LA SIRENA DE NÁPOLES.
“La ficción es arte y el arte es el triunfo sobre el caos… para celebrar el mundo en donde las mentiras se extienden a nuestro alrededor como un sueño desconcertante y estupendo.”
John Cheever
La primera imagen de Parthenope, de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970), vemos emerger de las aguas a una recién nacida, la Parthenope del título que tiene su origen en la sirena de la mitología griega que dio nombre a una ciudad donde más tarde se asentó Napoli. Una imagen reveladora y crucial para el desarrollo de la existencia de la joven en aquel lejano de 1950. Una mujer, la primera vez que en el cine del realizador italiano el protagonismo se lo lleva una mujer, vivirá una juventud infinita y llena de pasión y deseo, incluso algo de amor en los veranos de los sesenta, cuando la vida y la historia parecían que iban a cambiar o al menos, encaminarse a una sociedad menos idiota. Somos testigos de la vida de una joven que vive con intensidad, enamorada de la filosofía, del Nápoles límbico, es decir, aquella ciudad inexistente, perdida entre dos mundos, entre dos atmósferas, entre dos lugares. Una joven que ama y que no ama, que quiere y no quiere, rendida a un sinfín de dudas, reflexiones y sobre todo, en una constante huida hacia todo y nada.

De los 12 títulos de Sorrentino, solamente ha dedicado tres a su Napoli natal. Su primera película L’uomo in piú (2001), ambientada en los ochenta, en los tiempos de Maradona en el calcio, como su anterior película Fue la mano de Dios (2021), que tiene mucho que ver con esta última, porque el protagonista también es un joven, un joven buscándose, intentando agarrarse a algo de la vida, a alguna cosa que le dé ese plus de ilusión aunque no sea del todo completa. El Nápoles que retrata el director italiano es una ciudad de contrastes, tan llena de vida como de muerte, tan fascinante como aburrida, tan nostálgica como decrépita, tan bella como fea, tan triste como alegre. Una ciudad vista por Parthenope, una protagonista y su familia, siempre la prole tan presente en el cine del napolitano, donde el mar que la rodea es un personaje más como lo son las ruinas de su historia, las calles empedradas, y las luces de las noches que parecen no terminarse nunca. Pero, la ciudad que filma Sorrentino es un caleidoscópico de muchas cosas, donde el tiempo se ha desvanecido, donde los personajes están atrapados en sus realidades y ensoñaciones que parecen tan reales como mentiras. Un universo lleno de vida y de muerte a la vez. Un cine que inevitablemente recuerda al de Fellini y en cierta manera, la que nos ocupa se mira en Y la nave va (1983), aquella que unos familiares y amigos emprenden un viaje a bordo de un barco con los restos mortales de una famosa cantante de ópera. Porque la película de Sorrentino también es un viaje físico, emocional y onírico de alguien por una ciudad y sus fantasmas presentes y ausentes.

El guionista Umberto Contarello, que ha hecho seis películas con Sorrentino, que vuelve después de la serie The Young Pope, ayuda a crear la fauna sorrentiana plegada de caballeros quijotescos como el Titta de Girolamo de Las consecuencias del amor (2004), el Andreotti de Il divo (2008), el Jep Gardambella de La gran belleza (2013), los carcamales de La juventud (2015), el Berlusconi de las tres películas dedicadas. Aquí hay algunos como el enorme armador de impoluto traje blanco, el escritor John Cheever y su deambular por Capri, el viejo profesor tan amargado como vacío y el cardenal vicioso y extravagante. Todos ellos son hombres que tuvieron su tiempo, un tiempo ya olvidado, un tiempo impregnado en las sombras de una ciudad o una fiesta o en una mañana de domingo sin nada que hacer. Una vejez que se mueve entre vagos recuerdos, entre momias y lugares que ya no están. Una vejez que contrasta en estas dos últimas películas con una juventud, tan perdida como la vejez, que ansía escribir su propia historia en un mundo que se cae a pedazos donde ambos llegan a las misma conclusiones. Sorrentino nos habla siempre del pasado, como si ese pasado tuviera más futuro que el presente de ahora. El Nápoles de los ochenta con Maradona jugando en el equipo de la ciudad, es retratado por el director como su momento, aquel en que siendo adolescente se erigía como alguien capaz de todo que huye a Roma como el protagonista de su película.

