nos hacen dudar de casi todo, donde todos los personajes juegan su papel, el real y el simulado, todo para continuar con vida, que dadas las circunstancias, no es poco. La película nos conduce con paso firme y brillante, entre persecuciones, enfrentamientos y demás, a ese apoteósico final, con duelo incluido, como los mejores westerns, donde solo puede quedar uno, en el que se cerrarán todas las posibilidades, en ese instante que cualquier detalle resulta esencial para seguir respirando. Un reparto sobresaliente, entre los que destacan la conocida y siempre magnética Hilary Swank, aquí en un personaje que se llama Athenea, los más avispados sabrán su significado, y la maravillosa y soberbia Betty Gilpin como Crystal, que la habíamos visto en series como Nurse Jackie o Masters of Sex, y en American Gods, donde coincidió con Zobel, y en algunas breves apariciones en cine, tiene en La caza, su gran bautismo cinematográfico, erigiéndose como la gran revelación de la película, en un personaje de armas tomar, en una mujer, con rifle o pistola en mano, capaz de cualquier cosa para no dejarse matar, para sobrevivir en el infierno de cazadores y cazados (donde la fábula de La liebre y la tortuga, de Esopo, adquiere otro significado mucho más elocuente con lo que cuenta la película), o si quieren llamarlo de otra manera, y quizás más acertada con la organización del mundo que nos ha tocado vivir, en un mundo de explotadores y explotados, donde unos viven, sueñan y juegan a la muerte, y los otros, sobreviven, tienen pesadillas y sufren ese juego macabro y mortal. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

 

 

1917, de Sam Mendes

UN PASEO POR EL INFIERNO.

“Descubrir un sistema para evitar la guerra es una necesidad vital para nuestra civilización; pero ningún sistema tiene posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz del día”

Bertrand Russell

El interior de la guerra ya había sido tratado por Sam Mendes (Reading, Berkshire, Inglaterra, 1 de agosto de 1965) en Jarhead (2005) en la que ponía el foco en un grupo de soldados estadounidenses destinados en la guerra del golfo que, mientras esperan entrar en combate, mataban el tiempo jugando, confraternizando y esperando. Después de dos películas dedicadas a James Bond, como fueron Skyfall (2012) y Spectre (2015) elogiadas por la crítica, el director británico vuelve a posar su mirada en la guerra, yéndose esta vez a la “Gran Guerra”, la primera Guerra Mundial, donde nuevamente apenas si vemos al enemigo, pero al contrario que en su anterior incursión en el bélico, esta vez sus soldados si entran en el interior de la guerra, en su parte más cruda y desgarradora.

La película arranca un día de la primavera de 1917, cuando dos jóvenes soldados británicos, Schofield y Blake, reciben una misión completamente suicida, a contrarreloj, en que el tiempo es otro enemigo, en la que deberán adentrarse en territorio enemigo para entregar un mensaje crucial para salvar la vida de cientos de soldados, entre los que se encuentran el hermano mayor de Blake. Si bien, el conflicto que plantea la película se convierte en una mera excusa con el que nos adentraremos a través de estos dos soldados en el horror y la miseria de la guerra. Mendes construye una película de acción pura y dura, donde los soldados, en su largo caminar, recorren unos cuántos kilómetros, en los que atravesaremos larguísimas trincheras que parecen no tener fin, pueblos en ruinas y la sensación de que en cualquier momento algo terrible va a suceder, lugares en que el director británico adapta ese movimiento a un plano secuencia que sigue impertérrito a sus personajes, vayan donde vayan y crucen por donde crucen, en un magnífico trabajo técnico que sigue sin descanso lo que va sucediendo, en ese largo día donde se acota la película, donde seguiremos sin respiro las caminatas y desencuentros de los dos soldados protagonistas.

La película nos muestra lo colectivo y lo íntimo de la guerra, todo aquello que quedará reflejado en los libros de historia, cuando se reconquistó aquel lugar o aquel otro, pero también se detiene en la intimidad de los personajes, en todo aquello que son, de dónde vienen, que familias o amigos dejaron en sus hogares, y que ilusiones o sueños albergan cuando todo ese infierno finalice. La cinta combina con audacia y detalle los momentos bélicos, desgarradores y siniestros, con esa humanidad que va escapándose como la amistad y la fraternidad entre los soldados, la esperanza que saca fuerzas donde ya no las hay, algún leve resquicio de amor, alguna canción escuchada en hermandad o la vida que nace entre tanta oscuridad. Mendes escribe un guión junto a Kristy Wilson-Caims (que conocemos por la serie Penny Deadful) que recuerda a aquella misión donde el Capitán Willard tenía que cruzar campo enemigo en la guerra del Vietnam para dar con el Coronel Kurtz en la inmensa Apocalypse Now, de Coppola, estructura parecida a 1917, que nos habla de rostros y cuerpos, y sobre todo, nos hace una descripción detallada de la supervivencia en la guerra, de todo aquello que hacen estos soldados para seguir con vida y cumplir la misión que se les ha encomendado, en este viaje por el infierno, donde sabemos cuando comienza pero no como acaba.

