Entrevista a Manuel Martín Cuenca

Entrevista a Manuel Martín Cuenca, director de la película «El amor de Andrea», en la plaça de Joan Llongueras en Barcelona, el miércoles 22 de noviembre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Manuel Martín Cuenca, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento y a Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El amor de Andrea, de Manuel Martín Cuenca

SÓLO QUIERO QUE ME AMES. 

“Los problemas familiares son amargos. No van de acuerdo con ninguna regla. No son como dolores o heridas, son más como divisiones en la piel que no sanan porque no hay suficiente material”.

F. Scott Fitzgerald

De una casa aislada en las montañas escarpadas de las Sierras de Cazorla y Segura en la provincia de Jaén de La hija (2021), pasamos al otoño de la Bahía de Cádiz de El amor de Andrea, el nuevo largometraje de Manuel Martín Cuenca (El Ejido, Almería, 1964). Dos ambientes fríos. Dos paisajes que definen con exactitud los estados emocionales en los que se encuentran sus personajes. Vuelven a rondar los problemas familiares, ahora desde la mirada de su protagonista Andrea, una chica de 15 años, que a veces, pasa del instituto y deambula por las calles y acaba en la playa leyendo su inseparable “Juan Salvador Gaviota”, de Richard Bach, el libro que le regaló un padre ausente, alguien que los dejó a sus dos hermanos pequeños y a ella cuando se divorció de la madre con la conviven que sólo ven por las noches. Andrea se siente rasgada como una foto, a la que le falta una parte, le falta ese padre que no ve, con el que no se relaciona, en una existencia llena de dudas, de espacios vacíos y de pasados oscuros. 

A partir de un guion escrito por Lola Mayo, que ha sido productora y guionista de todas las películas de Javier Rebollo, y el propio director, que nos va sumergiendo en la intimidad e interior de Andrea, una chica solitaria, que intenta reconstruir unos sentimientos troceados e incompletos, y se tropieza con la indiferencia de una madre que quiere olvidar, y unos adultos inmaduros y faltos de comunicación que guardan silencio y tienden muros. Andrea se muestra fuerte y valiente en su decisión y sigue empeñada en trazar un puente de reconciliación y sobre todo, de amor entre su padre y ella. El director almeriense se aleja de la autocomplacencia y lo esperado, y construye de forma artesanal su relato, desde esa luz natural que traspasa e interioriza a los personajes, que firma Eva Díaz Iglesias, la cinematógrafo habitual de Víctor García León, la música de Vetusta Morla, que vuelve a trabajar con el almeriense después de la experiencia de la mencionada La hija, en una composición que ayuda a iluminar tanto desgarro emocional, y el preciso y reposado montaje de Ángel Hernández Zoido, que ha estado en toda la filmografía de Martín Cuenca. 

Con rasgos parecidos a La mitad de Óscar (2010), que también exploraba las difíciles relaciones familiares, donde primaba la desnudez, la cercanía y la transparencia de la cámara y la interpretación, la odisea de Andrea y su demanda de amor es muy bressoniana, porque tiene ese corte de plano, esos cuadros con el formato de 4:3, en que sus individuos aparecen encerrados y asfixiados en sus vidas anónimas, y en que el relato ayuda a desplazar tanto físicamente como emocionalmente, pero que deja interesantes huecos en sus conflictos, y en que Andrea se mira al espejo de la Marie de Au assard Balthazar (1966), y la Mouchette de la película homónima de 1967. Dos jóvenes atrapadas en un mundo de adultos cruel, infantil y triste. Chicas adolescentes como las que retrató en La flaqueza del bolchevique (2003) y en la citada La hija, el cineasta andaluz que compone una película con hechuras, tremendamente intensa sin ser condescendiente, sino con una armadura que nos sobrepasa, que deja un poso difícil de olvidar, dentro de esa linealidad que tiene su trama, una linealidad imprescindible para ir acercándonos a este duro e intenso drama que se adentra en lo que sienten sus personajes que tiene su reflejo en esa bahía gaditana gris, fría y ventosa, con ese barco-puente que distancia a unos personajes, sobre todo, Andrea, que quiere y busca, que mira y siente, que hace y no se resigna a perder el amor de su progenitor. 

