Rifkin’s Festival, de Woody Allen

¿QUÉ SENTIDO TIENE ESTAR VIVO?.

Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine desde la edad de once o doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros y del cine”.

François Truffaut

La cita anual con el universo cinematográfico de Woody Allen (Brooklyn, Nueva York, EE.UU., 1935), ha llegado a la película número cincuenta y medio, en la que nos sitúa esta vez en San Sebastián, y más concretamente, durante su festival de cine. A la ciudad, han llegado Sue, una engreída agente de prensa, y su marido, Mort Rifkin, un tipo inseguro y perdido, que siempre ha deseado ser escritor, y lleva demasiado tiempo intentando escribir su obra maestra. Mort es un gran amante del cine, del cine europeo de antes, aquel con el que soñaba hacer cuando daba clases de cine. Pero, la estancia en la preciosa ciudad no sale como esperaba, y todo se tuerce. Sue, está fascinada por su representado, Philippe, un afamado y narcisista director de cine, que no traga Rifkin, al que considera un esnob y presuntuoso, y además, un pésimo y pretencioso cineasta.

Entre tanto, y sin nada que hacer, Rifkin pasea por la ciudad, dejándose llevar por su imaginación, psicoanalizándose (como ese precioso arranque de la película, en el que Rifkin le cuenta a su psicológico las vicisitudes del viaje que estamos a punto de ver), y reinterpretando famosas secuencias de películas, en las que aparecen personas de su vida real, primero más lúdicas y sentimentales, reivindicando ese cine europeo más adulto y maduro que el que se hacía en Hollywood, donde las historias tocaban más la verdad y los personajes eran de carne y hueso, como hace con el triángulo amoroso de Jules y Jim, de Truffaut, emulando el recorrido en bicicleta, el famoso travelling de Ocho y medio, de Fellini (fábula profunda sobre los fantasmas de un director de cine), en el que aparecen diversos personas que interactúan con él, incluidos sus padres, mientras suena la maravillosa melodía de Nino Rota, o el famoso viaje en plena lluvia de Un hombre y una mujer, de Lelouch, y más adelante, las secuencias se volverán más oscuras y profundas, como el instante de los invitados atrapados en la casa de El ángel exterminador, de Buñuel, o la vuelta a la infancia emulando a Fresas salvajes, o en medio de las dos mujeres de Rifikin (su esposa y su doctora, que conocerá en San Sebatián), siguiendo la tensión de Persona, o el encuentro con la muerte, de El séptimo sello, todas dirigidas por Bergman. Durante sus encuentros por la ciudad, Rifkin conoce a la Dra. Jo Rojas, y toda su estancia cambia, ya se sentirá fuertemente atraído por Jo, y empieza a quedar con ella.

Allen sigue instalado en la comedia romántica, pero con sus matices, claro está, si bien construye un relato ligero y en cierta medida, arranca alegre y lleno de equívocos y (des)encuentros, se irá llenando de nubarrones y situaciones amargas y tristes, y alguna que otra, rocambolesca. Rifkin es el personaje tipo de Allen, los que hacía él en la década de los setenta y ochenta, para ya en los noventa dar paso a otros actores, que lo están interpretando, con alguna que otra incursión, que por edad, Allen daba el tipo. Sus personajes son personas inadaptadas, frustradas, demasiado diferentes para los avatares de la sociedad, seres que siempre han soñado con ser quiénes no son, individuos que fracasan en su empeño de ser artistas, quedándose en meros profesores o artistas de tercera, enfrascados en sus conflictos sentimentales, en sus constantes exámenes a sí mismos, en su búsqueda interior, en su razón de existir, y en ordenar, sin éxito, sus complejas emociones, deseos o ilusiones. Tipos que se embarcan en historias de finales inesperados y trágicos, metidos en situaciones que les son ajenas, enfrascados en encontrarle un sentido a la vida, y como suele pasar, siempre acaban mucho más perdidos que al principio. Allen suele hablar casi siempre de esa clase media-alta neoyorquina que tanto conoce, de forma crítica y divertida, donde hay escritores, profes, doctores, psicólogos, y muchos artistas, eso sí, ninguno de ellos es capaz de admitir su soberbia y también, su ineptitud.

