Tardes de soledad, de Albert Serra

LA BELLEZA Y EL HORROR. 

“La historia del toreo está ligada a la de España, tanto que, sin conocer la primera, resultará imposible comprender la segunda”.

José Ortega y Gasset

Los primeros instantes de Tardes de soledad, de Albert Serra (Banyoles, 1975), son realmente sobrecogedores, y lo son de una forma sencilla y nada complaciente, porque vemos a un toro que nos observa, en mitad de la oscuridad acompañado de un silencio sepulcral, sólo roto por su agitada respiración, que nos acompañará durante todo el metraje. La cámara lo filma y el toro se mueve y nos mira, sin nada más. Inmediatamente después vemos al torero Andrés Roca Rey, después de una corrida, cansado y exhausto. Ese hilo invisible o quizás, puente imaginario, en el que toro y torero comprenden una suerte de comunión que se escenifica en la plaza. Un encuentro lleno de desencuentros son los que filma la película que deja al público en off, fuera de campo, al que sólo escucharemos entre voces, gritos y demás. La cámara baja al ruedo y nunca mejor dicho, se posa junto al burladero, una cámara-Ozu, o lo que es lo mismo, un cuadro a la altura de lo que filma, donde nadie es más que nadie, donde la vida y la muerte penden de un hilo casi invisible. 

Las imágenes de la película con su extrema cercanía no habían sido hasta ahora, nadie las había filmado de esa forma, y eso hace la obra de Serra, desde un ámbito cinematográfico como audaz, brillante y diferente. Estamos ante una cinta que se ejecuta a través de lo esencial: las corridas de toros y el antes y después de las mismas, casi en silencio, dejando que las cosas sucedan, eso sí, pero que sean filmadas de la mejor forma posible, sin perder esa conexión entre toro y torero, donde ellos son lo principal, son lo único, donde las imágenes trascienden hacia otra cosa, hacía algo en mitad de la belleza, el compromiso, la fe, el trabajo, el compañerismo, el miedo, el horror, la sangre y la muerte. Una película de pliegues, de retazos, de planos, de imágenes poderosas que se van juntando unas a otras en una ceremonia donde lo cotidiano y lo salvaje se confunden, se mezclan de una forma natural, sin estridencias ni artificios. Todo lo que vemos está ocurriendo en ese instante, sin trampa ni cartón, y el arte cinematográfico lo capta con la técnica más depurada e íntima para captar todo ese universo que existe entre toro y torero que la película capta en muchos instantes, donde el tiempo y contexto no existen, sólo las mutuas respiraciones y agitaciones de los dos mundos. 

Una película de estas características tiene en la técnica un trabajo extraordinario donde cada elemento y detalle deben estar a la altura de todo aquello que se quiere capturar. El director de Banyoles vuelve a rodearse de grandes técnicos que llevan acompañándolo en su filmografía. Tenemos a Jordi Ribas en sonido, esencial en esta película, porque logra captar todos las respiraciones y sonidos de toro y torero, donde no hay apenas diálogos, si exceptuamos los pocos que escuchamos en el interior del automóvil que traslada a Andrés Roca Rey y su cuadrilla antes y después de las corridas, donde hay seriedad, mucha tensión y algo de humor. La cinematografía vuelve a correr de la mano de Artur Tort, acompañado de otros operadores como Christophe Farnarier, que hizo la fotografía de Honor de cavalleria (2006), e Ion de Sosa, director de Sueñan los androides (2014) y Mamántula (2023), entre otras, en un excelente trabajo donde se filma lo invisible, lo que no vemos y todo lo que vemos construyendo una traspasante intimidad que nos deja alucinados, en el que cada detalle está ahí, cada gesto y cada mirada, rodeados de una tensión brutal y donde la sangre tiñe cada encuadre y cada plano. La exquisita música de Marc Verdaguer, que logra fusionar lo real con lo imaginario y la belleza con el horror. El montaje que firman el citado Tort y el propio director nos sitúa en el centro de todo, entre toro y torero, siendo testigos de esta experiencia, con esos encuadres en los hoteles donde se viste y el magnífico encuadre fijo en el interior del coche que se va repitiendo en sus demoledores 126 minutos de duración. 

La generosidad del torero Andrés Roca Rey y su cuadrilla han sido vitales para la producción de la película, porque abren su vida y su toreo al servicio del cine, abriendo su alma y dejándonos entrar en ese coto tan cerrado y atávico que es el mundo de los toros, construyendo unas imágenes antes imaginadas y nunca vistas y mucho menos como las que muestra la película. Una experiencia que estaría cerca de aquella otra, más de medio siglo atrás, de Lejos de los árboles (1972), de Jacinto Esteva, en otro contexto y circunstancia, claro está, pero filmando de una forma donde lo importante es traspasar la pantalla y compartir con los espectadores esa experiencia salvaje y diferente de una forma clara, sincera y directa. La película quiere llegar al alma de las corridas de toros, todo lo que se genera a su alrededor y todo lo que transita por ese universo, pero no haciéndolo como se había hecho hasta ahora, sino yendo muchísimo más allá, desde las entrañas, desde el interior tanto de toro como de torero, donde las dos almas nos traspasan y muestren su interior, o al menos, parte de él, para que podamos sentir esa extraña ceremonia entre la verdad, la fuerza, la tragedia y el horror que se produce en una corrida de toros. 

Otro de los grandes elementos de Tardes de soledad, es su no posicionamiento a las corridas de toros, desconocemos la posición de la película ante lo que filma, y sinceramente, es de donde se puede filmar algo así, porque a día de hoy, el mundo de los toros, antaño el mayor espectáculo de masas del país, ahora en vías de extinción, o al menos, con mucho menos aceptación del público y seguidores, y lleno de controversia y polémicas y críticas, no se podía filmar de la forma que está hecha si la película se convirtiese en un alegato a favor o en contra de los toros. Nada de eso ahí, y la película consigue algo extraordinario, porque el que suscribe nunca ha estado en una corrida de toros y tampoco le gustan y he vivido una experiencia brutal con la película, porque el cine se rinde a lo que tiene delante y se enriquece de toda su técnica para filmar lo que está viendo, de un modo descarnado, de frente y nada complaciente, en una película que muestra toda la verdad y el horror que se produce en una viaje íntimo y abismal del cine de Serra donde la desmitificación es su eje vertebrador como ya hiciese en su memorable Història de la meva mort (2013), con la que Tardes de soledad tiene muchas conexiones, en la que también confluyen la vida y la muerte y la comunión entre la razón y la barbarie, entre lo invisible y lo trágico, entre el todo y la nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Albert Serra

Entrevista a Albert Serra, director de la película «Pacifiction», de Albert Serra, en Andergraun Films en Barcelona, el lunes 3 de octubre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Albert Serra, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial, y a Montse Triola, productora de Andergraun Films, por su paciencia, generosidad, voluntad y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Montse Triola

Entrevista a Montse Triola, coproductora de la película «Pacifiction», de Albert Serra, en Andergraun Films en Barcelona, el lunes 3 de octubre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Montse Triola, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Artur Tort

Entrevista a Artur Tort, cinematógrafo y comontador de la película «Pacifiction», de Albert Serra, entre muchas otras, en su domicilio en Barcelona, el martes 6 de septiembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Artur Tort, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por hacernos un retrato tan bonito. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Pacifiction, de Albert Serra

EL PARAÍSO ESPECTRAL.

“Vivimos como soñamos, solos”

Joseph Conrad

El universo cinematográfico de Albert Serra (Banyoles, Girona, 1975), tanto en sus seis largometrajes como en sus películas para instalaciones, está lleno de fantasmas, o lo que es lo mismo, existencias que fueron o ya no son, relatos sobre figuras en que prima la desmitificación, filmarlos en sus horas muertas, en su más ferviente cotidianidad, en todo aquello que la historia ha escamoteado o simplemente ha olvidado. Sus personajes hacen y se mueven, son muy físicos, van de aquí para allá, eso sí, sin un itinerario muy planeado, sino todo lo contrario, son sonámbulos, cuerpos que se deslizan por sus vidas como extraños, meras sombras en un mundo oscuro, individuos vacíos, encerrados en sus miserias, en unas vidas inconclusas, en unas vidas sin rumbo, agazapadas en la espera de no se sabe qué y porqué. Serra filma su espacio exterior/interior, aborda sus vidas desde todos los ángulos posibles, penetrando en sus intimidades, en esos tiempos fútiles, en esas acciones torpes e inútiles, que más tienen que ver con lo que fueron que con lo que son. Una especie de vidas ya pasadas, que ahora se repiten como en un bucle incesante que está estancado en el tiempo, atiborrado de recuerdos, de memoria apelotonada, en una nada sin nada.

De Roller, su última criatura, es un enviado del gobierno que vive en la isla de Tahití, en la Polinesia Francesa, un pez gordo del poder, o al menos así lo cree él. Un tipo que se mueve principalmente de noche, en esos clubs nocturnos que ahora exhalan su último aliento, lleno de señores que ya no saben que hacen ahí, y mucho menos ya recuerdan el motivo que los llevó a semejante lugar. Señores que pierden el tiempo y su dinero con señoritas autóctonas que ahogan su placer o lo fingen para sentirse bien aunque sea una mera representación. Podríamos ver la película de Serra como un thriller político en el que hay unos indígenas que protestan contra las posibles pruebas nucleares que parecen planearse en la zona, también, en la exploración de la reinante corrupción y en las miserias de un poder que se aniquila así mismo. Pero, en ese caso, nos quedaríamos con la parte más evidente y menos interesante de la película, porque el relato tiene innumerables capas y dimensiones, quizás la que engancha más es la idea de espectro que reina en toda la isla y en todos sus personajes.

Un personaje principal lleno de amargura y soledad, de inutilidad y locura. Una especie de sombra, de cuerpo en movimiento, con ese omnipresente traje blanco, que resalta ante la oscuridad y los tonos playeros del resto. Su blancura, tanto en la ropa como en su piel, como su ánimo, no estaría muy lejos del capitán extraviado James Burke de Lord Jim (1965), de Richard Brooks, basada en la novela homónima de Conrad, del que la película se inspira notablemente, o el compositor decadente Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti, la locura del Coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, el cónsul alcohólico Geoffrey Firmin de Bajo el volcán (1984), de John Huston, todos ellos seres, mitad de aquí y mitad de allá, una especie de zombies perdidos y sin voluntad, que se mueven en un lugar al que ya no pertenecen, del que ya no forman parte, del que han huido pero todavía están ahí. Entraríamos en ese espacio que tanto se mencionaba en Yo anduve con un zombie (1943), de Jacques Torneur, obra capital para hablarnos de la idea del monstruo devorador que acaba comiéndose el alma y la voluntad de todos, como han hecho en su cine tanto Pedro Costa como Bertrand Bonello, que lo homenajeaba en Zombi Child.

El cineasta catalán nos sitúa en la piel y el estado mental de su protagonista, todo lo vemos a través de él, lo seguimos por esa isla laberíntica, que nunca vemos en su totalidad, solo en partes, en mutilaciones que escenifican lo emocional de De Roller, moviéndose por esos tugurios decadentes y feos, con personajes igual de perdidos y ausentes como él, que intercambian palabrería y vacío los unos con los otros, que intentan ser uno más con los nativos pero ni por esas, todo es fronterizo, todo está cercado en pequeños lugares que nada tienen que ver entre sí, en esa falsa idea de paraíso, que aquí es una mera sombra, o quizás, la idea de lo exótico es otra de las mentiras que nos han vendido. En el cine de Serra perdemos completamente la idea de tiempo y espacio, todo está filmado para generar esa confusión, ese limbo, ese deambular de no saber dónde estamos, en una especie de laberinto que no tiene salida y tampoco sabemos cómo hemos entrado. De Roller es un sonámbulo, un alma perdida y triste, un hidalgo de triste figura, como lo eran el Quijote, los reyes magos, Casanova, el rey agonizante y los libertinos de las anteriores obras del cineasta de Banyoles, almas en tránsito, almas en suspenso, almas sin alma.