Mención aparte tiene la elección de su elenco interpretativo, lleno de caras desconocidas, de esos actores-modelo que tanto le gustaban a Bresson, donde la película no seduce con unos rostros marcados, con grietas por la vida y las tristezas, en relación con los niños y niñas que todavía están sin marcar por ese vivir, todavía libres de espíritu, honestos y cercanos, y sobre todo, comunicativos. Cuántos males ha provocado y provocará  la incomunicación en las relaciones. Tenemos a esa luz que es pura naturalidad y transparencia como Lupe Mateo Barredo como Andrea, que debería llevarse muchos reconocimientos esta temporada de galardones, y eso que no me gustan los premios y las competiciones, pero su Andrea es puro amor, pura valentía, y sobre todo, una alma que quiere y busca amar, esa cosa que todo el mundo busca y pocos se atreven a vivir. Le acompañan sus dos hermanos pequeños y estupendos  Fidel y Tomás que hacen Fidel Sierra y Cayetano Rodríguez Anglada, respectivamente, Agustín Domínguez es Abel, el amigo de Andrea que le echará un cable y los haga falta para sobrellevar tanta dificultad, Carmen es Irka Lugo, esa madre que tampoco ven mucha y quiere olvidar y que su hija también olvide y dejé de reclamar ese amor, Jesús Ortiz es Antonio, el padre que no está, qué bien mira este tipo y esos maravillosos encuadres bajo la atenta mirada de su hija mientras apura cigarrillos contra el viento. Y luego, esos dos ángeles para el camino empedrado de Andrea con la complicidad de Inés Amieva como Beatriz, la abogada y el profe José M. Verdulla Otero que hace de José María, el profe, que seríamos si muchos profesores sólo cumplieran su trabajo y olvidasen ayudar emocionalmente a sus alumnas como Andrea. 

Dice Martín Cuenca que ha hecho su película más luminosa, y tiene razón, porque aunque El amor de Andrea se adentra en pantanos muy duros y tensos, sí, pero lo hace sin caer en el dramatismo y en la estridencia ni nada que se le parezca, y podría haber caído en la tentación, porque el material que maneja da para ese tono, pero el cineasta almeriense se va muy lejos de allí, y se centra en sus personajes y sus sentimientos, desde lo más profundo, desde sus gestos, desde sus miradas, que no hablan y lo dicen todo, dentro de esa Bahía de Cádiz, que vista desde otro lugar, resulta un espacio difícil y gris, como todos los lugares cuando estamos mal, cuando nos falta algo, como le ocurre a Andrea, que le falta algo, le falta el amor de su padre, y le falta porque está lleno de un pasado demasiado vacío, un pasado que quiere mirar para entender, para seguir creciendo, para enfrentarlo, porque ya tiene edad suficiente para saber y reconocerse, con unos padres que no hablan, no se comunican y viven rodeado de fantasmas y miedos e inseguridades. Estamos sorprendidos ante la madurez y coraje de un personaje como Andrea, porque a pesar de su corta edad, demuestra más verdad que sus perdidos padres, porque ella  es valiente, tiene fuerza y está preparada para mirar de frente, porque la vida no puede vivirse con tantas ausencias y falta de amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Patricia López Arnaiz

Entrevista a Patricia López Arnaiz, actriz de la película «La hija», de Manuel Martín Cuenca, en el Gallery Hotel en Barcelona, el miércoles 24 de noviembre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Patricia López Arnaiz, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Nadia López de Caramel Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Manuel Martín Cuenca

Entrevista a Manuel Martín Cuenca, director de la película «La hija», en el Gallery Hotel en Barcelona, el miércoles 24 de noviembre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Manuel Martín Cuenca, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Nadia López de Caramel Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La hija, de Manuel Martín Cuenca

LA MATERNIDAD OSCURA.

“Las ideas fijas nos roen el alma con la tenacidad de las enfermedades incurables. Una vez que penetran en ella, la devoran, no le permiten ya pensar en nada ni tomar gusto a ninguna cosa”.

Guy de Maupassant

De las seis películas de ficción que forman la trayectoria de Manuel Martín Cuenca (El Ejido, Almería, 1964), amén de sus documentales, tienen su base en la ambigüedad moral de sus personajes, unos individuos obsesivos en su tarea, capaces de todo para conseguir sus objetivos, en unos relatos en los que tanto víctimas como verdugos juegan sus roles, en muchas ocasiones, confundiéndolos, mezclándose unos con otros, donde todos se manipulan, en los que el poder va variando según quién lo obtenga y lo sepa mantener. Los trabajos de Martín Cuenca suelen situarse en paisajes, tanto urbanos como rurales, aislados, tanto físicos como emocionales, gentes que a pesar de sus ideas y sus acciones, siempre alejadas de lo moral, se sienten con el derecho de acometerlas, se lleven por delante quién se lleven, perseguidos por sus propias obsesiones y atrapados en una vorágine de desesperación y miedo.

Después de El autor (2017), basada en la novela “El móvil”, de Javier Cercas, donde un escritor incapaz de escribir su novela, empieza a espiar y a manipular a sus vecinos hasta límites obsesivos.  Ahora nos llega La hija, en un guion que firman el propio director y Alejandro Hernández, que además actúan como coproductores, un guionista que ha estado en todas sus obras de ficción, exceptuando La flaqueza del bolchevique (2003), y en el documental El juego de Cuba (2001), para elaborar una historia oscurísima, llena de tensión y muy obsesiva, con ese aroma que tanto le gustaban a Hitchcock y Lang, donde los personajes viven por y para su objetivo, mintiendo y traspasando todos los límites habidos y por haber, donde nos encontramos un lugar aislado, una casa metida en lo alto de la sierra, alejada de todos y todo, y con una pareja Javier y Adela, en una relación sentimental casi rota, y obsesionados con ser padres, y no se les ocurre otra cosa que, convencer a una niña, Irene, de 15 años, embarazada e interna de un centro de menores desamparados, donde trabaja Javier, y proponerle un plan siniestro, la cuidarán y cuando tenga el bebé se lo entregara.

Las cosas, dentro de una fragilidad inquietante, parecen ir bien, pero a medida que vayan pasando los meses, todo se enturbiará y el plan que parecía fuerte, empieza a resquebrajarse y empezarán las dudas, los miedos y ese mundo oscuro del que no podrán salir. Con una estupenda cinematografía de Marc Gómez del Moral (que también tiene en cartelera su trabajo en Pan de limón con semillas de amapola, de Benito Zambrano), con esos encuadres brillantes, donde se palpa la constante tensión entre todos los personajes, y esos planos cenitales de la casa y el paisaje rocoso donde se sitúa la historia. El inmenso trabajo de sonido de Eva Valiño, ayuda a crear esa hostilidad y persecución tremenda a la que se ven arrojados la pareja, y esa idea de casa aislada y llena de inquietud, con esos aires terroríficos como la morada aislada de El resplandor, de Kubrick, y el brillante montaje de Ángel Hernández Zoido, un grande de nuestro cine con más del centenar de títulos en su filmografía, que ha montado todas las películas de Martín Cuenca, sabe imprimir esa fuerza de tensión y suspense que persigue toda la película.

Como suele pasar en los trabajos del director almeriense, el reparto están bien compuesto y tanto los principales como los de reparto siguen una línea ascendente y brillan en sus cometidos, y cada uno de los personajes tienen su momento, aunque sean poco extensos. En este caso, encabezan unos grandísimos intérpretes, tenebrosos y llenos de miedo como la pareja que forman Javier Gutiérrez, que vuelve con Martín Cuenca después de El autor, y Patricia López Arnaiz, llenos de aristas, y lados oscuros, quizás la única cosa que todavía les une es el siniestro pacto en el que están metidos hasta el alma, la joven debutante Irene Virgüez Filippidis, que pasa por muchos estados y posiciones, reflejando esa imagen de fractura y fragilidad, sin nada que perder o mucho, según se mire, y esos maravillosos actores y actrices de reparto, como Juan Carlos Villanueva, el amigo policía de la pareja, que se pasará de tanto en tanto, creando esa hostilidad que llevará a los protagonista hasta el límite, Sofian El Benaissati es Osman, el novio de Irene, que también aparecerá en el momento más inesperado, y María Morales, la compañera de trabajo de Javier, presencias que ayudan a crear esa atmósfera turbia y hostil que emana de cada instante del relato.

La hija es un trabajo extraordinario, lleno de sensibilidad, tensión y de tremenda inquietud, que juega con el thriller y el terror, erigiéndose como en una nueva aproximación de Martín Cuenca a a la condición humana, a todas esas zonas oscuras que nos obsesionan, y sobre todo, nos dominan, arrastrados por esos deseos incumplidos, esas heridas que nos trastornan y nos empujan al abismo, y nunca mejor dicho en el caso de esta película, porque la casa, situada en lo alto de una colina, evidencia el profundo y oscuro estado de ánimo que domina a los protagonistas. Una película de pocos personajes, con momentos de cine de altura, donde todo emana honestidad y naturalidad, donde se asoma el thriller rural, el que se cuece en los ambientes pequeños y domésticos, salvaje y carpetovetónico, de azada y escopetazo, siguiendo la gran tradición española de la literatura como Delibes, Baroja, Ferlosio y Fernández Santos, y en el cine con los Saura, Camus, Gutiérrez Aragón y Borau, y demás, con ese realismo doloroso y maldito, con una profunda crítica social al país, y a sus ciudadanos y sus formas deshumanizadas y bestias de tratar y tratarse, evidenciando un universo siempre hostil, que se va resquebrajando y donde matar o ser matado es el pan de cada día. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El autor, de Manuel Martín Cuenca

TODO POR UN SUEÑO.

Pablo López era el tipo que se obsesionaba con la adolescente en La flaqueza del bolchevique. Mikel era el ex presidiario que buscaba a un antiguo compinche para ajustar cuentas. Óscar era el segurata que quería olvidar el pasado y a su hermana en La mitad de Óscar. Carlos era el sastre respetable que comía mujeres en Caníbal. Todos ellos tipos solitarios, amargados, frustrados y obsesivos, encerrados en unas existencias sombrías y oscuras, movidos por la codicia humana, y sobre todo, manipuladores contra todos aquellos que, en algún momento les interese, para materializar sus objetivos insanos y malvados. A esta terna de canallas de nuestro tiempo se une Álvaro, un pobre tipo que se gana la vida como escribiente en una notaría en Sevilla, aunque su sueño es escribir una gran novela, pero a pesar de la pasta gastada en innumerables talleres y cursos de escritura, se muestra incapaz de escribir algo que merezca la pena, y paradojas de la vida, su mujer, Amanda, sin pretenderlo, se ha convertido en una escritora de best seller, y en todo aquello que él solo sueña. Después de perderlo todo, se muda a un apartamento del centro, y guiado por su profesor, se dispone a escribir esa novela personal e intransferible, que rezuma y sangre verdad.

El quinto trabajo de Manuel Martín Cuenca (Almería, 1964) basado en la novela primeriza “El móvil”, de Javier Cercas, se instala en la existencia de Álvaro y su obsesión, pero como no es una persona creativa, ni imaginativa, ni tampoco inteligente, no hace otra cosa que espiar a sus vecinos, como L. B. Jefferies, el personaje que interpretaba James Stewart en La ventana indiscreta. Pero en el caso de Álvaro, su modus operandi va mucho más allá, porque comienza a intervenir en sus vecinos en pos a su novela, interactuando con ellos, manipulando sus vidas y sus realidades para llevarlas a su terreno con el único objetivo de escribir su novela. En este viaje al sinsentido novelístico, a los traumas y frustraciones de una vida que, muy a su pesar, se vuelve obsesiva y vil contra todos aquellos que le rodean y se erigen en su materia de estudio y trabajo. Unos personajes anónimos, terriblemente cotidianos que, arrastran sus conflictos, tanto interiores como exteriores, arrancando con la portera, infeliz en un matrimonio, chismosa y metomentodo, encuentra en el nuevo inquilino un desfogue tanto sexual como de cariño, ya que en su casa hace mucho tiempo que desapareció, luego está el del quinto, el Sr. Montero, militar retirado, fascista de convicción, muy solitario, algo huraño y un hidalgo de capa y espada, que le entusiasma el ajedrez, y además guarda un botín en las paredes de su piso, y finalmente, los vecinos de al lado, un matrimonio de mexicanos y sus hijos (que nunca veremos) y los problemas económicos que atraviesan.

Ese microcosmos cotidiano que podría ser de cualquier comunidad de vecinos, le sirve a Martín Cuenca para crear esa atmósfera de luces y sombras, como las que decoran el piso del protagonista, todo blanco, sin apenas muebles, sólo caracterizado por esa mesa, el ordenador y la impresora, todo a punto para escribir. Y su contrapunto, las oscuras vidas de sus vecinos, empezando con esas figuras humanas en sombras proyectadas en la pared, y las conversaciones que escuchamos, agazapados y en la oscuridad, como hace Álvaro. La realidad, y su posterior manipulación, se convierten en materia de su novela, ejerciendo una influencia terrorífica en las vidas de sus vecinos, moviéndose entre las zonas oscuras del edificio para introducirse en sus vidas y manipularlas a su antojo. Después del mundo sórdido y angustioso de Caníbal, el director almeriense abre las ventanas y deja entrar esa sutil ironía, y deja aparecer la comedia negra en su relato, convirtiendo su historia en una comedia que hace reír, eso sí, pero introduciendo esa amargura que a veces nos hiela la risa, porque a veces no sabremos si nos estamos riendo de Álvaro, de su vida, su novela en ciernes, del ambiente deprimente que lo rodea, o de nosotros mismos, en una trama valiente, sincera y bestial, que nos habla de los procesos creativos, de eso que llamamos talento, y nuestras obsesiones perosnales, sobre a que estamos dispuestos en nuestra vida para conseguir materializar nuestros sueños, y sobre todo, hasta donde estamos dispuestos a llegar.

Un guión (coescrito con Alejandro Hernández, socio y colaborador de toda la filmografía de Martín Cuenca) preciso y sutil que, avanza in crescendo, en una espiral de cada vez un poco más, en este descenso a los infiernos sin tregua ni salvación, en el que todos sus personajes entran, algunos sin saberlo, en la mente enfermiza y salvaje del protagonista, y se convierten en sus almas manipulables de su novela. Un reparto fantástico y heterogéneo que ayuda a la credibilidad de la historia, el fantástico Javier Gutiérrez que, convoca a todos los fantasmas habidos y por haber para conseguir un un tipo mentiroso y enfermizo, de apariencia amable y simpática, los brillantes María León como su mujer, imagen de todo aquello que el protagonista nunca será, y Antonio de la Torre, en un registro diferente a los habituales, la maravillosa Adelfa Calvo como la reportera, un gran descubrimiento, por su fisicidad y mala uva, el matrimonio de mexicanos, encarnados por Tenoch Huerta, y la estupenda Adriana Paz, él, sentido y acompañante de su esposa, y ella, con su atractivo y confianza que, intentará acercarse en todos los sentidos a Álvaro, y finalmente, Rafael Téllez como el Sr. Montero, un señor de los pies a la cabeza y de antigua nobleza. El montaje de Ángel Hernández Zoido (editor de todas las obras de Martín Cuenca) y la fotografía de Pau Esteve (que repite después de Caníbal) convierten la película en un viaje a las obsesiones de la mente, a la capacidad inherente de los seres humanas de materializar nuestros deseos y voluntad, cueste lo que cueste, en pos a nuestro objetivo, sea o no bueno para nuestras vidas. Una obra magnífica y valiente, un relato lleno de personajes vivísimos y humanos, convertidos en títeres de esa alma enfermiza, que lo pierde todo, trabajo, moral, dignidad, que se desnuda en cuerpo y alma para conseguir aquello que lo obsesiona hasta límites insospechados.


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