En Rifkin’s Festival hay esa mirada al cine, a un oficio que conoce demasiado bien, donde pululan tipos de toda clase y colores. Una mirada que ha tocado en diversas formas y texturas a lo largo del cine, quizás las más parecidas a la película que nos atañe, serían dos, donde el cine no solo era una cuestión fundamental en la película, sino la única razón de existencia para sus personajes. En La rosa púrpura del Cairo (1985), cine y vida se mezclaban de tal manera, que la desdichada camarera Cecilia, encontraba el amor con un personaje de ficción que salía de la pantalla literalmente, y en Stardust Memories (1980), la que podríamos decir, más parecida a la historia que cuenta Rifkin’s Festival, aunque el director de cine Sandy Bates, viajaba a la costa a recibir un homenaje, y se encerraba en el hotel a recordar los fantasmas de sus ex parejas sentimentales. Casi como le ocurre a Mort Rifkin, aunque él no sea director, si que durante el festival, se enfrenta a sus fantasmas, miedos, inseguridades y respectivos vacíos, a un tiempo de reflexión, de hacer cuentas consigo mismo, y quizás, a empezar de nuevo, o a volver por donde solía, que no era algo importante, pero si, algo que, por momentos, le hacía estar bien.

El cineasta neoyorquino, fiel a su estilo y a su mirada de hacer cine, necesita ese equipo de colaboradores cómplices, que muchos de ellos le acompañan desde hace décadas, como las productoras Letty Anderson y Helen Robin, el arte de Alain Bainée, en su segunda colaboración, el vestuario de Sonia Grande, en su quinta película juntos, el maravilloso y ágil montaje de Alisa Lepselter, veintidós películas con Allen, y la magnífica luz cantábrica y soleada del gran Vittorio Storaro, la cuarta colaboración juntos, sin olvidarnos de un elemento esencial en el cine de Allen, la música, y concretamente, la música Jazz, que firma Stephane Wrembell, un viejo conocido. Después de tantas historias, la mirada de Allen tiene oficio, y sabe por dónde se mueve, los noventa y dos minutos de metraje de la película pasan volando, y las diferentes situaciones del festival, la ciudad, los sueños y evocaciones surrealistas de Rifkin, se acomodan sin ningún aspaviento en la trama.

Y qué decir de los intérpretes, con un viejo conocido de Allen como el gran Wallace Shawn, como el desdichado Mort Rifkin, bien acompañado por una elegante y engreída Gina Gershon dando vida a Sue, la mujer de Mort, una natural Elena Anaya es la doctora, objeto de deseo de Mort, con un marido como Sergi López, en una secuencia loquísima, y Louis Garrel como el director sabelotodo que se mueve en un escaparte como el festival, agasajado y encumbrado sin merecerlo, y la aparición de Christophe Waltz como la Muerte de El séptimo sello, quizás uno de esos momentos made in Woody Allen, donde mezcla trascendencia, terror y humor. La película gustará a todos aquellos que llevamos años viendo el cine de Allen, un señor que lleva más de medio siglo haciendo cine, el cine que le gusta, riéndose de todos y sobre todo, de sí misma, quitándole trascendencia a la vida, y a esto del cine, con ese toque de ligereza, donde hay humor, divertimento, conflictos sentimentales, conflictos existencialistas, y sobre todo, muchas preguntas sin respuesta, porque al fin y al cabo, el cine, no solo ayuda a vivir, sino a abstraerse y refugiarse de tanta realidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Día de lluvia en Nueva York, de Woody Allen

HISTORIAS DE NEW YORK.

“El amor es la emoción más compleja. Los seres humanos son imprevisibles. No hay lógica en sus emociones. Donde no hay lógica no hay pensamiento racional. Y donde no hay pensamiento racional puede haber mucho romance, pero mucho sufrimiento”.

Woody Allen

En una sociedad occidental vacía, sucia, mercantilizada y triste, todavía existen seres de otro tiempo, individuos que todavía aman vivir, sentir el aire en sus pulmones, aunque este muy contaminado, perderse por las calles antiguas de la ciudad, aquellas que todavía no han sucumbido a la locura del dólar, o que todavía mantienen algún rasgo de cuando eran calles de verdad, en las que se respiraba el aliento que respiraba la ciudad, sus olores naturales, sus aromas, su diversidad de gentes, costumbres y realidades, perderse por esos lugares de antaño, caminar sin rumbo, aunque esté lloviendo a mares, con esa luz sombría propia de los días de otoño, mientras escuchamos alguna melodía de Gershwin y pateamos con pausa las calles del Village neoyorquino, esa maravillosa luz que se mira con poesía y detalle por el talento de Storaro, cinematógrafo de las tres últimas de Allen.

Allen mira con nostalgia y melancolía un tiempo pasado, irrecuperable, un universo sin tiempo, sin lugar, un mundo aparte, un mundo que tantas veces ha retratado Woody Allen (New York , 1935) en su cine, en ese primigenio cine donde vuelve ahora, en ese cine que tanto ha evocado ese tiempo lejano, ese tiempo que jamás volverá, en el que el estado anímico era diferente, crónicamente otoñal, donde los días parecían hermosos y el amor, esas emociones y relaciones tan peculiares que Allen ha mirado de tantos puntos de vista posibles e imposibles, eso sí, sin faltar al humor, una comedia loca, excéntrica, divertida, de puros gags, o de todas las formas posibles, para soportar el tedio de la ciudad, de la sociedad, de este mundo a la deriva, donde quizás sean el amor y el humor, las dos únicas tablas de salvación, de respirar un poco.

Allen lleva medio siglo haciendo cine y ha dirigido casi medio centenar de títulos, cintas de toda clase, forma y estructura, unos mejores que otros, o podríamos decir, unos más conseguidos que otros, eso sí, incluso en las películas menos conseguidas o más convencionales, el cineasta de Brooklyn siempre se ha sacado de la chistera algún momento único, mítico y deslumbrante, de esos que quedan en la retina de los espectadores para siempre, donde sus atribulados personajes, con sus complejos, deseos, frustraciones o desilusiones, todos juntos y a la vez, se han enfrascado en imposibles romances o líos, listos para el desastre más escandaloso, pero ellos, amotinados y ciegos en su imposible causa, seguían tropezando una y otra vez contra sus sentimientos, ambivalentes, despojados de toda razón o lógica, seres así, alter ego de sí mismos, de ese cineasta bajito, feo y cómico que solamente quería llevar al baile a la reina del instituto, ahí es nada, para darse cuenta de que la realidad siempre es más terca y triste que los sueños, donde todos somos altos, guapos y triunfadores.

En Día de lluvia en Nueva York, conocemos a Gatsby (como el antihéroe de otro tiempo que magníficamente retrató F. Scott Fitzgerald) un tipo joven, de buena familia, que huyó de la Gran Manzana para estar lejos de su familia, unos snobs reprimidos, según él, y se oculta en una de esas universidades donde pasa el rato, sin todavía saber qué hacer y en qué emplear su tiempo, eso sí, lee mucho, sueña aún más, juega el póker, escucha música de antes y ve películas clásicas, las que retratan ese universo al cual le encantaría pertenecer. Ah! Y también tiene novia, una tal Ashleig, una joven guapísima de Arizona que sueña con ser una gran periodista, que nada tiene que ver con Gatsby. La acción arranca cuando Ashleigh tiene que ir a Nueva York a entrevistar a Roland Pollard, uno de esos directores independientes tan profundos e ínfulas de autor con crisis reales o fingidas, una entrevista que se enredará de tal manera que el ansiado fin de semana en la gran ciudad, planeado por Gatsby, se convertirá en un enredo de mil demonios y un juego del gato y el ratón por las calles de la ciudad.

Por un lado, tenemos a Ashleig que va en la búsqueda de un perdido Pollard junto a Ted Davidoff, el guionista que descubrirá algo que hará tambalear sus sentimientos, luego, acabará en una fiesta elitista donde Pollard la intentará seducir aunque también aparecerá Francisco Vega, ese apuesto latin lover dispuesto a todo. Mientras tanto, en algún otro lugar de la ciudad, Gatsby camina sin cesar bajo la lluvia, y tendrá encuentros fortuitos con Chan, la hermana de su novia del instituto, convertida en una atractiva mujer, y acudirá, muy a su pesar, al cumpleaños de su madre, donde deberá enfrentarse a su progenitora. Mención aparte tiene el estupendo reparto del que se rodea el director estadounidense, como suele pasar en sus filmes, con ese Timothée Chalamet, taciturno, triste y solitario, captando la esencia de lo tragicómico de Allen, que conmueve y enfada a partes iguales, con ese aire quijotesco y zombie moderno, bien acompañado por una pizpireta y chica de bien Elle Fanning, con una seductora e inteligente Selena Gómez, y esa retahíla de tipos del cine: Liev Schreiber como director capullo y estúpido, Jude Law como un guionista atribulado y neurótico, y Francisco Vega, en la piel de Diego Luna como el típico galán mentiroso y truhan.

Allen rememora aquellas comedias románticas clásicas del Hollywood dorado como Al servicio de las damas, de La Cava, Historias de Filadelfia, de Cukor, Lo que piensan las mujeres, de Lubitsch, entre muchas otras, llenas de inteligencia, clase y elegancia, con humor a raudales, en el que encontramos fieles y sinceros retratos sobre el amor, sus conflictos, y sobre todo, sus graves consecuencias para el alma humana y su entorno. El cineasta neoyorquino capta ese aroma intrínseco de aquellas películas y lo traslada con maestría e ingenio, marcas de la casa, a la actualidad, con una deliciosa comedia romántica en la que dispara a todo y contra todos, donde frivoliza sobre el mundo de la burguesía estadounidense, se carcajea de los cineastas y todo aquella mugre que les rodea, y no dejará títere con cabeza, en un mundo frenético, estúpido, lleno de complejos y depresivo, donde y ahí volvemos otra vez, el amor y sobre todo, el humor, el humor en todas sus vertientes, el que se ríe de todo, de todos y sobre todo, de uno mismo, será lo único que nos sigue recordando que seguimos siendo humanos o algo que se le parezca. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Wonder Wheel, de Woody Allen

LA RUEDA DEL AMOR.

“Con mi primer marido conocí lo que es amor, con mi segundo marido he conocido lo que no es”

Si tuviésemos que elegir el argumento modelo que estructura el cine de Woody Allen (Brooklyn, New York, 1935) sería el de una mujer adulta que ha pasado la juventud, y ahora, se encuentra en un matrimonio o relación que no le satisface y sueña con aquellos años donde sí conoció el amor. Aunque, circunstancias de la vida, conoce a alguien que la devolverá a aquellos años y la ilusionará como no esperaba, pero la cosa se complicará, y lo que para ella era amor, para la otra persona era una tabla de salvación o un entretenimiento. Finalmente, la mujer volverá a su matrimonio infeliz, del que nunca pudo despegarse, a su rutina, y a seguir soñando con aquellos años donde si conoció el amor. Desde que debutase en el cine con Toma el dinero y corre hace ya casi medio siglo, la filmografía de Woody Allen, con casi 50 títulos, que sigue fiel a su cita anual, se ha movido por distintos y complejos caminos, donde podríamos acercarnos a ella de innumerables formas y maneras, quizás su momento más álgido sería en las décadas de los 70 y 80 con títulos de enorme calidad como Annie Hall (1977) Interiores (1978) Manhattan (1979) Zelig (1983) La rosa púrpura del Cairo (1985) Hannah y sus hermanas (1986) películas que han llevado a Allen a considerarlo uno de los grandes de la cinematografía mundial, en las que a través de comedias agridulces o melodramas arrebatados y sobrios, ha explorado con detalle y sutileza la tragedia y el drama de la condición humana, planteando relatos donde el amor y la traición son su caldo de cultivo.

En su nueva aventura, nos transporta a la costa de New York (el paisaje de su cine) y más concretamente al Coney Island de los años 50 (¿Recuerdan la casa “vibrante” debajo de la noria donde pasó su infancia Alvyn Singer?) el famoso parque de atracciones que ahora sólo es una sombra de aquellos años dorados donde su luz brillaba con intensidad y la gente abarrotaba sus atracciones y disfrutaba con sus juegos y pasatiempos. Este Coney Island, lleno de fantasmas en forma de promesas incumplidas, arranca con Carolina, un joven que huye de su marido gánster ya que lo ha delatado al FBI, la chica llega a esconderse junto a su padre Humpty (el dueño del tiovivo que apenas tiene clientes) al que hace mil años que no ve. Humpty ya no bebe y quiere construir un futuro para su “nueva” hija. También, conoceremos a Ginny (la esposa de Humpty) y al hijo de ésta Richie (un chaval pirómano que la traerá de cabeza). Ginny trabaja de camarera sirviendo pescado, y dejó atrás una carrera como actriz de teatro y un matrimonio feliz que ella misma se encargó de fastidiar, y ahora, frustrada e inestable emocional, se debate en unos días rutinarios y un matrimonio de conveniencia que la ayudó a sobrevivir, tanto a él como a ella. Y para postre, conoceremos a Mickey (que nos contará el relato) un aspirante a dramaturgo que se gana la vida como socorrista en la playa 7.