Serra vuelve a contar con sus más íntimos cómplices como Montse Triola en la producción y como actriz en un personaje muy interesante, la coreógrafa del espectáculo de danza que se prepara, Artur Tort, en la cinematografía, con esa luz crepuscular que traspasa a todos, hipnotizadora y magnética que nos descoloca y nos abruma, con esa densidad y esa planificación que encierra a los personajes, todo un inmenso trabajo de composición y detalle, quizás la luz más espectacular de todas las películas de Serra, un Tort que también firma el montaje junto al propio director y Ariadna Ribas, toda una grande de la edición, que saben manejar una película que se va a los ciento sesenta y tres minutos de metraje, que va in crescendo, en la que nos van sumergiendo en esa espiral de (des) encuentros, derivas y demás lugares y personajes fantasmales. El impecable trabajo de arte de Sebastián Vogler, y el no menos empleo del sonido de Jordi Ribas, que ha estado en todas las películas de Serra, y la capacidad de sugestión de la música de Marc Verdaguer, con esas capas de onirismo y artificialidad que tanto van con el relato. Qué decir del inmenso trabajo del actor Benoît Magimel, metido en la piel de este pobre diablo que cree que sabe y que su labor de “pacificar” es un ejemplo, y se pierde en sus derivas emocionales y en su cansancio y soledad del que ha cabalgado ya demasiado por la vida, bien acompañado por todo un grupo de grandes intérpretes como Marc Susini como el putero y alcohólico almirante, un Sergi López, siempre natural como dueño de alguno de los antros con esa camisa y americana tan brillantes, la belleza exótica y fascinante de Pahoa Mahagafanau como Shannah, la femme fatale diferente del relato, Alexandre Mello como un portugués tan extraño como el resto, y finalmente, Lluís Serrat, el inolvidable Sancho Panza de Honor de caballería, que aparece en todas las de Serra, como un cliente más de los que aguantan el tipo o no.

Estamos ante la película menos cerrada del director gerundense, pero igual de compleja que las anteriores, tanto en su trama como en su forma, porque si en algo destaca enormemente Pacifiction es de su carácter y solidez cinematográfica, guste más o menos, porque la película consigue aquello que busca, aquello que quiere representar, desde su no complacencia, rebelándose sin pretenderlo contra ese cine convencional, y haciéndolo con las armas del propio cine, devolviendo al cine todo lo que el mercantilismo ha quitado, toda esa esencia de belleza plástica que profundiza sobre los complejos mecanismos de las emociones humanas. Un cine que plasma con sabiduría esa belleza oxidada de paraíso perdido, donde deambulan individuos de otro tiempo, seres que fueron, seres que ya no serán, seres enamorados o no, con historias de querer y no poder, seres evanescentes como aquellos cowboys de Peckinpah que exhalan su último pitillo llenos de polvo, aplastados por una modernidad que ya no los quería, un poder que los desterraba porque ellos no habían sabido ser ni estar, y sobre todo, ellos nunca habían comprendido que la vida poco tiene que ver con el progreso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Liberté, de Albert Serra

ESE OSCURO OBJETO DEL DESEO.

“Llegamos a amar nuestro deseo, y no al objeto de ese deseo.”

Friedrich Nietzsche

Sentarse en una sala de cine para ver una película de Albert Serra (Banyoles, 1975) es un acto de desnudez emocional, sentirse participe de aquello que estamos viendo, dejándose los prejuicios morales o éticos fuera de la sala, alejados de nuestra mirada, y adentrarnos en su universo, siendo capaces de dejarnos llevar por sus imágenes, liberarnos en cierta forma de toda idea preconcebida de las formas cinematográficas, fusionándonos con sus bellas imágenes y experimentando de forma muy personal aquello que vemos. Las dos primeras películas de Serra Honor de caballería (2006) y El cant dels ocells (2008) bebían de cierto cine contemplativo en el que desmitificaba y pervertía la historia mostrándonos dos viajes, el que emprendían El Quijote y Sancho, y el de los tres reyes magos, para filmar su cotidianidad, aquello que el rumbo de la historia dejaba fuera, capturando la humanidad y las contradicciones.

En el 2013 con Historia de mi muerte, Serra adentraba su cine en el siglo XVIII, en una senda diferente, más oscura y más perversa, en el que la decadencia de la burguesía, el ocaso de los dioses, que diría Visconti, es el centro de la acción, o podríamos decir de la inacción, narrando el imposible encuentro entre Casanova y Drácula, entre lo romántico y la luz en pos a la oscuridad y el terror, en una película bellísima plásticamente, con unos intérpretes, amigos del director en su mayoría, como ocurre en su cine, en estado de gracia, sobre todo Vicenç Altaió, creando un Casanova inolvidable, humano y decadente. Con La muerte de Luis XIV, con un sublime Jean-Pierre Léaud como rey enfermo, decrépito y postrado a una cama, narrando como una pieza de cámara a lo Brecht, la crónica diaria de la enfermedad del monarca en su lenta y dolorosa desaparición.

Con Liberté sigue explorando minuciosamente los terrenos de esa lenta decrepitud de un tiempo que jamás volverá, situándonos en el año 1774, a menos de veinte años de la Revolución, entre Potsdam y Berlín, en un bosque indeterminado durante una noche muy oscura, en el que un grupo de libertinos expulsados de la corte puritana y aburrida de Luís XVI, dan rienda suelta a sus deseos más íntimos y oscuros. El director gerundense reúne a una serie de nobles y criados en los alrededores de las sillas, a los que un grupo de novicias se les unirá, donde a modo de sombras y deseos en danza nocturna, con ese aroma romántico de las fantasías de Goethe, moviéndose de un lugar a otro, como si estuviéramos observando un laberinto infinito, donde desconocemos su inicio y su cierre, mirando y siendo mirados por unos y otros, asistiendo a un lugar donde impera la ley del deseo, un deseo insatisfecho, doloroso e imposible, alejado de toda condición moral o personal, donde nunca sabremos ubicarnos en la noche ni en las acciones sexuales que presenciamos, abarcando múltiples formas de deseo, tanto a nivel sexual como emocional, en la que a medida que avanza la noche veremos el aumento de tono de las acciones sexuales, filmadas por Serra de manera explícita, en la que podremos acercarnos, casi entrando en el espacio, sentirlas, olerlas y casi tocarlas, done lo que prima no es el acto en sí, sino como lo miramos y como nos hace sentir.

Los personajes con sus ropajes abiertos y liberados rompen la barrera social que los separa y tanto amos como siervos se mezclan y se funden donde el deseo los convierte en uno solo, en una masa vulnerable y sudorosa de miradas, gestos, caricias, dolor, sugestión, gemidos, amagos, miembros erectos, eyaculaciones, y sobre todo, seres ávidos de deseo, de sexo, como si fuese su último aliento, expulsados de ese paraíso que querían imponer en la corte de Luis XVI, espectros en la noche, que deambulan intentando materializar ese deseo que les arde en su interior, una fisicidad que no encuentra consuelo, que se revuelve insatisfecha, dolorosa y vacía. El Duque de Walchen interpretado por una leyenda como Helmut Berger es el objeto de deseo y destino de estos libertinos que andan viajando en busca de su lugar en el mundo, perdidos, casi a la deriva en plena huida de la corte falsa e hipócrita de Luís XVI.

La maravillosa y fantástica luz de Artur Tort, cómplice habitual de Serra desde Historia de mi muerte, creando ese magnetismo cercano y alejado a la vez, que crea ese especie de limbo aterrador y bello por el que se mueven estos seres, el preciso y delicado montaje de Ariadna Ribas, que también firman Tort y Serra, convierten la película y su ritmo pausado, fantasmal y velado, en un relato muy profundo, intenso y personal. Una cinta que nos interpela constantemente, en la que reconocemos las diabluras emocionales y la desnudez formal de Fassbinder, los descensos a los infiernos de Visconti, con sus cortes venidas a menos, su decrepitud y decadencia de aquellos reyes o esos señores en su ocaso que deambulaban por ciudades eternas esperando su último amor en forma de deseo no carnal, o los retratos oscuros y dolorosos sobre los que tanto le gustaba indagar a Buñuel, en que El ángel exterminador, aquellos burgueses incapaces de salir de una habitación después de una fiesta, podría ser el espejo deformador por el que se desplazan los libertinos que filma Serra, quizás abandonados a su último paraíso terrenal, experimentando con sus cuerpos, sus deseos, su carne, sus demonios, sus sinrazones, lo que son y lo que no podrán ser. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA