Cerrar los ojos, de Víctor Erice

LA MEMORIA DEL CINE. 

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”

Isabel a Ana en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice 

Fue el pasado martes 12 de septiembre en Barcelona. Los Cinemes Girona acogían el pase de prensa de Cerrar los ojos, de Víctor Erice (Valle de Carranza, Vizcaya, 1940). La expectación entre los allí reunidos era enorme, como ustedes pueden imaginar. Entramos en la sala como los feligreses que entran a una iglesia los domingos, excitados e inquietos y en silencio, ante una película de la que yo, personalmente, no he querido conocer ni ver nada de antemano, que sea de Erice ya es razón y emoción más que suficiente para descubrirla con la mayor virginidad posible. Porque no casó con esa idea tan integrada en estos tiempos de informarse y hablar tanto de las películas que todavía no se han visto, porque a mi modo de parecer, se pierde la esencia del cine, se pierde toda esa imaginación previa, la de soñar con esas imágenes que todavía no has experimentado, como les ocurre a Ana e Isabel en ese momento mágico en la mencionada película, donde ven por primera vez una película y la van descubriendo y asombrándose, una experiencia que en este mundo sobreinformado y opinador estamos perdiendo y olvidándonos de toda esa primera vez que debemos conservar y rememorar cada vez que nos adentramos en el misterio que encierra una película. 

La película a partir de un guion de Michel Gaztambide (guiones para Medem, Urbizu y Rosales, entre otros), y del propio Erice, se abre de un modo inquietante y muy revelador. Una apertura rodada en 16mm, que ya reivindica ese amor por el celuloide en el tiempo de la dictadura digital. Aparece el título que nos indica que estamos en un lugar de Francia en 1947, en una especie de jardín de otro tiempo alrededor de una casa señorial. La imagen fija capta una pequeña estatua subida en un pilar. Una cabeza con dos rostros. Dos rostros que pueden ser de la misma persona o quizás, son dos rostros de dos personas totalmente diferentes. Una primera imagen, sencilla e hipnótica, que nos acompañará a lo largo del filme. Inmediatamente después, en el interior de la casa, un personaje de más de 50 años se reúne con el señor de la casa cuidado por un oriental. Se trata de un hombre enfermo, postrado en una silla, que habla con dificultad. Le explica que debe ir a Shanghai a buscar a su hija a la que quiere ver antes de morir. Una escena sacada de la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (1933-2020), publicada en 1993, de la que Erice trabajó en un proyecto entre 1996 y 1998 con el título de La promesa de Shanghai, que finalmente no pudo realizar. Después de esta información, debemos detenernos y hacer un leve inciso, ya que este detalle es sumamente importante. Cerrar los ojos es una película caleidoscópica, es decir, en su proceso creativo tiene todas esas películas imaginadas que Erice, por los motivos que sean, no ha podido filmar. Todas esas imágenes pensadas con el fin de capturar, de embalsamar, tienen en la película una oportunidad para ser recogidas y sobre todo, mostradas. 