Todo parece como siempre, los días pasan en el diminuto piso rodeado del bullicio de las atracciones y con la noria como escenario omnipresente en el drama doméstico que vamos a presenciar. Carolina encuentra trabajo en el restaurante con Ginny, ésta empieza una relación con Mickey y Humpty parece interesado en el futuro de su hija, y a parte de pasar las horas en el tiovivo, va a pescar con sus amigotes más que nunca. Todo parece en su sitio, o al menos, todo parece avanzar hacia un lugar del que todavía no conocemos su destino, pero como suele ocurrir en el cine de Allen, el destino nos tendrá reservado un giro inesperado, Mickey empieza a sentirse fuertemente atraído de Carolina, y el supuesto futuro con Ginny parece esfumarse, mientras Ginny acaba viendo en la intrusa hija de su marido una rival difícil de ganar. Y así se suceden las cosas. Un grandísimo reparto encabezado por una brillante Kate Winslet (que recoge el testigo de otras heroínas infelices de Allen como Diane Keaton, Mia Farrow o Cate Blanchett) en un personaje frustrado, con una vida ensombrecida por el fracaso personal de su matrimonio anterior, y que ve en Mickey más que una tabla de salvación para su vida, se enfrasca en esa infidelidad como una última oportunidad para volver a enamorarse y volver a la interpretación.

Jim Belushi da vida a Humpty, un tipo gordinflón y bonachón, y aparentemente feliz en su vida, ya no bebe y sale a pescar con sus amigos, y la aparición de su hija le lleva a una nueva ilusión, protegerla y ahorrar para que estudie. Juno Temple, con su belleza y candidez es Carolina después de un matrimonio fracasado siendo demasiado joven, intenta rehacer su vida al lado de Mickey, aunque los matones de su ex la siguen para acabar con ella. Y finalmente, Mickey, el apuesto aspirante a escritor (que recuerda al David Shayne de Balas sobre Broadway o al Bobby Dorfman de Café Society) que enamora tanto a Ginny como a su hijastra, emtiéndose en un lío de mil demonios a él, y a las mujeres. Allen baña su película con esa luz poética y evocadora, de multiplicidad de colores, no exenta de realismo, obra del prestigioso camarógrafo Vittorio Storaro (segunda colaboración después de Café Society). Woody Allen vuelve a encandilarnos con su sutileza y belleza, en una película que recuerda a la brillantez de Match Point o Blue Jasmine, sumergiéndonos en un paisaje que nos devuelve a aquellos años del American way of life, o podríamos afirmar que aquí estamos ante el reverso del espejo, donde encontramos un parque en horas bajas, gentes que se mueven entre infelices matrimonios, sueños frustrados, y amores de salvación que solo los conducen no a ver la luz, sino a sumergirse más en las tinieblas, a seguir por los caminos transitados que no llevan a ninguna parte, o quizás solo llevan a esos lugares a los que nadie quiere ir, porque como ocurría en las obras de Tennessee Williams, los tranvías pasan cuando menos te los esperas y a veces, aunque logres alcanzarlos, rara vez te llevan a esos lugares donde fuiste feliz o esperas serlo.

Café Society, de Woody Allen

cafe-societuAQUEL AMOR, EN AQUEL TIEMPO Y EN AQUEL LUGAR.

“La vida es una comedia escrita por un humorista sádico”.

El arranque de la película resulta revelador y conciso, recogiendo de forma magistral y concisa el espíritu con el que está construido el relato que estamos a punto de ver. Un hermoso travelling avanza por el borde de una piscina en mitad de una fiesta en una mansión lujosa, en la que luce el sol de mediodía,  y mientras sortea algunos de los invitados camina firme hasta encontrarse con uno de los protagonistas, Phil Stern, uno de esos agentes de estrellas, de traje impecable, orgullo intacto y Martini seco en los labios,  que fanfarronea de sus logros y amistades delante de unos “amigos” orgullosos de escucharlo. Estamos en el Hollywood en la década de los 30, quizás la época más glamurosa del cine estadounidense.

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El cineasta Woody Allen (1935, Brooklyn, Nueva York, EE.UU.) sigue fiel a su cita anual escribiendo y dirigiendo una nueva cinta, la que hace 46 en su carrera (si no han fallado mis cálculos). Esta vez nos introduce en un mundo de lujo por doquier, de apariencias, de mentiras, de postureo, de espejos deformantes y muchos dólares,  y de un quiero y no puedo. Conocemos a agentes de estrellas, jóvenes inocentes que llegan con las maletas cargadas de sueños con vocación de convertirse en una movie star, empresarios de modelos, putillas que quieren ser actrices, secretarias que aman el cine, y la parte de Nueva York, porque la película se mueve entre las ciudades, con personajes que van y vienen, y a veces se encuentran, una gran manzana en el que hay la familia judía de Bobby (el hilo conductor de esta farsa sobre la vida y el amor), en la que hay madres nodrizas que insultan cariñosamente a sus maridos, esposos relajados que hacen joyas en un oscuro sótano, hijos con vocación de gánster que aman el dinero, las mujeres y los asesinatos, hijas casadas con intelectuales, comunistas y católicos, y luego están ellos, el joven ingenuo y sagaz Bobby Dorfman que llega a la meca del cine queriendo triunfar y convertirse en alguien, con la ayuda de su tío, un hombre felizmente casado o al menos eso es lo que dice y parece. Pero, llega el amor en la vida de Bobby, en forma de la joven inteligente y atractiva secretaria de su tío, Vonnie, que en un tiempo atrás también llegó con intenciones de ser alguien en el mundo del cine, pero ha acabado tomando notas y mecanografiando órdenes. Pero Vonnie, que congenia a las mil maravillas con Bobby, tiene novio, un periodista llamado Doug, eso dice ella. Y así anda la cosa, Bobby perdidamente enamorada de Vonnie, pero sin ser correspondido, quizás una de las máximas de la vida y del cine de Allen, los no correspondidos. Desear a alguien que pertenece a otro. Pero, una noche, todo cambia, el misterioso Doug abandona a Vonnie, y poco tiempo después, cuando parece que no hay nada que impida el amor, Bobby y Vonnie se enamoran. Pero ahí no acaba la cosa, aunque pudiera parece ser que sí, todavía se encontrarán con otras dificultades, más cercas de lo que se imaginan.

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Allen vuelve por donde solía, a construir una película magnífica que contiene todos los ingredientes que le han encumbrado en el cine, convirtiéndolo en uno de los grandes, en la que encontramos su humor irreverente, irónico, trágico y sobre todo, su mirada pérfida e incisiva en las cuestiones del amor, las relaciones humanas, y todo aquello invisible y lleno de misterio, que nos empuja de un estado de ánimo a otro, nuestros miedos, inseguridades, complejidades, y demás emociones verdaderas, falsas, inventadas o proyectadas. Una cinta que se mueve entre dos paisajes, por un lado, el Hollywood cinematográfico luminoso y romántico, donde todo es posible o no, de playas desiertas, cuchitriles de comida mexicana que huelen a cercanía, cines extremadamente decorados en los ver la última de Tracy o la Crawford, y mansiones con aire de tristeza y soledad, y Nueva York, el lado opuesto, oscuro y violento, lleno de barrios obreros, de familias judías, de clubs nocturnos (tan de moda en la época en los que se reunían todos aquellos que eran o querían ser alguien)  en los que escuchamos jazz a todas horas… Una cinta sobre el amor, sobre lo que inventamos del amor, sobre ese ideal que creemos que es, sobre todo aquello que somos, que hemos sido, y posiblemente, no seremos, de todo aquello que sentimos y nos engañamos, de emociones que nos decimos que no sentimos y de engañarnos constantemente en aquello que nos hace felices o nos entristece. Una película bañada con esa fina luz acogedora y fría del gran Vittorio Storaro que ilumina el Hollywood soleado que contrasta con el Nueva York nublado y urbano.

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Desde aquel lejano 1969 y su Toma el dinero y corre, la comedia, y elementos del cine negro, han estructurado todo el cine de Allen, que ha pasado por todos los estados que se puedan imaginar después de una carrera tan frenética en la que hay títulos para todos los gustos y paladares, que abarca casi medio siglo, desde el cine de los 70 con grandes obras como Annie Hall o Manhattan, a los 80, con memorables películas como Zelig, La rosa púrpura del Cairo o Hannah y sus hermanas, y los 90, en los que nos regaló cintas como Maridos y mujeres, Balas sobre Broadway o Acordes y desacuerdos, y en el nuevo milenio, donde siguió a su cita anual con películas como Match point o Blue Jasmine, algunas obras, una ínfima parte de su extensísima carrera, pero que describen buena parte de los temas, referencias y elementos que han protagonizado su filmografía. Un cine caracterizado de una fuerte personalidad y carácter, en el que todas las ideas que han perseguido a la figura de Allen han encontrado su momento: los hipocondríacos, las histéricas, los sabiondos, los ingenuos, los que aparentan lo que no son, y demás personajes, personajillos, y sombras humanas que han pululado por el universo cotidiano y de apariencias de esa clase pudiente artística, preferiblemente, que se movían por el Nueva York que tanto ha amado Allen.

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Una city en la que suena jazz, el sol baña los atardeceres de verano, en la que siempre apetece tomar una copa en algún club nocturno rodeado de amigos al caer la noche, o deambular por Greenwich Village buscando libros o discos descatalogados, caminar sin rumbo por Central Park pensando en ese amor no correspondido o en las dificultades de amar… Una ciudad retratada de mil maneras, de infinitos ángulos, a veces con alegría, y otras con tristeza, incluso con melancolía, en la que hay (des)ilusión, (des)esperanzas, y seres que buscan (des)apasionadamente el amor, y rara vez lo encuentran, o cuando lo hacen, resulta problemático, complejo y muy difícil, aunque eso sí, no cejan en su empeño, siguen empecinados en lo suyo, en lo que sienten, en lo que les empuja a seguir viviendo, porque quizás no existe otra manera de vivir, si no esa, esa en la que sus personajes sueñan y viven por sus sueños, aunque estos sean equivocados, confundidos o simplemente irrealizables, porque como los dos enamorados intermitentes y fatalistas (y remitiendo al hermoso cierre de la película) que retrata la película, comentan en algún instante, y en clara evocación a Calderón, los sueños, sueños son.

Isla bonita, de Fernando Colomo

Cartel_IslaBonitaVOLVER A LOS ORÍGENES

En La fábrica de Cuento de verano, de Jean-André Fieschi y Françoise Etchegaray, documento filmado en el 2005, que recogía el rodaje de Cuento de verano (1996), de Eric Rohmer, veíamos sorprendidos como el cineasta francés, que contaba entonces con 76 primaveras, se mostraba lleno de energía y derrochando juventud, mientras lidiaba con sus dudas personales y profesionales. Un viaje parecido experimenta el director Fernando Colomo (Madrid, 1946) en su película número 20 de su carrera. Una cinta que reivindica el cine alejado de la industria, un cine libre, dinámico, de bajo presupuesto, filmando el instante, capturando la vida que se desata en cualquier momento, y con la ayuda de amigos que se interpretan a sí mismos. Colomo ha vuelto a empezar, ha hecho un viaje en el tiempo, a reencontrarse consigo mismo como cineasta, a recuperar la ilusión y el atrevimiento de aquel joven que debutase en 1977 con Tigres de papel, y filmase al año siguiente ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?, dos películas fundacionales de lo que se llamó “la comedia madrileña”.El mismo espíritu que bullía en películas como La línea del cielo (1983), donde un joven Antonio Resines intentaba, sin mucha fortuna, abrirse camino como actor en Nueva York.

Ahora, Colomo se interpreta a sí mismo, y de paso se ríe y se ridiculiza cada vez que puede, encarnando a un veterano realizador publicitario que llega a la isla de Menorca, en plena crisis personal, acaba de divorciarse, no tiene trabajo y anda sin un duro, con la intención de recuperarse junto a su mejor amigo Miguel Ángel, y la mujer de éste, y de paso filmar un documental sobre Joan, el sabio jardinero que trabaja para Miguel Ángel. Pero, las circunstancias le obligan a alojarse en casa de Núria, una escultura y su hija Olivia. A partir de ese instante, se irán sucediendo los días de verano, entre chapuzones en la playa, noches sin fin, conversaciones sobre arte, amistad, problemas emocionales y profesionales, y sobre todo, los devaneos amorosos que se desatan entre los personajes. Fer (Colomo) se siente atraído por Núria, Miguel Ángel, que busca paz y tranquilidad, se crispa con su mujer porque ha llegado su suegra y los sobrinos, una legión de ruido que le hacen perder los nervios, y para acabar de adobarlo todo, Olivia está enamorada de dos chicos a la vez, que le tienen preparada alguna sorpresa que le hará replantearse ciertas inquietudes y posturas sentimentales.

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Una obra simpática, alegre, que late con un espíritu de auténtica libertad, que rescata al Colomo cineasta de forma magnífica y emocionante. Unos personajes vivos, complejos, perdidos en sí mismos, y tiernos, envueltos por el especial encanto y romanticismo de una isla que engulle a todos, lugareños y visitantes con el “poc a poc”, una especie de lema vital que evita las prisas y la velocidad urbana, sometiendo a todos los que llegan, y a las cosas que van sucediendo a otro ritmo, en una forma de vivir la experiencia distinta, disfrutando y dejándose llevar. Unas personas/personajes bien dirigidas por la mano firme y especial de Colomo, en un rodaje donde la improvisación era un modo de hacer y sentir, donde destaca de forma maravillosa la belleza y naturalidad de la joven Olivia Delcán, su debut en el cine, que desprende un encanto y vitalidad parecida a la de Pauline en la playa, que arrastra a todos los demás con su juventud e inteligencia, y protagoniza los momentos más vivos y eróticos de la película. Una película humanista que devuelve al mejor Colomo, al de su primer cine, al cineasta veterano que sigue manteniendo el espíritu libre y jovial del creador, como Rohmer o Woody Allen, y es capaz de sorprendernos con una película pequeña, casi minimalista, pero entregada totalmente al amor por la vida y el cine.

La vida inesperada, de Jorge Torregrossa

Cartel LA VIDA INESPERADAPerdidos en la Gran Manzana

Existe un momento en la vida en que debemos dejar de lado nuestros sueños y mirar hacia nuestro interior, y reconocer que nuestra realidad se aleja mucho de lo que soñamos que iba a ser. Tres décadas después que Fernando Colomo nos contará en La mitad del cielo  (1983), la vida de Gustavo (Antonio Resines), un fotográfo que viajaba a Nueva York para triunfar. Chus gutiérrez hacía un mismo viaje,  en Sublet (1991), cuando Laura, una jovencísima Icíar Bollaín escapaba a la misma ciudad para superar un desengaño sentimental. Otro director español, Jorge Torregrossa, nos presenta una experiencia parecida. Esta vez se ocupa de los españoles que viven allí. Retomando un antiguo proyecto, vuelve a sus orígenes, viaja a la ciudad de Nueva York, donde se pasó diez años de su vida estudiando cine. Su película nos remite a Desire (1999), cortometraje que filmó en Central Park, donde una pareja madura se encontraba con dos marineros, y se jugaba de forma ingeniosa a lo que podía haber sido y lo que no. Después de Fin (2012), su opera prima, y con guión de Elvira Lindo, con experiencia en estos lindes y también vecina de la ciudad de los rascacielos, nos llega una comedia romántica que nos habla de segundas oportunidades, de lo que aparentamos, de lo queremos y lo que ansiamos. La película se centra en Juan  (espléndido Javier Cámara y sus impagables conversaciones vía skype con su madre) un español de mediana edad, que lleva diez años en la ciudad que nunca duerme, (cómo nos recordaba Fitz Lang), que sobrevive con un trabajo de actor en un teatro de segunda fila realizando repertorio español que va de Mihura a Lorca. Sus sueños de actor se acaban ahí, para tirar «palante» tiene que hacer un curso de cocina española para norteamericanos a pesar de que no sabe cocinar, y para rematar la faena pone copas en un club. Todo ello para llegar a final de mes. Su vida se tambaleará con la llegada de su primo,  diez años más joven que él, que viene a la ciudad a pasar su últimas vacaciones de soltero, ya que se encuentra prometido a su novia que le espera en Alicante, ciudad natal del director. El choque entre los dos primos, la diferencia social que los separa, uno, actor fracasado, y el otro, ejecutivo de éxito, además de la convivencia, hará estallar conflictos y diferencias soterradas entre ellos dos. Además, para redondear el conflicto, los dos primos conocen a dos americanas, Juan a Jojo, una joven aventurera que lleva el vestuario y duerme en el teatro, y el primo a Holly, una madre soltera que sueña con abrir su propio restaurante. Una amable comedia agridulce con ecos del cine de Woody Allen, cómo no podía ser de otra manera, donde abundan personajes reales, de esos que nos podemos encontrar en cualquier lugar, que sueñan con enamorarse y ser felices, aunque a veces, las cosas que queremos resultan muy díficiles de conseguir, aunque no imposibles.