Los 119 minutos del metraje pasan a un ritmo trepidante, en su tensión y atmósfera recuerda sobremanera a Dunkerke, la película de Nolan, ambientada en la famosa batalla de la Segunda Guerra Mundial, donde nos desplazábamos por ese universo del horror donde en cualquier instante podríamos perder la vida, donde cada segundo contaba, en el que la vida y la muerte parecían la misma cosa, en la que también se fusionaba a la perfección lo colectivo con lo individual. Mendes se reúne con algunos de sus colaboradores más estrechos en su carrera como Roger Deakins en la cinematografía (habitual de los Coen o Villeneuve) haciendo alarde de su grandísima maestría a la hora de elaborar una película desde ese brutal plano secuencia que no solo resulta el elemento indispensable para contar este relato de movimiento y paisaje, sino su capacidad para ir generando la tensión y el horror que la historia reclama. En el montaje, también fundamental, encontramos a Lee Smith, uno de los grandes en la materia y habitual de Mendes, así como de Nolan o Weir, y la brillantez de la música de Thomas Newman, con más de 100 títulos a sus espaldas, llenando esa pantalla desde lo grandioso a lo íntimo.

Mendes convoca a dos rostros jóvenes para el dúo protagonista como George Mackay que interpreta al Cabo Schofield (visto en películas como Captain Fantastic o El secreto de Marrowbone, entre otras) y Dean-Charles Chapman como el Cabo Blake (uno de los intérpretes de la exitosa serie Juego de Tronos) y actores más experimentados en roles más breves pero intensos como el actor irlandés Andrew Scott que ya estuvo con Mendes en Spectre, Benedict Cumberbatch y Colin Firth. 1917 devuelve al gran cine a Sam Mendes, aquel que nos deleitó con títulos como American Beauty, con la que debutó, Camino a la perdición o Revolutionary Road, un hombre que compagina con acierto una carrera de cine, teatro y televisión, convirtiendo el octavo trabajo de su cinematografía en uno de los grandes títulos bélicos de la historia y sobre todo, los dedicados a la Primera Guerra Mundial como El gran desfile, Sin novedad en el frente, Adiós a las armas, Las cruces de madera, Senderos de gloria, Gallipoli o Capitán Conan, por citar algunas, todas ellas grandes películas que explican la crudeza y el horror de la guerra, lugar donde no hay ni épica ni ningún tipo de glorificación ni nada por el estilo, solo una realidad atroz y sangrienta que siega la vida de tantos jóvenes, jóvenes que encuentran hambre, suciedad, fatiga, barro, miedo, dolor, tristeza y muerte. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Solo, de Hugo Stuven

FRENTE A UNO MISMO.

“Lo que me salvó, lo que vine a descubrir, fue la aceptación”

El relato, basado en hechos reales, nos sitúa en Fuerteventura, en septiembre del año 2014,  en un paisaje natural y bellísimo, alejado del mundanal ruido. Una mañana, Álvaro, un surfista libre y sin ataduras, o así lo cree él, va detrás de su ola perfecta. Aunque, las cosas se tuercen y de qué manera, porque Álvaro tiene un accidente que lo lleva a precipitarse por un acantilado en una de las zonas más inaccesibles de la isla. Entonces, empiezan las 48 horas más angustiosas en la vida de Álvaro, cuando solo, y muy mal herido, con la cadera rota en tres partes y una gran herida abierta en la mano, tendrá que luchar contra sí mismo y una naturaleza hostil para seguir con su vida. La segunda película de Hugo Stuven (Madrid, 1978) se aleja en apariencia de su opera prima, Anomalous (2016) una suerte de thriller que mezclaba géneros que se adentraba en la mente de un esquizofrénico protagonizada por Lluís Homar. Ahora, el director madrileño vuelve a indagar en la soledad y sus consecuencias, aunque cambiando el escenario, el género y las circunstancias personales, porque la enfermedad ha dejado paso al accidente y a sus terribles secuelas.