Volvemos a la película. Después de esa secuencia de apertura, y ya en el exterior, cuando el actor cruza el jardín, dejando la casa a sus espaldas, la imagen se detiene y el narrador, que no es otro que Erice, nos explica que ese fue el último plano que rodó el actor Julio Arenas, antes de desaparecer sin dejar rastro, en la película inacabada La mirada del adiós, de la que se conservan un par de secuencias nada más. Eso ocurrió en el año 1990. La trama se desarrolla en el año 2012, cuando Miguel Garay, el director de aquella película, es invitado a un programa de televisión que habla de casos sin resolver como el de Julio Arenas. A partir de ahí, la historia se centra en Garay, un director que ya no hace películas, sólo escribe a ratos, y vive, o al menos lo intenta. Como una película de antes, porque Cerrar los ojos, tiene el misterio que tenían los títulos clásicos, donde había un desaparecido o desaparecida, un misterio o no que resolver, y donde nada parecía lo que nuestros ojos veían. Seguimos a Garay, no como un detective a la caza de su amigo actor desvanecido, sino encontrándose con viejas amistades como la de Ana Arenas, hija del actor, alguien que conoció poco a su padre, al que ve como alguien misterioso y demasiado alejado de ella. Tiene un encuentro con Lola, un antiguo amor de ambos amigos, como el que tenían Ditirambo y Rocabruno en Epílogo, de Suárez. También, se encuentra con Max Roca, su montador, un encuentro espectral de dos fantasmas que vagan por un presente desconocido, es un archivero del cine, como aquella secuencia del director de cine y el señor de la filmoteca en la inolvidable La mirada de Ulises (1995), de Angelopoulos, y digo cine, de aquellas películas clásicas enlatadas en su cinemateca particular, con el olor de celuloide, con ese amor de quién conoció la felicidad y ahora la almacena como oro en paño, con esos carteles colgados como reliquias santificadas como el de They Live by Night, de Ray. 

La película se mueve entre dos rostros, entre dos mundos, el que proponía el cine clásico, y el otro, el que propone el cine de ahora, un cine bien contado, interesante, pero que ha perdido la fantasmagoría, es decir, que las imágenes no son filmadas sino descubiertas y posteriormente capturadas después de un proceso incansable de misterio y búsqueda. El cine de los Bergman, Tarkovski, Dreyer, Rossellini… Un cine límbico que se mueve entre el mundo de los sueños, la imaginación y los fantasmas, ese cine que no sabe qué descubrirá, movido por la inquietud, por una incertidumbre en que cada imagen resultante se movía entre las tinieblas, entre lo oscuro y lo oscilante, entre todo aquello que no se podría atrapar, sólo capturar, y en sí misma, no tenía un significado concreto, sino una infinidad de interpretaciones, donde no había nada cerrado y comprendido, sino una suerte de imágenes y personajes que nos llevaban por unas existencias emocionantes, sí, pero sumamente complejas, llenas de silencios, grietas y soledades. Volviendo al inciso. Erice ha construido su película a partir de todos esos retazos y esbozos, e imágenes no capturadas, porque en Cerrar los ojos encontramos muchas de esas imágenes como las que formarían parte de la segunda parte de El sur, una película que el cineasta considera inevitablemente, ya que faltaba la parte andaluza, la de Carmona. No en la localidad sevillana, pero si en otros municipios andaluces se desarrolla parte de la película, como en la casa vieja y humilde junto al mar, a punto de desaparecer, que vive Garay, como uno de esos pistoleros o vaqueros de las películas del oeste crepusculares, donde asistimos a una secuencia muy de ese cine, y hasta aquí puedo contar. 

Un cine envuelto en el misterio de cada plano y encuadre, un cine que revela pero también, oculta, porque navega entre aguas turbulentas, entre la vigilia y el sueño, entre la razón y la emoción, entre la desesperanza y la ilusión, entre la vida y la ficción, como aquella primera imagen que voló la cabeza de Erice, la de la  niña y el monstruo de Frankenstein junto al río en la película homónima de James Whale de 1931, que tuvo su espejo en la mencionada El espíritu de la colmena, cuando Ana, la protagonista, se encontraba con el monstruo en un encuadre semejante. Una imagen que describe el cine que siempre ha perseguido el cineasta vizcaíno, un cine que se mueva entre lo irreal, entre lo fantasmagórico, un cine que ensalza la vida y la ficción en un solo encuadre, transportándonos a esos otros universos parecidos a este, pero muy diferentes a este. Podríamos pensar que tanto Garay como Max son trasuntos del propio Erice, como lo eran los personajes de El sabor del sake (1962), para Ozu en su última película, no ya en su imagen física, con la vejez a cuestas, con esa frase: “Envejecer sin temor ni esperanza”, sino también en la otra idea, la de dos amantes del cine de antes, en una vida ya no de presente, sino de pasado, de tiempo vivido, de recuerdos y sobre todo, de memoria, de nostalgia por un tiempo que ya no les pertenece y está lleno de recuerdos, sueños irrealizables y melancolía. 

A nivel técnico la película está muy pensada como ya nos tiene acostumbrados Erice, desde la luz, que se mueve entre esos márgenes del cine y la vida, que firma Valentín Álvarez, que ya había hecho con él las películas cortas de La morte rouge (2006) y Vidrios rotos (2012), el montaje de Ascen Marchena, que mantiene ese tempo pausado y detallista, donde cada plano se toma su tiempo, donde la información que almacena va resignificando no sólo lo que vemos, sino el tiempo que hay en él, en una película que se elabora con intimidad, cuidado y sensibilidad en sus 169 minutos de metraje. La música del argentino Federico Jusid, mantiene ese tono entre esos dos mundos y esos dos rostros, o incluso esas dos miradas, por las que se mueve la historia, no acompañando, sino explicando, moviéndose entre las múltiples capas que oculta la película. En relación a los intérpretes, podemos encontrar a José Coronado como el desaparecido Julio Arenas, tan enigmático como desconocido, que no está muy lejos del hermano de Agustín, el protagonista de El sur. Un personaje del que apenas sabemos, y como ocurría en la citada, es a partir de los recuerdos de los demás personajes, que vamos reconstruyendo su vida y milagros, siempre desde miradas ajenas, no propias, que no hace otra cosa que elevar el misterio que se cierne sobre su persona. 

Después tenemos a los “otros”, los que conocieron a Julio. Su amigo el director Miguel Garay, que hace de manera sobria y sencilla un actor tan potente como Manolo Solo, el director que ya no rueda, que sólo escribe, perdido en el tiempo, en aquel tiempo, cuando el cine era lo que era, con sus recuerdos y su memoria, rodeado de viejos amigos como Max, y de nuevos, como sus vecinos, todos viviendo una vida que se termina, en suspenso, a punto de la desaparición. Ana Arenas, la hija del actor, la interpreta Ana Torrent, volviendo a esa primera imagen del cine de Erice, acompañada de la primera mirada, o mejor dicho, construyendo a partir de esa primera imagen, de su primera vez, transitando a través de ella, y volviendo a soñar con esa inocencia, donde todo está por hacer, por descubrir, por soñar. La primera de la que han surgido todas las demás. Mario Pardo, uno de esos actores de la vieja escuela, tan naturales y bufones, hace de Max, el carcelero del cine, de las películas de antes, el soñador más soñador, el inquebrantable hombre del cine y por el cine, que sigue en pie de guerra. Petra Martínez es una monja curiosa que deja poso. María León es una mujer que cuida de la vejez, con su naturalidad y desparpajo. Helena Miquel y Antonio Dechent también hacen acto de presencia. José María Pou es el viejo enfermo de la primera secuencia que abre la película, y la argentina Soledad Villamil es uno de esos personajes que se cruzarán en las vidas de Julio y Miguel. 

Nos gustaría soñar como nos demanda Erice, que Cerrar los ojos no sea su última película, aunque viéndola todo nos hace pensar que pueda ser que sí, porque no se ha dejado nada en el baúl de la memoria, en ese espacio que ha ido guardando, muy a su pesar, todas esas imágenes soñadas que no pudieron materializarse, pero que siempre han estado ahí, esperando su instante, su revelación. Aunque siempre podemos volver a ver sus anteriores trabajos, porque es un cine que siempre está vivo, y sus películas tienen esa cosa tan extraña qué pasa con el cine, que es como si se transformará con el tiempo, como aquellas palabras tan certeras que decía mi querido Ángel Fernández-Santos, coguionista de El espíritu de la colmena, como no: “Las películas siguen manteniendo su misterio mientras haya un espectador que quiera descubrirlo”. Por favor, no dejen pasar una película como Cerrar los ojos, de Víctor Erice, que quizás, tiene la una de las reflexiones más conmovedoras que ha dado el cine en años, la de ese espacio de memoria y sentimientos, que vuelve a renacer cada vez que sea proyectado, como aquellos niños de pueblo de hace medio siglo, porque está filmada por uno de esos cineastas que miran el cine como lo mira Ana, con la misma inocencia que su primera vez, cuando descubrió la magia con La garra escarlata, esa primera imagen que construyeron todas las que han venido después, en las que el espectador descubre, participa, se emociona y siente… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Lara Izagirre y Ane Pikaza