Las películas de Sorrentino son oro puro en la planificación y el encuadre, con unas imágenes que nacen para perdurar, para mostrar lo que vemos y lo que no, unas poderosas e hipnóticas imágenes tan bellas como tristes. Para esta película vuelve a contar con Daria D’Antonio, que ya hizo Fue la mano de Dios y 6 cortos con el director, y usa el aspecto de 2.39:1 en 35 mm anamórfico en panavision que ayuda a no sólo ver el esplendor y la tristeza de Napoli y sus personajes sino que ayuda a que los espectadores entremos en cada plano y paseemos por estos lugares y no lugares, por esas fortalezas y palacios tan cercanos como alejados. El montaje de Cristiano Travaglioli, nueve títulos juntos, ayuda a manejar con soltura y transparencia y detalle los 136 minutos de un metraje que se desliza suave ante nuestras miradas, capturando el universo tan íntimo y ausente que retrata con sabiduría la no trama de la película. La música de Lele Parchitelli, seis películas juntos, amén de los temas populares, ayudan a crear esa atmósfera de fábula y documento y ficción a la vez, en un hermoso cruce de tonos, texturas y miradas y gestos que van de aquí para allá, creando ese espacio cinematográfico tan Sorrentino donde todo es posible, en que todo se mezcla y fusiona generando esos infinitos mundos dentro de este y más allá, en unos continuos viajes entre pasado y presente, sin necesidad de ningún alarde pirotécnico ni tramposo para darle mayor espectacularidad, aquí no hay nada de eso, la belleza se consigue con lo mínimo, un inteligente y profundo diálogo, una magnífica coreografía donde los intérpretes se mueven en el espacio y un fascinante juego de miradas y posiciones de luz que nos envuelve en un misterio alucinante.

Como hizo en Fue la mano de Dios con el protagonismo de Filippo Scotti, la joven debutante Celeste Dalla Porta es la Parthenope del título. La joven irradia belleza y tristeza como los personajes de Sorrentino. La joven actriz transmite seguridad, naturalidad y sencillez en un personaje “Bigger than Life”, en una especie de salvadora de la ciudad o lo que queda de ella, testimonio de sus mejores años o los años donde se soñaba con otra cosa. Una mujer que deambula por una ciudad, que deambula por su vida, que deambula por sus amores, más interesada en lo intangible que lo terrenal, más deseosa de vivir la vida que de racionalizarla, metida en un intermedio donde todo cambia constantemente. Le acompañan Silvio Orlando que hace de viejo profesor tan brillante como triste, uno de esos personajes que tanto le gustan al cineasta italiano, porque lleva toda la vida en su rostro como uno de los cowboys de Peckinpah, ya cansado y frustrado por la vida y por su trabajo. Un maravilloso Gary Oldman es John Cheever en las mejores secuencias de la película en un hermosísimo diálogo de la futilidad de la existencia y del amor. Peppe Lanzetta que estuvo en la mencionada L’uomo in piú, es ahora un excéntrico y decrépito cardenal, pero no espectral aunque lo parezca, sino todavía con ganas de dar mucha guerra y erigirse como protagonista, parece salido de la cámara de Berlanga-Azcona y la maravillosa presencia de la gran Stefania Sandrelli.

Una película como Parthenope nos invita a dejar los convencionalismos y prejuicios fuera de la sala, y digo esto, porque no pretendan encontrar en ella una parte racional sólo, porque la cinta tiene mucho más, entre otras cosas, es una gran carta de amor o lo que sea sobre Napoli, como la llamaría Sorrentino, a la ciudad donde creció, a la ciudad que lo vio partir, a la ciudad tan bella como triste, a la alegría y la desazón constante, tan llena de contrastes como el cine del italiano, que nos invita a ser testigos de este viaje por la Italia de los sesenta, donde todo parecía brillar con intensidad, donde el amor era una pasión devoradora, donde las ideas tenían significado, por aquellos sesenta tan convulsos y trágicos, y por los ochenta, menos divertidos y más tristes, y por último, o quizás decir esto en el cine de Sorrentino es un oxímoron, porque su cine parece siempre el final de algo y a la vez, el comienzo de ese mismo algo, en una suerte de contradicción constante como la vida, como el amor o las ideas que nos revolotean sin parar. Parthenope sigue la senda del cine de Sorrentino, donde hay espacio para reflexionar y profundizar sobre los temas de la existencia: el significado de vivir, el amor como deseo o trampa o mentira, el tiempo como espejo transformador o deformante, los lugares como sitios donde todo es posible y no pasa nada, llenos de personajes de verdad, de los que hablan desde el alma, tan seguros como inseguros, tan fuertes como vulnerables, tan bellos como tristes, tan vivos como muertos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


EL CINE COMO REFUGIO. 





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