Si bien la película se centra en el joven herido, tiene un primer tercio donde conocemos la identidad de Álvaro, su mundo, su naturaleza, inquietudes y amigos, en el que descubrimos a un tipo solitario, con su familia lejos, una relación sentimental frustrada, que le cuesta aceptar, y el sueño utópico de viajar por el mundo surfeando olas con su mejor amigo, Nelo, una especie de hermano mayor que parece tener otros planes más realistas. Álvaro es uno de esos tipos que quiere ser libre y además, mantener una relación, postura que le ha llevado a muchos conflictos en su vida, consigo mimso y con su entorno. Stuven se adentra en la mente del surfista, y para eso nos describe a un tipo que se pelea consigo mismo, en una batalla interna en el que lo quiero todo, porque en realidad, lo único que sabe es que no quiere estar solo. Alguien, muy sólo, que el accidente y sus horas de soledad e inquietud por su vida, le hará replantearse cosas sobre su existencia, y su camino vital, y aquellos que le importan. El director madrileño huye de toda épica y sentimentalismo (si exceptuamos algún subrayado demás) para contarnos un relato que navega entre momentos realistas y muy viscerales, con otras completamente oníricos, en el que hacemos este viaje introspectivo a la mente de alguien en una situación grave de peligro.

La cinta tampoco se deja llevar por el escenario paradisíaco de Fuerteventura, sino que nos cuenta su conflcito a través de los ojos de Álvaro, en una estructura casi en tiempo real, donde las horas y las dificultades van avanzando, y el rescate no llega, en una situación que lleva a su protagonista, a alguien siempre a merced de los demás, por ese miedo ancestral a sentirse solo, a sentirse desplazado por los demás, pero, que las circunstancias del accidente y su cuerpo malherido, con sus terribles alucinaciones, lo pondrán frente a sí mismo, sin más ayuda que su fortaleza, poniendo a prueba sus límites físicos y mentales, ante la adversidad de no tener ayuda de ningún tipo, de tener que salir a flote por sí mismo. Stuven coloca su cámara para que seamos testigos de la odisea personal de Álvaro, en el que vivirá de todo: dejar de luchar, sus enfrentamientos con las cigüeñas invasoras, la curación casera de sus heridas, o su lucha contra el frío nocturno o contra la marea que lo arrastra, su peculiar manera de moverse, en la que va arrastrándose por la playa, o su capacidad olvidada para enfrentarse al mayor de los peligros, a uno mismo, en la que sus emociones juegan un papel fundamente, ya que ellas le ayudarán a seguir luchando por su vida o dejarse llevar y acabar con ella.

Stuven cuenta con Alain Hernández para dar vida a su surfista accidentado, un actor de raza, de imponente físico, que aquí realiza una interpretación de gran altura, tanto física como mental, en uno de sus mejores trabajos, en este descenso a los infiernos a nivel físico y emocional, en esta especie de monólogo interior en el que la vida pende d eun hilo, de un suspiro, donde cada fracción de segundo te deja sin aire y te mueres, donde cada reacción es crucial, donde la vida, o lo que te queda de ella, pasa a ser, no la parte más importante de ti, sino la única, tu única piel. Bien acompañado por Aura Garrido, como ese amor-espejismo que parece real o no, como una de esas sirenas que parece al lado, e inmediatamente después, ha desaparecido. También, encontramos la enriquecedora presencia de Ben Temple, un neoyorquino instalado en Madrid hace casi dos décadas, como ese hermano-amigo de experiencia que se convierte en un reflejo transformador para Álvaro. Stuven ha logrado una película honesta y sencilla, con claras reminiscencias al Robinson Crusoe, de Dafoe, a ese náufrago que en soledad encontrará el verdadero sentido de su existencia, o la más reciente de 127 horas, de Danny Boyle, en la que daba buena cuenta de la odisea de un montañero atrapado en una roca, donde la aventura se torna cotidiana y minimalista, en que la premisa del hombre enfrentado a los elementos, es un extraordinario medio para hablarnos de las inquietudes humanas, de aquello que callamos pero que nos bulle como agua hirviendo en nuestro interior, aquello que cuando estamos solos, alejados de todos y todo, nos tropezamos con nuestra verdadera esencia, nada más que eso, lo que somos realmente.

Un lugar tranquilo, de John Krasinski

SI QUIERES VIVIR, NO HAGAS RUIDO.

De todos los géneros el terror es aquel que necesita un arranque más espectacular, algo que inquiete a los espectadores y deje claras sus intenciones de por dónde irán los tiros. Un lugar tranquilo consuma esa premisa, se abre de forma sumamente inquietante y maravillosa, situándonos en los pasillos de un supermercado que parece descuidado o desvalijado, o ambas cosas, tres niños, junto a dos adultos, pululan por el espacio intentando conseguir comida, todos se mueven despacio, descalzos, se dirigen unos a los otros mediante señas o lenguaje de sordomudos, no escuchamos nada, el silencio es total. A continuación, salen del interior y vemos la calle, desierta y con evidentes rasgos de que no hay vida por ningún lado. La comitiva emprende el paso en formación de fila india y en el más absoluto silencio. Dejan la ciudad y se adentran en un bosque, flanqueado por un puente. De repente, el niño más pequeño acciona un juguete que comienza a emitir un ruido ensordecedor, sin tiempo para actuar, un monstruo de condición alienígena que sale de la profundidad del bosque se abalanza sobre él y desaparece de la imagen. Sus padres y hermanos se quedan completamente horrorizados.

El responsable es John Krasinski (Newton, Massachusetts, 1979) al que conocíamos por su carrera de actor de reparto en muchas producciones de toda índole, entre las que destaca su aparición en la serie The Office. De su carrera como director conocíamos dos trabajos anteriores Entrevistas breves con hombres repulsivos (2006) y Los Hollar (2016) ésta última una interesante comedia negra sobre los problemas de un joven que debe abandonar su vida neoyorquina para regresar a su pueblo y ayudar a sus padres, y algunos episodios dirigidos en la mencionada The Office. Ahora, se adentra en otro registro, el terror, y firma la coautoría del guión (ya había firmado junto a Matt Damon el de Tierra prometida de Gus Van Sant) la coproducción, la dirección, y además, se reserva uno de los personajes, Lee, el padre de familia, bien acompañado por Emily Bunt (su mujer en la vida real) que da vida a Evelyn, la madre, y los hijos, Millicent Simmmonds da vida a Regan (que ya nos había encantado en otro trabajo silente en Wonderstruck de Todd Haynes) y el hermano pequeño Marcus que interpreta Noah Jupe (visto en Suburbicón de Clooney).

Krasinski echa mano del terror setentero y la ciencia-ficción de los 50, para sumergirnos en una película de terror clásico, donde las criaturas que apenas se ven en la primera mitad de la película, son la gran amenaza, unas formas de vidas depredadoras y devastadoras, que son ciegas y sólo se mueven a través de los sonidos. La trama nos sitúa en las afueras de una ciudad, entre una gran casa y un maizal a su alrededor, donde la familia se mueve sin hacer ruido, viven o mejor dicho, sobreviven, en esa situación, no nos dan más información, desconocemos si hay otros supervivientes, tampoco la del resto del mundo, y el alcance de la invasión extraterrestre. Krasinski se centra en la supervivencia de la familia, la familia en el centro de la trama (como sucedía en la magnífica 28 semanas después de Fresnadillo) donde unos y otros se ayudan, con el añadido que Regan, la hija mayor, es sorda y el padre trabaja en su taller para hacerle un aparato para que escuche mejor. Los días pasan y todo sigue igual, sobreviviendo en este reino del silencio porque el ruido mata.

El cineasta estadounidense sale airoso con esta trama sencilla, donde seguimos la cotidianidad a partir de unas reglas, sin salirse del patrón establecido, no dándonos información de cómo arrancó esta pesadilla, sólo la situación de los hechos, y la supervivencia familiar, a través de una cuidada puesta en escena que logra sumergirnos en unos grandes momentos de tensión, donde en la segunda mitad de la película, con la aparición en pantalla de más minutos de criaturas, la película consigue un ritmo endiablado, y las secuencias de horror aumentan, donde en cada instante sus personajes se encuentran en peligro constante, en el su sonido un papel fundamental en el relato, llenando todos esos espacios en los que la palabra no tiene lugar, situación que ayuda y de qué manera para contarnos la historia.

Krasinski ha logrado una película extraordinaria, bien narrada y cuidada en sus detalles más íntimos, donde la aventura de sobrevivir se convierte en lo más importante, donde todos los componentes de la familia se ayudan entre ellos, donde todos son uno, en el que además, saca tiempo para contarnos algún que otro conflicto familiar, que convierte esta película en una película que tiene el aroma de aquellas cintas de terror que tanto nos helaban la sangre de niños, y además, lo consigue sin recurrir a las típicas estridencias narrativas que tan populares se han vuelto en las cintas del género de las últimas décadas, Krasinski juega a sobrevivir sin hacer ruido, manteniendo el silencio, aunque a veces resulte la cosa más difícil del mundo, porque esas criaturas de otro mundo parecen indestructibles, y hay que aprender a convivir con ellas adaptándose a sus debilidades o morir.

Dunkerque, de Christopher Nolan

EL HORROR DE LA GUERRA.

Entre el 26 de mayo y el 10 de junio de 1940, se libró una de las batallas más horribles y espeluznantes de cuantas acontecieron durante la segunda guerra mundial. El lugar elegido de siniestro recuerdo fue Dunkerque, en Francia, donde se agolparon en su playa, desesperados, sucios y hambrientos, más de 300000 soldados británicos y franceses a la espera de ser evacuados debido al imparable avance del ejército de la Alemania nazi. La evacuación, desesperada y plagada de bajas, ya que eran atacados por tierra, mar y aire, sobre todo, por aire, con sus cazas alemanes, a todas las embarcaciones que intentaban salir de esa playa siniestra, que se convirtió en una tumba para muchos de aquellos soldados. La décima película de la filmografía de Christopher Nolan (Westminster, Londres, 1970) describe minuciosamente buena parte de todo lo que aconteció en Dunkerque durante aquellos horribles 15 días, y lo hace desde la parte más primigenia del cine, como un viaje de regresión a la narrativa cinematográfica de los inicios, cuando la pureza de la imagen cimentaban las historias a falta de sonido.

Nolan, apoyándose en el 70 mm (como también hizo Tarantino con Los odiosos ocho) recupera el analógico en su carrera para sumergirnos en el alma de aquellos días, en el interior de cada uno de los personajes que nos cuentan sus íntimas odiseas para librar su batalla. Nolan construye una magnífica epopeya bélica, en la que la gran utilización del sonido y su música, obra del gran Hans Zimmer, nos convierte en un soldado más, en uno de aquellos jóvenes que hizo lo imposible por escavar de aquel maldito infierno de playa. Y sí, la película es espectacular, pero Nolan no sólo se queda en la imagen esteticista, sino que va mucho más allá, las llena de contenido, capturando las emociones íntimas de cada uno de los personajes, y lo hace de manera sencilla y cercana, ya con su arranque deja claro las intenciones de su propuesta, cuando vemos a unos cinco soldados caminando sin temor por las teóricas calles tranquilas de Dunkerque, pero de repente, comienzan a dispararles, y todos salen despavoridos a esconderse, la cámara sigue a uno de ellos, el que sobrevive, y a partir de ese instante, seguiremos el periplo de supervivencia que experimenta el soldado para salir con vida de esa ratonera.

Nolan despieza su película en cuatro voces, o digamos, cuatro segmentos o relatos, del joven soldado pasaremos a un coronel británico que se encarga de la evacuación, de los intentos de evacuar, mejor dicho, porque asistiremos a muchos hundimientos de barcos antes de que tomen alta mar, de ahí, también seguiremos en este caso el viaje de una embarcación civil que sale de Inglaterra para auxiliar a los soldados atrapados, un padre y un hijo que rescatarán a un aviador abatido destrozado psicológicamente, con el que vivirán más de un momento de tensión, y más tarde, a otro, pero este en mejores condiciones de salud, y finalmente, la cuarta de las historias, la viviremos en el aire, a bordo de uno de los aviones ingleses, que libra una batalla a muerte intentando parar a los temibles cazas nazis que bombardean la playa y los buques con soldados. Nolan nos muestra el horror de la guerra, con su locura, caos y supervivencia, dentro de una película fría y siniestra, donde todos los soldados, intentan escapar de ese inferno, utiliando códigos propios del cine de terror, y también el de aventuras, donde penetramos en el alma horrible y caótica de la guerra, de su imapacable deshumanización.

 

El director británico combina lo humano y lo íntimo de cada uno de los personajes, con lo oficial y lo colectivo, y lo hace de una forma sincera y honesta, en una película que parece recuperar ciertas inquietudes que poblaban sus primeras películas, como Memento o Insomnia, incluso El prestigio, relatos de personajes, donde la historia se posicionaba al servicio de las emociones, centrándose en la humanidad y sentimientos de cada uno de ellos, y dejando el espectáculo circense de apabullantes efectos  que si mantienen la trilogía de Batman, exceptuando sus últimas producciones Origen o Interstellar, donde sí que había intentos de construir elementos psicológicos de los personajes que ayudasen a que la historia mantuviera su pulso firme, aunque lastradas por el excesivo metraje y unos guiones desajustados que tendían al espectáculo porque sí. Ahora, Nolan, ha encontrado el ajuste ideal, un metraje que no llega a las dos horas, 106 minutos para ser exactos, muy lejos de los 150 minutos o más, de las películas que comentábamos, un relato de cuatro puntos de vista, donde vamos descubriendo las motivaciones de cada uno de los personajes, un guión no lineal, el detalle al servicio del espectáculo, y sobre todo, la locura y el caos de la guerra, donde todo se mueve a velocidad de crucero, y los pocos respiros que se sobreviven son sólo para contar cadáveres que expulsa el mar.

Nolan respalda sus abrumadoras y terroríficas imágenes con la aportación de unos grandes intérpretes como Mark Rylance (el padre que, junto a su hijo y un amigo, emprende un viaje para salvar a soldados indefensos) Tom Hardy (el valiente aviador que se juega su vida en el aire para derribar cazas alemanes) Cillian Murphy (el aviador muerto de miedo que lucha por huir del infierno) Kenneth Branagh (el coronel que lucha incansablemente para evacuar todos los soldados posibles, contradiciendo los augurios de Churchill) y Fionn Whitehead y Harry Stiles (los jóvenes soldados que luchan infatigablemente para salvar el pellejo), un reparto de grandes intérpretes que ayuda a involucrarnos en el aspecto psicológico de la contienda. El cineasta inglés cuenta de forma ejemplar y brutal una película que se convierte en uno de los títulos de referencia del género bélico como en su día lo fueron El día más largo, Un puente lejano, entre otras, como los primeros minutos de Salvar al soldado Ryan, dando cuenta a la primera gran derrota aliada de la segunda guerra mundial que, entre otras cosas, sirvió para cambiar la estrategia bélica y así devolver el tremendo golpe que costó la vida a muchos hombres, un golpe que tuvo lugar también en Francia, en las playas de Normandía, en el famoso día D,  hora H, de aquel 6 de junio de 1944.

 

El renacido, de Alejandro González Iñárritu

El-renacido-posterTODOS SOMOS UNOS SALVAJES.

“A las Tierras Vírgenes no les gusta el movimiento. La vida es una ofensa para ellas, pues la vida es movimiento; y el objetivo de las Tierras Vírgenes es siempre destruir el movimiento. Hielan las aguas para impedir que corran hasta el océano, chupan la savia de los árboles hasta que congelan sus esforzados corazones vegetales; pero con quien son más feroces y hostiles es con el hombre, al que acosan y aniquilan hasta que lo someten; al hombre que es el más inquieto de los vivos, siempre rebelde con el dictamen que proclama que todo movimiento debe, al final, desembocar en la quietud”.

(Extracto de “Colmillo Blanco”, de Jack London)

El 6º título de la carrera de Alejandro González Iñárritu (1963, México) se basa en las experiencias reales de Hugh Glass, legendario explorador que sobrevivió al ataque de un oso “grizzly” y se convirtió en una leyenda de las montañas y del río Missouri, experiencias que fueron recogidas en la novela de Michael Punke, en la que se basa parcialmente la película de Iñárritu, que además, tuvo una adaptación anterior en la película El hombre de una tierra salvaje (1971), de Richard C. Sarafian, escrita por Jack DeWitt, y protagonizada por Richard Harris (parte de este equipo realizó la trilogía Un hombre llamado caballo). Con estos antecedentes, la última película del realizador mexicano, – rodada inmediatamente después de Birdman (La inesperada virtud de la ignorancia), que le valió el reconocimiento de la Academia -, es una historia como le gustan al cineasta, personajes en situaciones extremas, donde el entorno es marcadamente hostil, en el que impera un excesivo tremendismo, donde la violencia extrema, seca y bruta no tarda en imponer su voluntad.

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Iñárritu deja claras sus intenciones en el arranque de la película, nos sitúa en las heladas y extremas llanuras de Dakota del Sur en 1823, donde los tramperos cazadores de pieles son atacados salvajemente por los indios Arikara. El realismo exacerbado se mezcla con un espectáculo de horror, sangre y muerte. Todo está contado para desparramar al espectador de su asiento, no hay tiempo para pensar en las imágenes, todo sucede a una velocidad de vértigo, el espectáculo tiene la palabra, todo se enmarca en la grandiosidad del mainstream hollywoodiense. Ahí, damos paso al ataque del oso, – una secuencia de verdadera angustia que no tiene fin – , la expedición, maltrecha por el ataque de los indios, y debido a las dificultades extremas del camino, deciden dejar el malherido y terminal cuerpo de Glass al cuidado de unos voluntarios, sólo uno, John Fitzgerald, que se erigirá como el antagonista y pieza clave en la trama, lo hará por un buen puñado de dólares. Circunstancias y motivos inmorales, llevarán a Glass a quedarse sólo a su suerte. A partir de ese instante, la película adquiere su verdadero desarrollo, Iñárritu nos enfrenta a varios puntos de vista, por un lado, tenemos a la expedición que continúa su camino, luego, los indios Arikara, que tras robar las pieles, se las venden a un grupo de franceses, y mientras buscan a la hija del jefe que ha sido secuestrada, y la peripecia solitaria y condenada al fracaso de Glass. Iñárritu se queda con este último, sigue sus pasos, de olor a muerte, la supervivencia en condiciones extremas se sucede de forma contundente y visceral, sobrevivir es el objetivo para enfrentarse al temido y malvado Fitzgerald (un personaje de una sola pieza, que echa en falta un enfoque más humano y profundo).

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El caminar lento y terrible de Glass está filmado por Iñárritu como es costumbre en su cine. Un fatalismo llevado a la desesperación, y una grandilocuencia formal, donde además se recrea en capturar el horror como si de un espectáculo se tratase. La natural y bellísima luz del cinematógrafo Emmanuel Lubezki (habitual de Iñárritu y de las últimas películas de Malick), y los planos largos, retratan de forma realista el cuerpo malherido que lucha con todo para no morir, el primitivismo y la brutalidad están filmados sin concesiones, dejando todo el salvajismo y encarnizamiento al descubierto. La única ley del salvaje oeste es matar para que no te maten. Aunque toda esta cercanía y proximidad, queda deslucida cuando Iñarritu se pone profundo, y mediante secuencias oníricas, nos descubre el pasado del personaje, casado con una nativa Pawnee con la que tenía hijos, uno de ellos, tendrá un protagonismo importante en el transcurso de la trama. Di Caprio cumple con su cometido, su interpretación del no muerto Glass está basada más en miradas y gestos que en la palabra, y tiene un antagonista, interpretado por Tom Hardy, que a pesar que su personaje no tiene mucha combatividad emocional, deja algún detalle interesante. Iñárritu sigue fiel a su estilo, entiende el cine como un espectáculo de masas, donde todo tiene cabida, la violencia explicita con lo romántico, el ensimismamiento retorcido de la miseria y animalidad humana en contacto con un entorno extremo y salvaje, y se ha enfrascado en una película muy al estilo western, con venganza de por medio, que pedía más contención, sobriedad e interioridad, como hacía Pollack con Las aventuras de Jeremiah Johnson, o Penn con Pequeño Gran hombre, por ejemplo. Aunque su mirada sigue al servicio de la grandilocuencia y la exageración formal, en la que tiene cabida la épica, no de los hombres corrientes, que trabajan sin descanso, sino la de las grandes leyendas de redención y superación.

El hijo de Saúl, de László Nemes

El_hijo_de_Sa_l-670313002-largeREPRESENTAR EL HORROR.

«Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie.»

Theodor Adorno

Después del holocausto nazi, el cine (como cualquier otra arte) tiene pendiente la cuestión de cómo representar el horror que aconteció en aquellos lugares de terror y barbarie. Noche y niebla, de Resnais, abrió el camino de cómo replantearse cinematográficamente las imágenes de archivo y cómo filmar en su momento aquellos centros de la monstruosidad, a sí mismo, Lanzmann invirtió 10 años de su vida para filmar Shoah, que logró presentar en 1985, su camino fue diferente, se apoyó en la palabra como vehículo para representar el horror nazi. Godard se manifestaba en la falta de compromiso con las imágenes de lo que allí sucedió. La cuestión formal sobre la manera de afrontar la representación del horror es una de las incertidumbres que el cine, como forma de expresión, tiene todavía que resolver.

El debutante László Nemes (Budapest, Hungría, 1977) – asistente de Béla Tarr en el segmento Visiones de Europa y en el film El hombre de Londres – ha emprendido un camino diferente, una forma de afrontar la representación del horror a través de lo que no vemos, y sólo escuchamos. La primera imagen de la película deja claras sus intenciones formales y artísticas. Arranca la acción con una imagen borrosa de un campo por la mañana, mientras escuchamos el ruido ambiente, casi ininteligible, alguien se acerca, y lentamente, vamos viendo un hombre y luego un rostro. Estamos en Auschwitz, en 1994, y el hombre es Saúl Auslander, un hombre con el rostro impertérrito, de mirada ausente y gacha, se mueve como un autómata, se trata de un trabajador en un sonderkommando, los prisioneros que eran esclavizados a trabajar por los SS, en conducir a los deportados hasta las cámaras de gas, donde los obligaban a desnudarse y luego los introducían en el interior donde morían, luego, recogían sus cadáveres, los transportaban a los hornos crematorios, y limpiaban las cámaras, y las dejan preparadas para el próximo convoy. Los turnos eran extenuantes, se trabajaba a un ritmo brutal en esa fábrica de la muerte y el horror.

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Nemes resuelve su cuestión moral, colocando su cámara enganchada a Saúl, – como hacía Klimov en su magnífica Ven y mira – recorremos ese mundo pegados a su nuca, vemos ese mundo laberíntico y claustrofóbico a través de sus ojos, a través de su mirada carente de humanidad, un mundo donde sobrevivir es una cuestión de suerte, nada más. El joven realizador húngaro resuelve la cuestión de la representación a través de dejar desenfocado la profundidad de campo, y capturando todo lo que queda fuera del cuadro a través del sonido, sin espacio para la música diegética, sólo ese sonido atronador, donde se mezclan los diferentes lenguajes que allí se hablan, los gritos de auxilio, las órdenes de los SS, que apenas vemos, todo se mezcla, todo es confuso. Nemes nos sumerge durante dos jornadas en el abismo del horror, en un espacio fílmico orgánico, a través de la fragmentación, nos introduce mediante tomas largas en ese mundo inhumano, donde no hay tiempo para pensar, todo va ocurriendo de forma mecánica, sin respiro, sin tiempo para nada. Nemes se aleja de esos filmes ambientados en campos de concentración, donde dan protagonismo a las historias heroicas y de supervivencia, con múltiples puntos de vista, dejando un aliento de esperanza a lo que se cuenta. Aquí no hay nada de eso, no hay espacio para lo humano, o hay tan poco que apenas se percibe.

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El cineasta ha empleado una cámara de 35 mm, y un formato de 4:3, filmando con una lente de 40 mm, para registrar ese submundo sin vida, completamente deshumanizado, para que no veamos directamente el horror, que nos lo imaginemos, que reconstruyamos el horror en nuestro interior, o al menos una parte. El conflicto que plantea la película es muy sencillo, casi íntimo, en un instante de su infernal jornada, Saúl cree identificar a su hijo muerto, en ese momento, da inicio a su vía crucis particular, aparte del que ya vive a diario, centrado en recuperar el cadáver, encontrar un rabino para que le rece el kaddish y así, darle un entierro digno. Esa idea, de extrema y compleja  ejecución,  lo lleva a enfrentarse a la resistencia del campo, que no ven necesaria su causa, y le piden que se centre en el objetivo de resistir y enfrentarse a los SS. Nemes ha parido una obra brutal y magnífica, donde el espejo del horror se nos clava en el alma, se acerca a ese espacio de barbarie de forma contundente y ejemplar, teje una obra de inmensa madurez fílmica, a pesar de tratarse de su primer largometraje. Un proceso exhaustivo de documentación de las formas y cotidianidades de trabajo de estos comandos del horror, han hecho posible no sólo una película que nos habla de un ser que, a través de su fin intenta sobrevivir moralmente en ese espacio del vacío, donde no hay nada, ni hombres ni seres humanos, – resulta esclarecedora la secuencia con la mujer en el barracón, el silencio se impone, no hay palabras, sólo miradas -. La película de Nemes se erige como una obra humanista, moral y necesaria, sobre la memoria y nosotros mismos, donde asistimos a una experiencia brutal como seres humanos. Como nos contaba Primo Levi – superviviente de Auschwitz – en su obra Si esto es un hombre, donde recordaba los días en los campos de exterminio, donde no había tiempo, de los que allí encontraron la muerte, y los otros, los que lograron sobrevivir, los que tienen la obligación de contar lo que vieron.