Entrevista a Lara Izagirre y Ane Pikaza, directora y actriz de la película «Nora», en los Cines Verdi en Barcelona, el martes 31 de agosto de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Lara Izagirre y Ane Pikaza, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Herrero y Marina Cisa de Madavenue, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.

Nora, de Lara Izagirre

REENCONTRÁNDOSE EN EL CAMINO.

“A veces, hay que hacer lo que hay que hacer”.

De la cineasta Lara Izagirre (Amorebieta-Echano, Vizcaya, 1985), conocíamos su interesante y audaz opera prima Un otoño sin Berlín (2015), protagonizada por unos excelentes Irene Escolar y Tamar Novas que daban vida a los desdichados June y Diego. Una película íntima, muy de interior, encerrados en un piso de la ciudad, con pocos personajes, que nos hablaba de las dificultades de encontrar nuestro lugar y reencontrarnos con aquellos que creíamos olvidados. A través de su productora Gariza Films ha ayudado a levantar películas tan interesantes y de diversos géneros y tonos como Errementari (2017), Vitoria, 3 de marzo (2018), y Una ventana al mar (2020), entre otros. Con Nora vuelve a ponerse tras las cámaras, pero virando hacia un nuevo lugar y tiempo. Vuelve a centrarse en una mujer, la Nora del título, y con más o menos la edad que tenía June, y en un estado vital parecido, pero las circunstancias han cambiado. Nora vive con su abuelo “aitite” Nicolás en Bilbao, un abuelo entrañable que está delicado de salud. Cuando este muere, Nora necesita cambiar, irse y perderse unos días. Así que, coge el viejo Citroën Dyan 6 azul del abuelo, y se lanza a la carretera sin saber adónde ir, solo hacer kilómetros y dibujar lo que ve y sobre todo, lo que siente.

La directora vizcaína cimenta toda su película a través de su personaje, un personaje que siente más que habla, que se busca más que busca, y que anda rastreando las huellas de su abuelo. Un relato humanista y sencillo que nos habla susurrándonos a la oreja, hablándonos de conflictos emocionales que ya padecían sus anteriores protagonistas de Un otoño sin Berlín, pero con otro tono, más vitalista, menos pesado, más ligero, a través de un verano por el norte, saliendo de Bilbao y va perdiéndose por esos pueblos de mar, llenos de encanto, tranquilos, donde todo sucede a un menor ritmo que la ciudad que ha dejado Nora. La joven necesita eso, paz, soledad, dibujar y olvidarse de quién era para descubrirse, reconocerse y encontrar su camino en continuo movimiento. Tiene la película de Izagirre ese tono y ese marco de las películas de Rohmer, con el dos caballos, esos pueblos de la costa francesa, y esas amistades y relaciones que van y vienen sin un punto al que agarrarse. Nora  no estaría muy lejos de la Eva de La virgen de agosto (2019), de Jonás Trueba, pero en vez de perderse por la ciudad, perderse por los caminos de la costa.

Tiene el aspecto de una road movie, aunque una anti-road movie, más cerca del marco que propone la estadounidense Kelly Reichardt, donde los personajes van acumulando kilómetros sin saber muy bien que hacen ni a qué lugar se dirigen, eso sí, cruzándose con otras personas, descubriéndolas y descubriéndose a través de ellas, en un choque constante con ese reflejo que nos va empujando constantemente, en que el viaje físico es simplemente un adorno para adentrarse en el interior más complejo y en constante ebullición del personaje de Nora. Una película donde la parte técnica resulta brillante y acogedora, ya desde esa limpieza y naturalidad visual en un enorme trabajo de cinematografía de Gaizka Bourgeaud, y la exquisita y rítmica edición de Ibai Elortza, que ambos repiten después de la experiencia de Un otoño sin Berlín. El estupendo trabajo de sonido que firma uno de los grandes como Alejandro Castillo, y la excelente música que nos va sumergiendo y guiándonos de forma natural y sin ataduras, que han compuesto la joven Paula Olaz y un grande como Pascal Gaigne.

La brillantísima interpretación de Ane Pikaza, que habíamos visto en pequeños papeles en Vitoria, 3 de marzo  y Ane, autora también de las maravillosas ilustraciones que le van acompañando en su viaje, en un personaje que le va como anillo al dedo, con esa mezcla de dulzura, enfado consigo misma, y ganas de todo y de nada, con el contraste de ir perdida y a la vez, tener claro que al sitio que más quiere ir es cualquier lugar para estar consigo misma, y mirarse al espejo para saber quién es y quitarse gilipolleces de encima. Le acompaña un monstruo de la interpretación como el veterano Héctor Alterio como el abuelo Nicolás, y otros grandes intérpretes vascos como Ramón Barea y Klara Badiola que hacen de sus padres y una breve, pero intensa intervención de una formidable Itziar Ituño. Nora es una película vitalista, ligera y libre, que habla de ese momento que no sabemos qué hacer con nuestra vida, que debemos recuperarnos por una pérdida, en este caso la del abuelo, y que nos vamos a ir encontrando con otras personas por el camino, unas que nos enseñarán y mostrarán sus vidas, y otras, a las que seremos nosotros que ayudaremos.

Izagirre construye un relato sobre la vida, sobre las emociones, plasmando una mirada sensible e intimista, capturando la vida y las pequeñas cosas que suceden en ella, casi imperceptibles si no nos detenemos y miramos a nuestro alrededor, siguiendo esa idea de la vida como un camino donde hay obstáculos, pero también alegrías, eso sí, más breves, pero muy intensas, porque al igual que le sucede emocionalmente a Nora, todos en algún lugar de nuestras vidas nos hemos sentido así, como Robinson Crusoe perdidos no en una isla, sino perdidos del todo, aunque también sabemos que todo eso pasará, y que mientras tanto, tenemos la obligación de no detenernos, de continuar en movimiento, ya sea en un viejo Citroën, haciendo carretera aunque no sepamos muy bien conducir, conociendo personas que nos agradarán, otras no, y sobre todo, sabiendo que la vida es y será una experiencia, una experiencia que tiene mucho  más que ver con lo que nos pasa por dentro que por fuera. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La boda de Rosa, de Icíar Bollaín

¡SÍ, ME QUIERO!.

“Amarse a uno mismo es el principio de una historia de amor eterna”

Oscar Wilde

Mujeres jóvenes, decididas, valientes, alocadas, impetuosas, alegres, vitales, inquietas, curiosas, rotas, perdidas, poderosas, comprometidas, alocadas, brillantes, solteras, tristes, madres, hermanas, hijas, solas, sentidas, miedosas, divertidas, estupendas, cotidianas, acompañadas, compañeras, bellas, enamoradas, esposas, inseguras, novias, nerviosas, capaces, trabajadoras, despechadas, decididas, simplemente mujeres, mujeres todas ellas que pululan por el universo de Icíar Bollaín (Madrid, 1967). Mujeres como Niña y Trini, de Hola, ¿estás sola? (1995), que se lanzaban a la vida en busca de un lugar en el mundo, de su lugar. Las Patricia, Milady y Marirrosi de Flores de otro mundo (1999), que querían eso tan sencillo, y a la vez tan difícil, como querer y ser queridas. La Pilar de Te doy mis ojos (2003), una mujer maltratada que huía para empezar una nueva vida. Las Carmen, Inés y Eva de Mataharis (2007), detectives que debían conciliar el trabajo con la maternidad. La Laia de Katmandú, un espejo en el cielo (2011), una mujer que se trasladaba a la otra parte del mundo a ayudar a los demás. Las mujeres de En tierra extraña (2014), obligadas a emigrar en busca de un futuro mejor. La Alma de El olivo (2016), obstinada con recuperar y honrar la memoria familiar.

Si exceptuamos También la lluvia (2010), y Yuli (2018), centradas en figuras masculinas, y curiosamente, filmadas en el extranjero, el resto de las películas de Bolláin tratan conflictos femeninos, ya sean físicos u emocionales, en la que sus personajes comparten la edad con la directora en el momento que vieorn la luz. Una filmografía que podríamos ver como un caleidoscopio interesante y profundo de las inquietudes personales, profesionales y emocionales de Bollaín a lo largo de este cuarto de siglo de carrera, donde hay historias sobre mujeres para un público inquieto y reflexivo. Ahora, nos encontramos con Rosa, una mujer costurera de 45 años, con una vida entregada a las necesidades de los demás, a su familia, a la compañía de un padre viudo que no sabe estarse quieto, a la de Armando,  un hermano separado y con hijos, que su psicosis por el trabajo y la comida, no le dejan tiempo para nada más, y a las de Violeta, una adicta al trabajo, también, que ahoga su soledad y egoísmo en alcohol, y la inquietud por Lidia, una hija, recién madre de gemelos, que vive en Londres, demasiado sola. Y así pasan los días, semanas y años, con esa inquebrantable rutina y asfixiante vida de Rosa (como deja patente el magnífico prólogo con esa carrera en la que todos alientan a Rosa a seguir, aunque ya no pueda con su alma, y finalmente, cae rendida, sola y abatida).

La directora madrileña vuelve a escribir con Alicia Luna (que ya formaron dúo en la exitosa Te doy mis ojos), su película número diez, un relato de aquí y ahora, con esa urgencia e intermitencia que tienen las historias que están sucediendo en la cotidianidad más cercana, explicándonos las (des) venturas de una mujer agobiada y sin aliento, que existe por y para los demás, que está a punto de explotar. Rosa es un personaje de carne y hueso, como nosotros/as, como todas esas personas que nos cruzamos diariamente en nuestras vidas, pero también, es una hija de Bollaín, y eso quiere decir que no se va a rendir, que no se contentará con su existencia tan precaria, sino que algo hará, aunque sea una locura y este llena de impedimentos y obstáculos. Las criaturas de la cineasta madrileña no entienden de esas cosas, no se achican por los miedos e inseguridades, o los vientos de tormenta, ellas son mujeres de carácter, de pasos al frente, y Rosa lo da, y tanto que lo da, como un golpe en la mesa, decidida y firme en su decisión, dejando todo atrás, incluida familia, y empezando reconciliándose con sus raíces, su pueblo, y su pasado, con esa madre costurera como ella, y para celebrarlo, decide contraer matrimonio con ella misma.

La bomba que lanza remueve y de qué manera a su familia, que cada uno a su manera, responde con sus decisiones y sus historias haciendo caso omiso a Rosa, que deberá seguir remando para hacerse entender y sobre todo, que los demás escuchen y no piensen tanto en sí mismos, y piensen un poquito en Rosa, la que siempre está ahí. La película brilla con una luz mediterránea (se sitúa en localizaciones de Valencia, Benicàssim, entre otras), una luz libre e intimista obra de los cinematógrafos Sergi Gallardo (que ya hizo la de El olivo, otro relato con tintes mediterráneos), y Beatriz Sastre, que debuta en el largo de ficción, bien acompañados por otros miembros conocidos de Bollaín, como el montaje de Nacho Ruiz Capillas, lleno de energía, con ese aire naturalista y próximo que emana la película, el arte de Laia Colet, o el sonido de Eva Valiño. La narración fluye y enamora, tiene ese aire de tragicomedia que tanto le gusta a Bollaín, con ese aire de comedia alocado y drama personal, mezclados con astucia con humor y emoción, sin nunca caer en el sentimentalismo o el dramatismo, sino en esa fina, cuidada y equilibrada mirada donde todas las cosas están donde deben estar y en la distancia justa, esa distancia para poder conocer a los personajes, sus tragedias cotidianas, que nos hagan reír, llorar y en fin, emocionarnos.

La directora madrileña vuelve a contar con Candela Peña, que estuvo en su debut, y era una de las hermanas de Pilar en Te doy mis ojos, dando vida a Rosa, en un rol maravilloso y jugoso, en que la actriz catalana brilla con luz propia, con ese magnetismo natural que le caracteriza, expresando sin palabras, solo con gestos, toda la marabunta emocional que vive en la película, reafirmando sus emociones, luchando por ellas, y haciendo lo imposible para que todos los suyos sepan que hasta aquí hemos llegado, que su vida, la real, la que siempre había soñado, empieza hoy, que ya es muy tarde, y todos ellos, deberán sacarse las castañas del fuego, y no depender de su buena voluntad, como señal de esa nueva vida, el vestido rojo de vuelo, pasional y vital. A su lado, brillan también Sergi López, campechano, mandón y egoísta, ese hombre abnegado a su trabajo que le está llevando a la ruina, Nathalie Poza, la hermana que vive demasiado en su burbuja y deberá remover sus cosas para volver a la senda que más le conviene, Ramón Barea como el padre, ese hombre todavía perdido después de haber perdido a su mujer, que también, debe encontrar su forma de encauzar el dolor y la pérdida. Y finalmente, Paula Usero (que ya vimos en un breve papel en El olivo), da vida a Lidia, esa hija que ya lleva dando demasiados tumbos para su corta edad, que necesita entender a su madre Rosa, y sobre todo, entenderse a sí misma para saber que quiere y que necesita.

Bollaín ha querido volver a esas historias protagonizadas por mujeres perdidas y rotas que tanto le gustan, situándolas en esa tesitura donde sus existencias ya nada tienen que ver con lo que soñaron años atrás, cuando eran más jóvenes, cuando todo parecía posible, en una aventura de volverse a reencontrarse con ellas mismas, como si recuperase el personaje de Trini y lo buscara a ver que ha sido de su vida, o quizás, dentro de Rosa hay muchas Trinis, o tal vez, podríamos añadir, que dentro de nosotros hay demasiadas Rosas, que al igual que Rosa, deberíamos dar el paso y casarnos con nosotros mismos antes que con nadie. La cineasta recoge el aroma de todo ese cine español tragicómico donde se hablaba de emociones en el contexto social que nos ha tocado vivir, como las comedias madrileñas de los Colomo, Trueba o Almodóvar, con personajes femeninos fuertes y desgraciados, mirando los problemas bajo la mirada del observador crítico y paciente. Bollaín  ha construido un relato bellísimo y muy emocionante, lleno de ritmo, de vitalidad, de sentimientos, que va de aquí para allá, sin tregua, donde ocurren mil cosas,  dando visibilidad a todas esas emociones que necesitan salir y materializarse, una película sobre la vida, sobre todas esas vidas que no hacemos caso, todas esas vidas que se pierden por el camino, un camino demasiado encajonado y cuadriculado, un camino que es demasiado planeado, en el que solo obedecemos y agradamos a los demás, olvidándonos de lo más importante de nuestras vidas que no es otra cosa que nosotros mismos, lo que somos, lo que sentimos y hacia donde queremos ir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA